—Me fastidiaría no veros a Gracie y a ti —afirmó—. Y de todas formas hay que comer, así que ¿por qué no cenamos juntos aquí? Con la pierna en alto, ya casi no me duele.
[4]
Yo le había robado el apartamento para mi historia del cuaderno azul, y cuando llegamos a la calle Barrow y John abrió la puerta para hacernos pasar, tuve la extraña sensación, no enteramente desagradable, de que entraba en un espacio imaginario, de que pisaba una habitación que no estaba allí. Había ido incontables veces a casa de Trause, pero ahora que había pasado varias horas pensando en ella en mi apartamento de Brooklyn, poblándola con los personajes imaginarios de mi relato, parecía pertenecer tanto al universo de la ficción como al mundo de los objetos materiales y los seres humanos de carne y hueso. Contra todo pronóstico, aquella sensación no desapareció. Si acaso, fue creciendo a medida que avanzaba la noche, y cuando llegó la comida china a las ocho y media, yo ya estaba instalándome en lo que habría podido denominarse (a falta de un término más preciso) un estado de doble conciencia. Por un lado formaba parte de lo que estaba pasando a mi alrededor, y por otro me sentía aislado del entorno, dejaba que mi imaginación vagara con toda libertad y me veía sentado a la mesa de mi cuarto de trabajo en Brooklyn, escribiendo sobre aquel apartamento en el cuaderno azul, mientras seguía sentado en una butaca en el último piso de un dúplex de Manhattan, anclado firmemente en mi cuerpo, escuchando lo que decían John y Grace e incluso añadiendo algunas observaciones de mi cosecha. No es insólito que una persona esté abstraída hasta el punto de parecer ausente, pero el caso era que yo no estaba ausente. Me encontraba en aquel espacio, plenamente inmerso en lo que estaba sucediendo; y al mismo tiempo no me hallaba allí, porque aquel sitio ya no pertenecía al mundo real. Era un ámbito ilusorio que existía en mi imaginación, y también el lugar donde yo estaba. En los dos sitios al mismo tiempo. En el apartamento y en la historia. En la historia desarrollada en el apartamento que seguía escribiendo en mi cabeza.
John tenía más dolores de lo que estaba dispuesto a reconocer. Fue a abrir la puerta apoyándose en una muleta, y mientras subía las escaleras y luego se dirigía renqueando a su sitio en el sofá —un mueble enorme, hundido en el medio, con un montón de almohadas y mantas para apoyar la pierna—, vi la mueca de dolor en su rostro, el sufrimiento que le costaba cada paso. Pero John no iba a hacer muchos aspavientos por eso. Había combatido en el Pacífico como soldado raso a los dieciocho años al final de la Segunda Guerra Mundial, y pertenecía a esa generación de hombres que consideraban una cuestión de honor el hecho de no autocompadecerse, que rehuían desdeñosamente las atenciones de cualquiera que se preocupara por ellos. Aparte de hacer algún comentario socarrón sobre Richard Nixon, que había dado cierta resonancia cómica a la palabra
flebitis
en la época de su administración, John se negó tercamente a hablar de su dolencia. No, eso no es enteramente exacto. Cuando pasamos a la habitación de arriba, permitió que Grace lo ayudara a instalarse en el sofá ya colocar de nuevo las almohadas y las mantas, disculpándose por lo que él denominaba su «estúpida decrepitud». Luego, una vez que se hubo acomodado en su sitio, se volvió hacia mí y dijo:
—Qué buena pareja hacemos, ¿verdad, Sid? Tú, con tus temblores y hemorragias nasales, y ahora yo con esta pierna. Sí que estamos bien jodidos, coño.
