La noche del oráculo (24 page)

Read La noche del oráculo Online

Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

BOOK: La noche del oráculo
2.69Mb size Format: txt, pdf, ePub

Grace con un vestido de baile a los diecisiete años. Grace a los veinte, estudiante universitaria en París con el pelo largo y un jersey negro de cuello alto, sentada en la terraza de un café y fumando un cigarrillo. Grace con Trause en Portugal a los veinticuatro años, el pelo corto, ya con su aspecto adulto, irradiando una confianza sublime, ya segura de quién era. Grace en su elemento.

Debí de pasarme más de una hora mirando el álbum antes de coger la pluma y ponerme a escribir. La conmoción de los últimos días obedecía a algún motivo, y en ausencia de datos que apoyaran una u otra interpretación, no tenía nada en que basarme aparte del instinto y ciertas sospechas. Debía de haber una historia detrás de los desconcertantes cambios de humor de Grace, de sus lágrimas y sus enigmáticas palabras, de su desaparición el miércoles por la noche, del trabajo que le había costado llegar a una decisión con lo del niño, y esa historia, cuando me senté a escribir, empezaba y terminaba con Trause. Podía equivocarme, desde luego, pero ahora que la crisis parecía haber pasado, me sentía lo bastante seguro para considerar las más siniestras y perturbadoras posibilidades. Imagínatelo, dije para mis adentros. Imagínatelo, y luego mira a ver lo que sale.

Dos años después de la muerte de Tina, una Grace adulta e irresistiblemente atractiva visita a Trause en Portugal. Él ya ha cumplido los cincuenta, es un cincuentón aún joven y vigoroso que lleva años interviniendo en ciertos aspectos de su desarrollo: enviándole libros para leer, recomendándole cuadros para estudiar, incluso ayudándola a adquirir una litografía que se convertirá en su posesión más preciada. Ella probablemente está enamorada en secreto de él desde la adolescencia, y Trause, que la conoce desde que nació, siempre le ha tenido mucho cariño. Ahora es un hombre solo, que aún lucha por recobrar el equilibrio tras la muerte de su mujer, y ella, una joven en el apogeo de su belleza, tan afectuosa y compasiva, tan dispuesta, está verdaderamente loca por él. ¿Quién podría reprocharle que se hubiera enamorado de ella? En mi opinión, cualquier hombre en su sano juicio habría hecho lo mismo.

Se hacen amantes. Cuando el hijo de Trause, de catorce años, llega a casa, se siente asqueado por su dudoso comportamiento. Nunca le ha caído bien Grace, y ahora que ha usurpado su posición, robándole a su padre, se dedica a sabotear su felicidad. Pasan una época horrorosa. Finalmente, Jacob se convierte en tal incordio que lo echan de casa y lo mandan de vuelta con su madre.

Trause ama a Grace, pero Grace tiene veintiséis años menos que él, además de ser la hija de su mejor amigo. y poco a poco, pero implacablemente, el remordimiento triunfa sobre el deseo. Se está acostando con una muchacha a la que cantaba nanas cuando era pequeña. Si se tratara de cualquier otra mujer de veinticuatro años, no habría problema alguno. Pero ¿cómo puede presentarse ante su mejor amigo y decirle que está enamorado de su hija? Bill Tebbetts lo tacharía de pervertido y lo echaría a patadas de su casa. Sería un escándalo, y si Trause se mantenía en sus trece y decidía casarse con ella de todas formas, Grace empezaría a sufrir. Su familia se volvería contra ella, y él nunca podría perdonárselo. Le dice que debe estar con un hombre de su edad. Si se queda con él, advierte, será viuda antes de cumplir los cincuenta.

Concluye el idilio y Grace vuelve a Nueva York, deshecha, incrédula, con el corazón destrozado. Pasa año y medio y entonces Trause regresa a su vez a Nueva York. Se instala en el apartamento de la calle Barrow y la aventura amorosa se reanuda, pero a pesar de lo mucho que la quiere, persisten las dudas y el conflicto de antaño. Él lo mantiene en secreto (para evitar que la noticia llegue a su padre) y Grace le sigue la corriente, indiferente a la cuestión del matrimonio ahora que ha recuperado a su amante. Cuando algún compañero de Holst y McDermott la invita a salir, lo rechaza. Su vida privada es un misterio, y la hermética Grace nunca cuenta nada.

