—¿No pudo regresar a España?
—Regresó, sí. Allí parece que estuvo trabajando en labores de mantenimiento, colaborando con la Resistencia francesa en la invasión alemana.
—Buen argumento para una película.
—Sí, de terror, ¡no te digo!
—Luchar contra los nazis fue encomiable.
—Ahí podía haber quedado todo, pero no. Decidido a volver a España, a él no se le habían quitado las ganas de pelea, y eso que volvió lisiado a causa de un trozo de metralla. Junto a otros tres compañeros cruzaron la frontera de nuevo, durante el invierno del 45. Uno de ellos fue abatido nada más poner los pies en territorio español, dicen que se quedó allí, entre la nieve, porque ni tiempo tuvieron de enterrarlo como es debido. Jorge y los otros dos consiguieron llegar a Soria, uniéndose a un grupo que llevaba escondido en el monte desde el año 39. Allí estaba cuando se montó un escándalo monumental porque los americanos tiraron una bomba no sé dónde. Salió en todos los diarios.
—No fue una, sino dos, abuela, en Hiroshima y en Nagasaki.
—¿En dónde?
—En Japón. Es que los japoneses estaban en guerra con los americanos.
—¿Dónde queda Japón? ¿Ahí es donde viven esos que tienen los ojos estirados, que parece que están enfermos del hígado?
—Ahí, sí —le confirmé, riendo de buena gana por la simplicidad con que se expresaba—. Japón está muy lejos.
—¡Ah! —dijo con su mirada clavada en la mía porque, como era su costumbre, pensaba mal, manteniendo sus dudas de que la estuviera tomando el pelo, para acabar por encogerse de hombros—. Bueno, pues a lo que íbamos: Jorge estaba en los montes.
—No me irás a decir que te fuiste a Soria para colaborar con los maquis, ¿verdad? ¿Por qué me da que me estás contando una batalla de indios, abuela?
—¡Qué coño me voy a ir yo a Soria! Tú estás idiota, Nuria. Lo que pasó es que Juana sí quería reunirse con su marido y preparó todo para irse con sus diez hijos, así que…
—¡Alto, alto, alto! ¿Cómo que diez hijos? ¿No eran nueve? ¿No estaba su marido en Francia?
—¿Tú eres tonta, o qué? Que yo sepa, criatura, sólo la Virgen se quedó en estado por obra del Espíritu Santo, según los curas. Eso es para el gato, que yo nunca me lo he tragado. ¿Tengo que explicarte, a tus años, cómo se hace un niño?
Dejé escapar un resoplido. A ella le encantaba burlarse de la gente y yo acababa de ponérselo a huevo.
—O sea que… —extendí la mano para que siguiera.
—O sea, que a la Juana le picaba la cuestión —acabó la frase—. Sí, hija, sí, es lo que estás imaginando. Era una mujer de esas con un par de narices bien puestas, flamencota y guapa a pesar de tanto embarazo. Se decía en el barrio que tenía una delantera mejor que la del Real Madrid, de manera que no le faltaron pretendientes para calentar su cama cuando su marido escapó. En España había mucha hambre. El negocio de los churros, que siguió llevando ella, fue a menos porque no daba abasto para atenderlo bien con tanto hijo, era mucho lo que había que hacer, muchas bocas que alimentar y pocas manos a la labor aunque los vecinos ayudábamos, así que acabó aceptando los favores de un elemento que trabajaba en Gobernación.
—Vaya panorama para Jorge, porque se enteró, ¿verdad?
—Lo mataron antes de saber que Juana le había convertido en un cornudo con Elías, que así se llamaba el fulano. Oye, pero un tío muy bien plantado, no vayas a creer. Daba gusto verle, siempre con camisa y corbata, oliendo a limpio, cada vez que venía a recogerla para dar una vuelta por la Gran Vía o acercarse a Galerías Preciados a comprar alguna cosilla para los mocosos. Les tomó aprecio a los críos hasta el punto de costear los estudios del mayor, al que se le daba bien el dibujo. Se enamoró de Juana como un percebe.
