La noche del oráculo (28 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

BOOK: La noche del oráculo
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John era la única persona en el mundo que la seguía llamando
Gracie
. Ni siquiera sus padres lo hacían ya, y en cuanto a mí, que estaba con ella desde hacía más de tres años, jamás había utilizado tal diminutivo. Pero John la conocía de toda la vida —literalmente, desde el día en que nació—, y el paso del tiempo le había ido otorgando una serie de privilegios especiales que extraoficialmente lo habían hecho pasar de amigo a miembro de la familia. Era como si hubiera alcanzado el rango de tío favorito; o, si se quiere, de padrino sin cartera.

John quería mucho a Grace, y como Grace también le tenía mucho cariño y yo era el hombre de su vida, John me había acogido en el círculo íntimo de sus afectos. Durante el periodo de mi postración, había dedicado mucho tiempo y energías a ayudar a Grace a sobrellevar la crisis, y cuando al fin me recobré, después de haber visto la muerte de cerca, empezó a venir todas las tardes al hospital para sentarse junto a mi cama y hacerme compañía; para que no desertara (según comprendí más tarde) del reino de los vivos. Cuando Grace y yo fuimos a cenar a su casa aquella noche (18 de septiembre de 1982), dudo que John tuviese en Nueva York amigos más íntimos que nosotros. Y nosotros tampoco teníamos un amigo tan entrañable como él. Eso explicaría por qué daba tanta importancia a nuestras noches del sábado y por qué se había negado a cancelar la cita pese al problema de su pierna. Vivía solo, y como rara vez asistía a acontecimientos sociales, el vernos constituía su principal forma de entretenimiento, su única oportunidad verdadera de disfrutar de unas horas de conversación ininterrumpida.
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Tina era la segunda mujer de John. Su primer matrimonio duró diez años (de 1954 a 1964) y acabó en divorcio. Nunca hablaba de ello en mi presencia, pero Grace me había contado que en la familia de ella nadie había tenido mucho cariño a Eleanor. Los Tebbetts la consideraban una pretenciosa, la típica estudiante de Bryn Mawr y descendiente de un antiguo linaje aristocrático de Massachusetts, una persona desdeñosa que siempre había mirado por encima del hombro a la familia trabajadora de John, los Paterson de Nueva Jersey. Poco importaba el hecho de que Eleanor fuese una pintora respetada, de fama casi tan considerable como la de John. No se sorprendieron cuando el matrimonio acabó, y nadie lamentó el día que se perdió de vista. Lo único malo, decía Grace, era que John se había visto obligado a seguir en contacto con ella. No porque quisiera, sino por las continuas payasadas de su hijo Jacob, de personalidad totalmente inestable.

Más adelante John conoció a Tina Ostrow, bailarina y coreógrafa doce años más joven que él, y cuando se casó con ella en 1966 los Tebbetts aplaudieron su decisión. Tenían la plena confianza de que John había encontrado finalmente la mujer que se merecía, y el tiempo les dio la razón. La menuda y vibrante Tina era una persona adorable, y había amado a John (según palabras textuales de Grace) «hasta el punto de la veneración». El único problema con aquel matrimonio fue que Tina no vivió lo suficiente para cumplir los treinta y siete años. Un cáncer de útero se la fue llevando poco a poco en el espacio de dieciocho meses, y después de enterrarla, proseguía Grace, John se apagó de pronto, «simplemente se quedó paralizado y fue como si dejara de respirar». Se marchó un año a París, luego a Roma, y seguidamente a un pueblecito de la costa norte de Portugal. En 1978, cuando volvió a Nueva York y se instaló en el apartamento de la calle Barrow, habían pasado tres años desde la publicación de su última novela, y corría el rumor de que no había escrito una palabra desde la muerte de Tina. Ya habían transcurrido otros cuatro años, y seguía sin producir nada; al menos, nada que se dignara enseñar. Pero estaba trabajando. Yo sabía que estaba haciendo algo. Él mismo me lo había dado a entender, pero ignoraba el tipo de trabajo que era por la sencilla razón de que no había encontrado el valor de preguntárselo.
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La mayor parte de su trabajo gráfico se inspiraba en la contemplación de obras de arte, y antes de que cayera enfermo a principios de año solíamos pasar los sábados por la tarde recorriendo galerías y museos. En cierto sentido, el arte hizo posible nuestro matrimonio, y sin su intervención dudo que hubiera tenido el valor de pretenderla. Fue una suerte que nos conociéramos en Holst y McDermott, un entorno neutral de trabajo. Si nos hubiéramos conocido de cualquier otra forma —en una cena, por ejemplo, en la parada del autobús o en un avión—, no habría tenido ocasión de volver a verla sin exponerle mis intenciones, e instintivamente comprendí que a Grace había que acercársele con cautela. Si cargaba la mano demasiado pronto, estaba casi seguro de que jamás volvería a tener otra oportunidad.

