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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (22 page)

BOOK: La noche del oráculo
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El centro de rehabilitación estaba en una amplia mansión que en tiempos había pertenecido a Billy Rose, el productor de Hollywood. No sabía cómo ni cuándo se había convertido en clínica aquel edificio, pero era un sólido ejemplo de la antigua arquitectura neoyorquina, un palacete de piedra caliza de una época en la que la opulencia hacía alarde de diamantes, sombreros de copa y guantes blancos. Qué extraño que ahora lo habitase la escoria de la sociedad, una población incesantemente cambiante de drogadictos, alcohólicos y antiguos delincuentes. Se había convertido en parada obligada para los descarriados, y cuando la puerta se abrió con un zumbido y entré, vi que en su interior empezaba a declararse cierta especie de abandono. El esqueleto del edificio seguía intacto (el enorme vestíbulo con su suelo de baldosas blancas y negras, la escalera curva con la barandilla de caoba), pero la carne ofrecía un aspecto triste y sucio, venido a menos tras largos años de ansiedad y agotamiento.

Pregunté por Jacob en el mostrador de recepción, anunciándome como amigo de la familia. La recepcionista parecía desconfiar de mí, y tuve que vaciarme los bolsillos para demostrar que no intentaba pasar drogas ni armas de contrabando. Aun después de pasar la prueba, estaba convencido de que no iba a dejarme entrar, pero antes de que pudiera alegar algo a mi favor, dio la casualidad de que Jacob, que se dirigía al comedor en compañía de otros tres o cuatro internos, apareció en el vestíbulo. Parecía más alto que la última vez que lo había visto, y con su ropa negra, su pelo verde y su exagerada delgadez ofrecía un aspecto un tanto grotesco y ridículo, como un polichinela fantasma que fuese a ejecutar una danza para el Duque de la Muerte. Lo llamé, y cuando se volvió y me vio, pareció quedarse mudo de asombro: ni contento ni descontento, sólo sorprendido.

—Sid —masculló—. Pero ¿qué haces aquí?

Se apartó del grupo, y vino hacia donde yo estaba, lo que animó a la recepcionista a formular una pregunta superflua:

—¿Conoce a este señor?

—Sí —respondió Jacob—. Lo conozco. Es amigo de mi padre.

Aquella afirmación fue suficiente para franquearme el paso. La mujer me pasó la hoja de visitas, y una vez que hube escrito mi nombre con letras de imprenta, acompañé a Jacob por un largo pasillo hasta el comedor.

—Nadie me ha avisado de que ibas a venir —observó—.Supongo que habrá sido un encarguito del viejo, ¿no?

—En realidad, no. Andaba por el barrio y he pensado en pasar a verte para ver qué tal te iba.

Jacob emitió un gruñido, sin molestarse siquiera en comentar que no me creía lo más mínimo. Estaba claro que se trataba de una excusa, pero mentí con objeto de dejar a John fuera de la conversación, pensando que sacaría más de Jacob si evitaba hablar de su familia. Seguimos en silencio durante unos momentos y entonces, inesperadamente, me puso la mano en el hombro.

—Me han dicho que has estado muy enfermo —me dijo.

—Sí, es verdad. Pero ya parece que estoy mejor.

—Pensaban que te ibas a morir, ¿verdad?

—Eso me dijeron. Pero conseguí engañarlos, y ya hace cuatro meses que me largué de allí.

—Eso significa que eres inmortal, Sid. No la vas a cascar hasta que cumplas los ciento diez.

El comedor era una estancia amplia y luminosa con puertas correderas de cristal que daban a un pequeño jardín, donde algunos internos y sus familias habían salido a fumar y tomar café. Había que servirse uno mismo, y después de que llenamos las bandejas con empanada de carne, puré de patatas y ensalada, Jacob y yo nos pusimos a buscar una mesa libre. Debía de haber unas cincuenta o sesenta personas en el comedor, y tuvimos que estar unos minutos dando vueltas antes de encontrar una. Esa tardanza pareció irritarlo, hasta el punto de que casi se lo tomó como algo personal. Cuando al fin nos sentamos, le pregunté cómo iban las cosas y me soltó una lista de amargas quejas, moviendo nerviosamente la pierna izquierda mientras hablaba.

