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Authors: Paul Auster

Tags: #Drama

La noche del oráculo (8 page)

BOOK: La noche del oráculo
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Nick sólo tiene sesenta y ocho dólares en efectivo. No lleva cheques, y cuando se detiene en un cajero automático de camino al hotel, averigua que su tarjeta Citibank también está anulada. Su situación se ha vuelto de pronto bastante desesperada. Se le han cerrado todas las posibilidades de conseguir dinero, y cuando en el hotel descubran que la tarjeta American Express con la que se ha registrado el lunes por la noche ya no es válida, se encontrará en un apuro horroroso, quizá hasta se vea obligado a comparecer ante un tribunal acusado de algún delito. Piensa en llamar a Eva y volver a casa, pero no se decide a hacerlo. No ha ido hasta allí sólo para cambiar de planes y volver corriendo en cuanto surge el menor problema, y el caso es que no desea volver a casa, no quiere volver. Por el contrario, sube en el ascensor hasta la décima planta del hotel, entra en su suite y marca el numero de Rosa Leightman en Nueva York. Lo hace movido por un súbito impulso, sin tener la menor idea de lo que va a decirle. Afortunadamente, Rosa no está, de manera que le deja un mensaje en el contestador: un intrincado monólogo que no tiene mucho sentido, ni siquiera para él.

Estoy en Kansas City, le dice, no sé por qué he venido, pero aquí me quedo, puede que para mucho tiempo, y necesito hablar con usted. Lo mejor sería que nos viéramos, pero sé que es mucho pedir que coja un avión y venga para acá de forma tan precipitada. Si no puede venir, le ruego que me llame por teléfono. Me alojo en el Hyatt Regency, habitación diez cuarenta y seis. Ya he leído varias veces el libro de su abuela, y creo que es lo mejor de toda su producción. Le agradezco que me lo haya confiado a mí. Y también que viniera a mi despacho el lunes. No se moleste si le digo esto, pero desde entonces no he podido dejar de pensar en usted. Me produjo tal impresión que cuando se levantó para marcharse ya ni siquiera sabía dónde tenía la cabeza. ¿Es posible enamorarse de alguien en diez minutos? No sé nada sobre usted. Ni siquiera si está casada o vive con alguien, si es libre o tiene novio. Pero me encantaría hablar con usted, sería maravilloso volver a verla. Esto es muy bonito, dicho sea de paso. Todo resulta muy raro, tan llano. Estoy de pie delante de la ventana, contemplando la ciudad. Millares de edificios, centenares de calles, pero todo está envuelto en silencio. Los cristales no dejan pasar el ruido. Hay vida al otra lado de la ventana, pero aquí dentro todo parece muerto, irreal. El problema es que no puedo quedarme mucho tiempo en el hotel. Sé de alguien que vive al otro extremo de la ciudad. Es la única persona que he conocido hasta ahora, y dentro de un momento voy a salir a ver si la encuentro. Se llama Ed Victory. Tengo su tarjeta en el bolsillo y le voy a dar su número, por si me he marchado del hotel antes de que usted llame. El teléfono es el 816-765-4321. Lo repito: 816-765-4321. Qu curioso. Acabo de darme cuenta de que los números van en orden decreciente, de uno a uno. ¿Cree que eso tendrá algún significado? Probablemente no. Aunque puede que sí, desde luego. Se lo diré cuando lo averigüe. Si no tengo noticias suyas, volveré a llamarla dentro de un par de días.
Adiós
.
[*]

Pasa una semana antes de que Rosa oiga el mensaje. Si Nick hubiera llamado veinte minutos antes, ella habría contestado al teléfono, pero acaba de salir de su casa y, por tanto, no sabe nada de esa llamada. En el momento en que Nick deja el mensaje en el contestador, Rosa se encuentra en un taxi a tres manzanas del túnel de Holland, de camino al aeropuerto de Newark, donde un vuelo de tarde la llevará a Chicago. Es miércoles. Su hermana se casa el sábado, y como la ceremonia va a celebrarse en casa de sus padres y además ella va a ser dama de honor se reúne anticipadamente con la familia para ayudar en los preparativos. Hace algún tiempo que no ve a sus padres, de manera que aprovecha la visita para pasar unos días más con ellos después de la ceremonia. Piensa volver a Nueva York el martes por la mañana. Un hombre acaba de declarársele en el contestador, pero ella tardará una semana en enterarse.

