La página rasgada (22 page)

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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

BOOK: La página rasgada
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Fueron malos tiempos. Mientras, la abuela se gastaba el dinero a manos llenas en sus amistades, pastelerías y taxis. Y en el telero, que ésa es otra historia.

25

Hubo un telero, sí.

Un mocetón alto, elegante, de unos treinta y tantos años, cabello rizado color canela y sonrisa de encantador de parroquianas. Se dedicaba a la venta de telas y ropa confeccionada a domicilio, un oficio hoy extinto. Debía rendirle exiguos beneficios, pero tenía una clientela más o menos fija a la que solía visitar regularmente. A casa venía una vez al mes. Mi abuela se encaprichó de él.

—Pasa, Paquillo, pasa. Ya te echaba de menos, huevón. Si no hubieras estado pelando la pava con la novia, otro gallo te cantaría…

—Señora Emilia, usted siempre igual, ¿eh?

—Si yo sé cómo son esas cosas, hijo, si lo sé. Que he sido joven también, qué me vas a contar a mí. Aquí donde me ves he tenido varios novios y maridos. Siéntate, que he traído unos pasteles que te vas a chupar los dedos.

Paco saludaba y se acomodaba, dejando la abultada cartera que le acompañaba siempre a los pies de la mesa. La abuela era lo más parecido a una mariposa trajinando a su alrededor, poniéndole un cojín en la espalda, que el pobre chico andaba todo el día de acá para allá, subiendo y bajando escaleras. Sacaba la bandeja de pasteles que encerraba con llave en la cómoda de su habitación para evitar que mi hermana o yo les metiéramos mano antes de tiempo, y se la ofrecía junto a una botella de Veterano que iba aligerando con un par de copas en cada visita. Allí no probaba un dulce ni san Pedro hasta que Paco no metía mano a la bandeja.

—Bueno, cuenta. ¿Cómo van los preparativos de la boda?

—Pues van, doña Emilia, que no es poco. Ya sabe usted que se gana una miseria con este trabajo y todo está por las nubes —se quejaba él poniendo cara de circunstancias—. Las huelgas no ayudan en nada y los de la fábrica están pensando si dar el cerrojazo o no. Otra cosa sería si España estuviera en la Comunidad Económica Europea, pero ya sabemos todos que mientras que Franco siga escondiendo la mano y no haya más libertad…

Paco no estaba afiliado a partido político alguno, según decía él, pero el tufillo de sus ideales se arrimaba al Partido Comunista y todos lo sabíamos. Ésa era una de las causas por las que mi abuela se pirró por el telero, que le hablaba de Rusia y su tan cacareada revolución. Maná para ella. Congeniaron de inmediato una tarde en que coincidieron y allí mismo le encargó tela para un par de vestidos, un juego de sábanas y toallas suficientes como para atender a un hospicio. Religiosamente, se pasaba por casa cada treinta días y de allí salía con nuevos encargos. El lado bueno del asunto es que la abuela le compraba cualquier cosa que le mostraba, ya fuesen telas oscuras adecuadas para su edad, de lunares o enaguas. Al final acababa todo en manos de mi madre, que se confeccionaba algún vestido para ella o para mi hermana y para mí.

Almudena y yo odiábamos ir vestidas iguales, sobre todo yo siempre intentaba escabullirme cuando mi madre nos sacaba unas faldas a cuadros escoceses que nos había hecho con un retal regalado en la Iglesia.

La cuestión era que mi abuela gastaba un dinero en telas que nos era necesario para otras cosas, pero a la postre, aunque en casa no daba ni un duro con la cara del Caudillo, como ella decía, teníamos para ir tirando.

