—Pero se llevan bien.
—Claro que se llevan bien. Ella lela y él lelo y medio. Sin oficio ni beneficio, ya lo ves, no sirve para nada. Ahí, la que corta el bacalao es Cayetana, que les lleva por donde quiere. ¡Hay que tener cuajo para vivir a expensas de lo que gana con la portería! Hay hombres que más que hombres parecen perros falderos, Agustín bien podría ser uno de los gatos de mi amiga, sólo le falta el cascabel.
En verdad que en la portería olía a gato que tiraba de espaldas; el olor, mezclado con el de la humedad que corroía los bajos de las paredes, se hacía insoportable en verano. Aun así, chascarrillo por aquí, cotilleo por allá, pasábamos tardes doblando prospectos para no sé qué empresa farmacéutica, única manera de olvidarlo.
—Nuria, léenos algún prospecto mientras doblamos.
—Abuela…
—Anda, mujer, anda, demuéstrales lo bien que lo haces. Han vuelto a darle un sobresaliente en literatura, ¿os lo he dicho? ¿De quién era el trabajo que hiciste en el colegio, niña?
—De Calderón de la Barca.
—Ése. Un sobresaliente, nada menos —proclamaba orgullosa, como si hubiera sido ella quien hiciera el examen—. La única que vale de toda la familia, porque lo que es mi otra nieta…
Sí, encontraba cualquier ocasión para meterse con Almudena.
—Almudena saca mejores notas que yo en su curso —defendía yo a mi hermana, que una cosa es que estuviéramos siempre a la gresca las dos, como suele pasar entre hermanos, y otra, muy distinta, que la abuela la dejase por mema delante de extraños.
Lo que mi abuela y el resto de la familia no supieron nunca es que en el ejercicio que puntuaba para las notas finales no me habían pedido a don Pedro Calderón, sino a Luis de Góngora, del que debo reconocer que no tenía ni pajolera idea en ese momento. A mí se me atragantaba la asignatura de literatura, me parecía aburridísimo tener que aprenderme la vida y obras de esos señores, pero era cierto que con mi buena retentiva conseguía excelentes resultados. Como de Góngora no recordaba ni dónde había nacido, en ese examen tiré por la calle de en medio, me dije que no perdía nada porque el cero ya lo tenía ganado y así, como de despiste, desplegué en los folios lo que sabía de Calderón. Escribía rápido y entregué el examen al catedrático —un hueso duro de roer que se paseaba por el aula con aires de sargento para ponernos nerviosas—, mucho antes que el resto de las chicas. El señor Blanco, así se llamaba, tenía la costumbre de no dejar salir a nadie del aula hasta que todos hubieran terminado, de modo que regresé a mi pupitre y esperé. Al ver que empezaba a leer mi examen me dio un vuelco el corazón.
—Cero patatero, cero patatero —me decía yo con un nudo en la garganta.
Entre otros muchos, podría haber pasado desapercibido pero así ya era imposible, el condenado lo estaba ya puntuando y buscando seguramente las faltas de ortografía donde cargaba las tintas y cateaba a media clase. No sé si es que me vio la Virgen de Fátima o tuve ayuda de la de Lourdes, pero lo cierto es que cuando acabó de leer, lo hizo a un lado y fue recogiendo los que le iban ya entregando mis compañeras. Cuando hubo tenido todos en su mesa —situada sobre un estrado para impresionar más—, dio permiso para que saliéramos. Traté de escabullirme, sin lograrlo.
—Nuria.
La expresión aquella de que los dedos se te hacen huéspedes, nunca fue tan cierta. Me acerqué a él con la presión enorme de salir corriendo hacia el lavabo y orinar.
—Diga usted, señor Blanco.
—¿Puedes decirme de qué autor he preguntado yo en el examen?
Lo miré con los ojos como platos, como si no entendiera la pregunta y en ese momento la vena artística heredada de mi abuela afloró oportuna como nunca.
—De Calderón de la Barca —respondí con todo el descaro del mundo, no me quedaba más que seguir la farsa.
—No. Era de don Luis de Góngora.
Abrí la boca como pez fuera del agua. La cerré. Volví a abrirla. Cero patatero, cero patatero, cero patatero… repetía mi cabeza. La había cagado, pero bien.
—Lo siento. Yo…
—Se ve que has estudiado —dijo él cortando mi atropellada disculpa, regalándome una sonrisa que sólo se guardaba para los mejores alumnos—. No has dejado nada por poner de don Pedro, hija. Nada. Tus trabajos suelen ser buenos, pero en estos años de profesor no había visto un examen tan completo y sin una sola falta de ortografía. Te felicito. Voy a olvidarme del despiste, está claro que ha sido eso. Hala, puedes irte.
Cuando nos dio las notas y vi aquel sobresaliente no me lo creía.
Haciendo caso, por tanto, a la petición de mi abuela, tal vez en penitencia al engaño que nunca confesé, leía yo el prospecto del medicamento que nos tocaba plegar esa tarde.
—El ácido acetilsalicílico es…
—¡Coño con la palabreja! Sáltate eso —decía la abuela.
