—¡Pero qué leche van a subir a la luna, si no es más grande que nuestra mesa camilla! ¡A mí con choteos, no, niña!
—Pero, abuela…
—¡Chitón! Que en boca cerrada no entran moscas.
La abuela nos dio el primer susto serio de los muchos que vendrían después, una noche. Tuvimos que ingresarla de urgencias.
Julio Iglesias había ganado el Festival de Benidorm y dos años después, en 1970, los votos de quince regiones lo eligieron para representar a nuestra Gloriosa Patria en el de Eurovisión, tras el estruendoso triunfo de Massiel en 1968. Como sucediera cuando la Selección ganó la Eurocopa, España se puso cabeza abajo. Parecía que estábamos en racha, que empezábamos a destacar en el concierto musical aunque fuera con éxitos puntuales. Se magnificó y publicitó a Massiel por activa y por pasiva, hasta el punto de insinuar que el Régimen franquista había comprado votos para que el pueblo español «volviera a resurgir»
.
A mi abuela, que poco a poco iba admitiendo que había otros cantantes que no fueran Sara Montiel, Lola Flores, doña Concha Piquer, Estrellita Castro o su adorado Antonio Molina, le gustaba ver los festivales… por criticarlos más que nada.
—Menudas paparruchadas cantan ahora. Si las voces de siempre levantaran la cabeza… Y esos vestidos —comentaba echándose hacia delante, achicando la mirada ante la pantalla. Reponían una y otra vez imágenes del Festival del 68, como si indujeran a animar a la audiencia que esperaba ansiosa que Julio Iglesias volviera a reeditar la hazaña de veinticuatro meses atrás o que, como mal menor, consiguiera empatar como hizo Salomé el año anterior—. Es una desvergüenza, poco más que bragas al aire —sacaba el tema en cuanto se le daba oportunidad.
—Abuela, se llevan así.
—Lo que se lleva es el libertinaje. Que una cosa es la libertad y otra la indecencia y la guarrería. ¿Es que no os dais cuenta? Se os va viendo hasta el culo y los escotes dejan las
domingas
al aire.
—Es la moda —rebatía yo, defendiendo mis minifaldas de mínima expresión—. No vamos a ir con las sayas que se usaban en tus tiempos, que parecíais monjas de clausura.
—¡En mis tiempos íbamos decentes, no como esa pedorra! —señalaba la televisión con un dedo tembloroso—. O como tú, que cualquier día vienes con un disgusto —se abombaba la tripa.
—¡Ay, abuela, eres insufrible!
—¿Insufrible?
—He dicho insufrible, sí. Petarda. Pesada. Plasta.
—¡Qué pena, Señor, qué pena! A lo que ha llegado la juventud. Hasta el respeto a los mayores se ha perdido.
—Por decirte lo que eres no he perdido nada, igual que por ir con la falda corta no se es menos decente.
—Eso es lo que tú dices.
—Claro que lo digo. ¿Acaso te piensas que por vestir a la moda dejamos que nos metan mano? Lo que hay que escuchar.
—Eso, lo que hay que escuchar. Que no conocéis a los hombres, Nuria, que ellos sólo piensan en una cosa, que tienen el cerebro en la bragueta, niña. Las faldas largas y el escote alto, mi madre siempre me lo decía.
—Ella vivió en la época de las cavernas, como tú —me irritaba y alzaba la voz—. Cállate, que va a empezar el festival. Además, menudo ejemplo eres para dar consejos.
—El demonio sabe más por viejo que por demonio.
—¡Ya salió aquello!
—El refranero español es muy sabio.
—Y tan arcaico como las pinturas de Altamira.
—¿Las pinturas de quién?
—Déjalo, anda, luego te lo explico que ya empieza.