Afortunadamente, tenía una excusa para llamarla. Le habían encargado la cubierta de mi libro, y con el pretexto de que tenía que discutir una idea nueva con ella llamé a su despacho dos días después de nuestro primer encuentro y le pregunté si podía ir a verla. «A cualquier hora», me contestó, «cuando quiera.»
A cualquier hora
resultó un poco difícil. Por entonces yo tenía un trabajo fijo (profesor de Historia en el Instituto John Jay de Brooklyn), y no podía ir a su oficina antes de las cuatro. Daba la casualidad de que Grace estaba ocupada el resto de la semana hasta última hora de la tarde. Cuando sugirió que nos viéramos el lunes o martes siguiente, le dije que debía marcharme de la ciudad para una gira de presentación de mi novela (lo que por otra parte era verdad, aunque probablemente habría dicho lo mismo si no lo hubiera sido), de manera que Grace cedió y me dijo que podía dedicarme un poco de tiempo el viernes, después del trabajo. «Tengo que estar en un sitio a las ocho», me advirtió, «pero no hay problema en que quedemos a las cinco y media y nos veamos durante una hora o así».

Yo había tomado prestado el título de mi libro de un dibujo a lápiz de 1938 de Willem de Kooning.
Autorretrato con hermano imaginario
es una obra de factura delicada que representa a dos muchachos juntos y de pie, uno de ellos con un par de años más que el otro, el mayor con pantalón largo, el menor con bombachos. El dibujo me gustaba mucho, pero lo que me interesaba era el título, y no lo utilizaba como voluntaria referencia a De Kooning, sino por la frase en sí, que me parecía enormemente evocadora y apropiada para la novela que había escrito. Unos días antes, en el despacho de Betty Stolowitz, había sugerido poner el dibujo de De Kooning en la portada. Y ahora pensaba decir a Grace que no me parecía tan buena idea: los trazos a lápiz eran demasiado tenues y no iban a resaltar lo suficiente, con lo que el efecto quedaría difuminado. Pero en realidad me importaba un bledo. Si en el despacho de Betty me hubiera manifestado en contra de reproducir el dibujo, ahora me habría mostrado a favor. Lo único que quería era una ocasión de ver de nuevo a Grace, y el arte era el medio de propiciada, el único tema que no comprometía mis verdaderos propósitos.

Su ofrecimiento de verme después del horario de trabajo me dio esperanzas, pero al mismo tiempo la noticia de que había quedado a las ocho destruía toda expectativa. No cabían muchas dudas de que estaba citada con otro (las mujeres guapas siempre quedan con alguien el viernes por la noche), pero era imposible saber la hondura de las relaciones que mantenían. Podía ser la primera vez que salían juntos, pero quizá era una cena tranquila con su novio o el hombre con quien vivía. Yo sabía que no estaba casada (eso ya me lo había dicho Betty cuando Grace salió de su despacho el día que nos conocimos), pero existía toda una serie de otras múltiples y variadas intimidades. Cuando pregunté a Betty si Grace tenía novio, me contestó que no lo sabía. Grace no hablaba mucho de su vida privada, y en la editorial nadie tenía ni la más ligera idea de lo que hacía fuera de la oficina. Desde que empezó a trabajar allí, dos o tres compañeros la habían invitado a salir, pero ella los había rechazado a todos.

Pronto descubrí que a Grace no le gustaba hacer confidencias. En los diez meses que salimos juntos antes de casarnos, jamás reveló un secreto ni aludió a enredos anteriores con otros hombres. Tampoco le pedí nunca que me contara algo de lo que no pareciera dispuesta a hablar. Tal era la fuerza del silencio de Grace. Si uno pretendía amarla de la forma en que quería ser amada, era preciso aceptar la línea que había trazado entre ella y las palabras.