La abuela nunca supo vivir sin unos pantalones a su alrededor. Y yo no acababa de entender su obstinación por reírle las gracias al telero. El chico me caía bien, se portaba con mucha corrección cuando venía de visita, gastaba bromas con mi hermana y conmigo, era un encanto con mi madre y charlaba con mi padre de la situación del país cuando coincidían. Me gustaba escuchar su voz, serena, cultivada, quizás un punto demasiado suave. Hablar era una parte de su oficio, sabía el modo de adular a la clientela, como muy bien comprobábamos frente a mi abuela a quien doraba la píldora a las mil maravillas.

—Mercedes me ha dado recuerdos para usted, señora Emilia.

—Se los devuelves, hijo, se los devuelves. Que te vas a llevar una joya, ya lo verás. A ver si te casas pronto, que ya estoy deseando ir a la boda, porque estaré invitada, ¿verdad?

—¡Qué cosas tiene usted! —Se echaba a reír sin retirar la mano que ella le tenía cogida y sobre la que daba palmaditas cariñosas ante la turbia mirada de mi padre, al que una se le iba y otra se le venía siguiendo el coqueteo descarado de la suegra—. ¿A quién mejor voy a invitar que a usted? Eso no hay ni que preguntarlo. Lo que pasa es que por ahora no tenemos dinero suficiente para alquilar un piso, tendremos que esperar.

Lejos de sentirse como una intrusa, la abuela alardeaba de su amistad con aquel muchacho, de conocer incluso a la mujer con la que tenía previsto casarse.

—Venga, venga, tómate el Veterano, olvida los problemas, que todo tiene solución —le animaba—. Ya te presentaré yo a un par de clientas más, malo será que no te hagan algún pedido.

—Pues a eso vamos. —Se agachaba y ponía sobre la mesa la enorme cartera—. Le he traído unas combinaciones de nailon que son una maravilla, señora Emilia. Nos las acaban de enviar desde París.

Debían de ser de allí por el precio que marcaban, pero a mi abuela le daba igual si venían desde Navalcarnero, se las ofrecía Paco y con eso estaba todo dicho. Creo que hasta le hubiera comprado un cinturón de castidad de habérselo ofrecido.

Paco hizo el agosto, valga la expresión, en nuestra casa. Merendaba a cuenta de la abuela —bien aquí o por ahí, cuando quedaban en la de alguna conocida—, admitía regalos buenos y cobraba, con dinero contante y sonante, jugosas propinas incluidas. Sólo se podía actuar así pensando que todos éramos idiotas o, simplemente, le importaba un ardite lo que pensáramos, pero cada vez que el telero venía dejaba sus guantes sobre la mesa —no se me van de la memoria, grandes como sus manos y de color canela—, junto al lateral que ocupaba mi abuela. Indefectiblemente, en cada visita, los retiraba junto a un billete en el interior, que ella metía con todo descaro enmascarando la maniobra como si calibrase la talla de los mismos.

Mi padre, atento a la solapada manipulación, le daba un disimulado codazo a mi madre; ella agachaba la cabeza y hacía que no lo veía. Se avergonzaba de la actitud de la abuela, se ponía enferma con sus dispendios, pero callaba como calló siempre, aguantando sin una queja.

Paco dejó de venir tiempo después, cuando por fin contrajo nupcias, con media casa puesta gracias a las parroquianas que, aparte de comprarle telas, colaboraban de otro modo a cambio de sus cucamonas y sus chistes. Empecé a entender qué era eso de vivir de las mujeres
.

La abuela sólo recibió una nota por correo, que me leyó en voz alta, mesándose un cabello que se le venía a la cara.

Mi queridísima señora Emilia:

Desearé que al recibo de ésta se encuentre usted bien, nosotros bien gracias a Dios —encabezamiento casi obligado en aquel entonces—. Me han ofrecido un trabajo en una empresa de telares en Barcelona, por lo que nos trasladamos allí a finales de esta semana. Entiendo que la distancia será un impedimento para venir a la boda, por lo que no insisto, aunque a Mercedes y a mí nos hubiera encantado tenerla a nuestro lado.

