La mujer entró renegando. Apenas echó un vistazo al invitado, dejó sobre la trébede la manta con la que se cubría y el paquete que llevaba bajo el brazo, y alargó las manos hacia la lumbre, frotándoselas sobre las llamas.
—Hace una noche de mil diablos.
—Paca…
—De mil diablos, sí, padre. A ver cuándo deja de nevar de una maldita vez.
A Cosme no le cabía la camisa en el cuerpo. Y no entendía nada. ¿Acaso no le había dicho el cura que no se dejara ver? Entonces, ¿por qué se mostraba tan sereno ante la presencia de la mujer? ¿Quién era? Le preguntó en silencio, con la mirada, pero sólo obtuvo un atisbo de sonrisa.
—Siento no haber podido venir antes, padre —se excusó ella, echando mano de un cuchillo—. Marta, la mujer del Tobías, se puso de parto. Ha sido un crío. Tan feo como su madre, todo hay que decirlo —enfatizó.
—Paca… —recriminó el sacerdote mientras abría el paquete.
Para el republicano, que seguía en pie, en un rincón, como si quisiera fundirse con el grueso muro, la visión de una hogaza de pan oscuro y una media vuelta de chorizos consiguió elevar notoriamente su espíritu.
—Las cosas claras y el chocolate espeso, padre. Tobías es un ceporro y Marta más fea que un aborto. ¿Cómo iba a salirles la criatura? Y ya pueden dar gracias de no haber tenido una chirla, porque ya me dirá usted quién iba a pretenderla cuando fuera moza, a la pobre. El niño hasta ha sacado la verruga de su madre. Y es que es lo que yo digo: Dios los cría, padre, y ellos se juntan.
Después de despacharse a placer, ocupó uno de los taburetes. Cortó tres rebanadas de pan y puso sobre cada una de ellas un chorizo.
—Esta noche habremos de conformarnos con esto; para mañana prometo guisarle el conejo que le ha regalado la Verraca. —Alzó su mirada parda hacia Cosme—. Y usted siéntese, que hay que bendecir la mesa, parece que estuviera pasmado, hombre de Dios.
Armando soltó una carcajada sin poder evitarlo. Bendijo los alimentos y empezaron a dar cuenta de los chorizos salpimentados por los cotilleos de aquella mujer rolliza de fuertes brazos cubiertos de pecas y encrespada cabellera del color de las zanahorias. Al rumor de su cháchara, incontenible, Cosme se fue relajando.
Formaban un trío curioso, se dijo el tendero oyendo departir a sus dos compañeros. Paca, a tenor de sus comentarios, era viuda, una mujer bravía, sin pelos en la lengua, que se había ofrecido a cuidar del padre Cuesta aseando su casa y preparando sus comidas, amén de auxiliarle en los pequeños asuntos de la iglesia. Además, hacía de partera, curandera y herrera —trabajo que tomó como propio al fallecer su marido.
Según fue viendo con el tiempo, y tuvo mucho, cuatro inacabables años, Paca era una persona en la que se podía confiar totalmente.
El padre Cuesta se mostraba como un joven cabal, sereno y no demasiado hablador aunque admitía de buena gana, e incluso con chanzas, los chismes de ella. Un tipo ideal para cualquier mujer, con quien casarse y tener hijos hermosos, pero que había dedicado su vida al sacerdocio. Ni era de izquierdas, ni de derechas, si bien defendía la moderación en la política y la tradición en la doctrina religiosa. Era tan querido en la aldea como en los alrededores y su palabra iba a misa, nunca mejor dicho.
En cuanto a él, un prófugo al que le preocupó más depender de un cura que otra cosa, porque ya sabía él cómo se las gastaban los de sotana y crucifijo, pero a quien el proceder del padre Cuesta le rompió todos los esquemas y prejuicios.
Sí. Tanto en él como en Paca llegó a confiar a ojos cerrados: les debía la vida, ni más ni menos.