(Una vez, en una de las primeras conversaciones que mantuve con ella sobre su infancia, recordó su muñeca favorita, que sus padres le habían regalado cuando tenía siete años. La llamaba Pearl, la consideraba su mejor amiga y durante cuatro o cinco años la llevó consigo a todas partes. Lo extraordinario de Pearl consistía en que era capaz de hablar y entender todo lo que se le decía. Pero Pearl jamás pronunciaba palabra en presencia de Grace. No porque no pudiera hablar, sino porque prefería no hacerlo).

Había alguien en su vida cuando yo la conocí —estoy seguro—, pero nunca averigüé su nombre ni si los sentimientos que ella le profesaba eran lo bastante serios. Muy serios, diría yo, porque los seis primeros meses resultaron ser una época tempestuosa para mí, y acabaron mal, con Grace diciéndome que quería romper y que no volviera a llamarla más. A través de todas las decepciones de aquellos meses, sin embargo, de todas las efímeras victorias y las minúsculas efusiones de entusiasmo, a lo largo de todos los altibajos de aquel noviazgo fallido y desesperado, Grace siempre fue un ser mágico para mí, un luminoso punto de contacto entre el deseo y el mundo: el implacable amor. Mantuve mi palabra y no la llamé, pero seis o siete semanas después, cuando menos me lo esperaba, se puso en contacto conmigo y me dijo que había cambiado de opinión. No me ofreció explicación alguna, pero supuse que el hombre que había sido mi rival ya no contaba para nada. No sólo deseaba empezar a verme otra vez, añadió, sino que quería que nos casáramos. Matrimonio era la única palabra que yo no había pronunciado en su presencia. Me había estado rondando por la cabeza desde el primer momento en que la vi, pero nunca me había atrevido a decirla por temor a que se asustara y se apartara de mí. Ahora Grace me pedía que me casara con ella. Justo cuando me había resignado a pasar el resto de mi existencia con el corazón hecho pedazos, me venía diciendo que, en cambio, podía vivir con ella toda la vida… todo entero.
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[7]
Kansas City era una elección arbitraria para el destino de Nick; fue el primer sitio que me vino a la cabeza. Posiblemente porque estaba muy lejos de Nueva York, una ciudad perdida en lo más profundo del país: Oz, con toda su maravillosa fantasía. Sin embargo, una vez que puse a Nick de camino a Kansas City, me acordé del desastre del Hyatt Regency, un hecho real que había sucedido catorce meses antes (en julio de 1981). En aquel momento había unas dos mil personas en el vestíbulo, un inmenso atrio al aire libre de unos mil quinientos metros cuadrados. Todos miran hacia lo alto, están viendo un concurso de baile que se celebra en una de las pasarelas colgantes (también denominadas «pasillos flotantes» o «galerías aéreas»), cuando las grandes vigas que soportan la estructura se desprenden de sus amarres y se derrumban, cayendo desde cuatro pisos de altura y estrellándose en el vestíbulo. Veintiún años más tarde, se sigue considerando una de las peores catástrofes ocurridas en un hotel en toda la historia de Estados Unidos.
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En español en el original.
(N. del T.)
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[8]
Levantando la tapa
, de Patrick Gordon-Walker (Londres, 1945). Más recientemente, la misma historia fue contada de nuevo por Douglas Botting en
Desde las ruinas del Reich: Alemania, 1945-1949
(Crown Publishers, Nueva York,1985), p. 43.