En otra parte de Nueva York ese mismo miércoles por la tarde, la mujer de Nick, Eva, también se ha detenido a pensar en Rosa Leightman. Apenas han transcurrido cuarenta y ocho horas de la desaparición de Nick. Sin noticias de la policía con respecto a delitos o accidentes en los que esté implicado alguien que responda a la descripción de su marido, sin notas de rescate ni llamadas de teléfono de presuntos secuestradores, empieza a considerar la posibilidad de que Nick se haya fugado por voluntad propia, de que la haya abandonado. Hasta ese momento, nunca ha sospechado que Nick tuviera una aventura, pero cuando piensa en lo que le dijo de Rosa en el restaurante el lunes por la noche, y cuando recuerda lo mucho que le gustaba —incluso llegando al extremo de confesarlo en voz alta—, empieza a preguntarse si no tendrá una aventura adúltera y estará en los brazos de aquella rubia delgada, que llevaba los pelos de punta.

Busca su número en la guía y la llama a su casa. No contestan, desde luego, porque Rosa ya está en el avión. Eva deja un breve mensaje y cuelga. Al ver que Rosa no le devuelve la llamada, vuelve a llamarla por la noche y le deja otro mensaje. Esta pauta se repite a lo largo de varios días —una llamada por la mañana y otra por la noche—, y cuanto más dura el silencio de Rosa, más crece la impaciencia de Eva. Finalmente, se dirige a Chelsea, a casa de Rosa; sube tres tramos de escalera y llama a la puerta de su apartamento. No pasa nada. Vuelve a llamar, aporreando la puerta con los puños, casi haciéndola saltar de sus goznes, pero siguen sin contestar. Eva lo interpreta como la prueba definitiva de que Rosa está con Nick: una presunción irracional, pero a esas alturas Eva ya no está sujeta a la fuerza de la lógica, sino que teje frenéticamente una historia que explique la ausencia de su marido a partir de sus más negras aprensiones, de los peores miedos sobre ella misma y su matrimonio. Garabatea una nota en un trozo de papel y lo desliza bajo la puerta de Rosa.
Necesito hablar con usted sobre Nick
, le dice.
Llámeme enseguida. Eva Bowen
.

Para entonces, ya hace mucho que Nick se ha marchado del hotel. Ha encontrado a Ed Victory, que vive en una pequeña habitación en el último piso de una pensión situada en una de las zonas más sórdidas de la ciudad, un barrio de la periferia lleno de almacenes abandonados y edificios calcinados. Los pocos transeúntes que se ven por la calle son negros, pero estamos en un lugar de horror y devastación, que no se parece en absoluto a los enclaves de pobreza negra que Nick ha conocido en otras ciudades norteamericanas. No se encuentra tanto en un gueto urbano como en un distrito del infierno, una tierra de nadie salpicada de botellas vacías, jeringuillas usadas y restos de coches despiezados y llenos de herrumbre. La pensión es la única estructura intacta de toda la manzana, sin duda el último resto de lo que había sido el vecindario ochenta o cien años atrás. En cualquier otra calle habría pasado por un edificio en ruinas, pero dadas las circunstancias casi resulta atractivo: una casa de tres pisos, con la pintura amarilla descascarillada, tejado y escalones combados y tablas de contrachapado clavadas transversalmente en cada una de las nueve ventanas de la fachada delantera.