Trause nunca había prestado demasiada atención a su aspecto, pero aquella noche parecía especialmente desaliñado, y al ver lo arrugados que tenía los vaqueros y el suéter de algodón —por no hablar del matiz grisáceo que hábía teñido la parte baja de sus calcetines blancos— supuse que llevaba la misma ropa desde hacía varios días. Como es lógico, estaba despeinado, y en la nuca tenía el pelo aplastado y tieso de haberse pasado horas y horas tumbado en el sofá desde hacía una semana. Lo cierto era que John estaba demacrado, mucho más viejo de lo que siempre me había parecido, pero cuando alguien tiene dolores y sin duda duerme poco a consecuencia de ello, no cabe esperar que ofrezca su mejor aspecto. Yo no me alarmé por su apariencia, pero Grace, que normalmente era la persona más inmutable que conocía, pareció asustarse y quedarse preocupada al ver el estado en que se encontraba John. Antes de que pudiéramos centrarnos en la cuestión de pedir la cena se pasó diez minutos acribillándole a preguntas sobre médicos, medicinas y diagnósticos, y luego, cuando John la convenció de que no se iba a morir, pasó revista a toda una serie de asuntos prácticos: hacer la compra, cocinar, sacar la basura, lavar la ropa, los quehaceres cotidianos. Madame Dumas se ocupaba de todo, informó John refiriéndose a la señora de la Martinica que le limpiaba el apartamento desde hacía dos años. Y cuando ella no podía ir, acudía su hija.
—Veinte años —añadió—, y muy inteligente. Y además está de buen ver, dicho sea de paso. Parece que en vez de caminar se desliza por la habitación, como si no tocara el suelo con los pies. Me viene bien para practicar el francés.
Dejando aparte la cuestión de la pierna, John parecía contento de estar con nosotros, y se mostró más locuaz de lo habitual en tales ocasiones, no dejando de parlotear durante la mayor parte de la noche. No estoy seguro, pero creo que era el dolor lo que le soltaba la lengua y le hacía hablar por los codos. La charla parecía distraerlo del tumulto que corría por su pierna, procurándole una especie de desenfrenado alivio. Aparte de las grandes cantidades de alcohol que ingería. Siempre que se abría una botella, John era el primero en alargar la copa, y, de las tres botellas que cayeron aquella noche, aproximadamente la mitad del contenido acabó en su organismo. Lo cual suponía botella y media de vino, además de los dos vasos de whisky escocés puro que se bebió después. Yo ya le había visto trasegar esas cantidades en otras ocasiones, pero por mucho alcohol que consumiera nunca daba muestras de estar borracho. No arrastraba las palabras, no se le ponían los ojos vidriosos. Era un individuo corpulento —un metro ochenta y siete, algo menos de noventa kilos—, y podía aguantarlo.
—Más o menos una semana antes de que me empezara a doler la pierna —empezó a contarnos—, me llamó Richard, el hermano de Tina.
[5]
Hacía mucho tiempo que no tenía noticias suyas. Desde el día del entierro, en realidad, lo que significa que hace ya unos ocho años…, más de ocho años. Nunca tuve mucha relación con su familia mientras estuvimos casados, y cuando murió no me molesté en seguir en contacto con ellos. Ni ellos conmigo, si vamos a eso. Bueno, no es que me importe mucho. Todos esos Ostrow, los hermanos, con su asquerosa tienda de muebles de la Avenida Springfield, sus aburridas mujeres y sus insípidos hijos. Tina tenía unos ocho o nueve primos carnales, pero ella era la única con temple en la familia, la única con agallas para salir de aquel pequeño mundo de Nueva Jersey y tratar de hacer algo en la vida. Así que me sorprendió que Richard me llamara el otro día. Ahora vive en Florida, según me dijo, y tenía que venir a Nueva York en viaje de negocios. ¿Me apetecería salir a cenar con él? A algún sitio bonito, me dijo, invitaba él. Como no tenía otros planes, acepté. No sé por qué lo hice, pero tampoco había ninguna razón de peso para negarme, de manera que quedamos en encontramos al día siguiente a las ocho de la noche.