Amante de los viajes que soñaba con realizar algún día, mis ojos no se apartaban del televisor, atenta a los planos que publicitaban la ciudad de Ámsterdam, donde se celebraba el acontecimiento. Allí tuvo lugar y se expandió lo que se dio en llamar la revolución sexual, hacía ya una década. Donde se derribaron muchos tabúes, donde los hippies andaban a sus anchas defendiendo la igualdad entre hombres y mujeres, practicando el amor libre y el uso del preservativo y exhibiendo la libertad de expresión. Igualito que en España, vamos, donde unos pocos amigos reunidos en los aledaños de la Ciudad Universitaria representaban un peligro de orden público que los grises se apresuraban a disolver. ¡Cuántas cargas y cuántas carreras para silenciar la concienciación estudiantil que la información oficial se encargaba de omitir! ¡Qué diferencia! Ámsterdam constituía para mí la panacea de la libertad y la ciudad del ensueño.
—No saldrá otra vez esa que iba vestida de oso, ¿verdad?
—¿Qué?
—La del año pasado.
—¿Salomé?
—¡Qué narices sé yo cómo se llamaba! La de los flecos.
—No, abuela, no, este año canta un chico. Julio Iglesias.
—¿Y qué hace la Iglesia metida en este berenjenal? ¡Virgen de la pata a rastras!
—¡Por el amor de Dios! ¿Quieres callarte de una vez? No, si al final me tendré que ir a ver el festival a casa de la vecina.
—Yo lo que me voy a ir es a la cama.
—No caerá esa breva.
—Eres una deslenguada.
—Y tú, una intolerante.
La encantaba discutir, claro que sí. En las discusiones se movía como pez en el agua expulsando al exterior las frustraciones de sus silencios permanentes. Yo, con los nervios del festival —por ese entonces casi todos lo seguíamos—, ni me había percatado de que la estaba dando cancha. ¿Cómo iba a irse a la cama cuando tenía una buena contrincante a quien rebatir? Para ella, polemizar era tanto como un revitalizante. Así que, en vez de desaparecer, se recostó en el sillón con una sonrisilla guasona, dispuesta a fastidiarme el acontecimiento del modo que fuera.
Por si su enojosa presencia como comentarista a la que se invitó sola, no fuera suficiente, llamaron a la puerta cuando actuaba el segundo concursante. Esa noche mis padres habían decidido ir al cine, mi hermana estaba en una excursión con el colegio y yo me había prometido una noche estupenda con cubata, patatas fritas y mortadela —lo que me gustaba de verdad, nada de cena tradicional y a la porra la prohibición de la Coca-Cola.
Me levanté acordándome de todos los santos a los que siguió buena parte de la jerarquía eclesiástica. Abrí. El alma se me cayó a los pies. En el umbral estaba la última persona que esperaba encontrarme: la Malhuele.
—Jodeeeeeeeeeer —solté sin contenerme.
—Buenas noches, hija. ¿Está tu abuela Emilia?
Debatiéndome entre dejarla entrar o cerrarle la puerta en las narices, me hice a un lado aguantando la respiración. «Calma, Nuria —me dije—, calma, la educación ante todo.» Al pasar a mi lado, una vaharada de fetidez, mezcla de orín de gato y otro efluvio que fui incapaz de determinar, me mareó.
—Elvira, qué alegría —saludaba ya mi abuela—. ¿Cómo tú por aquí a estas horas? ¿Pasa algo?
—Se me ha estropeado el cacharro y pensé que no te importaría que viéramos juntas el festival —explicó, tomando asiento en el sillón que yo ocupaba momentos antes.
«Se jodió el plan», pensé. Ni festival, ni cubata, ni asiento, ni la madre que lo parió. Harían falta tres días aireando bien el sillón antes de poder volver a utilizarlo.