Finalizando el verano, a punto de acabar la Guerra Civil, entró en el pueblo un grupo de falangistas registrando casa por casa, cuadra por cuadra, pajar por pajar, se suponía que a instancias de algún rumor malintencionado, a la caza de enemigos.
En cuanto el padre Cuesta vio que subían a los pajares, apremió a Paca y ésta sacó de la casa a Cosme a base de empujones por una ventana. Prácticamente le arrastró hacia la cuadra. Fuera, cada vez más cercanas, se mezclaban las órdenes del cabecilla de los falangistas con las pisadas a la carrera de las botas militares que iban y venían irrumpiendo en los hogares, profanando la apacible tranquilidad de unas pocas familias atemorizadas.
Cosme estaba aterrado. Si le descubrían de seguro que lo fusilarían en la plaza, ni siquiera estaba documentado.
Paca palmeó los lomos de un par de vacas para que le hicieran hueco —las únicas que quedaban ya de la abundante hacienda de otros tiempos—, dobló su espalda rolliza elevando un trasero que Cosme ya había palmeado —después de más de tres años de convivencia, a pesar del curita y de estar casado, porque un hombre puede vivir sin vino y hasta sin tabaco, pero no sin sexo—, y tiró con fuerza de una anilla que levantaba una trampilla, descubriendo un agujero maloliente y oscuro, tan estrecho como el alma de un usurero.
—Abajo, Cosme. Y si quieres contarlo, ni respires.
El republicano no se hizo rogar porque en ese momento se asomaban a la puerta de la cuadra las sombras de cuatro fulanos con camisa negra y fusil en ristre.
Paca tampoco se lo pensó dos veces: cerró la trampilla y se puso en cuclillas al tiempo que se levantaba las sayas cintura arriba dejando al aire unos muslos blancos y ajamonados hasta la nalga. Cuando los falangistas se acercaron les increpó:
—Pero ¿qué coño pasa? ¿Es que una ya no puede ni mear tranquila? —explotó, orinando con la mayor naturalidad.
—Salga de ahí, buena mujer, tenemos que registrar la cuadra.
El que hablaba era demasiado bisoño. Le temblaba el fusil en las manos y Paca se dio cuenta de que estaba más asustado que un pavo el día de Navidad.
—¡Como no registres las ubres de las vacas! —respondió, salerosa como era—. ¿O lo que quieres ver son las mías, pollo-pera? Si esperas a que termine, a lo mejor nos ponemos a ello, que se te ve cara de no haberlo catado en meses.
Tal vez quiso contestar, pero se le anticipó otro de sus colegas.
—Vámonos, Jorge, aquí no hay nada.
Paca no había orinado porque sí, sino porque con el miedo le entraron las ganas. Gentuza como aquélla había llevado a más de uno al cementerio. Una vez se hubieron ido, el nudo de entereza con que afrontó su presencia se vino abajo y rompió a llorar: habían estado muy cerca de descubrir a Cosme, a quien había tomado aprecio. De haberlo hecho, tanto ellos como el padre Cuesta hubieran acabado fusilados. Ni se movió hasta escuchar el petardeo de la camioneta en la que llegaron al pueblo, alejándose. Luego se incorporó, temblándole las carnes, y abrió la trampilla. Estiró una mano y ayudó a Cosme a salir del agujero. De allí emergió un desastre, con ropa impregnada de moñiga de vaca, limpiándose la cara con la manga de la camisa.
Ella se echó a reír. Rio con ganas, con tantas como exigía liberar la tensión acumulada.
—¿Tenías que mearme encima, joder? —protestó él.
—Calla, bambarria, que vas a pasar a la Historia. Seguro que es la primera vez que una buena meada salva la vida de un rojo cabrón como tú.
