John y yo hablamos largo y tendido sobre esa historia, y recuerdo que me mantuve firme al calificar la decisión del escritor como un error, como una interpretación del mundo mal concebida. Entre lo imaginado y lo real, afirmaba yo, no existía relación alguna, no había causa y efecto entre las palabras de un poema y los acontecimientos de nuestra vida. Así podría parecerle al escritor, pero lo que le ocurrió no fue más que una horrible coincidencia, una manifestación de la mala suerte en su forma más cruel y perversa. Eso no significaba que le reprochara los sentimientos que manifestaba, pero, a pesar de compadecerlo por su terrible pérdida, veía su silencio como el rechazo a aceptar el poder de las fuerzas imprevisibles, puramente accidentales, que moldean nuestro destino, y le dije a Trauser que en mi opinión aquel escritor se estaba castigando sin razón alguna.
Se trataba de un argumento insulso, lleno de sentido común, una defensa del pragmatismo y la ciencia contra el pensamiento mágico, primitivo. Para mi sorpresa, John era de la opinión contraria. Yo no estaba seguro de si me estaba tomando el pelo o intentaba hacer de abogado del diablo, pero afirmó que, para él, la decisión del escritor tenía mucho sentido y que admiraba a su amigo por haber mantenido su palabra.
—Los pensamientos son reales —sentenció—. Las palabras son reales. Todo lo humano es real, y a veces conocemos las cosas antes de que ocurran, aun cuando no seamos conscientes de ello. Vivimos en el presente, pero el futuro está siempre en nosotros. Puede que el escribir se reduzca a eso, Sid. No a consignar los hechos del pasado, sino a hacer que ocurran cosas en el futuro.
Unos tres años después de que Trause y yo tuviéramos esa conversación, rompí el cuaderno azul y lo tiré a un cubo de basura en la esquina de Third Place con la calle Court, en los Carroll Gardens de Brooklyn. En aquel momento, pensé que era lo que debía hacer, y al volver a casa aquel lunes de septiembre por la tarde, nueve días después del día en cuestión, estaba más o menos convencido de que los fracasos y las decepciones de la última semana habían quedado definitivamente atrás. Pero no era así. La historia sólo acababa de comenzar —la verdadera historia sólo empezó
entonces
, después de romper el cuaderno azul— y todo lo que he escrito hasta aquí no es sino el preludio de los horrores que ahora me dispongo a relatar. ¿Existe algún vínculo entre el
antes
y el
después
? No lo sé. ¿Mató realmente el desdichado escritor francés a su hija con su poema, o se limitaron simplemente sus palabras a predecir su muerte? No lo sé. Lo único que sé es que hoy ya no discutiría su decisión. Respeto el silencio que se impuso, y comprendo la repulsión que debía de sentir siempre que pensara en volver a escribir. Al cabo de más de veinte años de aquellos hechos, creo que Trause estaba en lo cierto. A veces conocemos las cosas antes de que ocurran, aunque no lo sepamos. Fui dando tumbos por aquellos nueve días de septiembre de 1982 como quien anda metido en una nube. Traté de escribir un relato y llegué a un callejón sin salida. Intenté vender una idea para una película y la rechazaron. Perdí el manuscrito de mi amigo. Casi perdí a mi mujer, y pese al fervoroso amor que sentía por ella, no dudé en bajarme los pantalones en la oscuridad de un club de alterne para meterme en la boca de una desconocida. Era un hombre perdido, un enfermo, una persona que luchaba por recobrar el equilibrio, pero a pesar de todos los deslices e imprudencias que cometí aquella semana, sabía una cosa que no era consciente de saber. A lo largo de aquellos días hubo momentos en que tenía la sensación de que mi cuerpo se había vuelto transparente, como una membrana porosa a través de la cual pasaban las fuerzas invisibles del mundo: una red aérea de descargas eléctricas transmitidas por los pensamientos y sentimientos de los demás. Sospecho que ese estado fue el que condujo al nacimiento de Lemuel Flagg, el protagonista ciego de
La noche del oráculo
, un hombre tan sensible a las vibraciones del mundo circundante que sabía lo que iba a pasar antes de que los acontecimientos propiamente dichos se produjeran en realidad. Yo no lo sabía, pero hasta el último pensamiento que me pasaba por la cabeza apuntaba en esa dirección. Niños nacidos muertos, atrocidades de campos de concentración, asesinatos presidenciales, esposas desaparecidas, imposibles viajes hacia atrás y hacia delante en el tiempo. El futuro ya estaba en mí, y me estaba preparando para los desastres que habían de venir.
