En comparación con su apariencia descuidada del sábado por la noche, John ofrecía esta vez un aspecto presentable. Peinado con esmero, bien afeitado, camisa recién planchada y calcetines limpios. Pero seguía inmovilizado en el sofá, la pierna izquierda apoyada en una montaña de cojines y mantas, y parecía tener muchos dolores, tantos como aquella noche si no más. Su pulcro aspecto me había engañado. Cuando Régine nos subió el almuerzo en una bandeja (sándwiches de pavo, ensalada, agua mineral con gas), hice lo posible por no mirarla. Eso suponía centrar la atención en John, y cuando examiné sus rasgos con más detalle, observé que estaba agotado, que tenía los ojos hundidos, la mirada perdida y una inquietante palidez en el rostro. Se levantó del sofá dos veces mientras estuve allí, y en ambas ocasiones cogió la muleta antes de ponerse en pie. Por la mueca que asomaba a su rostro cada vez que tocaba el suelo con el pie izquierdo, la menor presión sobre la vena debía de ser insoportable.
Le pregunté cuándo iba a ponerse mejor, pero él no quería hablar de eso. Seguí insistiendo, sin embargo, y acabó reconociendo que el sábado por la noche no nos lo había dicho todo. No había querido asustar a Grace, afirmó, pero lo cierto era que tenía dos coágulos en la pierna, no uno. El primero se encontraba en una vena superficial. Para entonces ya casi se había disuelto y no suponía amenaza alguna, aun cuando fuera la causa principal de lo que John denominaba su «molestia». El segundo estaba alojado en una vena muy profunda, y ése era el que más preocupaba al médico. Le habían recetado enormes dosis de anticoagulantes, y el viernes tenían que hacerle un escáner en el Saint Vicent's. Si los resultados no eran buenos, el médico pensaba ingresarlo y tenerlo en el hospital hasta que hubiese desaparecido el coágulo. La trombosis en venas profundas podía ser fatal, me explicó John. Si se soltaba, el coágulo podía circular con la sangre y acabar en un pulmón, causando una embolia pulmonar y la muerte casi segura.
—Es como andar por ahí con una bomba en miniatura metida en la pierna. Si la muevo mucho, podría hacerme saltar en pedazos —dijo y, tras una pausa, añadió—: Ni una palabra a Gracie. Esto es estrictamente entre tú y yo. ¿Entendido? Ni puñetera palabra.
Poco después de eso, empezamos a hablar de su hijo. No recuerdo lo que nos arrastró a ese abismo de desesperación y mala conciencia, pero la angustia de Trause era palpable, y por mucha preocupación que sintiera por su pierna no era nada comparada con el desánimo que le inspiraba Jacob.
—Lo he perdido —aseveró—. Después de la faena que acaba de hacerme, nunca volveré a creer una sola palabra de lo que me diga.
Hasta la última crisis, Jacob estudiaba en Buffalo, en la Universidad del Estado de Nueva York. John conocía allí a varios miembros del departamento de inglés (uno de ellos, Charles Rothstein, había publicado un largo estudio sobre sus novelas), y después de la desastrosa trayectoria de Jacob en el instituto, que casi acabó en fracaso, había movido algunas influencias para que aceptaran al muchacho. El primer semestre había ido medianamente bien, y Jacob logró aprobar todas las asignaturas, pero al final del segundo sacó unas notas tan bajas que lo pusieron en periodo de prueba. Necesitaba sacar una media de notable para evitar la expulsión, pero en el semestre de otoño de segundo año faltó a clase con excesiva frecuencia, no estudió nada o muy poco, y sin más contemplaciones lo pusieron de patitas en la calle impidiéndole pasar al siguiente semestre. Se fue a East Hampton, donde su madre vivía con su tercer marido (en la misma casa en que Jacob había crecido con su padrastro, al que despreciaba profundamente, un marchante de obras de arte llamado Ralph Singleton), y encontró un trabajo a tiempo parcial en la panadería del vecindario. También formó una banda de rock con tres amigos del instituto, pero se produjeron tantas tensiones y peleas entre ellos que el grupo se disolvió al cabo de seis meses. Dijo a su padre que la universidad no le interesaba y que no quería volver, pero John consiguió convencerlo ofreciéndole determinados alicientes económicos: una holgada asignación, una guitarra nueva si sacaba buenas notas en el primer semestre, un minibús Volkswagen si acababa el año con una media de notable. El chico lo aceptó y a finales de agosto volvió a Buffalo para jugar a ser estudiante otra vez: con el pelo teñido de verde, una hilera de imperdibles colgándole de la oreja izquierda y un abrigo negro hasta los pies. La era del
punk
estaba entonces en pleno apogeo, y Jacob se había unido al club en continua expansión de irascibles renegados de la clase media. Estaba en la onda, vivía a tope y no aguantaba gilipolleces de nadie.
