La noche del oráculo (26 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

BOOK: La noche del oráculo
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Gracias por molestarte en visitar ayer al mocoso. Se te agradece mucho; no, más que eso, porque sé lo desagradable que debió de ser para ti.

¿Cenamos este sábado? No sé dónde todavía, porque todo depende de esta puñetera pierna. Cosa rara: el coágulo lo provocó mi propia tacañería. Diez días antes de que me empezara el dolor, hice un viaje relámpago a París —ida y vuelta en treinta y seis horas— para pronunciar unas palabras en el funeral de Philippe Joubert, mi viejo amigo y traductor. Fui en clase turista y me pasé los dos vuelos durmiendo; según el médico, ésa fue la causa. Todo encogido en esos asientos para enanos. De ahora en adelante, sólo viajaré en primera clase.

Da un beso a Gracie de mi parte. Y no renuncies a Flitcraft. Lo único que necesitas es otro cuaderno, y ya verás como las palabras empiezan a fluir otra vez.

J.T.

Metió la carta y el cheque en un sobre y luego escribió mi nombre y dirección con letras mayúsculas en la parte delantera, pero como no le quedaban sellos en casa, cuando Madame Dumas se marchó a las diez de la calle Barrow para volver a su apartamento del Bronx, Trause le dio un billete de veinte dólares y le pidió que fuera por la mañana a la oficina de correos a comprar sellos. Madame Dumas, siempre tan eficiente, hizo el recado y cuando se presentó a trabajar el lunes a las once de la mañana, John pudo por fin poner el sello a la carta. A la una le sirvió un almuerzo ligero. Después de comer, Trause siguió leyendo las pruebas de su novela, y cuando Madame Dumas salió del apartamento a las dos y media para hacer la compra, Trause le entregó la carta y le encargó que la echara al buzón por el camino. Ella le prometió que estaría de vuelta antes de las tres y media, y que entonces lo ayudaría a bajar las escaleras y subir al taxi que él había pedido para que lo llevara a su cita con el doctor Dunmore en el hospital. Tras la marcha de Madame Dumas, Gillespie nos dice que sólo podemos estar seguros de una cosa. Eleanor llamó a las dos cuarenta y cinco para informar a Trause de que Jacob había desaparecido. Se había marchado de Smithers en plena noche, y desde entonces nadie sabía nada de él. Gillespie, citando palabras textuales de Eleanor, dice que John «se alteró mucho» y siguió hablando con ella durante quince o veinte minutos. «Ahora está solo», concluyó John. «Ya no podemos hacer nada por él».

Ésas fueron las últimas palabras de Trause. Ignoramos lo que le pasó después de colgar el teléfono, pero cuando Madame Dumas volvió a las tres y media, se lo encontró tendido en el suelo a los pies de la cama. Eso parecería indicar que fue a su habitación para cambiarse de ropa y prepararse para la cita con Dunmore, pero se trata de una simple conjetura. Lo único que sabemos seguro es que falleció entre las tres y las tres y media del 27 de septiembre de 1982: menos de dos horas después de que yo arrojara los restos del cuaderno azul a un cubo de basura en la esquina de una calle al sur de Brooklyn.

En un principio la causa de la muerte se atribuyó a un ataque al corazón, pero tras el examen posterior el forense dictaminó que fue debida a una embolia pulmonar. El coágulo de sangre que había estado inmovilizado en la pierna de John durante dos semanas se soltó, remontándose por su organismo hasta alcanzar el blanco. La pequeña bomba acabó estallando en su interior, y mi amigo murió a los cincuenta y seis años. Muy pronto. Treinta años antes de tiempo. Demasiado pronto para agradecerle que me enviara aquel dinero y tratara de salvarme la vida.