—Fue en plena guerra, mientras se sucedían estos hechos, cuando yo conocí a Paco, hermano de una de mis vecinas cuyo marido había sido sacado casi a rastras de la vivienda para no regresar jamás. Nunca le quise —me confió la abuela, agachada bajo las faldas de la mesa camilla y dando vueltas al cisco del brasero—. No, nunca le quise. Vamos, que ni me gustaba. Pero estábamos en tiempos difíciles, yo sabía que él siempre había estado tras de mí, poco le importaba que fuera coja y hubiera dejado atrás la juventud. Y tenía que alimentar a tu madre y a la mía. Paco era desenvuelto, con recursos, contactos y algo de dinero, que sólo Satanás sabía dónde conseguía. —Acabada la tarea de remover las brasas se ahuecaba las faldas haciendo que el calor le subiera piernas arriba—. Hija, con este frío se le queda a uno tieso hasta el parrús.
Intercalando las notas que tomaba de su vida con los deberes del colegio, también pensaba yo en el buen tiempo. No solamente por dejar de sentir el frío que se pegaba a las paredes como una mortaja y del que era imposible desprenderse aun bajo las mantas, sino para que desaparecieran los sabañones de los dedos de mi hermana y mi madre se desprendiera de aquella bata gastada que siempre usaba en casa mientras cosía, sino por volver a oler la primavera, contemplar la floración de ciruelos y almendros, tumbarme en la hierba de El Retiro, estirar los brazos y cerrar los ojos al abrigo de un sol que me calentara, oyendo a ráfagas el chapoteo de los remos de las barcas en el estanque. O jugar con mis amigos, tontear con algún vecino de mi edad, y coger de los árboles pan quesillo que luego comíamos como si fueran golosinas.
—Paco —seguía mi abuela— se iba de incursión, como él decía, de vez en cuando. Nunca me dijo qué hacía, ni yo se lo pregunté porque me importaba un carajo. Supongo que de ahí era de donde sacaba las perras. Pero era un desgraciado que nos dio mala vida. ¡Anda que no me dio de hostias! ¡Y a tu madre, que era una niña callada e introvertida!
—¿Por qué no le abandonaste?
—Porque no podía. —Asentía con la cabeza, lamentando sus pesares—. Más de una vez pensé en cargármelo, no creas. O en denunciarlo, que para el caso era lo mismo. Pero luego pensaba qué iba a ser de nosotras, a fin de cuentas era él quien metía comida y carbón en casa. Tu bisabuela estaba en las últimas y tenía que mirar por mi hija. Me vengaba de él como podía, tirando su ropa por la ventana al patio. Eso sí, luego las bofetadas venían de dos en dos.
—Valiente cabrón —soltaba yo en voz baja, sin poder contenerme, ávida aprendiz como era del vocabulario de mi abuela.
—¡¡¡Nuria, esa lengua!!! —Me amonestaba mi madre desde la cocina—. A ti te la voy a lavar con lejía y a tu abuela acabo cortándosela, por enseñarte a decir barbaridades. ¡Más te valdría acabar los deberes, en lugar de pasarte toda la tarde escuchando batallitas!
Emilia captaba los gestos y la boca de mi madre pero, como entendía siempre a medias —cuando entendía—, se metía el dedo en el oído como para desatascarlo.
—¿Qué le pasa a tu madre? Menudo berrido. ¿Que se le ha quemado la tortilla? —Se volvía a medias, advirtiendo—: Pues te aviso que yo así no me la como, así que ya estás preparándome otra cosa, que demasiada mierda he comido ya en la guerra… Si es que no sabes ni guisar.
—Que no se trata de la tortilla, abuela.
—Entonces, ¿por qué grita así, como si la hubieran pisado un juanete, que nos va a dejar sordos a todos?
—Anda, sigue contándome lo de Paco.
En casa podíamos pasar frío y necesidades, pero desde luego no nos faltaba entretenimiento con sus historias. ¡Lo que yo hubiera dado entonces por disponer de una grabadora de las muchas que coparon el mercado!
Vuelta la calma, mi madre continuaba a lo suyo en el fogón y la abuela, dejando a un lado la labor, quitándose las gafas y frotándose los ojos, retomaba lo que me estaba contando.