—¿Qué pasó con el niño?
—Lo que tenía que pasar, que ella le puso el apellido de Jorge. Pero ya te digo que él nunca supo de esa criatura. Le pegaron tres tiros antes de recibir la documentación falsa que iba a darle una nueva identidad y una nueva vida. No llegué a tiempo.
—¿Tú, no llegaste a tiempo? —me quedé asombrada.
Al entrar mi madre, cargada con la compra, la abuela guardó silencio. Eso me hizo pensar que, tal como temía, su relato de aquella tarde guardaba poca fiabilidad. A mi madre le extrañó que se callara tan pronto la vio, pero no dijo nada. Dejó las bolsas sobre la mesita de la cocina y empezó a manipular en los armarios.
—¿Te ayudo? —me ofrecí.
—No, hija, no, sigue escuchando a tu abuela, que ya veo que estáis de nuevo de confidencias.
—¿Qué hay de cena?
—Acelgas rehogadas y boquerones.
—Te ayudo a limpiarlos.
—Deja, eso le gusta hacerlo a tu abuela, así de paso se come tres o cuatro crudos.
—¡Mira que me da asco eso, mamá!
—¿Qué es lo que te da asco? —se dio por aludida en cuanto captó que hablábamos de ella.
—Que te comas los boquerones crudos.
—¡Hambre de quince días os hacía falta a los jóvenes!
—Ya salió con eso.
—¡Hambre de quince días! —repitió—. Entonces sí que te comías tú los boquerones crudos. El que no sabe, es como el que no ve. Pues que lo sepas, es mucho más sano comerlos crudos que fritos, que los médicos dicen que el aceite llena las venas de grasa y luego la cascas de sopetón.
—Deja de decir cosas raras, abuela. —Me eché a reír.
—Que se lo digan a mi amiga Amalia, que casi se va al otro barrio por comer todo frito. Mira cómo se ha tenido que poner a régimen.
Puse los ojos en blanco y a mi madre se le escapó también la sonrisa. Sacó los boquerones, los colocó en una fuente disponiéndolos frente a ella junto con otra vacía. No hizo falta más, mi abuela se levantó, se lavó las manos y se puso a la tarea. Ella no solía acercarse a la cocina. Sólo lo hacía para preparar unos callos a los que añadía jamón, plato que bordaba, actividad en que mi padre alababa su buen hacer; para ella, que su yerno se doblegara admitiendo que eran inmejorables, era todo un triunfo. Bueno, también se paseaba junto a los fogones si hervía el cocido, pero era para comerse el chorizo, diciendo luego que se había deshecho porque era de mala calidad.
Enfrascada ya en la tarea de limpiar boquerones con paradas intermitentes para llevarse uno a la boca, mi madre se interesó por lo que hablábamos cuando llegó.
—Me contaba algo sobre un tal Jorge.
—El churrero.
—Así que tú le conociste.
—Era muy pequeña.
—¿Es verdad que fue maqui?
—Es verdad.
Enseguida me sacó de dudas sobre la presunta participación de mi abuela colaborando con la causa republicana.
—Lo mataron a tiros cuando intentaba poner una bomba en una central eléctrica, como represalia al ajusticiamiento de diez camaradas a últimos de febrero del 46, entre los que se contaba Cristino García, un héroe para los franceses.
—Eso me estaba contando, que lo mataron.
—Tu abuela se arriesgó por su mujer y sus hijos, pero las cosas no salieron como estaban previstas.
—¿Qué sucedió?
Continuó ella dando aguas a las acelgas, como si no me hubiera escuchado.
—¿Quieres pelarme unos ajos, cariño?
Me puse a ello mientras ella troceaba la verdura a la espera paciente de que continuara hablando. Estaba ya intrigadísima por saber el papel desempeñado por mi abuela en este caso. Sólo tuve que esperar a que pusiera las acelgas en una olla con agua y prendiera el fuego. Entonces me respondió.
