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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (10 page)

BOOK: La página rasgada
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12

Mi inquisidora mente adolescente se interesó de inmediato por este capítulo que Amalia rescató del archivo de su memoria.

—Cosme habló de ese episodio de su vida sólo a los íntimos, ya de vuelta en Madrid —acabó de relatarme la abuela Emilia—. Si la Honorina llega a enterarse de que le puso los cuernos cuando estaba lejos de Madrid, con lo que era ella, lo hubiera matado a pesar de haberle estado llorando cuatro años.

Benito tenía familia en un pueblo palentino casi en los límites de la provincia de Santander. Un lugar tranquilo, relativamente aislado, donde los paisanos se preocupaban más de sembrar sus patatas y echar de comer al ganado que de los avatares de una guerra civil que les quedaba lejana.

Una vega circundada de montañas era alimentada por el discurrir del Pisuerga. El verde y ocre de la tierra se fundía con un azul sin mácula durante el verano. Allí no existía la prisa, ondulaba el trigo y los jilgueros entonaban sus trinos alegrando las mañanas de los labradores que, azada en ristre, arrancaban a la tierra el fruto de sus esfuerzos.

Un paisaje idílico a salvaguardia de las bombas, de los grupos republicanos, de los temidos falangistas enarbolando la bandera con el águila nacional en busca de rojos a los que fusilar.

Había sus más y sus menos, como en todos los sitios. Que si Venancio,
el Escobilla
—al que conocían así por barrer siempre para su casa—, había corrido el mojón de la tierra de la Barrunta apropiándose de lo que no era suyo; que si Encarna, la molinera, había sacudido a su marido, el Carapalo, por haber llegado borracho como una cuba a casa, lo que solía hacer un día sí y otro también; que si Fulgencio,
el Moro
—porque había estado en África—, no dejaba agua para que se regaran las fincas colindantes; que si Junípera —la Ojosdepitiminí— había confesado a una vecina más cotilla aún que ella, la Cotorra, que su hijo, el Tocinos, había dejado embarazada a una muchacha de la capital…

—¿Qué culpa tiene mi chico? Todas esas señoritingas de Madrid son unas guarras —le defendía Junípera, muy tiesa ella, que había sobreprotegido al mamarracho de su hijo cuando todo el pueblo sabía que era un puerco por el que se podrían haber sacado más jamones que de los cerdos de Genaro
el Chispas
, llamado así por ser el manitas eléctrico del pueblo.

—Di que sí, hija, di que sí —le daba la razón la vecina, a quien interesaba estar a bien con ella porque el marido de la otra, el Pichafloja, le administraba las tierras sin más obligación que entregarle algunos kilos de patatas o legumbres, proveerle de leña en el invierno o, tal vez, arreglarle la cerca que se había venido abajo con la última nevada.

—Guarras, más que guarras —insistía la madre del muchacho, enfrascada en un paño que bordaba para la capilla del pueblo a la que acudían los buenos católicos y no los degenerados que daban alas a la República y los anarquistas—. Mujeres sin moral, que se creen más listas que las de los pueblos, más importantes por vivir en Madrid, más inteligentes que nadie porque han ido a la escuela, que ya quisiera yo saber qué es lo que aprenden en la capital, vamos, porque decencia, lo que se dice decencia, deben enseñarles poca.

—Como la chica de la Verraca, la Sole, que estuvo tres años allí y mira cómo ha vuelto.

—Pues hecha una descocada.

—Se rumorea que anda tras los pantalones de Borito, el mayor de Pepe.

—¡No me digas! —Abría Junípera unos ojos como platos; bueno, si eso era posible porque de joven le dio un no sé qué a la vista y se le quedaron como pulgas—. ¡Con lo buen mozo que es el muchacho! Ése podría tener a la mujer que quisiera con la estampa que gasta. Salió a su abuelo en buena planta.

—Pues le persigue, te lo digo yo.