Nick llama a la puerta, pero nadie responde. Vuelve a llamar y, unos momentos después, una mujer de edad vestida con un albornoz verde y una peluca barata de color caoba aparece frente a él; desconcertada y recelosa, le pregunta qué es lo que quiere. Ed, contesta Bowen, Ed Victory. He hablado con él por teléfono hace una hora. Me está esperando. Durante una interminable pausa, la mujer no dice nada. Mira a Nick de hito en hito, examinándolo como si fuera un ser de una especie inclasificable, bajando la vista para observar la cartera de piel que lleva en la mano y alzándola de nuevo hacia su rostro, para tratar de averiguar lo que hace un hombre blanco a la puerta de su casa. Nick se mete la mano en el bolsillo y saca la tarjeta de Ed, con ánimo de convencerla de que se encuentra allí por una causa justificada, pero la mujer está medio ciega, y cuando se inclina hacia delante para mirar la tarjeta, Nick comprende que no distingue las palabras. No estará metido en algún lío, ¿verdad?, pregunta ella. En absoluto, contesta Nick. No que yo sepa, en cualquier caso. ¿Y seguro que no es poli?, pregunta la mujer. He venido a buscar consejo, le explica Nick, y Ed es la única persona que me lo puede dar. Sigue otro largo silencio, y finalmente la mujer señala la escalera con el dedo. Tercero G, le informa, la puerta de la izquierda. Procure llamar fuerte. Ed suele dormir a esta hora del día, y no anda muy bien del oído.

La mujer sabe lo que dice, porque cuando Nick sube la escalera en penumbra y localiza la puerta de Ed Victory al fondo del pasillo, tiene que llamar diez o doce veces antes de que el taxista le diga que entre. Fuerte y corpulento, con los tirantes colgando y el pantalón desabrochado, el único conocido de Nick en Kansas City está sentado en la cama con una pistola en la mano y apuntando al corazón del visitante. Es la primera vez que amenazan a Bowen con una pistola, pero antes de que se asuste lo suficiente para salir de la habitación, Victory baja el arma y la deposita en la mesilla de noche.

Es usted, dice. El neoyorquino fulminado.

¿Espera jaleo?, pregunta Nick, sintiendo tardíamente el terror de una posible bala en el pecho, aun cuando ya haya pasado el peligro.

Son tiempos difíciles, contesta Ed, y éste es un sitio difícil. Toda prudencia es poca. Sobre todo para un viejo de sesenta y siete años, con las piernas no muy ágiles.

Nadie corre más deprisa que una bala, observa Nick.

Ed responde con un gruñido, luego invita a Bowen a tomar asiento, refiriéndose inesperadamente a un pasaje de
Walden
mientras hace un gesto hacia la única silla de la habitación. Thoreau decía que en su casa había tres sillas, explica Ed. Una para la soledad, dos para la amistad y tres para la sociedad. Yo sólo tengo una para la soledad. Si añadimos la cama, quizá tengamos dos para la amistad. Pero aquí no hay sociedad. He tenido tiempo de hartarme de eso en el taxi.

Bowen se sienta en la silla de madera de respaldo recto y echa una mirada por la pequeña y ordenada habitación. Le hace pensar en la celda de un monje o en el refugio de un ermitaño: un sitio anodino, espartano, sólo con lo estrictamente indispensable para vivir. Una cama individual, una cómoda, un hornillo, un frigorífico pequeño, una mesa y una estantería con unas docenas de libros, entre los cuales se ven ocho o diez diccionarios y una gastada
Enciclopedia Collier
en veinte volúmenes. La habitación representa un mundo de sobriedad, introspección y disciplina, y mientras Bowen vuelve a prestar atención a Victory, que lo observa tranquilamente desde la cama, percibe un último detalle que se le ha escapado hasta entonces. No hay cuadro alguno colgando de las paredes, ni fotografías ni objetos personales a la vista. El único adorno es un calendario clavado con una chincheta en la pared, encima del escritorio: de 1945, abierto en el mes de abril.

Estoy en un apuro, anuncia Bowen, y pensé que usted podría ayudarme.