—Tu abuela podía haber acabado en Yeserías.
—Pero ¿qué hizo?
—Eso, pregúntaselo a ella, yo sólo recuerdo que faltó poco para buscarse un follón de consecuencias imprevisibles.
Se limpió las manos en el delantal y añadió:
—Vigila la olla, que no se evapore el agua. Bajo un momento a ver en qué puedo ayudar a la vecina del tercero.
Me fastidió quedarme en ascuas, pero lo primero era lo primero; la mujer a la que se refería vivía sola, era muy mayor y había caído enferma, dependiendo del cuidado de otras vecinas que se turnaban en atenderla, hacerle las comidas y asearle la casa.
Mi abuela había terminado de limpiar el pescado, levantándose a lavarse las manos de nuevo con jabón, al tiempo que masticaba, ateniéndose al guión de tomar su aperitivo de boquerones crudos que luego complementaría con los fritos.
Apenas volvió a sentarse, no le di tregua.
—Suelta de una vez lo que pasó, abuela, que esto parece un serial por capítulos.
—Tómatelo con calma, que hay tiempo para todo. Los jóvenes de hoy en día no tenéis paciencia para nada. Lo que pasó es que yo estaba loca, Nuria…
Los compañeros de Jorge habían conseguido convencerle de la conveniencia de que se apartara de las acciones que implicaban mayor riesgo. Necesitaban su colaboración en la guerrilla, sí, pero sabían que tenía mujer y nueve hijos, un lastre que podía hacerle vacilar en cualquier momento, no fuera a ocurrir que la nostalgia por la lejanía de los suyos, tan humana por otra parte, le llevara a descentrarse o precipitarse en sus actos.
Por mediación de alguno de sus contactos, se pusieron en comunicación con su esposa para transmitirle que alguien le iba a hacer entrega de nueva documentación para Jorge. Por razones de seguridad no era factible recogerla personalmente, así que debía ser ella a quien se la pasaran, para entregarla a su vez, se le haría saber día, hora y lugar. Juana vio el cielo abierto al conocer que en aquellos papeles se encerraba la llave para que su esposo iniciara una nueva existencia.
El día 5 de diciembre del año 46 recibió lo acordado. Sin poder contenerse, abrió el abultado sobre, asombrándose con regocijo de la personalidad que iba a adoptar Jorge a partir de ahora: Sergio Fuentes Arribas, la ficticia identidad que debería asumir en el futuro, además de una buena cantidad de dinero, suficiente como para vivir una buena temporada. La nota que le adjuntaban explicaba que debía entregarlo el día 9, a las 12 de la mañana, a un hombre vestido de ferroviario que estaría esperando en la plaza de Oriente, con la gorra en la mano, junto a la estatua de Felipe IV.
Ni la guerrilla ni Juana contaban con los sucesos que el destino les deparaba en Madrid ese 9 de diciembre.
El bloqueo internacional al franquismo, tildado de régimen fascista, aumentaba; ya no cabía un estado en el que los derechos se estrangulasen con tanta saña, colocando a España en el disparadero. La frontera con Francia se cerraba, muchos países retiraban a sus embajadores asfixiando el margen político del Generalísimo. Pero Franco no se amilanó. Él era España, y España no se rendía a las presiones del extranjero. Como en otras ocasiones, debía demostrar al mundo que los ciudadanos le respaldaban. Por tanto, nada mejor que reunir una multitud enfervorizada, exteriorizando su apoyo hacia su persona, su gobierno y su política.
Por mala ventura para Jorge y Juana, el escenario escogido para llevar a cabo la manifestación fue la plaza de Oriente.
Por si eso fuera poco, Juana se puso de parto aquella misma mañana. Todo conspiraba para desgracia del matrimonio.