—Este sitio es una mierda —proclamó—. Lo único que hacemos es asistir a reuniones donde cada uno habla de su caso particular. Es un aburrimiento que no te puedes imaginar. Como si alguien tuviera ganas de escuchar a esos capullos y ver cómo se desahogan contando sus estúpidas historias sobre la infancia tan jodida que tuvieron y cómo se apartaron del camino recto para caer en las garras de Satanás.

—¿Y qué pasa cuando te toca a ti? ¿Te levantas y te pones a hablar?

—No tengo más remedio. Si no digo nada, me señalan con el dedo y empiezan a llamarme cobarde. Así que me invento algo parecido a lo que cuentan los demás, y luego me echo a llorar. Eso siempre funciona. Soy muy buen actor, ¿sabes? Les digo que soy una basura, y luego me derrumbo porque no puedo soportarlo más y todo el mundo tan contento.

—¿ Y para qué engañarlos? Con eso sólo conseguirás perder el tiempo.

—Pues porque no soy drogadicto. He hecho un poco el tonto con el caballo, pero no es nada serio. Puedo dejado cuando me dé la gana.

—Eso es lo que decía mi compañero de cuarto en la universidad. Y luego una noche lo encontraron muerto de sobredosis.

—Sí, bueno, sería un idiota, probablemente. Yo sé lo que hago, y no la voy a palmar de sobredosis. No estoy enganchado al jaco. Mi madre cree que sí, pero ella no sabe una mierda.

—Entonces, ¿por qué has consentido en venir aquí?

—Porque me dijo que me cortaría el suministro. Ya he cabreado bastante a tu colega, el todopoderoso Sir John, y no quiero que a Lady Eleanor se le ocurra la estúpida idea de no pasarme la asignación.

—Siempre podrías ponerte a trabajar.

—Sí, claro, pero no quiero. Tengo otros planes, y necesito un poco más de tiempo para ponerlos en práctica.

—Así que estás metido entre estas cuatro paredes esperando que pasen los veintiocho días.

—No sería tan coñazo si no nos tuvieran ocupados todo el tiempo. Cuando no perdemos el culo para acudir a esas puñeteras reuniones, nos hacen estudiar esos libros tan acojonantes. Nunca en la vida he leído semejantes tonterías.

—¿Qué libros?

—El manual de Drogadictos Anónimos, el programa de los doce pasos, esas gilipolleces.

—Puede que sea una gilipollez, pero ha servido de ayuda a un montón de gente.

—Eso es para cretinos, Sid. Toda esa mierda de confiar en un poder supremo. Es como una especie de religión para niños. Entrégate al poder supremo y te salvarás. Hace falta ser imbécil para tragarse esa estupidez. No existe el poder supremo. Mira bien a tu alrededor y dime dónde está. Porque yo no lo veo. Sólo estamos tú y yo, aparte de esos de ahí. Una pandilla de pobres desgraciados que hacen lo que pueden para seguir viviendo.