Dios guarde a usted muchos años. Suyo afectísimo,

Francisco

Eso era todo, ni una triste palabra de agradecimiento por todo lo que había hecho por él, ni una simple mención al lugar, día y hora de la celebración. Una maniobra burda que llevaba implícita la nula intención que tuvo de invitarla.

Mi abuela, que era un bicho, pero de tonta no tenía ni un pelo, no pasó por alto una bajeza tan mezquina y montó en cólera.

—¡Será cabrón! —explotó, rompiendo el papel en pedazos y arrojándolos al fogón.

Luego, muleta en ristre, se fue a su cuarto y sacó de su cómoda las combinaciones que le había comprado en la última visita. No se salvó ni una, todas acabaron hechas jirones ante mis asombrados ojos.

Entre aquel aprovechado, sus amigas de ocasión, las invitaciones por doquier, los taxis por aquí y allá, el dinero se esfumaba casi antes de cobrar. Aun así se negó a modificar sus hábitos de gasto. Había fundido el seguro de vida del abuelo, pero a la postre le quedó una pensión de viudedad que tampoco era una minucia. Podía seguir gastando.

—Arréglate, niña, que nos vamos a la calle.

Sábado por la mañana, día de sol —lo mismo daba que cayeran chuzos de punta—, y un paquete ya envuelto encima de la cama de mi abuela. Los preparaba siempre con papel de embalar, bien atado con cuerdas. Yo ya sabía nuestro destino: una calle estrecha, un edificio oscuro, unos minutos de espera, el cambio de mano de una papeleta junto con algunos billetes y, después, a tomar chocolate con churros a una cafetería cercana con el dinero caliente en el bolso negro que colgaba de su brazo. En cuanto cobraba la pensión, el mismo recorrido de vacío para recuperar lo que había empeñado. Siempre la misma rutina. Siempre la misma ruta. De poco servía desempeñar la cadena de oro con la medalla, los pendientes, las sábanas o las mantelerías; todo volvía a entrar por la ventanilla enrejada a mediados de mes. El Monte de Piedad de Madrid era el recurso de urgencia para conseguir dinero rápido.

—Lo que son las cosas, Nuria, hija —comentaba ella, apoltronada en el asiento del autobús que nos acercaba a nuestro destino. A la abuela, por su muleta, siempre le cedían el asiento; si no lo hacían, ya se encargaba ella de airear su bandera de tullida hasta que alguno se daba por aludido y se levantaba—. Con lo poco que a mí me gustan los curas y tener que estar ahora yendo y viniendo al Monte, que lo fundó un sacerdote aragonés, según dicen, hace un huevo de años, seguro que cuando España estaba mejor que ahora. Aragonés tenía que ser, ésos sí que los tienen bien puestos.

La Institución benéfica y social se nutría en buena parte de particulares que cedían donativos; nunca se cobraban intereses por los créditos otorgados a los madrileños que aguardaban su turno frente a las ventanillas. La papeleta de empeño había que guardarla como oro en paño si se quería, más tarde, recuperar las joyas o ropa cedidas en custodia.

A mí me desagradaba la calle, el edificio, la sala donde se esperaba, fría e impersonal, dando alas a la curiosidad que iba desde los paquetes apilados al fondo a las caras largas, desvaídas, derrotadas de quienes aguardaban turno a nuestro lado. No era raro que algunos se saludaran y comentaran entre sí a base de verse una y otra vez allí.

Con el crédito a buen recaudo, enfilaba mi abuela hacia nuestra siguiente parada: la cafetería.

—Un par de chocolates y dos de churros, Alfonso.

Al contrario que el Monte de Piedad, ese café añejo, rancio, de veladores de mármol grisáceo, incómodas sillas de hierro negro y lámparas amarillentas de luz siempre encendidas, atendido por unos camareros tan prehistóricos como el local mismo, que lucían mandil blanco hasta por debajo de las rodillas y olían a fijador del cabello, pulcramente pegado a las sienes, era uno de mis lugares preferidos.

