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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (20 page)

BOOK: La noche del oráculo
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Hice una serie de llamadas —a colegas, amigas, incluso a su prima Lily, a Connecticut—, pero sólo la última persona con quien hablé me dio cierta información. Greg Fitzgerald era el diseñador jefe de Holst y McDermott, y, según me dijo, Grace había llamado a la oficina poco después de las nueve de la mañana para decirle que no podía ir a trabajar aquel día. Lo lamentaba mucho, pero le había surgido un asunto urgente que requería su inmediata atención. No había dicho de qué se trataba, pero al parecer, cuando Greg le había preguntado si se encontraba bien, ella había dudado antes de contestar. «Creo que sí», había dicho al cabo, y a Greg, que la conocía desde hacía años y le tenía mucho cariño (era el homosexual medio enamorado de la compañera más guapa), esa respuesta le había parecido desconcertante. «Impropia de ella», me parece que dijo textualmente, pero cuando percibió la creciente alarma en mi tono de voz, procuró tranquilizarme añadiendo que Grace había concluido la conversación diciéndole que volvería a la oficina al día siguiente por la mañana.

—No te preocupes, Sidney —prosiguió Greg—. Cuando Grace dice que va a hacer algo, lo hace. Hace cinco años que trabajo con ella, y no me ha fallado una sola vez.

Me quedé esperándola toda la noche, medio enloquecido de terror y confusión. Antes de hablar con Fitzgerald, estaba convencido de que Grace había sido objeto de algún hecho violento: atracada, violada, atropellada por un camión o un taxi lanzado a toda velocidad, víctima de alguna de las innumerables brutalidades que pueden ocurrirle a una mujer sola en las calles de Nueva York. Eso parecía improbable ahora, pero si no estaba muerta ni corría peligro físico, ¿qué podía haberle pasado, y por qué no me había llamado para decirme dónde se encontraba? Pensé una y otra vez en la conversación que habíamos mantenido por la mañana camino del metro, intentando comprender sus declaraciones curiosamente emocionales sobre la confianza, recordando los besos que me había dado y la manera en que, sin previo aviso, se había soltado de mis brazos para echar a correr por la acera sin molestarse siquiera en volverse para decirme adiós con la mano antes de desaparecer escaleras abajo. Ése sería el comportamiento de una mujer que acababa de tomar una decisión brusca e impulsiva, que había llegado a una determinación sobre cierto asunto pero que aún estaba llena de dudas e incertidumbre, tan poco segura de su resolución que no se atrevió a detenerse para lanzar una sola mirada atrás, temiendo que el simple hecho de mirarme pudiera alterar su determinación de llevar a cabo sus propósitos. Hasta ahí lo entendía todo, o eso me parecía, pero más allá de ese punto no estaba seguro de nada. Grace se había convertido para mí en un espacio en blanco, y cada cosa que aquella noche se me ocurría acerca de ella se transformaba rápidamente en una historia, en un pequeño melodrama que se nutría de mis ansiedades más profundas sobre nuestro futuro: lo que rápidamente parecía traducirse en una absoluta falta de futuro.

Llegó a casa pocos minutos después de las siete, unas dos horas después de haberme resignado a la idea de que no volvería a verla nunca más. Llevaba distinta ropa que el día anterior, tenía aspecto descansado y estaba guapa, con los labios pintados de carmín brillante, los ojos elegantemente maquillados y un toque de colorete en las mejillas. Yo estaba sentado en el sofá del cuarto de estar, y tal fue mi estupefacción al verla entrar que me quedé sin habla, sin poder articular palabra. Grace me dirigió una sonrisa —tranquila, resplandeciente, enteramente dueña de sí misma—, se acercó a donde yo estaba y me besó en los labios.

—Sé que te las he hecho pasar moradas —me dijo—, pero tenía que ser así. Esto no volverá a ocurrir nunca, Sidney. Te lo prometo.

