Poco a poco, nos fuimos apartando del cuaderno azul y empezamos a hablar de asuntos más prácticos. De dinero, entre otras cosas, y de cómo esperaba resolver mis problemas económicos escribiendo un guión cinematográfico para Bobby Hunter. Le conté lo que se me había ocurrido, exponiéndole un breve resumen de la trama que había urdido para mi adaptación de
La máquina del tiempo
, pero no se excedió en comentarios.
Inteligente
, creo que dijo, o algún cumplido igualmente amable, y de pronto me sentí estúpido, avergonzado, como si Trause me considerase un escritor de pacotilla que intentara vender su mercancía al mejor postor. Pero me equivocaba al interpretar su apagada respuesta como desaprobación. Él era consciente de la apurada situación en que nos encontrábamos, y resultó que estaba distraído, pensando en algún medio para ayudarme.
—Sé que es una idiotez —concluí—, pero si les gusta la idea, volveremos a ser solventes. Si no, seguiremos en números rojos. No quisiera contar con una perspectiva tan poco sólida, pero es lo único que puedo sacarme de la manga.
—Quizá no —objetó John—. Si lo de
La máquina del tiempo
no cuaja, podrías escribir otro guión. Eso se te da bien. Si haces que Mary insista lo suficiente, estoy seguro de que encontrarás a alguien deseoso de soltar un buen fajo.
—Las cosas no son así. Son ellos los que vienen a ti, no al contrario. A menos que tengas una idea original, claro está. Que no es mi caso.
—Eso es precisamente lo que te estoy diciendo. A lo mejor tengo una idea para ti.
—¿ Una idea para una película? Creía que estabas en contra del cine.
—Hace un par de semanas encontré una caja con algunas cosas viejas mías. Historias primerizas, una novela a medio concluir, dos o tres obras dramáticas. Textos antiguos, escritos cuando tenía quince o veinte años. Todo sin publicar. Afortunadamente, debería añadir, pero al leer esas historias me encontré con una que no estaba nada mal. Sigo sin querer publicarla, pero si te la cediera, seguro que podrías recrearla y convertirla en una película. Puede que te venga bien mencionar mi nombre. Si dices a un productor cinematográfico que estás adaptando una historia inédita de John Trause, podrías suscitar su interés. No sé. Pero aun en el caso de que yo les importe una mierda, la historia posee un fuerte elemento visual. Creo que las imágenes se prestarían perfectamente para ser llevadas al cine.
—Claro que vendría bien tu nombre. Cambiaría mucho las cosas.
—Bueno, lee la historia y dime lo que te parece. No es más que un primer borrador, muy tosco, de manera que no juzgues mi prosa con demasiada severidad. Y recuerda que sólo era un crío cuando la escribí. Mucho más joven de lo que tú eres ahora.
-¿De qué trata?
—Es una obra rara, muy distinta de todo mi trabajo posterior, de manera que al principio puedes llevarte una sorpresa. Creo que se podría calificar de parábola política. La acción se sitúa alrededor de 1830, pero en realidad se trata de los primeros años de 1950. McCarthy, el Comité de Actividades Antiamericanas, la amenaza comunista…, todas las cosas siniestras que sucedían por entonces. La idea es que los gobiernos siempre necesitan enemigos, aun cuando no estén en guerra. Si no tienen enemigos, se inventan uno y propagan rumores. Eso asusta a la población, y cuando la gente tiene miedo, procura ser obediente.
—¿Y en qué país ocurre todo eso? ¿Se trata de una alegoría de Estados Unidos, o es otra cosa?
—Es en parte Norteamérica y en parte Sudamérica, pero con una historia enteramente distinta. Tiempo atrás, todas las potencias europeas establecieron colonias en el Nuevo Mundo. Las colonias evolucionaron, convirtiéndose en Estados independientes, y luego, poco a poco, al cabo de siglos de guerras y escaramuzas, fueron uniéndose hasta formar una enorme confederación. La cuestión es la siguiente: ¿qué ocurre tras la creación del imperio? ¿Qué enemigo puede inventarse con el fin de asustar a la gente lo bastante para mantener la unidad de la confederación?