Auxiliada por otras dos vecinas, la abuela se hizo cargo de la situación, no era la primera vez que ayudaba a alumbrar a una parturienta. A pesar de haber tenido ya nueve hijos, Juana estaba en un grito porque la criatura llegaba de nalgas. Mi abuela no quiso arriesgarse, enviando a uno de los chicos en busca de la comadrona del barrio, a unas pocas calles de allí. Salieron las dos mujeres, por un barreño de agua una, por toallas limpias la otra, momento en que quedaron ambas a solas. Inmediatamente, ésta tomó la mano de la abuela con ojos suplicantes que se cerraban entre gemido y sollozo para decirle:
—Abre el cajón de la cómoda, Emilia. Mira ese sobre. Hay que llevarlo hoy mismo, sin falta, a la plaza de Oriente.
—¿Qué hay dentro?
—La salvación de mi familia.
—¿No será algo ilegal? —Juana asintió y ella soltó el sobre como si quemara.
—¡Por favor!
—Yo también tengo una hija.
—Lo sé, pero no confío en nadie más, Emilia. Tú y yo nos conocemos desde hace mucho, sé de qué pasta estás hecha. Sé que puedo poner mi vida y la de mis hijos en tus manos. ¡Qué más me gustaría a mí que poderlo hacer personalmente! Ya ves que no estoy en condiciones.
—¡Unos cojones! ¿De qué se trata? —quiso saber, a pesar de todo.
—Son papeles para Jorge.
Emilia volvió a tomar el sobre, revisando su contenido. Se le fue el color de la cara al comprobar una documentación tan falsa como el alma de Judas a nombre de un tal Sergio. No le hizo falta hilar mucho para comprender lo que su vecina se traía entre manos.
Una nueva contracción tensó el rostro de Juana, aferrándose aún más a mi abuela en una súplica muda que espantaba el dolor y demandaba su ayuda. Pasos apresurados certificaban la vuelta de las otras vecinas. Instintivamente, se guardó el sobre en el bolsillo del delantal.
—Poneos a calentar más agua, que las contracciones cada vez son más seguidas y la comadrona debe de estar al caer.
De nuevo a solas, se acercó a la cabecera de la cama para limpiar el sudor de la frente de Juana, que se retorcía de dolor agarrándose el vientre. Solidaria y cómplice de una situación tan excepcional, acuciada por la inmediatez de las circunstancias, mi abuela dejó a un lado toda resistencia diciéndose que no podía hacer otra cosa que ayudarla.
—Dime dónde y cómo hacerlo.
La otra le puso al tanto de los antecedentes. La abuela miró la hora. Eran las once. Sacó el sobre, separó un par de billetes y volvió a guardárselo.
—Para un coche, yo no tengo ni una perra y el tiempo apremia. —Juana asintió exhausta con las pocas fuerzas que le quedaban.
—Dios te lo pague.
—Sí, con un buen novio, ¡no te jeringa! —refunfuñó—. Cálmate, todo irá bien, la comadrona no tardará en llegar.
Encontrar un coche libre no resultó muy complicado, pero atravesar Madrid sí lo fue. Grupos de cientos de personas conformaban serpientes humanas que ocupaban las calles portando banderas; muchos de ellos entonando los himnos de Falange mientras agitaban la enseña nacional. En las cercanías de la plaza de Oriente resultó ya imposible avanzar, el gentío que se iba congregando lo impedía.
Con el alma en un hilo, viendo que la hora se le echaba encima, despidió al coche a notable distancia del lugar en el que un Francisco Franco exultante desgranaría poco después uno de sus discursos patrióticos que inflamaría a una multitud fanatizada. Poco importaba al gentío la baja temperatura, los empellones e incluso la mano ligera de más de un ratero que aprovechaba esos actos de fervor para aligerar los bolsillos de algún desprevenido. Franco llamaba y los madrileños acudían. A empujones, haciéndose notar como impedida, castigando como el que no quiere los tobillos de los más reacios, consiguió abrirse paso hasta distinguir la estatua donde sabía la estaban esperando.