Al principio todo va bien, pero al cabo de dos o tres meses empieza a establecerse una pauta de conducta y Grace comprende que está atrapada en un mecanismo. Trause la quiere y a la vez no la quiere. Él sabe que debe renunciar a ella, pero es incapaz de hacerlo. Desaparece y reaparece, se aleja y vuelve, y siempre que la llama ella vuela a sus brazos. La ama un día, una semana o un mes, y luego vuelven sus dudas y se aparta de nuevo. El mecanismo se pone en marcha y se para, se enciende y se apaga… y Grace no tiene acceso al interruptor. No puede hacer nada para cambiar esa pauta.

Nueve meses después del comienzo de esa locura, aparezco yo. Me enamoro de Grace, y, pese a su relación con Trause, no le resulto del todo indiferente. La persigo incansablemente, a sabiendas de que hay otro, consciente de que existe un rival anónimo que compite por su cariño, pero incluso después de que me presenta a Trause (John Trause, escritor famoso y amigo de la familia desde hace muchos años), ni por un momento se me ocurre que ése es el otro hombre que hay en su vida. Durante varios meses va y viene entre los dos, incapaz de decidirse. Cuando Trause vacila, Grace viene a mí; cuando Trause quiere volver, ella no desea verme. Esas decepciones me hacen sufrir lo indecible, aunque no pierdo la esperanza de que todo se arregle, pero entonces ella rompe conmigo, y doy por hecho que la he perdido para siempre. Puede que lamente su decisión en el momento en que cae de nuevo en el mecanismo, o que Trause la quiera tanto que empiece a empujarla hacia mí, sabiendo que yo represento para ella un futuro más prometedor que la vida oculta y sin salida que ella lleva con él. Incluso es posible que la convezca para que se case conmigo. Eso explicaría su repentino e inexplicable cambio de parecer. No sólo quiere volver conmigo, sino que a renglón seguido declara que quiere ser mi mujer, y que cuanto antes nos casemos, mejor.

Vivimos una época dorada que dura dos años. Estoy casado con la mujer que amo, y Trause entabla amistad conmigo. Respeta mi trabajo como escritor, le gusta mi compañía y cuando los tres estamos juntos no detecto señales de su antigua relación con Grace. Se ha convertido en una figura casi paternal, llena de afecto, y en la medida en que considera a Grace su hija imaginaria, a mí me trata como a un hijo imaginario. Al fin y al cabo, es en parte responsable de nuestro matrimonio, y no va a hacer nada que pueda ponerlo en peligro.

Entonces ocurre la catástrofe. El 12 de enero de 1982, sufro un desvanecimiento en la estación del metro de la calle Catorce y me caigo por las escaleras. Tengo varios huesos rotos. Desgarro en órganos internos. Dos traumatismos distintos en la cabeza y trastornos neurológicos. Me llevan al Saint Vincent's Hospital y me tienen cuatro meses allí. Durante las primeras semanas, los médicos se muestran pesimistas. Un día, el doctor Justin Berg lleva a Grace aparte y le confiesa que han renunciado a toda esperanza. Dudan que viva más de unos días, y le aconseja que se vaya preparando para lo peor. Si él estuviera en su lugar, concluye, iría pensando en posibilidades de donación de órganos, en funerarias y cementerios. La franqueza y frialdad de que hace gala el médico horrorizan a Grace, pero el veredicto parece inapelable, y no le queda más remedio que resignarse ante la perspectiva de mi muerte inminente. Sale del hospital tambaleándose, destrozada por las palabras del médico, y sin dudado se encamina a la calle Barrow, que sólo está a unas manzanas de allí. ¿A quién puede dirigirse en un momento así sino a Trause? John tiene en casa una botella de whisky escocés, y Grace empieza a beber nada más sentarse. Bebe mucho, y al cabo de media hora rompe a llorar de manera incontrolable. Trause se acerca a ella para consolarIa, la rodea con los brazos y le acaricia la cabeza, y antes de que se dé cuenta de lo que hace, Grace tiene los labios apretados contra los suyos. No se han tocado en más de dos años, y el beso les vuelve a traer todo a la memoria. Sus cuerpos recuerdan el pasado, y una vez que empiezan a revivir lo que han sentido juntos, ya no pueden detenerse. El pasado triunfa sobre el presente, y de momento el futuro ya no existe. Grace se abandona. Y Trause no encuentra fuerzas para resistirse.