Jacob se matriculó para el semestre, prosiguió John, pero una semana después, sin haber asistido a una sola clase, volvió a la secretaría de la facultad y renunció al curso. Le devolvieron el importe de la matrícula, pero en vez de enviar el cheque a su padre (que fue quien le había facilitado el dinero), lo cobró en el primer banco que encontró, se guardó los tres mil dólares en el bolsillo y se marchó a Nueva York. Según las últimas noticias, vivía en alguna parte del East Village. Si los rumores que circulaban en torno a él eran ciertos, estaba enganchado a la heroína…, nada menos que desde hacía cuatro meses.
—¿Quién te ha contado eso? —le pregunté—. ¿Cómo sabes que es verdad?
—Eleanor me llamó ayer por la mañana. Intentaba ponerse en contacto con Jacob para no sé qué, y su compañero de habitación contestó al teléfono. Su ex compañero, mejor dicho. Le dijo que Jacob se había largado de la facultad hacía dos semanas.
—¿Y la heroína?
—También le contó eso. No tenía motivos para mentir sobre una cosa así. Según Eleanor, parecía muy preocupado. No es que me sorprenda, Sid. Siempre he sospechado que tomaba drogas. Sólo que no sabía que fuese tan grave.
—¿Y qué vas a hacer?
—No sé. Tú eres el que ha trabajado con chavales. ¿Qué harías tú?
—Preguntas a la persona menos indicada. Todos mis alumnos eran pobres. Adolescentes negros, procedentes de barrios ruinosos y familias destrozadas. Muchos tomaban drogas, pero sus problemas no tenían nada que ver con los de Jacob.
—Eleanor cree que debemos ponernos en su busca. Pero yo no puedo moverme. La pierna me tiene amarrado a este sofá.
—Si quieres, puedo encargarme yo. Últimamente no estoy muy ocupado.
—No, no. No quiero que te metas en esto. No es problema tuyo. Ya lo harán Eleanor y su marido. Al menos eso es lo que me ha dicho ella. Con Eleanor, nunca se sabe si habla en serio.
—¿Cómo es su último marido?
—No sé. No lo conozco. Lo curioso es que ni siquiera me acuerdo de cómo se llama. He tratado de hacer memoria aquí tumbado, pero no he conseguido acordarme. Don, me parece, pero no sé el apellido.
—¿Y qué piensan hacer cuando encuentren a Jacob?
—Ingresarlo en algún centro de rehabilitación para drogodependientes.
—Esas cosas no son baratas. ¿Quién va a pagarlo?
—Pues yo, claro. Eleanor nada ahora en la abundancia, pero es tan jodidamente tacaña que ni siquiera me molestaría en preguntarle. El chico me ha birlado tres mil dólares, y ahora me toca aflojar otro montón de pasta para sacarlo del lío. Si quieres que te diga la verdad, me dan ganas de retorcerle el pescuezo. Menuda suerte la tuya, Sid, con eso de no tener hijos. Son un encanto de pequeños, pero después no te dan más que disgustos y acaban amargándote la vida. Metro y medio, como máximo. No debería permitirse que crecieran más.