Había comido con Trause el miércoles, pero aparte de las dos conversaciones telefónicas que después mantuvimos a lo largo de la semana, no tuve más contacto con él antes de deshacerme del cuaderno azul el día 27. Habíamos hablado de Jacob y del manuscrito perdido de su antiguo relato, pero eso había sido todo, y no tenía idea de lo que había estado haciendo en aquellos días, aparte de estar tumbado en el sofá y cuidarse la pierna. No fue hasta 1994, año en que James Gillespie publicó
El laberinto de los sueños: vida de John Trause
, cuando por fin me enteré en detalle de las actividades de John entre el 22 y el 27. El voluminoso libro de seiscientas páginas de Gillespie resulta pobre en análisis literario y presta poca atención al contexto histórico de la obra de John, pero es muy completo a la hora de reseñar hechos biográficos, y dado que se pasó diez años trabajando en el proyecto y al parecer habló hasta con la última persona que conoció a Trause (incluido yo mismo), no tengo motivos para dudar de la cronología que expone.
El miércoles, después de que me marché de su casa, trabajó hasta la hora de cenar, leyendo las pruebas y haciendo pequeñas correcciones en su novela
El extraño destino de Gerald Fuchs
, que al parecer había concluido unos días antes de su acceso de flebitis. Ése era el libro que yo sospechaba que estaba escribiendo pero del que nunca tuve certidumbre: un trabajo de casi quinientas páginas que, según informa Gillespie, había empezado en los últimos meses de su estancia en Portugal, y que por tanto había tardado cuatro años en culminar. Para que luego digan que John había dejado de escribir a la muerte de Tina. Adiós al rumor de que el otrora gran novelista había renunciado a su vocación y estaba viviendo de sus antiguos éxitos, un escritor acabado sin nada más que decir.
Aquella tarde, Eleanor llamó con la noticia de que habían encontrado a Jacob, y al día siguiente por la mañana, jueves, Trause telefoneó a su abogado, Francis W. Byrd. Los abogados rara vez acuden a casa de sus clientes, pero Byrd llevaba más de diez años representando a Trause, y cuando un cliente de la categoría de John informa a su abogado de que está tumbado en el sofá con una pierna enferma y necesita verlo para un asunto urgente a las dos de la tarde, el abogado cancela sus citas y llega a la hora señalada, provisto de todos los documentos y papeles necesarios, que habrá recogido en los archivos de su gabinete antes de dirigirse al centro de la ciudad. Cuando Byrd llegó al apartamento de la calle Barrow, John le ofreció una copa, y una vez que terminaron sus respectivos whiskys con soda, se pusieron a redactar el nuevo testamento de Trause. El antiguo se había elaborado más de siete años atrás, y ya no representaba los deseos de John con respecto a la disposición de sus bienes. En el periodo que siguió a la muerte de Tina, había designado a Jacob como su único heredero y beneficiario, nombrando albacea a su hermano Gilbert hasta que el chico cumpliera veinticinco años. Ahora, con el simple gesto de romper todas las copias de aquel documento, Trause desheredaba a su hijo ante los ojos de su abogado. Byrd mecanografió seguidamente un nuevo testamento que legaba a Gilbert todos los bienes de John. A partir de entonces, su hermano menor heredaría todo el dinero, todas las acciones y obligaciones, todas las propiedades y todos los futuros derechos de autor derivados de la obra literaria de Trause. Acabaron a las cinco y media. John estrechó la mano de Byrd, agradeciéndole su ayuda, y el abogado salió del apartamento con tres ejemplares firmados del nuevo testamento. Veinte minutos después, John volvió a la lectura de las pruebas de su novela. Madame Dumas le sirvió la cena a las ocho, y a las nueve y media Eleanor volvió a llamar para decirle que habían admitido a Jacob en Smithers, donde había ingresado a las cuatro y media para someterse a un tratamiento de desintoxicación.
El viernes era el día que Trause debía ir al Saint Vincent's Hospital a que le examinaran la pierna, pero se le pasó mirar el calendario y no se acordó de ir. Con toda la agitación suscitada por el asunto de Jacob, la cita con el médico se le había olvidado por completo, y en el preciso momento en que debía encontrarse en la consulta del médico (un cirujano cardiovascular llamado Willard Dunmore), estaba hablando conmigo por teléfono, contándome la animosidad que su hijo Jacob había manifestado durante toda la vida hacia Grace y pidiéndome que fuera a verlo a Smithers el sábado. Según Gillespie, el médico llamó al apartamento de Trause a las once y media para preguntarle por qué no había acudido al hospital. Cuando Trause le explicó que había tenido una urgencia familiar, Dunmore le soltó un airado sermón sobre la importancia del escáner, advirtiendo a su paciente que tan desdeñosa actitud hacia su propia salud era una irresponsabilidad que podría tener graves consecuencias. Trause le preguntó si sería posible hacerlo después de comer, a lo que Dunmore contestó que ya era muy tarde y que tendrían que aplazarlo hasta el lunes a las cuatro. Insistió en que no se le olvidara tomar la medicina y en que se moviera lo menos posible durante el fin de semana. Cuando Madame Dumas llegó a la una, encontró a John en su sitio de costumbre en el sofá, corrigiendo las páginas de su libro.
