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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (20 page)

BOOK: La página rasgada
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—No le pinta a usted muy bien. Pues… que no trabaja…, que ella le ha comprado la moto…, que está pagándole las letras… Supongo que se trata de una confusión…

Dejó al tendero con la palabra en la boca, sin esperar siquiera a mi madre. Cuando se ofuscaba de verdad con algo, solía marcharse para que se le pasara el cabreo, que genio tenía. Y mucho. A largas zancadas llegó hasta nuestro portal subiendo los escalones de cuatro en cuatro. Por suerte, la abuela no estaba en casa aquella tarde, había quedado con una de sus múltiples amigas de ocasión a merendar. Ciego de ira, abrió el cajón de la cómoda, sacó todas y cada una de las letras de la maldita moto y volvió a la tienda. Al llegar, lanzó los papeles sobre el mostrador. Mi madre seguía allí, pálida, incapaz de moverse, escuchando al tendero, que se deshacía en disculpas.

—No tengo por qué hacer esto, pero ahí están, todas la puñeteras letras. Haga el favor de mirar el titular y la firma.

—Hijo, yo no…

Mi padre era sanguíneo, como yo; recogió la documentación, agarró a mi madre del brazo y dejó plantado al buen señor.

—¡La mato, María del Mar! ¡De ésta te juro que la mato!

—¡Corrompe! ¡Corrompe! —repetía la vecina con la que mejor nos llevábamos al enterarse del asunto, cabizbaja y avergonzada de tanta vileza como si ella fuera la culpable. ¡Qué razón llevaba Rafael!

Mi padre no la mató. No por falta de ganas: mi abuela merecía eso y mucho más, se hacía digna del garrote vil varias veces al día. Pero mi madre, mi hermana y yo estábamos por medio. Se tragó la bilis, se fue a dar una vuelta en solitario lejos del barrio y regresó a casa, pasada la medianoche, herido pero más templado.

El señor Belmonte, que más de una vez comentase al de ultramarinos que mi abuela era una bruja y mentía más que hablaba, era el dueño de la droguería donde mi padre y su socio encargaban las pinturas para las obras. Él sí sabía lo que mi padre trabajaba, el material que consumía —cada vez más a medida que los encargos aumentaban—, y el modo religioso en que pagaba todas y cada una de las facturas.

A partir de ahí, droguero y tendero se convirtieron en la punta de lanza que destruía el tejido insidioso que mi abuela fue construyendo. Tenían el púlpito que otorgaban los mostradores y la atención de los parroquianos, sus propios clientes, para desmontar la imagen de la abuela, la pobre impedida, que había hecho de su sacrificio bandera, y restituir el buen nombre de su yerno.

Poco a poco, día tras día, mis padres empezaron a notar un cambio en la actitud del vecindario. Al principio les saludaban con la cabeza mohína, como si les diera vergüenza; luego, al ver que ni uno ni otro parecían reprocharles su conducta anterior, fueron tomando confianza.

—Si ya lo decía yo —se comentaba en la escalera, en corrillos, haciendo compañía a la portera mientras ésta sacudía con ganas los zorros sobre las puertas—. Si es que no era posible. Un muchacho tan guapo, tan limpio siempre, tan educado, que se ve que quiere a sus hijas y que bebía los vientos por el pobre Rafael, que en paz descanse.

—Yo vi desde un principio que todo era una patraña —juraba otra, más cotilla que la anterior—. Mira que miente esa mujer. ¿Por qué querrá tan mal al chico?

—A mí Belmonte me ha abierto los ojos —intervenía una tercera—, reconozco que estaba ciega.

—Pues a mí me ha asegurado Inés, la mujer del acomodador del cine, que cuando van a la sala son como dos tórtolos, siempre haciéndose carantoñas y de la mano. Creo que él la mira de un modo que enternece. Se ve que son dos almas gemelas.

Total, que mi madre pasó de ser una pobre víctima a la que sacudían tres veces por semana a la princesa de un cuento de hadas que había pescado al príncipe encantado. Y mi padre, de maltratador y borracho a santo varón. Sin escalas.

Aun así, mi abuela nunca careció de audiencia porque siempre había naturalezas que se prestaban a su cháchara por el precio de un café o unos pasteles.

Pero ya sin credibilidad, sólo por mero interés.

Seguía acudiendo a la droguería donde mi padre compraba el material, se sentaba en una silla que ocupaba el dueño cuando no había clientela, al final del mostrador y empezaba con la retahíla de turno. Belmonte, mientras despachaba, se encargaba de contradecir cuanto ella narraba, evitando mirarle a la cara porque era una de las mejores clientas, le compraba puros cada dos por tres y no era cuestión de enemistarse abiertamente con ella. La abuela se despachaba a gusto y cuando ya había soltado toda la metralla se despedía y se iba tan ufana.

—¡Hala! Pues hasta mañana, que se está haciendo tarde.

Tuvo conciencia real de que sus fábulas caían en saco roto una tarde en que contaba la última supuesta pifia de mi padre en la lechería. Aún me acuerdo del establecimiento: cuadrado, pequeño, con un insignificante mostrador, al que yo acudía regularmente con una lechera de aluminio. La leche estaba casi recién ordeñada y los huevos que vendían eran gordísimos.