Yo buscaba entonces las contraindicaciones.
—No se debe administrar a pacientes con hemofilia, alérgicos o intolerantes a los salicilatos, asmáticos o con broncoespasmos. Existe riesgo de sangrado intestinal…
—Déjalo, déjalo, Nuria, que me estoy empezando a poner mala escuchándote. ¡Va a tomar más aspirinas el Caudillo! Anda Chato, háblanos de tus tiempos de revolucionario que ésos aburren pero no tienen efectos secundarios.
Doblaba yo el prospecto con toda la calma, mordiéndome el carrillo para evitar echarme a reír. Mi abuela me pillaba haciendo esfuerzos por mantenerme serena, me echaba una mirada de reproche y decía por lo bajo:
—Ya te daré yo, tunanta.
La amistad más chocante de mi abuela fue, sin lugar a dudas, su amiga de siempre, Amalia.
—1944 fue un año terrible, Nuria; nos marcó la vida a muchos madrileños, una de ellas la mía. —Intentaba Amalia retener el dique de lágrimas que se rompía en sus ojos reconstruyendo en su memoria cómo el destino la privó del premio de envejecer junto al que fuera su esposo—. Mi Constantino falleció en el hundimiento del edificio que se construía en la calle Maldonado.
—Menudo desastre —asentía mi abuela—. Murieron más de cien obreros y no sé cuántos quedaron mal heridos. A saber con qué materiales estaban haciendo la obra.
—Un hombre tan bueno… ¡Tan bueno! Era feliz con poca cosa, él leyendo la columna de los combates de Paulino Uzcudun —más tarde supe que fue un famoso pugilista que en el año 1926 conquistó el título europeo de pesos pesados—, ya tenía suficiente.
—Para el carro, Amalia, para el carro. Que también te sobaba el morro —no se contuvo la abuela con muy mala leche—. Que cuando llegaba borracho el muy c…
—¡Emilia, por Dios!
—Era como mi Paco. Y ¿sabes lo que te digo? Que bien muertos están los dos.
—¡Emilia! Te vas a condenar. Vas a ir al infierno por decir esas cosas.
—Sí, a las calderas de Pedro Botero, no te fastidia. Pobre de él si caigo por allí, soy capaz de caparlo. Anda y que te ondulen. Tu bendito Constantino era un borracho y te ponía los cuernos con el primer pendón verbenero que se le cruzaba en el camino. Tú eras entonces idiota, que te matabas a trabajar o te abrías de piernas cuando te lo pedía. Vas a negarme ahora lo que han visto mis ojos…
Amalia suspiraba, dando respuesta asintiendo cabizbaja a su amiga de siempre, dejando por un momento la mirada perdida en el infinito para después, con una nueva inspiración, extender una mano y tomar una pasta para mojarla en el café. Ya llevaba más de una docena, aunque no parecía darse cuenta. O sí se la daba, pero no iba a reprimir la voracidad que siempre mostraba cuando venía a vernos. Era una mujer entrada en kilos, yo siempre la vi así, oronda, mofletuda, achaparrada, todo lo contrario a la abuela que, a pesar de los años, se mantenía firme como un junco, con las carnes prietas ancladas en robustas pantorrillas que seguían confiriéndola ese andar de chulapona que siempre tuvo.
Curiosa vieja amistad entre ellas, porque eran totalmente opuestas. Amalia era sensible, de carácter afable, a la que nunca escucharías un exabrupto, siempre con una sonrisa en la boca, un cumplido para todos. La antítesis de la abuela, que se caracterizaba por una actitud permanentemente agria, rácana en parabienes que entregaba a cuentagotas, la más de las veces, por cierto, al que menos se los ganaba.
Amalia y su hija, María, que ya había pasado la cuarentena, tiesa como una vara, de mirada huidiza porque era vergonzosa e introvertida, eran como un apéndice de nuestra familia. Cada poco tiempo las teníamos en casa. A mí no me incomodaba su presencia, me caía bien, pero no evitaba que me preguntara cómo era posible que María hubiese acabado por encontrar marido con esa cara de mosquita muerta, aspecto lechuguino y sosa como una sopa sin sal. A quien no soportaba era a su marido, Pepe. No era mala gente, todo lo contrario; era trabajador, se desvivía por su mujer, sabía llevar a su suegra y adoraba a sus dos chavales. Pero me superaba lo desagradable de su aspecto en general, su cabello aceitoso, su dejadez, su apocamiento. ¡Vaya pareja de ensimismados hacían!
Almudena y yo nos llevábamos a matar con sus chicos. Tenían 9 y 10 años, los tuvieron tarde, por chiripa como suele decirse, después de comunicarle a ella que iba a ser imposible traer hijos al mundo por algún problema de ovarios. Pues bien: llegaron dos, a cual más cabestro. Probablemente, como ya no los esperaban, hizo que se les malcriara. Tocaban todo, se subían a los sillones, gritaban e incordiaban a cuantos estábamos a su lado. Realmente irritantes. Pero como sus padres les reían las gracias…
Más de una vez me tocó bajar con ellos a la calle para que se desfogaran, nunca demasiado lejos de casa, no fuera que se me escaparan o cruzaran la acera y tuviéramos un disgusto. En tales ocasiones en que me tocaba hacer de niñera de aquellos dos bárbaros, me resarcía luego sacándole unas perras a la abuela en cuanto se iban.