A propósito, también debo mencionar que casualmente poseo un ejemplar de la guía telefónica de Varsovia de 1937/38. Me la regaló un amigo periodista que fue a Polonia en 1981 a cubrir el movimiento Solidaridad. Al parecer la encontró en algún rastro de por allí, y sabiendo que mis abuelos paternos habían nacido en Varsovia, me la regaló cuando volvió a Nueva York. Yo la denominaba mi
libro de fantasmas
. Al final de la página 220, encontré un matrimonio cuya dirección se daba como Wejnerta, 19: Janina y Stefan Orlowscy. Así se escribía en polaco el apellido de mi familia, y aunque no estaba seguro de si esas dos personas estaban o no emparentadas conmigo, me pareció que había bastantes posibilidades de que sí lo estuvieran.
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Cuatro años antes, había hecho una adaptación cinematográfica de un relato de mi primer libro,
Tabula rasa
, para un joven director llamado Vincent Frank. Se trataba de una película de bajo presupuesto sobre un músico que se recupera de una larga enfermedad y va rehaciendo su vida poco a poco (una historia profética, según resultó), y cuando se estrenó, en junio de 1980, funcionó bastante bien.
Tabula rasa
se proyectó únicamente en algunos cines de arte y ensayo desperdigados por el país, pero fue considerada un éxito de crítica y —según le gustaba recordar a Mary— contribuyó a dar mi nombre a conocer entre un público más amplio. Las ventas de mis libros empezaron a mejorar un poco, es cierto, y cuando entregué mi siguiente novela nueve meses después,
Breve diccionario de las emociones humanas
, negoció un contrato con Holst y McDermott por el doble del importe que había recibido por mi libro anterior. Aquel adelanto, junto con la modesta suma que había ganado con el guión, me permitió dejar mi plaza de profesor en el instituto, trabajo con el que me había ganado la vida durante los últimos siete años. Hasta entonces había sido uno de esos oscuros y esforzados autores que escriben entre las cinco y las siete de la mañana, además de por la noche y los fines de semana, que nunca salen de vacaciones y se pasan el verano en casa, encerrados en un sofocante apartamento de Brooklyn, para recuperar el tiempo perdido. Ahora, año y medio después de casarme con Grace, me encontraba en la lujosa posición de ser un escritorzuelo independiente, autónomo. No disfrutábamos precisamente de lo que podría llamarse una posición acomodada, pero yo seguía produciendo a un ritmo sostenido, y con los ingresos de ambos siempre lográbamos salir adelante. Tras el estreno de
Tabula rasa
, vinieron unas cuantas ofertas para escribir más películas, pero los proyectos no me interesaban y los rechacé para seguir dedicándome a mi novela. Pero cuando Holst y McDermott sacó el libro en febrero de 1982, yo no me enteré de su publicación. Para entonces ya llevaba cinco semanas en el hospital, y no era consciente de nada: ni siquiera de que los médicos estaban convencidos de que mi fallecimiento era cuestión de días.

Tabula rasa
había sido una producción sindical, y para que figurara en los títulos de crédito como autor del guión me vi obligado a hacerme miembro de la Asociación de Escritores. La pertenencia a la Asociación conllevaba el abono de una cuota trimestral y la entrega de un porcentaje de las ganancias profesionales, pero entre las contrapartidas había una póliza de seguro de enfermedad bastante decente. Si no hubiera sido por eso, al salir del hospital habría ido de cabeza a la cárcel por impago. La mayoría de los gastos quedaban cubiertos, pero como ocurre con todos los seguros de enfermedad, había que tener en cuenta una infinidad de cuestiones: franquicias que había que asumir, cargos suplementarios por tratamientos experimentales, crípticos porcentajes y cálculos a escala móvil por medicamentos diversos y material desechable, una pasmosa serie de facturas que me habían endeudado por la friolera de treinta y seis mil dólares. Ésa era la carga que Grace y yo debíamos soportar, y cuanto más recobraba las fuerzas, más me preocupaba el medio de liberarnos de la deuda. El padre de Grace nos había ofrecido ayuda, pero el juez no era rico, y con las dos hermanas pequeñas de Grace aún en la universidad, ni se nos pasaba por la cabeza aceptarla. En cambio, pagábamos una pequeña cantidad todos los meses, con idea de ir socavando poco a poco aquella montaña, pero al paso que íbamos, seguiríamos pagando después de jubilarnos. Grace trabajaba en una editorial, lo que significaba que su sueldo era escaso, por no decir otra cosa, y, en cuanto a mí, hacía casi un año que no recibía ingreso alguno. Unos cuantos derechos de autor, microscópicos, adelantos de alguna publicación en el extranjero, pero eso era todo. Lo que explica por qué devolví la llamada a Mary inmediatamente después de escuchar su mensaje. No había pensado escribir más guiones, pero si recibía un encargo bien pagado, no tenía intención de rechazarlo.
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