Tras el último comentario de John, me fue imposible contenerme y le comuniqué la noticia.
—Puede que cambie esa suerte —le anuncié—. Aún no estamos seguros de lo que vamos a hacer, pero de momento Grace está embarazada. El sábado se hizo la prueba.
No sabía cómo iba a reaccionar, pero, aun después de sus amargas declaraciones sobre los sinsabores de la paternidad, pensaba que encontraría la forma de darme la enhorabuena aunque sólo fuese por cumplir. O que por lo menos me desearía suerte, haciéndome alguna que otra advertencia para que afrontara mis responsabilidades mejor que él. Algo, en cualquier caso, un pequeño gesto de simpatía. Pero John no pronunció palabra. Por un momento pareció profundamente afectado, como si acabaran de notificarle la muerte de algún ser querido, y luego apartó la vista, girando bruscamente la cabeza sobre la almohada y mirando al respaldo del sofá.
—Pobre Grace —murmuró.
—¿Por qué dices eso?
John empezó a volverse despacio hacia mí, pero se detuvo a medio camino, la cabeza alineada con el sofá, y me contestó sin apartar la mirada del techo.
—Es que ha pasado mucho —declaró—. No es tan fuerte como tú crees. Necesita un descanso.
—Hará exactamente lo que quiera hacer. La decisión está en sus manos.
—Yo la conozco desde hace mucho más tiempo que tú. Un hijo es lo último que necesita ahora mismo.
—Si decide tenerlo, pensaba pedirte que fueras el padrino. Pero supongo que no te interesa. A juzgar por lo que estás diciendo.
—Procura no perderla, Sidney. Eso es lo único que te pido. Si las cosas se van a pique, sería una catástrofe para ella.
—Nada se va a ir a pique. Y no voy a perderla. Pero aunque así fuese, me parece que no es asunto tuyo.
—Grace es asunto mío. Siempre lo ha sido.
—Tú no eres su padre. Puede que te lo parezca a veces, pero no lo eres. Grace sabe desenvolverse. Si decide tener el niño, no seré yo quien se lo impida. Lo cierto es que me alegraría. Tener un hijo con ella sería lo más maravilloso que me hubiese ocurrido en la vida.
Era lo más cerca que John y yo habíamos estado nunca de un verdadero enfrentamiento. Fue un momento penoso para mí, y mientras mis últimas palabras resonaban con un eco desafiante en el ambiente, me pregunté si la conversación no iba a tomar un giro aún más desagradable. Afortunadamente, ambos retrocedimos antes de que la discusión fuese más lejos, comprendiendo que nos estábamos empujando mutuamente a decir cosas que luego lamentaríamos, y que, por muchas disculpas que nos dirigiéramos cuando se hubieran calmado los ánimos nunca se nos acabarían borrando de la memoria.
Muy sabiamente, John eligió aquel momento para ir al cuarto de baño. Y mientras observaba sus arduas maniobras para levantarse del sofá y salir renqueando de la habitación, se me quitó de pronto todo sentimiento de hostilidad. John estaba pasando por un momento de extrema tensión. La pierna lo estaba matando y se enfrentaba a las horrorosas noticias sobre su hijo, ¿cómo iba a guardarle rencor por haber dicho unas palabras desagradables? En el contexto de la traición de Jacob y su posible drogadicción, Grace era la hija buena y adorada, la que nunca le había fallado, y tal vez fuera por eso por lo que John había salido con tanta firmeza en su defensa, inmiscuyéndose en asuntos que en definitiva no le concernían. Estaba enfadado con su hijo, sí, pero en su cólera también pesaba una considerable carga de culpabilidad. John era consciente de haber dejado más o menos de lado sus responsabilidades paternas. Divorciado cuando Jacob tenía año y medio, había permitido que Eleanor se llevara al niño cuando se mudó a East Hampton con su segundo marido en 1966. A partir de entonces John había visto poco al chico: algún que otro fin de semana en Nueva York, unos cuantos viajes a Nueva Inglaterra y al Suroeste en las vacaciones de verano. Desde luego no podía decirse que se hubiese preocupado mucho de la educación de su hijo, y luego, tras la muerte de Tina, desapareció casi por completo de su vida, viéndolo sólo un par de veces desde que el chico tenía doce años hasta los dieciséis. Ahora, a los veinte, Jacob se había convertido en una auténtica calamidad, y ya fuera culpa suya o no, John se responsabilizaba de todo aquel desastre.