Se sentó a mi lado y volvió a besarme, pero no fui capaz de estrecharla en mis brazos.

—Tienes que decirme dónde has estado —respondí, sorprendido por la cólera y la amargura de mi voz—. Se acabó el silencio, Grace. Tienes que hablar.

—No puedo —aseguró ella.

—Claro que puedes. Debes hacerlo.

—Ayer por la mañana dijiste que confiabas en mí. Sigue confiando en mí, Sid. Eso es todo lo que pido.

—Cuando alguien dice eso, es que está ocultando algo. Siempre. Es como una ley matemática, Grace. ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que no quieres decirme?

—Nada. Es que ayer necesitaba estar sola, eso es todo. Me hacía falta tiempo para pensar.

—Pues muy bien. Piensa. Pero no me tortures y llámame para decirme dónde estás.

—Quería llamarte, pero luego no pude. No sé por qué. Era como si tuviera que aparentar que ya no te conocía. Sólo por poco tiempo. Ha sido una maldad por mi parte, pero me ha servido de ayuda, de verdad.

—¿Dónde has pasado la noche?

—No es nada de eso, créeme. He estado sola. Pedí habitación en el Hotel Gramercy Park.

—¿En qué piso? ¿Qué número de habitación tenías?

—Por favor, Sid, no sigas. No está bien.

—Podría llamar y averiguarlo, ¿no te parece?

—Claro que sí. Pero eso significaría que no me crees. y entonces tendríamos problemas. Pero no los tenemos. De eso se trata. Estamos bien, y el hecho de que yo esté aquí ahora lo demuestra.

—Supongo que pensarías en lo del niño…

—Sí, entre otras cosas.

—¿Has decidido algo?

—Todavía estoy en la encrucijada. No sé hacia dónde tirar.

—Ayer estuve con John, hablamos un rato y me dijo que debías abortar. Insistió bastante en eso.

Grace pareció sorprendida y a la vez disgustada.

—¿John? Pero si no sabe que estoy embarazada.

—Se lo dije yo.

—Oh, Sidney. No debías habérselo dicho.

—¿Por qué no? ¿Acaso no es amigo nuestro? ¿Por qué no debería saberlo?

Dudó unos momentos antes de contestar a mi pregunta.

—Porque es nuestro secreto —dijo al cabo—, y todavía no hemos decidido lo que vamos a hacer. Ni siquiera se lo he dicho a mi familia. Si John habla con mi padre, las cosas podrían complicarse bastante.

—No se lo dirá. Está demasiado preocupado por ti para decírselo.

—¿Preocupado?

—Sí, preocupado. De la misma manera que yo también lo estoy. Estás muy rara últimamente. Las personas que te quieren no tienen más remedio que estar preocupadas.

Se iba mostrando un poco menos evasiva a medida que avanzaba la conversación, y yo tenía la intención de seguir pinchándola hasta que toda la historia saliera a la luz, hasta comprender lo que la había impulsado a emprender una misteriosa fuga de veinticuatro horas. Había tanto en juego, pensé, que si no lo confesaba todo y me decía la verdad, ¿cómo iba a ser capaz de seguir confiando en ella? Confianza era lo único que me pedía, y sin embargo desde el momento en que se derrumbó el sábado por la noche en el taxi, había sido imposible no pensar que algo andaba mal, que Grace se iba hundiendo poco a poco bajo el peso de una carga que se negaba a compartir conmigo. Durante un tiempo, el embarazo pareció explicarlo todo, pero ya no estaba seguro de eso. Era otra cosa, algo además de lo del niño, y antes de empezar a atormentarme a mí mismo pensando en otros hombres, en aventuras clandestinas y traiciones siniestras, necesitaba que me dijera lo que estaba pasando. Lamentablemente, la conversación se interrumpió bruscamente en ese punto, y ya no estuve en condiciones de seguir el hilo de mis conjeturas. Ocurrió justo después de que le dijera lo preocupado que estaba por ella. La cogí de la mano, y mientras la atraía hacia mí para besarla en la mejilla, por fin se dio cuenta de que la lámpara ya no estaba donde debía estar, de que el espacio a la izquierda del sofá se encontraba vacío. Tuve que contarle lo del robo, y de buenas a primeras cambió la situación y en vez de hablar de una cosa no tuve más remedio que hablarle de otra.