Todo depende, contesta Ed, cogiendo un paquete de Pall Mall sin filtro de encima de la mesilla de noche. Enciende un cigarrillo con una cerilla de madera, da una larga calada e inmediatamente se pone a toser. Años de flemas atascadas repiquetean en el fondo de sus consumidos bronquios, y durante veinte segundos en la habitación sólo se oyen sus convulsivos espasmos. Cuando cede el ataque, Ed sonríe a Bowen y dice: Siempre que me preguntan por qué fumo digo que porque me gusta toser.

No quisiera molestarlo, prosigue Nick. A lo mejor no es buen momento.

No me molesta. Un tío me da veinte dólares de propina y un par de días después se presenta en mi casa y me dice que tiene problemas. Me pica la curiosidad.

Necesito trabajo. Cualquier clase de trabajo. Soy un buen mecánico de coches, y se me ocurrió que quizá tenga usted influencia en la compañía de taxis en la que trabajaba.

Un tío de Nueva York con una cartera de piel y un traje de buena calidad me dice que quiere ser mecánico. Da una propina excesiva a un taxista y luego declara que está en la ruina. Y ahora me dirá que no quiere contestar a mis preguntas. ¿Me equivoco, o no?

Nada de preguntas. Soy el hombre fulminado, ¿recuerda? Estoy muerto, y da lo mismo quién haya sido antes. Lo único que cuenta es el presente. Y en este momento lo que necesito es ganar un poco de dinero.

Los que llevan ese negocio son unos sinvergüenzas y unos estúpidos. Olvídese de eso, neoyorquino. Pero si está verdaderamente desesperado, quizá tenga algo para usted en la Oficina. Se necesitan espaldas robustas y buena cabeza para los números. Si cumple esos requisitos, está contratado. Con un sueldo decente. Podrán decir que parezco un indigente, pero tengo dinero a espuertas, tanto que no sé lo que hacer con él.

La Oficina de Preservación Histórica. Su empresa.

No es una empresa. Por sus características, se parece más a un museo, a un archivo privado.

Tengo buenas espaldas, y sé sumar y restar. ¿En qué consiste el trabajo de que me está hablando?

Estoy reorganizando el sistema. Por una parte está el tiempo, y por otra el espacio. Ésas son las dos únicas posibilidades. Ahora todo está clasificado por orden geográfico, espacial. Pero quiero cambiarlo todo y organizado por orden cronológico. Es la mejor solución, y lamento que no se me haya ocurrido antes. Habrá que levantar mucho peso, y mi cuerpo ya no está para esos trotes. Necesito un ayudante.

Y si le digo que estoy dispuesto a ser ese ayudante, ¿cuándo podría empezar?

Ahora mismo, si quiere. Sólo deje que me abroche los pantalones y se lo enseñaré. Luego ya me dirá si le interesa o no.

Me paré entonces para comer algo (galletas saladas y una lata de sardinas), acompañando el tentempié con dos vasos de agua. Eran cerca de las cinco, y aunque Grace había dicho que volvería hacia las seis o seis y media, yo quería dedicar un poco más de tiempo al cuaderno azul antes de que volviera, seguir con ello hasta el último minuto posible. Al volver a mi estudio al fondo del pasillo, me metí en el cuarto de baño para echar una rápida meada y lavarme un poco la cara, sintiéndome lleno de energía y dispuesto a sumergirme de nuevo en la historia. Pero justo cuando salía de nuevo al pasillo, se abrió la puerta del apartamento y entró Grace, pálida y con aspecto de estar agotada. Su prima Lily tenía que haber venido a Brooklyn con ella (para cenar con nosotros, pasar la noche en el sofá cama del cuarto de estar y luego marcharse por la mañana temprano a New Haven, donde estudiaba segundo de arquitectura en Yale), pero Grace venía sola, y antes de que pudiera preguntarle lo que había pasado, me saludó con una débil sonrisa, se precipitó por el pasillo hacia mí, torció bruscamente a la izquierda y entró en el baño. En cuanto llegó a la taza del retrete, se hincó de rodillas y empezó a vomitar.

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