—Son de pava, Nuria —me decía la dueña satisfecha y fanfarrona cuando yo hacía referencia a que muchas veces tenían dos yemas.

Bien, pues de ese local tuvo que irse mi abuela humillada porque el dueño la puso de patitas en la calle.

—Es usted una mala pécora, Emilia. Haga el favor de no volver por aquí nunca más.

Luego nos enteramos que también acabó por darle con la puerta en las narices una prima que tenía, llamada Nati, bien casada y con dinero. Apenas me acuerdo de aquella mujer a cuya casa me llevaron los abuelos alguna vez, pero sí de un salón demasiado recargado, oscuro, que olía a humedad, de las galletas que solía ponernos para merendar y que siempre me decía que yo era un poco mohína. Nati hacía años que no veía a mis padres, pero les conocía bien y, lo que era mejor, sabía de qué paño era mi abuela. Imagino que acabó hartándose de escuchar tanta pamplina.

Estos desplantes a los que no estaba acostumbrada enconaban aún más las relaciones en casa. Desgraciadamente no desaparecían a medida que el tiempo pasaba, era al contrario.

Yo salí siempre en defensa de mi padre, con el ímpetu de una niña de pocos años al principio y con la sorna de una adolescente más tarde. Cuando pasaba eso, ella me miraba dolida y yo me apenaba; intentaba comprender por qué actuaba así, pero se imponía la rabia que me hacía sentir su comportamiento con mi padre. ¿Cómo podía amargar la vida de su propia hija de esa manera? ¿Qué mecanismos retorcidos hacían que alguien tan necesitada de compañía y apoyo físico excluyera de sí a los más próximos?

—Nuria, ¿echamos una partida a las cartas? —preguntaba sumisa, actitud que nunca practicó.

—Tengo que estudiar.

—Sólo una.

—¿Por qué no vas a jugar con tu prima Nati? ¿O con la portera de enfrente? —La reprendía yo—. Así puedes seguir soltando culebras por la boca.

Luego lamentaba mi comportamiento tan hiriente.

A pesar de estar convencida de que estaba haciendo teatro, se me encogía el corazón al verla bajar la cabeza y secarse las lágrimas con el pañuelito que siempre llevaba guardado en la manga del vestido. A mi cerebro acudía todo cuanto había sufrido, su cojera, el miedo que había pasado en la guerra, las penurias de la posguerra, la pérdida del oído, y algo se removía en mis entrañas. Cedía, claro, porque mis padres siempre me enseñaron a no hacer leña del árbol caído.

—Haz bien y no mires a quién, Nuria —solían decirme.

No acababa yo de comulgar con ese proceder. ¿Por qué se debía ser generoso con quien se mostraba intolerante, como era el caso de la abuela? Entonces me daba cuenta de que tampoco yo era justa porque no quería ver que estaba frente a una persona atormentada que se recubría de frialdad y desprecio para protegerse. Por otro lado, me resultaba sorprendente que fuese yo la única que podía mandarla directamente al infierno sin que ella me pusiera en su lista de enemigos con una cruz negra. Nos unía un lazo invisible desde mi nacimiento. Yo lo intuía y lo sentía, por eso cuando me desesperaban sus mentiras, valiéndome de ese cariño, le dejaba las cosas claras, a sabiendas que le causaba dolor. Era una venganza muy pobre, pero no tenía otra.

Siempre terminaba dejando los libros a un lado y aceptando una tregua. Por el rabillo del ojo veía que la mirada de la abuela cobraba un brillo especial y una lenta sonrisa hacía más pronunciadas las pocas arrugas de su rostro añejo.

—¿Te parece un parchís?

—A lo que tú quieras, Nuria.

—Prepárate, porque esta tarde te voy a comer todas.

—Vamos a verlo —decía, colocando con dedos tan ágiles como los de una adolescente las fichas amarillas que solía elegir. Como si nada hubiera ocurrido.

—Mira que eres mala, abuela.

—Como Dios me hizo.

—Si un día te muerdes la lengua, te envenenas —la picaba, moviendo el dado en el cubilete por ver si me salía un seis.

—¿Que quieres ir a la verbena?

—No te hagas ahora la sorda, que me has entendido perfectamente.

Callaba y tiraba. En cuanto podía comerme a mí y hacerme trampas al contar volvía a ser esa mujer dicharachera de sonrisa fácil y mirada pícara a la que yo quería pero que casi nunca salía a la luz. La chulapona que había sido de joven, decidida y con arrestos, a quien los años habían ido arrebatando una alegría que alababan sus amigas de otro tiempo. Ésa era la mujer que yo hubiera querido conocer.

—Has contado de más, no seas tramposa.

—He contado veinte.

—Veintitrés, abuela —colocaba yo su ficha donde correspondía.

—Hija, eres un hueso.

—Tengo a quien parecerme. ¿Ves este lunar? —Señalaba yo mi sien—. Igualito al tuyo, a veces pienso que he heredado tu mala sangre.