No llevábamos ni cinco minutos hablando y ya me sentía agotado, abrumado por las observaciones cínicas e insulsas del muchacho. No veía el momento de largarme de allí, pero por guardar las formas decidí esperar a que concluyese el almuerzo. La cocina de Smithers no parecía despertarle mucho el apetito. Pálido y demacrado, el hijo de Trause se dedicó a picotear el puré de patatas, probó un bocado de la empanada de carne y luego dejó el tenedor en la mesa. Un momento después, se levantó de la silla y me preguntó si quería postre. Negué con la cabeza y se dirigió a la cola con paso firme. Volvió con dos copas de crema de chocolate, que colocó frente a él y devoró una tras otra, mostrando mucho más interés en los dulces que en el plato principal. A falta de droga, el azúcar era el único placebo disponible, de modo que saboreó la crema con el mismo deleite que un niño pequeño, rebañando las copas hasta la última cucharadita. Entre la primera y la segunda copa, un hombre se detuvo frente a nuestra mesa y lo saludó. Andaría por los treinta y tantos años, cara áspera, marcada por la viruela, y pelo recogido en la nuca en una breve cola de caballo. Jacob lo presentó con el nombre de Freddy, y con el calor y la seriedad del auténtico veterano de los centros de rehabilitación el recién llegado me tendió la mano y afirmó que era un placer conocer a un amigo de Jake.

—Sid es un novelista famoso —anunció Jacob, sin venir a cuento—. Ha publicado unos cincuenta libros.

—No le haga caso —advertí a Freddy—. Le da por exagerar.

—Sí, lo sé —respondió Freddy—. Este tío es un verdadero liante. No hay que perderlo de vista ni un momento. ¿Verdad, chico? Jacob bajó los ojos hacia la mesa y entonces Freddy le dio una palmadita en la cabeza y se alejó. Cuando atacó la segunda copa de crema de chocolate, me informó de que Freddy era su jefe de grupo y de que, bien mirado, no era mal tipo.

—Se dedicaba a robar cosas —añadió—. Ya sabes, ladrón de tiendas profesional. Pero tenía una buena técnica, así que nunca lo pillaron. En vez de entrar en los comercios con un enorme abrigo puesto, como hacen casi todos, se disfrazaba de cura. Nadie sospechó jamás de él. El padre Freddy, un sacerdote. Pero una vez se vio envuelto en un extraño lío. Andaba cerca del centro, a punto de entrar a robar en un drugstore, cuando se produjo un tremendo accidente de tráfico. Un coche atropelló a un tío que estaba cruzando la calle. Lo cogieron y lo llevaron a rastras a la acera, justo por donde pasaba Freddy. Había sangre por todas partes, el tío estaba inconsciente, parecía que se iba a morir. Una multitud se congrega a su alrededor, y de pronto una mujer ve a Freddy vestido de cura y le pide que le dé los últimos sacramentos. El padre Freddy lo tiene crudo. No sabe ni una sola oración, pero si sale corriendo, se enterarán de que es un impostor y lo detendrán por hacerse pasar por cura. De manera que se inclina sobre el tío tendido, junta las manos para hacer como que está rezando y murmura una solemne tontería que una vez oyó en una película. Luego se incorpora, hace la señal de la cruz y se larga. Divertido, ¿no?

—Parece que estás aprendiendo muchas cosas en esas reuniones.

—Eso no es nada. Bueno, entiéndeme, es que Freddy no era un yonqui que trataba de pagarse el vicio. Por aquí hay muchos que han hecho verdaderas locuras. ¿Ves aquel negro sentado en la mesa del rincón, aquel tío grande del jersey azul? Es Jerome. Pasó doce años en Attica por asesinato. ¿Y aquella rubia que está con su madre en la mesa de al lado? Sally. Se crió en Park Avenue, y su familia es una de las más ricas de Nueva York. Ayer nos contó que ha estado haciendo de puta en la Décima Avenida, por el Túnel Lincoln, follando en el coche de los clientes a veinte dólares el polvo. ¿Y ves a ese hispano que está al fondo del comedor, el de la camisa amarilla? Alfonso. Lo metieron en la cárcel por violar a su hija de diez años. Te lo aseguro, Sid, comparado con la mayoría de estos personajes, no soy más que un chico muy majo de clase media.