—¿Y cuál es la respuesta?
—Dicen que los bárbaros van a invadir el país. La confederación ya ha expulsado a esos pueblos fuera de sus fronteras, pero ahora esparcen el rumor de que un ejército de soldados contrarios a la confederación ha penetrado en los territorios primitivos y está incitando a los ciudadanos a la rebelión. No es cierto. Los soldados trabajan para el gobierno. Forman parte de una conspiración.
—¿Quién cuenta la historia?
—Un agente enviado para investigar los rumores. Trabaja en un departamento del gobierno que no está implicado en la trama, pero acaban deteniéndolo y juzgándolo por traición. Para complicar aún más las cosas, el oficial que está al mando del falso ejército se fuga con la mujer del narrador.
—Engaño y corrupción a cada paso.
—Exactamente. Un hombre destruido por su propia inocencia.
—¿Tiene título?
—«Imperio de huesos». No es muy larga. Cuarenta y cinco o cincuenta páginas, pero suficiente para hacer una película, creo yo. Tú decides. Si quieres utilizada, te la cedo encantado. Si no te gusta, la tiras a la basura y aquí no ha pasado nada.
Al salir del apartamento de Trause me sentía abrumado, mudo de gratitud, y ni siquiera el pequeño tormento de despedirme de Régine en el piso de abajo pudo mermar mi felicidad. Llevaba el manuscrito en un bolsillo lateral de la chaqueta, metido en un sobre de papel marrón, y no dejé de apretarlo con la mano mientras me dirigía al metro, deseoso de abrirlo y empezar a leerlo. John siempre me había respaldado, tanto en lo personal como en el trabajo, pero no se me escapaba que aquel regalo tenía tanto que ver con Grace como conmigo. Yo era el tullido medio acabado que tenía la responsabilidad de cuidar de ella, y si él podía hacer algo para sacarnos del apuro, estaba dispuesto a hacerlo; hasta el punto de donar un manuscrito inédito para la causa. No existía más que una mínima posibilidad de que su idea diera algún fruto, pero lograra o no convertir su relato en una película, lo importante era su gran predisposición para ir más allá de los límites normales de la amistad y mezclarse personalmente en nuestros asuntos. Desinteresadamente, sin la menor intención de sacar provecho.
Eran ya las cinco pasadas cuando llegué a la estación de la calle Cuatro Oeste. La hora punta estaba en pleno auge, y cuando bajé los dos tramos de escaleras hacia el andén F de la línea del centro, agarrándome bien a la barandilla para no tropezar, perdí las esperanzas de encontrar asiento en el vagón. Seguro que habría un gentío horrible en dirección a Brooklyn. Eso suponía que tendría que leer de pie el relato de John, y como iba a resultar una operación bastante difícil, me preparé para luchar por un poco de espacio si era necesario. Cuando se abrieron las puertas del vagón, pasé por alto el protocolo del metro, colándome entre los pasajeros que pugnaban por salir para entrar el primero, pero no me sirvió de nada. Una avalancha de gente entró detrás de mí. Me vi empujado al centro del vagón, y cuando las puertas se cerraron y el tren salió de la estación, estaba tan apretujado entre el gentío que tenía los brazos pegados a los costados, sin ningún margen de maniobra para sacarme el sobre del bolsillo. Apenas podía evitar los encontronazos con los demás pasajeros mientras el metro daba bandazos y sacudidas a lo largo del túnel. En un momento dado, logré levantar el brazo por encima de la cabeza lo suficiente para agarrarme a la barra, pero ésa fue toda la libertad de movimiento que pude alcanzar dadas las circunstancias. Pocos viajeros se bajaron en las siguientes paradas, y por cada uno que salía, otros dos ocupaban a empujones su lugar. Centenares de personas se quedaban plantadas en los andenes a la espera del siguiente tren, y desde el principio al fin del viaje no tuve la menor ocasión de echar un vistazo al relato. Cuando llegamos a la estación de la calle Bergen, me llevé la mano al bolsillo para intentar sacarlo, pero me empujaron por detrás, me zarandearon a izquierda y derecha, y mientras me preparaba para salir del vagón girando en torno a la barra central, el tren se detuvo bruscamente, las puertas se abrieron y me vi precipitado hacia el andén antes de que pudiera comprobar si el sobre seguía estando allí. No estaba. La oleada de la muchedumbre que salía me arrastró unos metros y cuando logré volverme para subir de nuevo al vagón, las puertas ya se habían cerrado y el metro se había puesto otra vez en movimiento. Aporreé con el puño una ventanilla que pasaba, pero el revisor no me hizo caso. El metro prosiguió su lenta marcha, salió de la estación y segundos después se perdió de vista.