—Para mí un vaso de leche, por favor —rectificaba yo, muy seria, dirigiéndome al camarero.

—No sabes lo que te pierdes, Nuria, aquí sirven el mejor chocolate de todo Madrid, me río yo del de San Ginés.

—Ya sabes lo que me dijo el médico: ni chocolate, ni Coca-Cola.

—Los médicos con unos gilipollas. Si no, mira cómo he acabado yo después de pasar por el quirófano no sé cuántas veces.

Callaba yo, digiriendo lo que decía mi abuela. Había pasado lo suyo en manos médicas y no iba al doctor más que, como ella solía bromear, para hacerles gasto. Adquiría en la farmacia las medicinas que le recetaban, llegaba a casa, leía el prospecto y arrugaba el ceño.

—¡Esto es una mierda! —Era una de sus frases de cabecera.

Los medicamentos solían acabar en el cajón de su mesilla o en el cubo de la basura. No había por qué esmerarse, la Seguridad Social se los daba gratis.

Se me iban los ojos a la taza de chocolate humeante que le servían a ella y me conformaba con mi vaso de leche. Muy a mi pesar, la envidiaba sus vaivenes mojando los churros con verdadero deleite para llevárselos a la boca chorreantes, jugosos, crujientes, bien impregnados en la masa que olía a gloria bendita.

Acabado el desayuno, dejaba una buena propina y salíamos a la calle para parar el primer taxi que pasaba. Aparatosos, grandes, negros, con su conductor de chaquetilla azul ataviado con gorra. Me gustaba abrir los asientos plegables que estaban colocados frente al principal y sentarme en ellos. Viajar al revés hacía que me viera a mí misma como la princesa de un cuento en su carroza.

—Llévenos a Cardenal Cisneros, buen mozo —pedía la abuela.

26

Disfrutar de las prebendas de acompañar a mi abuela en sus correrías, implicaba también tener que soportar otras cosas. Si a alguna de sus amigas se le ocurría decir que yo parecía un fideo, ella se fijaba como primera meta pasarse por la farmacia para comprar aceite de hígado de bacalao que luego se empecinaba en darme —y me daba— a la fuerza, por más que yo me resistiera como una fiera. O la maldita agua de Carabaña, una purga.

Mi hermana se lo pasaba en grande cuando nos veía pelear, a ver quién ganaba. El único consuelo que me quedaba era que ella, cuando a la abuela se le emperejilaba, también tenía que tragarse las pócimas. Entonces era yo la que reía.

—Traga, no protestes, que el agua de Carabaña es buenísima para ir al retrete —nos decía.

¡Y tanto que lo era! Apenas tomabas esa guarrería te faltaba tiempo para salir corriendo al lavabo.

¿Qué decir si regresábamos de la calle con un golpe? Es que tanto mi hermana como yo éramos unos potros sin domar, unas salvajes, unos marimachos, como solía llamarnos la abuela. A decir verdad, raro era el día en que no regresábamos a casa con una rodilla averiada, un buen porrazo o una magulladura. No había tobogán que se me resistiera, cuerda por la que no trepara o terraplén por el que no me arrastrara para demostrar que ahí estaba yo, la más valiente. Y Almudena, para castigo de mi madre, me imitaba en todo.

—Ven para acá, que yo lo arreglo en un periquete —allí estaba la abuela con sus remedios.

Linimento Sloan al canto. Según ella, no había mejor remedio para curarle a uno los dolores: nos aplicaba unas friegas con aquel bálsamo que olía a demonios dejando las sábanas impregnadas de tal modo que aparecíamos al día siguiente ante las amigas oliendo como apestadas. Mi madre renegaba, pero cualquiera se enfrentaba a mi abuela cuando decidía ejercer de enfermera; en resumen, era yo la que pagaba siempre el pato con plumas incluidas cuando tenía que lavar la ropa de cama, por cabestro y por haber inducido a mi hermana a juegos de chicos.

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