—Ya puede ir con cuidado Borito si no quiere acabar casado con esa indecente, que yo creo que hasta fuma. Si no se anda listo, la Sole le regala una tripa por menos que canta el gallo y claro, tan formal como es, no le quedará otra que cargar con el mochuelo.

—Y Pepe, su padre, tocándose el haba.

—Como se la ha tocado siempre —suspiraba Junípera—, que por algo le pusieron el mote de Zángano. A ése le importa poco lo que haga su hijo con tal que ahueque el ala y ponga casa propia.

—¿Y con qué va a ponerla, si vive de su caridad? Ya podría haberle cedido el terruño de la Vega Arriba, total, si él no puede ya ni con los calzoncillos y al muchacho le serviría para independizarse.

—Es ruin, por eso se niega a desprenderse de ninguna tierra. Igual piensa que se las van a meter en la caja el día en que estire la pata, que como siga bebiendo al ritmo que va no será a mucho tardar.

—Eso puedes jurarlo.

—Pero, si lo piensas bien, casi es mejor que no suelte ni una semilla, porque si la Sole pesca al mozo, se quedaría con todo, esa muerta de hambre. Seguro que es anarquista.

—Seguro.

—Y fuma.

—Ya me lo has dicho.

—Gasta medias de cristal, que yo las he visto colgadas de la cuerda de su corral. ¿Para qué coño quiere medias de cristal aquí, la muy zascandil? ¿Para ir a la cochiquera?

—¡Hija, qué dispendio! De cristal nada menos.

—Lo que te digo. A saber qué chulo se las habrá regalado, porque si su madre no le ha mandado nunca un real a Madrid, ya me contarás tú…

—¡Qué vergüenza! De tal palo, tal astilla. Aun así, la Verraca no se merece ser señalada con el dedo. Mira, a pesar de los pesares, aunque es verdad que la pillaron con las faldas subidas y las bragas bajadas en el cementerio, acabó por casarse con el Floro, y ha sido una buena esposa.

—Que siempre ha asistido a misa.

—Y que canta en el coro.

—Eso también.

Cosme, envuelto por el olor cálido de la paja sobre la que se tumbaba para acercar la oreja al portón que daba a la calleja, escuchaba esas conversaciones añorando las propias, allá en Madrid: tertulias de taberna y chato de vino tinto o copa de sol y sombra, de partida de mus o dominó, cercados por el humo de los cigarros que se metía en los ojos y dejaba en la ropa un aroma rancio de tugurio poco ventilado mezclado con el de los arenques que Fuencisla, la bodeguera, envolvía en papel de periódico y aplastaba entre los cercos y las hojas de las puertas.

Allí, en aquel pajar, callado y alerta, temiendo a cada instante que apareciesen buscándole para un viaje sin retorno, echaba de menos a sus amigos y dolía como un tumor infectado la ausencia de su esposa, de cuyo recuerdo vivía para no enloquecer.

Y recordaba cómo había llegado a ese pueblo.

La carreta en la que había viajado durante días lo había dejado tiempo atrás junto a un puente, a dos kilómetros del pueblo. Nevaba. Aterido de frío, agotado y famélico, con un atillo bajo el brazo en el que apenas pesaban las escasas pertenencias que tuvo tiempo de cargar antes de escapar como un conejo asustado, y unas zapatillas de esparto cuarteadas que se empaparon al poco de empezar a andar, había recorrido la vega cubierta por un manto blanco a través de linderos, evitando el camino para no topar con cualquier presencia delatora. Ya en el pueblo, a su llamada a una puerta de madera carcomida, respondió un lugareño de gesto adusto. El fulano, con un pitillo de «caldo» entre los dientes, lo miró de arriba abajo cuando preguntó por Armando Cuesta. Sin una palabra, le señaló una de las casas, cerca de la plaza. Y allí encontró al hombre al que Benito le enviaba y a quien confiaba su mísera vida.