El sábado, mientras yo estaba visitando a Jacob en Smithers y peleándome por un cuaderno rojo en la papelería de Chang, Trause siguió trabajando en su novela. Su factura telefónica indica que hizo tres llamadas interurbanas: una a Eleanor a East Hampton, otra a su hermano a Ann Arbor (Gilbert era profesor de musicología en la Universidad de Michigan), y la última a su agente literaria, Alice Lazarre, a su segunda residencia de los condados rurales de Berkshire. Le informó de que había adelantado mucho con el libro, y de que si no se topaba con algún problema imprevisto en los próximos días, podría entregade un texto definitivo a finales de semana.
El domingo por la mañana, lo llamé desde Landolfi's para ponede al corriente de mi breve visita a Jacob. Luego acabé confesándole la pérdida de su relato, y John soltó una carcajada. Si no me equivoco, no se rió porque le hiciera gracia sino más bien de alivio. Es difícil saberlo con certeza, pero creo que Trause me dio aquel relato por motivos sumamente complejos; y lo que me dijo sobre que me facilitaba el argumento para una película no era más que un pretexto, una consideración secundaria. El relato trataba sobre las sanguinarias maquinaciones de una conspiración política, pero también incluía un triángulo amoroso (la mujer fugándose con el mejor amigo del marido), y si había algo de verdad en las conjeturas que plasmé en el cuaderno el día 27, entonces John quizá me ofreció aquella historia con objeto de formular algún comentario sobre mi situación matrimonial: de manera indirecta, con las metáforas y códigos delicadamente matizados de la ficción. El hecho de que el relato se hubiese escrito en 1952, año del nacimiento de Grace, carecía de importancia. «Imperio de huesos» era una premonición de acontecimientos futuros. Lo habían metido en una caja y allí lo habían dejado incubar durante treinta años, y poco a poco se había ido convirtiendo en una historia sobre la mujer que los dos amábamos: mi mujer, mi brava y perseverante esposa.
He dicho que se
rió
con alivio porque creo que lamentaba lo que había hecho. El miércoles, cuando almorzamos juntos, reaccionó con gran emoción ante la noticia del embarazo de Grace, y acto seguido estuvimos a punto de enzarzamos en una desagradable discusión. El mal momento pasó enseguida, pero ahora me pregunto si Trause no estaba bastante más molesto conmigo de lo que dejó entrever. Era amigo mío, pero también debía de albergar cierto resentimiento contra mí por haber conquistado de nuevo a Grace. La decisión de dar por terminada su aventura amorosa había salido de ella, y ahora que estaba embarazada, no había la menor posibilidad de que él volviera a recuperarla alguna vez. Si eso era cierto, el hecho de ofrecerme el relato habría sido una velada y críptica manera de vengarse, una forma grosera de quedar por encima; como si dijera: No te enteras de nada, Sidney. Nunca te has enterado de nada, pero en esto tengo yo más experiencia que tú. Puede ser. No hay manera de demostrarlo, pero si he interpretado mal sus intenciones, ¿cómo explicar el hecho de que nunca me envió el relato? Me prometió que Madame Dumas me remitiría por correo una copia en papel carbón, pero acabó enviándome otra cosa distinta, que yo consideré no sólo un ejemplo de grandeza de ánimo sino también un acto de contrición. Al perder el sobre en el metro, le había ahorrado el bochorno de su momentáneo acceso de rencor. Lamentaba haber sido incapaz de controlar sus pasiones, y ahora que mi torpeza lo había sacado del apuro, estaba resuelto a compensarme con un gesto de generosidad y buena voluntad, tan espectacular como enteramente innecesario.
Hablamos el domingo entre las diez y media y las once. Madame Dumas llegó a mediodía, y diez minutos más tarde Trause le entregaba su tarjeta bancaria con instrucciones de que fuera al Citibank del barrio, cerca de Sheridan Square, e hiciera una transferencia de cuarenta mil dólares de su libreta de ahorro a su cuenta corriente. Gillespie nos cuenta que pasó el resto del día trabajando en su novela, y que por la noche, después de que Madame Dumas le sirvió la cena, se levantó como pudo del sofá y se dirigió cojeando a su cuarto de trabajo, donde se sentó a la mesa y me extendió un cheque por valor de treinta y seis mil dólares: la suma exacta de la factura del hospital, que aún estaba por pagar. A continuación me escribió esta breve carta:
Querido Sid:
Sé que te prometí una copia del manuscrito, pero creo que no tiene sentido. Se trataba de que ganaras un poco de dinero, de manera que, para no andarnos con rodeos, te he extendido el cheque adjunto. Se trata de un regalo, sencilla y llanamente. Sin condiciones ni compromisos; no es preciso que me lo devuelvas. Sé que no tienes un céntimo, así que, por favor, no lo rompas en un rapto de altanería. Gástalo, aprovéchalo, utilízalo para ponerte otra vez en marcha. No quiero que pierdas el tiempo pensando en películas. Sigue con la literatura. Ahí es donde está tu futuro: espero grandes cosas de ti.