Esa falta de concentración se había repetido en diversas ocasiones desde que salí del hospital, pero ninguna había tenido un resultado peor ni más catastrófico que aquélla. En vez de llevar el sobre en la mano, me lo había metido como un idiota en un bolsillo demasiado pequeño para su tamaño, y ahora el manuscrito de John iba tirado en el suelo de un vagón de metro en dirección a Caney Island, sin duda manchado y pisoteado por la mitad de los zapatos y zapatillas deportivas del barrio de Brooklyn. Era un error imperdonable. John me había confiado el único ejemplar de un relato inédito, y dado el interés que el mundo universitario sentía por su obra, sólo el manuscrito probablemente valdría varios cientos de dólares, quizá miles. ¿Qué iba a decirle cuando me preguntara por él? John me había dicho que podía tirado a la basura si no me gustaba, pero eso no era sino una manera hiperbólica de menospreciar su propia obra, una simple broma. Claro que querría recuperar el manuscrito, tanto si me gustaba como si no. No tenía idea de cómo reparar mi error. Si alguien me hubiera hecho a mí lo que yo acababa de hacerle a Trause, me habría puesto tan furioso como para querer estrangularlo.
Por desalentadora que fuese esa pérdida, no era más que el principio de lo que resultó ser una noche larga y difícil. Cuando llegué a casa y subí los tres tramos de escaleras, me encontré con la puerta abierta; no simplemente entornada, sino empujada hasta el fondo sobre sus goznes y pegada a la pared. Lo primero que me vino a la cabeza fue que Grace había vuelto pronto a casa, quizá cargada con un montón de paquetes y bolsas de la compra, y luego se le olvidó cerrar la puerta. Tras una mirada al cuarto de estar, sin embargo, comprendí que Grace nada tenía que ver con aquello. Habían entrado a robar, lo más probable subiendo por la escalera de incendios y forzando la ventana de la cocina. Se veían libros tirados por el suelo, había desaparecido nuestra pequeña televisión en blanco y negro, y una fotografía de Grace, colocada desde siempre en la repisa de la chimenea, estaba rota en pedacitos desperdigados sobre el asiento del sofá. Me pareció un gesto de asombrosa crueldad, casi un ataque personal. Cuando fui a la biblioteca a ver lo que se habían llevado, comprobé que sólo faltaban los libros más valiosos: ejemplares firmados de novelas de Trause y otros escritores amigos nuestros, aparte de media docena de primeras ediciones que me habían ido regalando a lo largo de los años. Hawthorne, Dickens, Henry James, Fitzgerald, Wallace Stevens, Emerson. Quienquiera que hubiese perpetrado el robo, no era un ladrón normal y corriente. Sabía algo de literatura, y se había centrado en los pocos tesoros que poseíamos.