»Tenéis que entender una cosa de Richard. Siempre me ha dado la impresión de ser una persona insignificante. Es un año menor que Tina, por lo que ahora debe de andar por los cuarenta y tres, y salvo por unos momentos de gloria cuando jugaba al baloncesto en el instituto, la mayor parte del tiempo ha ido dando tumbos por ahí, primero cambiando dos o tres veces de universidad para suspender exámenes, y luego pasando de un empleo deprimente a otro, sin casarse, sin madurar verdaderamente. De carácter agradable, supongo, pero soso y apagado, siempre con la boca abierta y un aspecto de lelo que me saca de quicio. Lo único que alguna vez me ha gustado de él era su devoción por Tina. La quería tanto como yo, eso es seguro, un hecho indiscutible, y no voy a negar que fue un buen hermano para ella, un hermano ejemplar. Tú estuviste en el entierro, Gracie. Recuerdas lo que pasó. Asistieron cientos de personas, y todos los presentes en la capilla lloraban, sollozaban, gemían profundamente consternados. Fue una oleada de dolor colectivo, un sufrimiento a una escala que yo no había conocido jamás. Pero, de todos los asistentes al duelo, Richard era el que más sufría. Él y yo juntos, sentados en el primer banco. Cuando acabó la ceremonia, casi se desmayó al tratar de ponerse en pie. Tuve que sujetarlo con todas mis fuerzas para que no se derrumbara. Literalmente tuve que abrazarlo para que no se cayera redondo al suelo.
»Pero eso fue hace años. Pasamos juntos aquel trauma y luego le perdí la pista. Cuando acepté cenar con él la otra noche, esperaba pasar un rato aburrido, aguantar como fuese un par de horas de conversación insustancial y después largarme corriendo a casa. Pero me equivoqué. Me alegra decir que estaba equivocado. Siempre me resulta estimulante descubrir nuevos ejemplos de mis prejuicios, darme cuenta de mi propia estupidez, de que no sé ni la mitad de lo que creo saber.
»Todo empezó con el placer de verle la cara. Había olvidado cuánto se parecía a su hermana, los muchos rasgos que tenían en común. Los mismos ojos rasgados, la curva de la barbilla, la boca elegante, el puente de la nariz: era Tina en un cuerpo de hombre, o en cualquier caso, breves destellos de ella que fulguraban en los momentos más inesperados. Me abrumaba el hecho de tenerla así otra vez, de sentir de nuevo su presencia, de ver que una parte de ella seguía viviendo en su hermano. En un par de ocasiones Richard volvió la cabeza de cierta manera, hizo un gesto determinado, movió los ojos de una forma especial, y me sentí tan conmovido que me dieron ganas de levantarme de la silla y darle un beso por encima de la mesa. Un besazo en los labios; un ósculo integral. A lo mejor os reís, pero lamento mucho no haberlo hecho.
»Richard seguía igual, era el mismísimo Richard de siempre, pero en cierto modo había mejorado, parecía más a gusto consigo mismo. Se ha casado y tiene dos hijas pequeñas. Puede que eso le haya servido de algo. O quizá sea que es ocho años mayor, no sé. Continúa ganándose laboriosamente la vida con uno de esos empleos insustanciales (vendedor de piezas de ordenador, asesor de gestión, se me ha olvidado a qué se dedica) y sigue pasándose las tardes delante de la televisión. Partidos de fútbol, telecomedias, series policíacas, documentales de naturaleza; de la televisión, le encanta todo. Pero nunca lee, le trae sin cuidado lo que pasa en el mundo y ni siquiera aparenta que tiene opinión sobre nada. Hace dieciséis años que lo conozco, y en todo ese tiempo no se ha tomado una sola vez la molestia de abrir un libro mío. No me importa, desde luego, pero lo menciono para que os hagáis una idea de lo vago que es, de su absoluta falta de curiosidad. Y sin embargo la otra noche lo pasé bien con él. Disfruté oyéndole hablar de sus programas de televisión favoritos, de su mujer y sus dos hijas, de cómo cada vez juega mejor al tenis, de las ventajas de vivir en Florida en comparación con Nueva Jersey. Mejor clima, ya sabéis. Se acabaron las tormentas de nieve y los inviernos heladores; verano todos los días del año. Tan común y corriente, muchachos, tan jodidamente satisfecho y, sin embargo…, ¿cómo decir…?, tan enteramente en paz consigo mismo, tan conforme con la vida que casi me dio envidia.