Al principio, Grace pareció tomarse las noticias con calma. Le enseñé el hueco de la estantería que ocupaban las primeras ediciones, le señalé con el dedo la mesita donde estaba la televisión portátil, y luego la conduje a la cocina y le informé de que había que comprar otra tostadora. Grace abrió los cajones de debajo de la encimera (cosa que yo había olvidado hacer) y descubrió que nuestra mejor cubertería, regalo de sus padres en nuestro primer aniversario de boda, también había desaparecido. Entonces fue cuando montó en cólera. Con el pie derecho dio una patada al último cajón y empezó a maldecir. Grace rara vez decía tacos, pero aquella mañana se puso fuera de sí y en escasos momentos soltó un aluvión de invectivas que superaba todo lo que jamás había oído de sus labios. Luego pasamos al dormitorio, y su ira se transformó en llanto. Le empezó a temblar el labio inferior cuando le dije lo del joyero, pero al ver que también faltaba la litografía se sentó en la cama y rompió a llorar. Hice lo que pude para consolada, prometiéndole encontrar otro Van Velde cuanto antes, pero sabía que nada podría sustituir jamás el que ella había comprado a los veinte años en su primer viaje a París: una profusión de abigarrados y destellantes azules, interrumpida en el centro por un óvalo blanco y un trazo discontinuo de color rojo. Hacía años que la veía todos los días, y nunca me había cansado de mirada. Era una de esas obras que siempre ofrecen algo, que nunca parecen agotarse.
[12]

Tardó unos quince o veinte minutos en calmarse, y luego fue al cuarto de baño a quitarse el rímel, que se le había corrido, y a lavarse la cara. La esperé en la habitación, pensando que allí podríamos proseguir nuestra conversación, pero cuando volvió sólo fue para anunciar que se le estaba haciendo tarde y tenía que ir a trabajar. Traté de convencerla de que no fuera, pero no transigió. Había prometido a Greg que iría aquella mañana, explicó, y después de lo comprensivo que había sido para darle permiso el día anterior, no quería seguir aprovechándose de su amistad. Una promesa era una promesa, afirmó, a lo cual contesté que aún teníamos cosas de que hablar. Quizá sí, repuso ella, pero eso podía esperar a que volviera del trabajo. Y como para demostrar sus buenos propósitos, antes de marcharse se sentó en la cama, me rodeó con los brazos y me apretó contra ella durante lo que me pareció un buen rato.

—No te preocupes por mí —me recomendó—. Ya estoy bien, de verdad. Lo de ayer me ha servido de mucho.

Tomé mis pastillas de la mañana, volví a la habitación y dormí hasta media tarde. No tenía ningún plan para ese día, y mi única obligación consistía en pasar el tiempo lo más tranquilamente posible hasta que Grace volviera a casa. Había prometido que seguiríamos hablando por la noche, y si una promesa era una promesa, mi empeño era obligarla a que la cumpliera y hacer lo posible por sacarle la verdad. No me sentía muy optimista, pero fracasara o no, no iba a llegar a ninguna parte a menos que lo intentara. El cielo estaba claro y luminoso aquella tarde, pero la temperatura había bajado a ocho grados, y por primera vez desde el día en cuestión sentí un regusto de invierno en el ambiente, un presagio de acontecimientos venideros. Una vez más, se había alterado mi ritmo normal de sueño,y me encontraba en peor forma que de costumbre: sin mucha seguridad de movimientos, me costaba trabajo respirar y me tambaleaba precariamente a cada paso que daba. Era como si hubiese retrocedido a una etapa anterior en el proceso de recuperación, volviendo al periodo del vértigo de colores y las percepciones inestables, escindidas. Me sentía sumamente vulnerable, como si el aire mismo fuera una amenaza, como si un inesperado golpe de viento pudiera traspasarme de lado a lado y dejar el suelo salpicado con pedacitos de mi cuerpo.