Le subía un regusto amargo al echar la vista atrás, encuadrada en la silueta de un tipo de unos treinta y cinco años, alto, moreno, guapo el condenado, de profunda mirada clara… vistiendo una sotana tan recosida que no admitía un remiendo más. Se había quedado de una pieza. ¡Un cura! ¡El cabrón de Benito le había mandado a un cura! No tenía fuerzas para dar la vuelta ni tenía adónde ir, a lo que se sumó el tufillo de un guiso que enaguó su boca y volteó su estómago, así que le tendió la nota, arrugada y húmeda, que su vecino y amigo garabateara instantes antes de su despedida.

El cura le hizo pasar, echó un vistazo al exterior y cerró. Con un gesto le invitó a tomar asiento y Cosme se dejó caer en un tajuco, cerca de la lumbre que caldeaba una cocina amplia y descuidada, donde hervía un caldero. Sin quitar ojo al sacerdote, Cosme calentó sus manos al fuego mientras éste leía:

«Armando, el ombre que te da esta nota es mi amigo. Se llama Cosme. Es rojo. Su vida corre peligro. Allúdale. Te quiere tu tío Benito que no te olbida.»

Armando arrugó el papel entre sus largos dedos y lo arrojó al fuego. El bueno de su tío, siempre poniendo delante la moral «es mi amigo» y luego las circunstancias «es rojo». Empujó con el pie otro taburete para sentarse junto a Cosme y apoyando los antebrazos en las rodillas abiertas lo miró fijamente.

—¿Cómo estamos de hambre? —preguntó. Sin esperar respuesta sacó un plato y una cuchara de la alacena y, destapando el caldero, sirvió una generosa ración de patatas en las que bailaba algún que otro trozo de carne. Luego volvió a sentarse y le observó mientras comía.

Cosme no hablaba, sólo comía. Acabó en un santiamén. Le devolvió el plato y el sacerdote lo dejó en la pila.

—Si ve que le pongo en peligro, me iré. Ante todo, le agradezco el alimento.

—¿Quién no corre peligro en estos tiempos? —replicó el joven cura.

Cosme insistió.

—Yo no quisiera, pad… —se atrevió a mirar aquellos ojos limpios, azules como un cielo de verano— que…

—Puedes llamarme Armando, si se te atraganta otro tratamiento.

—Lo siento —bajó la vista, avergonzado—, pero no puedo llamarle padre, ni por edad ni por principios.

—No tienes que justificarte. —Se incorporó con agilidad—. Debes de estar cansado. ¿Te ha visto alguien? —Cosme le respondió que el vecino que le indicara la casa—. Mal asunto. Por esta noche puedo ofrecerte cama, pero mañana todo el pueblo sabrá que estás aquí —suavizó su fruncido ceño con un dedo—. Bueno, ya pensaré en algo, ahora debes reponer fuerzas.

El clérigo prendió una vela en la mecha que había sobre la mesa camilla —único mueble de la cocina junto con tres taburetes— y dijo:

—Sígueme.

Subieron una escalera. De las paredes colgaban un par de cazos de bronce muy brillantes y varias estampas de la Virgen. Armando abrió una puerta para adentrarse en una habitación. La mortecina luz de la vela permitió a Cosme situarse en una pieza pequeña, humildemente amueblada de cama, mesilla y un reclinatorio. Sobre el cabecero, otra estampa cuyo color había diluido el tiempo, esta vez del Sagrado Corazón.

—A los pies tienes un orinal, por si precisas usarlo —colocó la vela en una palmatoria—. Queda con Dios, Cosme.

Clareaba cuando el cura irrumpió en el cuarto. Cosme ya estaba levantado y atisbaba por entre los apolillados visillos que cubrían la estrecha ventana que daba a la plaza, vigilante, temeroso y, sobre todo, confundido, con unas ojeras infinitas fruto de una noche de insomnio que el miedo había ampliado a cada sonido que percibiera.