Grace me quiere. De eso no cabe la menor duda, pero yo ya soy hombre muerto y ella, medio enloquecida de dolor, se está desmoronando y necesita a Trause para no caerse a pedazos. Imposible reprochárselo, imposible echar la culpa a ninguno de los dos, pero mientras pasan los días y yo sigo consumiéndome en el Saint Vincent's durante las siguientes semanas, no muerto todavía, pero tampoco enteramente vivo, Grace continúa con sus visitas al apartamento de Trause, y poco a poco vuelve a enamorarse de él. Ahora ama a dos hombres, y aun después de que yo desafíe a los expertos en medicina e inicie mi milagrosa recuperación, continúa queriéndonos a los dos. En mayo, cuando salgo del hospital, apenas soy consciente de quién soy. No me doy cuenta de las cosas, me muevo con paso vacilante, medio en trance, y a causa de una quinta pastilla que forma parte de mi régimen diario durante los tres primeros meses, no estoy en condiciones de cumplir con mis deberes de esposo. Grace es buena conmigo. Es un modelo de amabilidad y paciencia, tierna y cariñosa, me anima, pero no puedo darle nada a cambio. Prosigue su aventura con Trause, odiándose por tener que mentirme, asqueada consigo misma por llevar una doble vida, y cuanto más progresa mi recuperación, más se agudiza su sufrimiento. A principios de agosto ocurren dos cosas que evitan que nuestro matrimonio se vaya a pique. Ambas se suceden rápidamente, pero no están relacionadas. Grace encuentra valor para romper con John, y yo dejo de tomar la quinta píldora. Mi entrepierna vuelve de nuevo a la vida, y por primera vez desde que salí del hospital, Grace ya no duerme en dos camas. El horizonte se ha despejado, y como no sé nada de los engaños de los últimos meses, en mi ignorancia me siento absolutamente feliz: un ex cornudo que adora a su mujer y aprecia la amistad que tiene con el hombre que ha estado a punto de arrebatársela.

Ése debería ser el fin de la historia, pero no lo es. Sigue un mes de armonía. Grace vuelve a encontrar la calma conmigo, y justo cuando parece que se han acabado nuestros problemas, vuelve a estallar otra tormenta. El desastre ocurre el día en cuestión, 18 de septiembre de 1982, un par de horas después de encontrar el cuaderno azul en la papelería de Chang, quizás en el preciso momento en que me siento a escribir en el cuaderno por primera vez. El 27, abro el cuaderno por última vez y consigno esas suposiciones en un esfuerzo por entender los acontecimientos de los últimos nueve días. Ya sean fundadas o no, puedan o no verificarse, la historia continúa cuando Grace va al médico y se entera de que está embarazada. Espléndida noticia, quizá, salvo si no se sabe quién es el padre. Una y otra vez, repasa mentalmente las fechas, pero no termina de estar segura de si el niño es mío o de John. Aplaza el momento de decírmelo hasta que no puede más, pero está atormentada, con la sensación de que está pagando caro sus pecados, pensando que tiene el castigo que merece. Por eso es por lo que se derrumba en el taxi el 18 por la noche y me ataca cuando recuerdo los viejos tiempos del Equipo Azul. La fraternidad del bien no existe, afirma, porque incluso los mejores hacen cosas malas. Por eso es por lo que habla de confianza y de capear el temporal; por eso me implora que la siga queriendo. Y cuando al fin me anuncia lo del niño, por eso es por lo que inmediatamente se pone a hablar del aborto. No tiene nada que ver con la falta de dinero; es porque no sabe. La idea de no saber la consume. No está dispuesta a crear una familia de ese modo, pero tampoco puede decirme la verdad, y como yo me encuentro en la más completa ignorancia, trato de convencerla para que tenga el niño. Si hago algo bien en todo esto, es cuando a la mañana siguiente insisto en que la decisión es suya. Por primera vez desde hace días, Grace empieza a percibir la posibilidad de ser libre. Huye para estar sola, dándome un susto de muerte al no aparecer en toda la noche, pero cuando vuelve a la mañana siguiente se la ve más tranquila, más capaz de pensar con claridad, menos asustada. Sólo tarda unas horas en averiguar lo que quiere hacer, y es entonces cuando me deja aquel extraordinario mensaje en el contestador. Piensa que me debe un gesto de lealtad. Decide que el niño es mío y se convence de que sus dudas han quedado atrás. Es un puro acto de fe, y ahora comprendo el valor que le hizo falta para tomar esa resolución. Quiere seguir casada conmigo. El episodio con Trause ha terminado, y mientras ella siga queriendo estar casada conmigo, jamás le diré una sola palabra sobre la historia que acabo de escribir en el cuaderno azul. No sé si es realidad o ficción, pero en el fondo no me importa. Con tal de que Grace me quiera, el pasado no tiene importancia.