Estuvo ausente diez o quince minutos. Cuando volvió, lo ayudé a acomodarse de nuevo en el sofá, y lo primero que me dijo no tenía nada que ver con lo que hablábamos antes. Durante su excursión por el pasillo parecía haberse desentendido del conflicto, dándolo por terminado y olvidándolo.
—¿Cómo va lo de Flitcraft? —me preguntó—. ¿Adelantas algo?
—Sí y no —respondí—. Estuve escribiendo dos días sin parar, pero ahora estoy atascado.
—Y te empiezan a entrar dudas sobre el cuaderno azul.
—Puede. Ya no sé qué pensar.
—El otro día estabas tan acelerado que parecías un alquimista enloquecido. El primer hombre que convirtió el plomo en oro.
—Bueno, es que fue toda una experiencia. La primera vez que me puse con el cuaderno, Grace me dijo que no estaba en casa.
—¿Qué quieres decir?
—Que había desaparecido. Ya sé que parece una ridiculez, pero llamó a la puerta del cuarto de trabajo cuando yo estaba escribiendo y, como no le contestaba, asomó la cabeza. Jura que no me vio.
—Pues estarías en otra habitación. En el cuarto de baño, tal vez.
—Claro. Eso es lo que dice Grace, también. Pero no recuerdo haber ido al baño. No me acuerdo de nada, sólo de estar sentado a la mesa, escribiendo.
—Es posible que no te acuerdes, pero eso no significa que no fueras. Uno suele olvidarse del mundo cuando las palabras fluyen libremente. ¿No es cierto?
—Cierto. Ya lo creo. Pero el lunes volvió a ocurrir algo parecido. Estaba escribiendo en mi cuarto y no oí que sonaba el teléfono. Cuando me levanté de la mesa y fui a la cocina, había dos mensajes en el contestador.
—¿Y qué?
—Que no lo oí sonar. Siempre oigo el teléfono cuando suena.
—Estabas abstraído, enfrascado en lo que hacías.
—Puede, pero no creo. Ocurrió algo raro, y no lo entiendo.
—Llama a tu médico de cabecera, Sid, y pídele un volante para el psiquiatra.
—Lo sé. Todo está en mi cabeza. No digo que no, pero desde que me compré ese cuaderno, todo ha empezado a fallar. Ya no sé si soy yo quien utiliza el cuaderno o si el cuaderno me está utilizando a mí. ¿Tiene eso algún sentido?
—Un poco. Pero no mucho.
—Bueno, vale. Deja que te lo explique de otra manera. ¿Has oído hablar alguna vez de una escritora llamada Sylvia Maxwell? Una novelista norteamericana de los años veinte.
—He leído algunos libros de Sylvia Monroe. Publicó una serie de novelas en los años veinte y treinta. Pero de Sylvia Maxwell no.
—¿Escribió esa Sylvia un libro titulado
La noche del oráculo
?
—No, que yo sepa. Pero me parece que escribió algo con la palabra
noche
en el título.
La noche de la Habana
, quizá. O
Noche en Londres
, no me acuerdo. Es fácil averiguarlo. No tienes más que ir a la biblioteca y consultar el catálogo.