El padre Cuesta lanzó unos pantalones, una camisa y una chaqueta sobre la cama.

—Cámbiate.

Cosme no hizo preguntas, simplemente se desnudó. Cuando el cura vio el lamentable estado de su ropa interior cambió de idea.

—Mejor quítate todo. Te subiré agua caliente. ¿Desde cuándo no te bañas?

—Desde que escapé de Madrid.

—Se nota.

Desapareció en la planta baja y regresó al rato con un caldero humeante, un trozo de jabón de sosa y una toalla. Sin esperar a que Cosme empezara a asearse, se puso la ropa de éste encima de la sotana y se caló un sombrero de ala ancha. Cosme no entendía nada, pero no se atrevía a preguntar.

—Quédate aquí. No abras la ventana. No hagas ruido. Volveré lo antes posible.

Intrigado, vio que el sacerdote desaparecía una vez más. Al poco, asomándose a los agujeros de los visillos, descubrió una destartalada carreta tirada por una mula y conducida por una figura envuelta en una manta. El cura, vestido con sus ropas, saltó a la parte trasera y emprendieron camino.

Fue más tarde cuando Cosme se enteró de la artimaña de don Armando: había salido de la aldea como si fuera él, la carreta regresó con un único pasajero, el cochero, y él volvió a la casa por una calleja trasera, al anochecer. Para todos, Cosme había sido únicamente un viajero de paso que había tenido a bien llevarle una carta y un paquete de su tío Benito y que después había seguido su camino.

—No puedo dejar que sepan que estás aquí —le dijo—. Corren tiempos revueltos y en esta aldea, aunque aislada, no estamos libres de malquereres.

—Debería marcharme.

—¿Adónde? No llegarías ni al río. En el pueblo somos pocos habitantes, pero más de uno te delataría. Tienen miedo, y es natural con lo que está cayendo en España. No. Tú te quedas aquí. Pero evita acercarte a las ventanas. Ven conmigo.

Abrió una puerta que había al final del angosto pasillo. Daba a una escalera más estrecha aún, oscura y empinada.

—Lleva al pajar. Si yo no estoy y alguien se acercara a la casa, sube de inmediato y escóndete. Y no te muevas de allí hasta que te avise. Tengo cinco aldeas que atender y no puedo estar siempre aquí. Prométeme que harás lo que te pido, por tu bien y el mío.

—Pero… si tengo necesidad de… de…

—Usa el orinal, para eso lo inventaron. No pongas esa cara, hombre, he atendido a enfermos que me han vomitado encima, no voy a asustarme por limpiar un perico más o menos.

A Cosme todo aquel asunto le acobardaba. Por varias razones. Nadie se acostumbraba a estar encerrado, sin saber hasta cuándo, dependiendo de un extraño que se presta a limpiar tus propias heces si fuera menester y, lo que era más turbador porque rompía su esquema moral, jamás había confiado en las sotanas y lo que representaban. Él era ateo, lo había sido incluso cuando el cura del barrio le echara el agua bendita en la cabeza. Sin embargo, estaba enteramente en manos de un sacerdote. Era una contradicción de doble vía: para él, que se veía forzado a hacer a un lado sus principios, y para el cura, que asumía el peligro de velar por un rojo. ¡Condenado fuese Benito! ¡En la que le había metido para salvarle el pellejo!

Aquella misma noche conoció a Paca.

Él le estaba contando episodios de su vida al cura, en voz muy baja, cuando escucharon el chirrido de la puerta de entrada al corral. Cosme dio un brinco y su mirada, extraviada por el miedo, se cruzó con la del padre Cuesta, que se llevó un dedo a los labios demandando silencio. Segundos después sonaron golpes de llamada. Dos distanciados, dos seguidos. Armando esbozó una sonrisa, le pidió calma por señas y se fue a abrir.

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