La muerte de John se anunció al término de las noticias locales de las seis. En circunstancias normales, Grace y yo habríamos encendido la tele mientras poníamos la mesa y preparábamos la cena, pero ya no teníamos televisión, así que nos quedamos sin saber que John yacía en el depósito de cadáveres, sin saber que su hermano Gilbert ya había abordado un avión en Detroit con destino a Nueva York, sin saber que Jacob andaba suelto. Después de cenar, fuimos al cuarto de estar y nos tumbamos juntos en el sofá, hablando de la próxima cita de Grace con la doctora Vitale, una tocóloga recomendada por Betty Stolowitz, que había dado a luz su primer hijo en el mes de marzo. La consulta estaba prevista para el viernes por la tarde, y dije a Grace que quería acompañarla y que pasaría a buscarla a su oficina, en la calle Novena Oeste, a las cuatro en punto. Mientras hacíamos esos planes, Grace se acordó de pronto de que Betty le había dado aquella mañana un libro sobre el embarazo —uno de esos voluminosos compendios en rústica llenos de gráficos e ilustraciones—, de manera que se levantó de un salto del sofá y fue a la habitación a cogerlo del bolso. Cuando salió del cuarto de estar, llamaron a la puerta. Supuse que sería algún vecino que venía a pedir una linterna o una caja de cerillas. No podía ser nadie de fuera, porque el portal siempre estaba cerrado, y quien no tuviera llave y quisiera entrar debía llamar al timbre de abajo y anunciarse por el portero automático. Recuerdo que estaba descalzo, y que cuando me levanté del sofá y fui a abrir la puerta, me clavé una pequeña astilla en la planta del pie izquierdo. También me acuerdo de que miré el reloj y vi que eran las ocho y media. No me molesté en preguntar quién era. Simplemente abrí la puerta y, en ese momento, el mundo dio un vuelco. No sé de qué otra manera decirlo. Abrí la puerta, y lo que había estado incubándose en mi interior durante los últimos días cobró cuerpo de pronto: el futuro estaba delante de mí.

Era Jacob. Se había teñido el pelo de oscuro y llevaba un largo abrigo negro que le llegaba a los tobillos. Con las manos hundidas en los bolsillos, saltando impaciente sobre la punta de los pies, parecía un enterrador futurista que hubiera venido a llevarse un cadáver. El payaso de pelo verde con quien había hablado el sábado ya era lo bastante inquietante, pero aquella nueva criatura me asustaba, y no quería dejarlo entrar.

—Tienes que ayudarme —me instó—. Estoy en un verdadero lío, Sid, y tú eres mi último recurso.

Antes de que pudiera decirle que se marchara, me apartó de un empujón, entró en casa y cerró la puerta tras él.

—Vuelve a Smithers —le aconsejé—. No puedo hacer nada por ti.

—No puedo volver. Ellos han descubierto que estaba en ese sitio. Si vuelvo allí, soy hombre muerto.

—¿Quiénes son
ellos
? ¿De qué estás hablando?

—Esos tíos, Richie y Phil. Afirman que les debo dinero. Si no les llevo cinco mil dólares, me matarán.

—No te creo, Jacob.

—Me metí en Smithers por ellos. No fue por mi madre, sino para esconderme de ellos.

—Sigo sin creerte. Pero aunque te creyera, no estaría en condiciones de ayudarte. No tengo cinco mil dólares. Ni siquiera quinientos. Llama a tu madre. Si ella te los niega, llama a tu padre. Pero no nos metas en esto a Grace y a mí.

Oí la cisterna del retrete al final del pasillo, señal de que Grace volvería al cuarto de estar en cualquier momento. El ruido llamó la atención de Jacob, que volvió la cabeza hacia aquel lado del apartamento, y al verla entrar con el libro sobre el embarazo en la mano le dedicó una amplia sonrisa.

—Qué hay, Gracie —la saludó—. Cuánto tiempo.

Grace se detuvo en seco.

—¿Se puede saber qué hace aquí? —inquirió, dirigiéndose a mí.

Parecía estupefacta, y en su voz había una especie de rabia contenida. Procuraba no mirar directamente a Jacob.

—Quiere que le prestemos dinero —le contesté.

—Vamos, Gracie —dijo Jacob en un tono medio irritado, medio sarcástico—. ¿Es que ni siquiera vas a decirme hola? Oye, que un poco de educación no cuesta nada, ¿no te parece?

Al verlos allí a los dos, me fue imposible no pensar en la fotografía rota que habían dejado en el sofá el día del robo. Se habían llevado el marco, pero sólo alguien con un antiguo y profundo rencor hacia la persona retratada se habría tomado la molestia de romper la foto en pedazos. Un ladrón profesional la habría dejado intacta. Pero Jacob no era un profesional; era un chico desquiciado, ofuscado por la droga, que se había tomado muchas molestias para perjudicamos: para hacer daño a su padre atacando a dos de sus más íntimos amigos.