»Así que allí estábamos, cenando en uno de tantos restaurantes del centro, sentados frente a una cena sin demasiado interés, charlando de cosas sin gran importancia, cuando Richard alzó de pronto la cabeza del plato y empezó a contarme una historia. Por eso es por lo que os estoy diciendo todo esto, para llegar al relato de Richard. No sé si estaréis de acuerdo conmigo, pero a mí me parece una de las cosas más interesantes que he oído en mucho tiempo.
»Hace tres o cuatro meses, Richard estaba en el garaje de su casa, buscando algo en una caja de cartón, cuando se encontró con un estereoscopio. Recordaba vagamente que sus padres lo habían comprado cuando era niño, pero no se acordaba de en qué circunstancias ni para qué lo utilizaban. A menos que hubiera borrado la experiencia de su memoria, estaba casi seguro de que nunca había mirado por el visor, de que jamás lo había tenido siquiera en las manos. Cuando lo sacó de la caja y empezó a examinarlo, vio que no era uno de esos objetos baratos y endebles que sirven para mirar fotografías ya preparadas de sitios turísticos y paisajes bonitos. Era un aparato óptico sólido y bien construido, una espléndida reliquia de la manía de las tres dimensiones de principios de los cincuenta. Aquella moda, que no duró mucho, consistía en que la gente tomara sus propias fotos tridimensionales con una cámara especial, las revelara en forma de diapositivas y luego las viera con el estereoscopio, que servía como una especie de álbum de fotografías en relieve. No encontró la cámara, pero sí una caja de diapositivas. Sólo había doce, me dijo, lo que parecía sugerir que sus padres no habían hecho más que un carrete con su cámara de moda, guardándola luego en algún sitio para olvidarse completamente de ella.
»Sin saber con lo que podía encontrarse, Richard puso una de las diapositivas en el visor, pulsó el botón que iluminaba el fondo y echó una mirada. En un instante, según me contó, se volatilizaron treinta años de su vida. De pronto se encontraba en 1953, en el cuarto de estar de la casa de su familia en West Orange, Nueva Jersey, entre los invitados al decimosexto cumpleaños de Tina. Ahora lo recordaba todo: la puesta de largo de su hermana, los camareros que servían en la fiesta desenvolviendo la comida en la cocina y alineando copas de champán en la encimera, el sonido del timbre de la puerta, el barullo de voces, el peinado con moño de Tina, el susurro de su largo vestido amarillo. Una tras otra, fue cambiando las diapositivas hasta poner las doce en el aparato. Todo el mundo estaba allí, aseguró. Su madre y su padre, sus primos, sus tíos, sus tías, su hermana, las amigas de su hermana, incluso él mismo, un escuálido adolescente de catorce años con su nuez protuberante, pelo cortado a cepillo y pajarita roja de clip. No era igual que ver fotografías normales, me explicó. Tampoco era lo mismo que ver películas domésticas, que siempre decepcionan con sus imágenes entrecortadas y sus colores desvaídos, con esa sensación de pertenecer a un pasado remoto. Las fotografías en tres dimensiones estaban increíblemente bien conservadas, tenían una nitidez sobrenatural. Todos los que salían parecían estar vivos, pletóricos de energía, presentes en aquel mismo momento, como formando parte de un eterno ahora que se había ido perpetuando a sí mismo a lo largo de casi treinta años. Colores intensos, que realzaban con toda claridad hasta el más mínimo detalle, creando ilusión de profundidad, de espacio alrededor. Cuanto más miraba las diapositivas, me dijo Richard, más impresión le daban los personajes de respirar, y cada vez que se detenía y pasaba a la siguiente, le parecía que si la hubiera mirado un poco más, sólo un momento más, habrían empezado a moverse de verdad.