Ahí fue donde lo dejé. Puse el capuchón a la pluma, me levanté de la mesa y volví a llevar el álbum de fotos al cuarto de estar. Todavía era pronto: la una o la una y media. Me preparé un bocadillo en la cocina y cuando me lo terminé, volví al cuarto de trabajo con una bolsa pequeña de basura. Una por una, fui arrancando las hojas del cuaderno azul y rompiéndolas en pequeños trozos. Flitcraft y Bowen, la diatriba sobre el niño muerto del Bronx, mi culebrón sobre la vida amorosa de Grace: todo a la basura. Tras una breve pausa, decidí arrancar las hojas en blanco y tirarlas también. Cerré la bolsa con un doble nudo bien apretado y unos minutos después salí a dar el paseo y me la llevé. Giré a la derecha por la calle Court, seguí andando varias manzanas hasta dejar atrás la papelería de Chang, vacía y cerrada con candado, y entonces, sin otro motivo que porque estaba lejos de casa, en una esquina tiré la bolsa a un cubo de basura, donde desapareció bajo un ramo de rosas mustias y las páginas de tiras cómicas del
Daily News
.

Al principio de nuestra amistad, Trause me contó una historia sobre un escritor francés que había conocido en París en los primeros años cincuenta. No recuerdo su nombre, pero John me dijo que había publicado dos novelas y una colección de relatos y se le consideraba uno de los mejores representantes de la nueva generación. También escribía algo de poesía, y poco antes de que John volviera a Estados Unidos, en 1958 (tras vivir seis años en París), aquel escritor conocido suyo publicó un poema narrativo que giraba en torno a un niño ahogado. Dos meses después de publicarlo el libro, el escritor y su familia fueron de vacaciones a la costa de Normandía, y en el último día de viaje su hija de cinco años se metió en las picadas aguas del Canal de la Mancha y se ahogó. El escritor era un hombre sensato, afirmó John, una persona conocida por su lucidez y agudeza mental, pero echó al poema la culpa de la muerte de su hija. Sumido en su gran dolor, se convenció a sí mismo de que las palabras que había escrito sobre un ahogamiento imaginario habían causado una muerte verdadera, de que su ficción trágica había provocado una tragedia real. En consecuencia, aquel escritor de enormes dotes, aquel hombre que había nacido para escribir libros, juró no volver a escribir jamás. Había descubierto que las palabras mataban. Las palabras tenían la virtud de alterar la realidad y, por tanto, eran demasiado peligrosas para que pudieran confiarse a un hombre que las amaba por encima de todas las cosas. Cuando John me contó esa historia, la hija llevaba muerta veintiún años, pero el escritor seguía sin quebrantar su promesa. En los círculos literarios franceses, aquel silencio lo había convertido en una figura legendaria. Se le tenía en la más alta consideración por la dignidad de su sufrimiento, era compadecido por todos los que lo conocían, mirado con el mayor de los respetos.

Other books

Kyn Series by Mina Carter
Unforgettable by Meryl Sawyer
Hotter Than Hell by Kim Harrison, Martin H. Greenberg
Ripe for Scandal by Isobel Carr
Barbara Samuel by A Piece of Heaven
Sudden Pleasures by Bertrice Small