—Ya vale —le dije—. Ella no quiere hablar contigo, y yo tampoco. Tú eres quien entró a robarnos la semana pasada. Te metiste por la ventana de la cocina, destrozaste el apartamento y luego te largaste con todos los objetos de valor que pudiste encontrar. Una de dos, o te marchas o cojo el teléfono y llamo a la policía. Tú eliges. Me gustaría mucho llamarls, créeme. Presentaré una denuncia contra ti, y terminarás en la cárcel.

Esperaba que negase la acusación, que fingiese estar ofendido por el hecho de que se me pudiera ocurrir algo así de él, pero el chico era demasiado listo para eso. Emitió un suspiro de remordimiento maravillosamente bien calibrado, y luego se sentó en una butaca, moviendo despacio la cabeza de arriba abajo, como indignado por su propia conducta. Era la misma manifestación de desprecio hacia sí mismo que había mencionado el sábado cuando se ufanaba de sus dotes teatrales.

—Lo lamento —dijo—. Pero lo que te he dicho de Richie y Phil es verdad. Andan detrás de mí, y si no les doy sus cinco mil dólares, me van a meter un balazo en la cabeza. El otro día vine con idea de llevarme prestado tu talonario de cheques, pero no lo encontré. Así que, en cambio, cogí otras cosas. Fue una estupidez. Lo siento mucho. Lo que me llevé no valía la pena, no debí haberlo hecho. Si quieres, mañana mismo os lo devuelvo. Todavía lo tengo en mi apartamento, os lo traeré a primera hora de la mañana.

—Gilipolleces —objetó Grace—. Ya has vendido todo lo que podías vender, y has tirado todo lo demás. No nos vengas con ese numerito de niño bueno arrepentido, Jacob. Ya eres muy mayor para eso. Entraste a robarnos la semana pasada y ahora vienes por más.

—Esos tíos están dispuestos a acabar conmigo —respondió él—, y quieren su dinero mañana mismo. Ya sé que no andáis muy boyantes, pero joder, Gracie, tu padre es juez federal. No va a rechistar si le pides un préstamo. O sea, ¿qué son cinco mil dólares para un anciano caballero del Sur?

—Ni lo sueñes —le advertí—. Nada de mezclar en esto a Bill Tebbetts.

—Sácalo de aquí, Sid —me dijo Grace, la voz tensa de ira—. No lo aguanto más.

—Creí que éramos de la familia —replicó Jacob, mirando fijamente a Grace, casi obligándola a devolverle la mirada.

Había empezado a poner mala cara, pero de una forma curiosamente falsa, como si quisiera burlarse de ella y utilizar en beneficio propio la aversión que sentía por él.

—Al fin y al cabo, eres algo así como mi madrastra extraoficial, ¿verdad? O por lo menos lo has sido. Eso cuenta para algo, ¿no?

En ese momento, Grace estaba cruzando el cuarto de estar para ir a la cocina.

—Voy a llamar a la policía —anunció—. Ya que tú no lo haces, Sid, lo haré yo. Quiero que este canalla se vaya de aquí.

Sin embargo, para ir a la cocina y llamar por teléfono tenía que pasar por delante de la butaca donde Jacob estaba sentado, y antes de que llegara, el chico ya se había levantado para salir a su encuentro. Hasta entonces, la confrontación había sido exclusivamente verbal. Los tres habíamos dicho cosas, pero por desagradable que hubiese sido nuestra discusión, no me esperaba que las palabras dieran paso a un estallido de violencia. Yo estaba de pie cerca del sofá, a unos tres metros de la butaca, y cuando Grace trató de pasar por delante de él, Jacob la cogió del brazo y dijo:

—A la policía no, estúpida. A tu padre. Al único al que vas a llamar es al juez…, para pedirle dinero.

Grace trató de soltarse dando tirones y retorciéndose como un animal enfurecido, pero Jacob era doce o quince centímetros más alto, lo que le daba ventaja y le permitía echarle todo su peso encima. Me precipité hacia él, con los reflejos entorpecidos por los músculos doloridos y la astilla en la planta del pie, pero antes de que llegara a tocarlo ya la había agarrado fuertemente de los hombros y la estaba sacudiendo contra la pared. Me abalancé sobre él por detrás, rodeándole el torso con los brazos para tratar de apartarlo de ella, pero el chico era fuerte, mucho más fuerte de lo que había imaginado, y sin volverse siquiera me lanzó un codazo directamente al estómago. Me quedé sin respiración y caí al suelo, y antes de que pudiera arremeter de nuevo contra él, empezó a propinar a Grace puñetazos en la boca y patadas en el vientre con sus gruesas botas de cuero. Ella intentaba defenderse, pero cada vez que se levantaba, él le daba un mamporro en la cara, le golpeaba la cabeza contra la pared y la arrojaba al suelo. Vi que Grace sangraba por la nariz y me dispuse de nuevo al ataque, pero me encontraba muy decaído para que mi empeño tuviera el menor efecto, muy débil para detenerlo con mis tristes y frágiles puños. Grace gemía, casi inconsciente ya, y comprendí que había verdadero peligro de que la matara a golpes. En vez de lanzarme derecho a él, me precipité hacia la cocina y del cajón superior de al lado de la pila saqué un gran cuchillo de trinchar.