La crema de chocolate parecía haberle inoculado algo de energía, y cuando llevamos las bandejas sucias a la cocina, caminaba con cierto brío, ya no era el sonámbulo que iba arrastrando los pies por el vestíbulo antes de comer. En total, creo que estuve con él unos treinta o treinta y cinco minutos: lo suficiente para considerar que había cumplido con mi obligación hacia John. Al salir del comedor, Jacob me preguntó si quería subir a ver su habitación. A la una y media iba a celebrarse una reunión con mucha gente a la que, según dijo, podían asistir invitados y miembros de la familia. Si me apetecía ir, sería bien recibido, y hasta que empezara podíamos estar en su habitación del cuarto piso. Había algo patético en la manera en que se agarraba a mí, en lo reacio que se mostraba a dejarme marchar. Apenas nos conocíamos, pero debía de sentirse tan solo en aquel sitio que me consideraba amigo suyo, aun cuando era consciente de que había ido a verlo en calidad de agente secreto de su padre. Traté de sentir un poco de lástima por él, pero no lo conseguí. Aquel mismo individuo había escupido a mi mujer en la cara, y aunque el incidente se remontaba a seis años atrás, fui incapaz de perdonárselo. Miré el reloj y le dije que tenía una cita dentro de diez minutos en la Segunda Avenida. Vi un destello de decepción en sus ojos, pero entonces, casi enseguida, sus facciones se endurecieron y adoptó una máscara de indiferencia.

—No pasa nada, hombre —dijo—. Si te tienes que ir, vete.

—Haré lo posible por venir la semana que viene —respondí, sabiendo perfectamente que no volvería.

—Como quieras, Sid. Tú mismo.

Me dio una palmadita condescendiente en la espalda, y antes de que pudiera estrecharle la mano para despedirme, dio media vuelta y se dirigió a las escaleras. Me quedé unos momentos en el vestíbulo, por ver si se volvía para despedirse con un movimiento de cabeza, pero no lo hizo. Continuó subiendo los peldaños, y cuando torció por el rellano y se perdió de vista, me acerqué a la mujer de la recepción, le firmé el registro de salida y me marché.

Pasaba un poco de la una. Rara vez venía al Upper East Side, y como a lo largo de la última hora había mejorado el tiempo, y la temperatura había subido hasta el punto de que me sobraba la chaqueta, convertí mi paseo diario en una excusa para merodear por aquel barrio. Iba a ser difícil decirle a John lo deprimente que me había resultado la visita, y en lugar de llamarlo enseguida decidí aplazar el momento hasta que volviera a Brooklyn. No podía llamarlo desde el apartamento (al menos si Grace estaba en casa), pero en la otra esquina de Landolfi's había una cabina de las antiguas, con una puerta plegable que se podía cerrar y todo, y me figuré que desde allí podría hacerlo con la suficiente intimidad.

Veinte minutos después de haber salido de Smithers, me encontraba por el número noventa y tantos de la Avenida Lexington, pensando en volverme a casa mientras caminaba entre una pequeña multitud de peatones. Uno de ellos tropezó conmigo, rozándome accidentalmente el hombro izquierdo al pasar, y al volverme para ver quién era pasó algo extraño, algo tan impensable que al principio lo tomé por una alucinación. Justo al otro lado de la avenida, en perfecto ángulo recto respecto al punto donde yo me encontraba, vi una tienda pequeña con un letrero encima de la puerta que decía: PALACIO DE PAPEL. ¿Sería posible que Chang hubiera logrado abrir su papelería en otro sitio? Me parecía increíble, pero dada la rapidez con que aquel hombre llevaba sus asuntos —cerrando la tienda de un día para otro, recorriendo velozmente la ciudad en su coche rojo, invirtiendo en empresas dudosas, pidiendo préstamos, derrochando dinero—, ¿qué razón tenía para dudarlo? Chang parecía vivir en una neblina de movimiento acelerado, como si el reloj del mundo girara más despacio para él que para el resto de los mortales. Un minuto debía de parecerle una hora, y con tantísimo tiempo de sobra entre las manos, ¿por qué no podría haberse mudado a la Avenida Lexington en los pocos días transcurridos desde la última vez que nos vimos?

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