—Por tan buena mano como tienes con ellos —me decía—, que dan más guerra que un batallón.
Lo que en verdad me resultaba chocante es que siempre, siempre, cuando venían los cinco, aparecieran a la hora de la comida, y en domingo.
—Pasábamos por aquí cerca…
—Queríamos traeros esto… (Normalmente unas galletas que no había cristiano que les hincara el diente, cocinadas por ellas mismas.)
La excusa para personarse en casa justo a la hora de poner los platos podía variar, pero el resultado era siempre el mismo y era mi madre quien lo provocaba.
—Mujer, ya que estáis aquí, quedaros a comer. —A mi hermana y a mí una se nos iba y otra se nos venía porque la actitud se repetía con una desfachatez mayúscula—. Cómo os vais a ir ahora, con lo lejos que vivís.
Total, que se abría la muy gastada mesa del comedor, Almudena y yo íbamos a pedir sillas prestadas a la vecina, y nos apretujábamos como podíamos en tan reducido espacio. Me repateaba, aunque ahora tiene su punto de gracia equiparándolo con el monólogo de Miguel Gila contando las vicisitudes de comer en un avión, codo a codo con el vecino.
Mi madre, tan dispuesta y servicial como siempre, emulando el milagro de los panes y los peces, repartía la comida que había preparado para cinco, entre diez. Luego, como todos habíamos quedado con más hambre que Calleja, se me encargaba bajar a comprar unas pastas para la merienda. Ahí era cuando Amalia, sin recato alguno, se ponía pepona mojándolas en su vaso de café —o malta— con leche.
Un día trajeron pasteles.
—Un detalle por el cumpleaños de Javierito —dijo María poniendo el envoltorio sobre la mesa—, que mi angelito cumple once añitos ya.
El «angelito» estaba ya subiéndose por los sillones, aullando como un sioux mientras su hermano menor esperaba turno para hacer de las suyas.
Eran las dos de la tarde. Lógicamente, se quedaron a comer y, además, se llevaron veinte duros que les regaló mi abuela para que le compraran algo a la criatura.
Dicen que de los errores se aprende. En casa, esos errores se reprodujeron algunas veces más porque al aprendizaje iba muy despacio a causa de mi abuela, complaciente con los gorrones a los que disculpaba por la compañía que le daban.
Fue por esos días cuando mi padre nos sorprendió con la mejor noticia que se podía recibir:
—Nos vamos a la costa.
Hasta entonces no habíamos salido juntos de veraneo (yo sí pasé algunas vacaciones en Luarca gracias a mis tíos), así que para mi hermana y para mí fue como si nos hubiera tocado el famoso décimo de la Lotería de Navidad con el que todos los españoles soñábamos —y seguimos soñando.
El problema era la abuela, era imposible dejarla sola en casa, no por su cojera o sus años, estaba como una rosa valiéndose por sí misma, sino porque se defendía como gato panza arriba cuando se insinuaba, aunque sólo fuéramos al cine, tal posibilidad. Pero una vez planteado con firmeza que nos íbamos, no le quedó otra que renegar: se acordó de mi abuela paterna, atizó un muletazo al mueble del comedor y se marchó a su cuarto despotricando pasillo adelante, pagando su mal humor con un portazo que descolgó los goznes de los marcos. Afortunadamente en casa había un manitas, mi padre, que una vez pasados los humos arregló los desperfectos.
Cargamos todos los bártulos en el Simca 1000 que había comprado mi padre, dijimos adiós a mi abuela y partimos rumbo a la playa. Mi madre estaba radiante, lejos de una insolencia de años, mi padre ufano por poder llevarnos de vacaciones a Gandía, aunque sólo fuera una semana. Era un auténtico logro que celebramos los cuatro.
Rodando por la carretera, mis padres charlaban animadamente sobre lo que haríamos al llegar; mi hermana, de rodillas en el asiento trasero —los cinturones de seguridad ni se conocían—, disparaba a imaginarios cuatreros que nos perseguían, en eso de la aventura se manejaba con soltura desbordante.
—Vamos a pasar por Bellreguard, estamos muy cerca del sitio al que vamos.
Almudena se olvidó de los vaqueros y se acodó en el respaldo del asiento de mi padre.
—¿Dónde está eso? ¿Tiene playa? Suena como un cuento.
—Sí, tiene playa, cariño. Desde ahí a Gandía hay un paso.
—¿Por qué vamos? —quise saber yo, aunque entretenida con la revista que tenía entre manos.
—Allí vive Amalia con los suyos —explicó mi madre—. Tu abuela me ha pedido que les llevemos un paquete de chorizos y queso, que parece que no lo están pasando bien.
—¡Acabáramos! —La revista perdió todo interés con sólo pensar en los dos arcángeles de María y Pepe—. Ya me extrañaba a mí que no se hubieran presentado recientemente a comer los domingos.