—Cada vez veo peor. Ya, ni tres en un burro —se quejaba volviendo a colocarse los anteojos.
No era de extrañar, pensaba yo, porque los cristales tenían más huellas que los archivos de la Dirección General de Seguridad, y era lógico que no viera bien. Pero si se me ocurría decírselo o trataba de limpiárselas, se ponía como un basilisco:
—¿Las gafas sucias? ¿Que yo tengo las gafas sucias? ¿Es que me estás llamando guarra? Tengo yo el culo más limpio que tú la cara, niña.
—El culo no lo sé, abuela —me rebelaba yo—, pero los cristales están llenos de mierda.
—¡¡¡Nuria!!! —rebotaba el grito de mi madre por toda la casa.
Recuerdo un día en que mi padre, cansado ya de escucharla decir que se estaba quedando ciega, tomó prestadas las gafas mientras dormía y las limpió con agua y jabón. Cuando la abuela se las puso a la mañana siguiente la oímos murmurar por lo bajo:
—No, si al final, Dios va a existir. Hoy veo divinamente…
Retomando el período en que Emilia se casó con el tal Paco, me situaba en el año 38, antes de finalizar la Guerra Civil. En esos días en que los nacionales basaban sus esfuerzos en Aragón y recuperaban la provincia de Teruel, en poder de la República y dividían la zona enemiga en dos al entrar en Castellón. Días en que moría mi bisabuela, antes de la famosa, llorada y denostada batalla del Ebro, que terminó tristemente con la derrota republicana y con miles y miles de muertos. Antes, en fin, y no sé si gracias a Dios, de poder ver su país completamente en ruinas, cocido por el odio entre bandos contrarios, vencedores y vencidos y aliñado con la sangre de más de medio millón de cadáveres. La anciana no pudo decir nunca que, mientras duró su calvario, acunada por la explosión de las bombas, el llanto de viudas y huérfanos, las carreras de rojos tratando de escapar de los nacionales —y de nacionales intentando librarse de las armas de los rojos, que de todo hubo aunque ahora muchos quieran negarlo y no volver la vista atrás porque duele—, y el llanto de viudas y huérfanas, que su hija, mi abuela, no se preocupase de ella.
Fue mal vendiendo todo el ajuar, su ajuar, el que había ido confeccionando a base de ahorro y esfuerzo cuando se enamoró de Alejandro, para poder darle un trozo de pan. Hasta mi madre, una criatura de corta edad, hubo de salir a la calle a pedir limosna para su abuela y recuerda que los soldados, al verla tan chiquita, le daban siempre alguna cosilla.
—¡Pobre bisabuela! Tenía una caja de botones —me decía—. Junto a la cabecera de la cama, para poder llamar por las noches. Aún parece que escuche su sonido.
—Como escucho yo también las protestas del cabronazo de Paco renegando de ella porque no nos dejaba dormir —intervenía mi abuela que, curiosamente, parecía haber seguido el hilo de la conversación aunque mi madre hablaba bajito—. Muchas familias pudientes y de derechas, que apoyaban a Franco, decidieron salir de Madrid, porque era rojo y republicano hasta en las alcantarillas, escapando del peligro que suponía enfrentarse a las hordas que ocupaban las calles con sus gritos, sus banderas y haciendo acopio de armas.
—A pesar del hambre que se cernía sobre nosotros día tras día —seguía mi madre—, tu abuela Emilia nunca hizo, y eso hay que decirlo bien alto, nada deshonroso. Ni siquiera tocó los armarios de una vecina que se marchó dejándole la llave y haciéndola prometer que tomara lo que la hiciese falta. Sabiendo como sabía que los estantes de esos armarios estaban repletos de latas de conserva. —Movía la cabeza, como si no acabara de entender tan arrogante actitud—. Ni siquiera se acercó a ellos y prefirió seguir mendigando una patata o una cebolla con las que hacer una sopa, o harina para gachas.