Probablemente, tanto mi hermana como yo nos mostrábamos crueles con Elvira, pero es que resultaba imposible respirar en su presencia, de ahí que nos despacháramos con el mote con que nos referíamos a la pobre mujer, a la que nunca vimos con otro atuendo que no fuera una bata oscura de florecillas blancas y las mismas zapatillas gastadas. La Malhuele. Dicen que los niños y los borrachos son los únicos que dicen la verdad. Yo ya no era una niña y borracha no estaba, pero no podía evitar el rechazo casi patológico que su presencia me provocaba asociado al olor que despedía, repugnante. La abuela, que parecía haber perdido no sólo la pierna y el oído, sino también el sentido del olfato, no se daba ni cuenta de nuestra incomodidad o, tal vez, disimulaba por jorobarnos.
Todos trataban de poner buena cara a la señora, porque era propio de buena gente apiadarse de alguien que vivía en soledad desde hacía años, con la única compañía de cuatro gatos y a la que casi nadie hablaba. Hasta mi madre, cuando nos visitaba, se esmeraba en atenderla y servirla un café con galletas. Yo intentaba escabullirme como fuera; a veces, como esa noche, no iba a poder lograrlo. Tampoco era plan incordiar a la vecina con la que manteníamos más amistad, cuando sabía que estarían a punto de acostarse porque el maldito festival les importaba un pimiento. De modo que impregné un pañuelo en colonia Maderas de Oriente —perfume favorito de mi abuela y de olor bien penetrante— y sin ningún disimulo me lo apliqué a la nariz antes de servirle un refresco, buscando luego acomodo lo más lejos posible de Elvira, harto difícil en una habitación tan pequeña.
Por fortuna, permaneció quieta, atenta a la pantalla, sin hacer intención de airearse el refajo, como otras veces. Con el tiempo, habíamos sustituido el brasero de cisco por una estufa de butano; eso también colaboró a que los efluvios no fueran tan intensos.
—¡Ésta es mi casa, y en mi casa entra quien se me pone a mí en el fandango! —así respondía la abuela a nuestras quejas y protestas cada vez que Elvira se iba de casa, todo el mundo a la carrera para abrir las ventanas aunque estuviésemos a bajo cero.
Ahí terminaba toda discusión.
Subí pues el volumen del televisor hasta donde no afectara el respeto vecinal, decidida a presenciar lo que pudiera del certamen tomando, quizá, más cubata del debido aun a riesgo de una bronca con mi padre a su regreso del cine.
Fue hacia la mitad del festival cuando mi abuela sufrió un ataque de tos. Primero pensé que lo hacía adrede, para llamar la atención, pero luego me di cuenta de que no podía parar. La acerqué un pañuelo. La tos fue en aumento provocando que se doblara en dos asustándome al descubrir sangre en el lienzo. Creo que ella también se asustó y revoloteó sobre su mente el recuerdo de la tisis de su marido Paco, al tiempo que yo me sorprendía porque, de sopetón, me di cuenta de que nunca había estado enferma, mucho menos de los pulmones.
No esperé la llegada de mis padres, llamé a urgencias y apagué la puñetera televisión cuando estaba dando alaridos el representante de no sé qué país. En ese momento, ante la angustia del rostro de la abuela todo, salvo ella, perdió importancia.
El médico se personó un buen rato después; tras examinarla, decidió que lo mejor era su ingreso en el hospital para llevar a cabo unas pruebas.
—¿Cuánto tiempo hace que tu abuela usa la muleta?
—Desde que tenía trece años.
Movió la cabeza y volvió a auscultarla.
—¿Qué es, doctor? ¿Estoy mal? —preguntaba ella.
—Tranquilícese, señora, nada grave.
—¡¿Qué ya estoy fiambre?! —Se asustó de veras—. ¡Maldita sea su estampa, hombre, no es forma de…!
—Señora…
—Doctor, no se moleste, está sorda como una tapia —le advertí—, entiende por los pies.
Para calmarla, no se le ocurrió nada mejor que propinarle unos cachetitos cariñosos en la mejilla; ella respondió con un manotazo.