Compré una tostadora nueva en una tienda de electrodomésticos de la calle Court, y esa simple operación agotó casi todos mis recursos físicos. Cuando acabé de elegir una que se ajustaba a nuestro presupuesto y hube sacado el dinero de la billetera para entregárselo a la empleada de detrás del mostrador, temblaba de pies a cabeza y estaba a punto de echarme a llorar. La mujer me preguntó si me pasaba algo. Le dije que no, pero mi respuesta no debió de convencerla, porque acto seguido me estaba preguntando si quería sentarme y tomar un vaso de agua. Era gruesa, de sesenta y pocos años, con un leve indicio de bigote en el labio superior, y la tienda que llevaba era un oscuro y polvoriento cuchitril, un negocio familiar venido a menos, con casi la mitad de los estantes desprovistos de existencias. Por generoso que fuera su ofrecimiento, no me apetecía estar allí ni un minuto más. Le di las gracias y eché a andar hacia la salida, tambaleándome y apoyándome luego contra la puerta para abrirla con el hombro. Después me quedé unos momentos en la acera sin moverme, aspirando profundas bocanadas de aire fresco mientras esperaba que se me pasara el vértigo. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de que la gente debía de pensar que estaba a punto de perder el conocimiento.

Pedí un trozo de pizza y una Coca-Cola grande en Vinny's, dos portales más abajo, y cuando me levanté para marcharme me sentía un poco mejor. Entonces eran sobre las tres y media, y Grace no llegaría a casa hasta las seis como muy pronto. No me encontraba con fuerzas para deambular por el barrio haciendo la compra, y era consciente de que no estaba en condiciones de cocinar. Salir a cenar era un lujo para nosotros, pero me figuré que podríamos pedir comida para llevar en el Jardín de Siam, un restaurante tailandés que acababa de abrir cerca de la Avenida Atlantic. Estaba seguro de que Grace lo entendería. Cualesquiera que fuesen las dificultades que pudiéramos estar atravesando, mi salud la preocupaba lo suficiente como para no reprocharme ese tipo de cosas.

Cuando hube despachado el trozo de pizza, decidí acercarme a la sucursal de la biblioteca pública de la calle Clinton para ver si había algún libro de Sylvia Monroe, la novelista que me había mencionado Trause el día anterior. Había dos títulos en el catálogo de fichas,
Noche en Madrid
y
Ceremonia de otoño
, pero hacía más de diez años que nadie los había pedido. Me senté a una de las largas mesas de la sala de lectura y me puse a hojearlos, descubriendo enseguida que Sylvia Monroe no tenía nada en común con Sylvia Maxwell. Los libros de Monroe eran relatos de misterio convencionales, escritos al estilo de Agatha Christie, y mientras leía la prosa llena de ingenio y hábilmente artificiosa de las dos novelas, me fui sintiendo cada vez más decepcionado, molesto conmigo mismo por haber creído que podría existir alguna semejanza entre las dos Sylvia M. Pensé que, como mínimo, había leído un libro de Sylvia Monroe en mi infancia para olvidarlo después y suscitar ahora un recuerdo inconsciente de ella en la persona de Sylvia Maxwell, supuesta autora de una narración ficticia. Pero parecía que me había inventado enteramente a Maxwell y que
La noche del oráculo
era una historia original, sin relación alguna con ninguna otra novela. Probablemente tendría que haberme sentido aliviado, pero no fue así.

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