—Pues ya podías haber heredado mi fuerza de voluntad, que falta te va a hacer en la vida, porque da muchos palos, Nuria, más de los que una puede aguantar —decía con tristeza, mostrándome sus manos cubiertas de las manchas oscuras de la vejez—. Sin carácter, no eres nada. La vida se burla de nosotros, niña, de unos más que de otros, así que hay que hacerle frente y echarle cojones.

Cuando la escuchaba decir eso, recordaba al abuelo. Él sí que los echó soportándola hasta que murió. Y se me hacía un nudo en la garganta recordándole. Le echaba terriblemente de menos.

24

Carmen Sevilla se alzaba en la España de los sesenta como el número uno en ventas con una canción cuyo título iba que ni pintado para mi abuela:

Eres diferente, diferente

Al resto de la gente, que siempre conocí…

—¡Mira que canta bien esta muchacha! —se entusiasmaba escuchándola, con la oreja pegada a la radio emitiendo a toda pastilla.

—Acabará por dejarnos sordos a todos —protestaba mi padre, intentando concentrarse, en vano, en las piezas de un despertador que fallaba—. ¡María del Mar, dile a tu madre que baje ese cacharro, por todos los infiernos!

Mi madre se lo insinuaba por señas y ella, como era así, no sólo no bajaba la radio sino que elevaba más el tono, por jorobar más que por otra cosa.

—No tenéis ni puta idea de lo que es el arte, claro que… ¡qué se va a pedir a unos zoquetes como vosotros! Peras nunca ha dado un olmo. Esta voz hay que escucharla alto, que hay pocas como ella. ¡Y callaros, que no oigo!

La cantante y actriz, casada con Augusto Algueró, compositor de referencia entonces, era una de sus preferidas junto a Lola Flores,
La Faraona
, la inigualable Sarita Montiel y Paquita Rico. Emilia seguía cada detalle de sus vidas que los noticiarios y las revistas se encargaban de airear. Para ella, no había nada más grande que
Violetas Imperiales,
donde Carmen Sevilla se enamoraba del cantante Luis Mariano;
María de la O,
de la Flores;
El último cuplé,
de la Montiel, o
¿Dónde vas, Alfonso XII?,
con Paquita Rico de cabecera. No se sabía las canciones más que a tramos, pero tarareaba todas mientras cosía, repitiendo los estribillos una y otra vez hasta sacarnos de nuestras casillas.

La radio era para mi abuela el elixir que alentaba sus días y como, además, la había comprado ella, no había modo de que la apagara mientras estaba en casa, aunque no la escuchara. Recuerdo que todas las tardes, sin faltar una, cuando yo era aún pequeña, se acomodaba junto al aparato y sintonizaba Radio Madrid. A las cinco en punto sonaba una musiquilla endulzada amenizada por las voces de Juana Ginzo y Matilde Conesa, entre otras, dando vida al serial radiofónico que mantenía en vilo a cientos de miles de mujeres y por el que suspiraban y lloraban como nunca en la historia de la radio:
Ama Rosa
.

A veces, si no tenía que estudiar, me sentaba junto a mi abuela para escuchar las desventuras de Rosa Alcázar que escribían Guillermo Sautier Casaseca
y
Rafael Barón. Todo el mundo hablaba del serial pero yo no estaba al tanto, así que ella se encargaba de ponerme al día de las desventuras de la protagonista.

—Al creer que va a morirse, da a su hijo en adopción. Pero luego resulta que no, que se salva, y no puede recuperar al chaval.

—¿Por qué? Si no se ha muerto…

—Hija, pues porque el niño ha ido a parar a una familia de mucho rango y postín y no quiere que sea un desgraciado como ella. Por eso se calla y busca contratarse con esa familia para ser su ama de cría.

—¡Ah!

—Pero valiente desagradecido es el hijo —me confesaba bajito, para que no la escuchasen—. Un mamonazo que tiene de todo pero que le hace sufrir lo indecible a la pobre mujer.

La abuela no lloraba ni aunque la estuviesen quemando viva, como suele decirse, pero con aquella radionovela se soltaba la peineta dando rienda suelta a las lágrimas como si le fuera la vida en ello, hasta le daba el hipo del disgusto. Cuando acababa el capítulo se iba al baño, se lavaba la cara y regresaba como nueva.

—Mira que da gusto llorar a moco tendido, chiquilla. Es un alivio.

—Pues también son ganas —rezongaba mi padre.

—¡Qué sabrás tú, si no tienes sensibilidad! —La sartén le decía al cazo, aparta que me tiznas—. Ni nada de lo que hay que tener, seamos claros.

—Emilia, no me caliente.

—¡Anda, déjame en paz! Pretender que entiendas tú una novela es como echar pasteles a los cerdos. Nuria, ¿qué haces aún sin arreglarte? No, si te tendré que estar esperando toda la tarde.

A falta de su leal acompañante, mi abuelo, ahora era yo su lazarillo. A mí, que me gustaba echarme una siestecita cuando podía, algo imposible con la radio a todo meter y bajo la tiranía de la abuela, protestaba:

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