—¡Deje de tocarme, so cerdo! Primero me dice que estoy cadáver y ahora me sobetea. —Tosiendo aún se alejó hacia su cuarto con Elvira pegada a sus faldas—. Y aún les extrañará que se diga que el mejor médico, colgado, como los curas.
Se me escapó una carcajada ante la cara de pasmo del pobre hombre, todo un poema.
—Además de sorda, está un poco loca, doctor.
—Si tiene los pulmones como el genio, no tienen de qué preocuparse —me dijo al fin, forzando una sonrisa, recogiendo ya el estetoscopio—. Posiblemente se trata de una pequeña lesión que ha ido provocando el constante roce de la muleta, pero a estos años…
A pesar de sus comentarios, ligeramente jocosos, yo estaba con el alma en vilo, doblemente avergonzada: por el nauseabundo olor que impregnaba nuestro comedor por un lado, por los rezos en voz alta de Elvira por el otro, mezclados con los insultos de mi abuela, que venían desde la habitación. Gracias a Dios, el médico no hizo un mal gesto, de lo contrario hubiera retorcido el cuello a tamaño dúo de arpías.
Siempre me había considerado a mí misma una persona independiente, demasiado independiente incluso, pero en esos instantes eché en falta la presencia de mi padre y la decisión con que afrontaba los problemas. Estaba escribiendo una nota para advertirles a su regreso de nuestra acelerada salida hacia el hospital cuando, afortunadamente, aparecieron. En el mismo instantes en que los camilleros enfilaban ya a la abuela escaleras abajo, renegando por tener que maniobrar camilla y enferma cinco pisos sin ascensor, todo ello aderezado con las críticas de la vieja hacia todo bicho viviente.
Varios inquilinos, alertados por el jaleo, se habían dado cita en los rellanos para no perderse detalle de lo que sucedía. Llegué a escuchar frases de lástima y alguna que otra en la que decían que era una pantomima.
—Vuelvan a sus casas, por favor. Dejen pasar a los camilleros. Vamos, dejen paso —pedía mi padre.
—¿Es grave, Fernando? —preguntaba la portera.
—Por favor, hágase a un lado…
—Pero ¿es grave, hijo?
—¡Señora! —le gritó un sanitario, que empezaba a perder los nervios ante el circo que se estaba montando—. Métase en su casa, pregunte mañana y déjenos hacer nuestro trabajo.
Antes de que los vecinos se dispersaran, la abuela no pudo remediar volver a demostrar ante un público volcado sus artes escénicas. Elevando una mano hacia el cielo, echó un vistazo a todos y dijo con voz quejumbrosa:
—Adiós a todos. ¡Hasta la eternidad!
El susto pasó y ella se recuperó como por ensalmo, retomando sus historias en cuanto volvió a casa.
Había veces que la abuela me abría puertas que el tiempo y la actualidad iban cerrando, en forma de personajes o tradiciones.
Así reeditó en mi memoria el tipismo perdido de la figura de los serenos. Yo llegué a convivir con el de nuestra calle. Se llamaba Anselmo y se enorgullecía de su origen gallego que nunca olvidaba, aunque su vida transcurrió en la capital. Alardeaba de su acento y hasta lo enfatizaba, intentando acaso avivar en él el flujo de la ría en que nació, el aire limpio de las mareas y espacios abiertos, en contraste con los humos y las calles del barrio cuyo paso precedían los golpes del chuzo que le acompañaba, y de donde sólo salió cuando lo jubilaron. Delgado, moreno, de mirada vivaz, picaresca rápida y graciosa, lo mismo traficaba con pequeñas cosas que hacía de alcahuete para varones atraídos por carne más fresca que la de sus esposas, o mozalbetes que querían estrenarse en asuntos del sexo. Él conocía bien a algunas damas del oficio, con las que establecía un punto familiar hasta el extremo de acompañar a los novatos puertas adentro, hasta el despliegue de medias y ligas, no fuera a ser que se cohibieran y rehusaran.