—¡Déjala, Jacob! —grité—. ¡Déjala, o te mato!

Creo que al principio ni siquiera me oyó. Estaba enteramente ciego de furia, era un bárbaro enloquecido que ya no sabía lo que hacía, pero mientras avanzaba hacia él con el cuchillo, debió de alcanzar a verme con el rabillo del ojo. Volvió la cabeza a la izquierda, y cuando me vio con el cuchillo en alto, de pronto dejó de golpear a Grace o tenía la mirada perdida, con un brillo feroz en los ojos, y el sudor le corría de la nariz a la afilada y temblorosa barbilla. Estaba seguro de que ahora se abalanzaría sobre mí. No habría dudado en clavarle el cuchillo en el pecho, pero cuando bajó la vista y vio a Grace en el suelo, sangrando e inmóvil, dejó caer los brazos a los costados y dijo:

—Muchas gracias, Sid. Ahora ya soy hombre muerto.

Entonces dio media vuelta y salió del apartamento, desapareciendo en las calles de Brooklyn minutos antes de que la ambulancia y los coches patrulla parasen delante de casa.

Grace perdió el niño. Las patadas que Jacob le había propinado con sus gruesas botas le desgarraron las entrañas, y cuando se declaró la hemorragia el diminuto embrión fue arrancado de la pared del útero y arrastrado en una triste efusión de sangre. Un aborto espontáneo, según la denominación técnica; un embarazo malogrado; una vida que nunca llegó a ser. La llevaron por el otro lado del Canal Gowanus al Hospital Metodista de Park Slope, y mientras iba a su lado en la parte de atrás de la ambulancia, apretujado entre dos enfermeros y los tubos de oxígeno, no aparté la vista de su pobre rostro maltratado, incapaz de dejar de temblar, presa de incesantes espasmos que me agitaban el pecho y me recorrían el cuerpo entero. Grace tenía la nariz rota, el lado izquierdo de la cara cubierto de magulladuras, y el párpado derecho tan hinchado que parecía que nunca iba a volver a ver con ese ojo. En el hospital, la llevaron en camilla a la planta baja para hacerle una radiografía y luego la subieron al quirófano, donde estuvieron con ella más de dos horas. No sé cómo lo conseguí, pero mientras esperaba a que los cirujanos acabaran su tarea, logré dominarme lo suficiente para llamar a los padres de Grace a Charlottesville. Entonces fue cuando me enteré de que John había muerto. Sally Tebbetts contestó al teléfono, y al final de una interminable y agotadora conversación, me dijo que Gilbert los había llamado aquella misma tarde para comunicarles la noticia. Bill y ella estaban conmocionados, me dijo, y ahora yo llamaba para decirles que el hijo de John había intentado matar a su hija. ¿Es que el mundo se había vuelto loco?, inquirió, y entonces se le entrecortó la voz y rompió a llorar. Pasó el teléfono a su marido, y cuando Bill Tebbetts se puso, fue derecho al grano y me hizo la única pregunta que valía la pena formular. ¿Se salvaría Grace? Sí, le contesté, vivirá. Yo aún no estaba seguro de eso, pero no iba a decirle que Grace se encontraba en estado crítico y era posible que no lo superara. No quería lanzar un maleficio sobre sus posibilidades de salvarse, diciendo lo que no debía. Si las palabras podían matar, entonces debía tener mucho cuidado con la lengua para no expresar jamás dudas ni ningún pensamiento negativo. No acababa de burlar a la muerte para ver morir a mi mujer. La pérdida de John ya era bastante horrorosa, y no iba a perder a nadie más. Sencillamente, eso no iba a pasar. Aunque no tuviera ni voz ni voto en el asunto, no estaba dispuesto a permitir que eso ocurriera.

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