Mi cuarto de trabajo parecía intacto, pero el dormitorio había sido objeto de un pillaje sistemático, a conciencia. Habían sacado hasta el último cajón de la cómoda y dado la vuelta al colchón, y la litografía de Bram van Velde que Grace había comprado a principios de los años setenta en la galería Maeght de París faltaba de su sitio en la pared de encima de la cama. Cuando inspeccioné el contenido de los cajones de la cómoda, descubrí que también había desaparecido el joyero de Grace. No tenía muchas cosas, pero en aquella caja guardaba unos pendientes de ópalo, herencia de su abuela, así como una pulsera de dijes de su infancia y un collar de plata que yo le había regalado en su último cumpleaños. Y ahora un desconocido se había largado con todo eso, lo que me pareció tan absurdo y brutal como una violación, un saqueo feroz de nuestro pequeño mundo.
No teníamos seguro de robo ni de hogar, y no me sentía inclinado a llamar a la policía para dar parte del delito. Nunca cogían a los ladrones, y no vi razón para luchar por lo que parecía una causa perdida, pero antes de tomar esa decisión tenía que averiguar si habían robado a algún otro vecino. Había otros tres apartamentos en el edificio —uno encima y dos debajo del nuestro—, y empecé por bajar las escaleras hasta la primera planta y hablar con la señora Caramello, que compartía las funciones de portera con su marido, peluquero jubilado que pasaba la mayor parte del tiempo viendo la televisión y jugando a las quinielas. En su casa no habían entrado, pero la señora Caramello se quedó tan consternada por las noticias que fue a llamar a su marido, quien, calzado con zapatillas, acudió a la puerta arrastrando los pies y se limitó a suspirar cuando le conté lo que había pasado.
—Uno de esos puñeteros yanquis, lo más seguro —aventuró—. Tenéis que poner rejas en las ventanas, Sid. No hay otro modo de impedir que entren esos desgraciados.
Los otros dos inquilinos también se habían librado. Al parecer, todos tenían una reja en las ventanas de atrás menos nosotros, por lo que nos habíamos convertido en un blanco fácil: unos estúpidos confiados que no se habían molestado en adoptar las mínimas precauciones. Todos nos compadecían, pero el mensaje implícito era que nos merecíamos lo que había ocurrido.
Volví al apartamento, horrorizándome aún más ahora que podía contemplar el revoltijo con un estado de ánimo más templado. Uno por uno, me saltaban de pronto a la vista detalles que antes se me habían pasado por alto, agravando aún más el efecto de la intrusión. Una lámpara de pie a la izquierda del sofá yacía rota en el suelo, un florero de cristal estaba hecho añicos en la alfombra, e incluso nuestra lamentable tostadora había desaparecido de su sitio en la encimera de la cocina. Llamé a Grace a la oficina, con idea de prepararla para la conmoción que la aguardaba, pero no contestaron, lo que parecía significar que ya se había marchado y venía de camino a casa. Como no se me ocurría otra cosa que hacer, me puse a arreglar el apartamento. Entonces debían de ser alrededor de las seis y media, y aun cuando esperaba que Grace entrara en cualquier momento por la puerta, estuve trabajando sin parar durante más de una hora, recogiendo los destrozos, colocando los libros en las estanterías, haciendo otra vez la cama, volviendo a meter los cajones en la cómoda. Al principio, me alegré de hacer tal cantidad de cosas antes de que volviera Grace. Cuanto más eficaces fueran mis esfuerzos por ordenar el piso, menos se disgustaría al entrar en casa. Pero resultó que al terminar la tarea, ella seguía sin volver. Ya eran las ocho menos cuarto, tiempo más que suficiente para arreglar cualquier avería del metro que hubiera podido justificar su retraso. Cierto que a veces se quedaba trabajando hasta tarde, pero siempre me llamaba para decirme cuándo iba a salir de la oficina, y en el contestador no había ningún mensaje suyo. Volví a marcar su número de la Holst y McDermott, sólo para asegurarme, pero tampoco contestaron esta vez. No estaba en el trabajo y tampoco había venido a casa, y de pronto lo del robo parecía algo sin importancia, un pequeño inconveniente de un pasado lejano. Grace había desaparecido, y cuando dieron las ocho, ya me había entrado un pánico febril, absoluto.