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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (9 page)

BOOK: La página rasgada
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Tal desfile de personajes que yo veía casi ancestrales, me llamaba poderosamente la atención, pero reconozco que tenía debilidad por las lavanderas y, una y otra vez, la instaba a que contara sus vivencias, porque también ella se ganó la vida con ese trabajo y hablando de ello parecía revivir.

En mi ignorancia, me costaba imaginar a mujeres frotando, enjabonando y enjuagando sábanas, por poner un ejemplo, destrozándose la espalda en los pilones y cuarteando sus manos de frío, ahora que los electrodomésticos eran mobiliario común en cualquier casa.

—La mayoría de ellas eran muy humildes. Viudas o madres de familia numerosa, de tantos hijos como llegaban porque entonces los anticonceptivos no se conocían, pendientes de unos céntimos tan necesarios como el aire que respiraban.

Antes de nacer la abuela, el trabajo de lavandera era durísimo, pero a su entender mejoró bastante cuando construyeron el asilo junto a la Glorieta de San Vicente.

—Se trataba de acoger a los chiquillos de las trabajadoras mientras ellas se dejaban los riñones en el Manzanares y tendían al sol ropas de cama y mesa, o camisas de la gente acomodada pero también largos calzoncillos remendados y llenos de «ventilaciones» —le salía una risa condescendiente—. El edificio quedó destruido durante la guerra, pero en el 46 volvió a levantarse entre las calles de Pontones e Imperial. De todos modos, el gremio de las lavanderas se fue extinguiendo, víctima de los avances técnicos, de modo que el local fue destinado a otros usos. ¡Se han perdido tantas cosas en este país, Nuria! Sobre todo durante la guerra.

10

1936. Estalla la guerra civil en España.

La más dramática guerra que cualquier país puede librar, fratricida y cruel, que en nuestro caso enfrentó a padres e hijos con un rastro de odio que aún perdura.

—Más de medio millón de muertos y un país destrozado, hija —se lamentaba la abuela.

Yo había leído que los asesinatos de un teniente de la Guardia de Asalto y del derechista José Calvo Sotelo, ambos en un intervalo de pocas horas, precipitaron los acontecimientos.

—El 18 de julio —continuaba ella—, el Gobierno tuvo conocimiento de que varias guarniciones se estaban rebelando a las órdenes del general Francisco Franco Bahamonde, o sea, el Caudillo. Ya era comandante en jefe en Marruecos y estaba casado con Carmen Polo. Franco encabezó la sublevación desde el otro lado del estrecho. Poco a poco se le fueron adhiriendo fuerzas militares y el Gobierno de Burgos le designó, el 1 de octubre del 36, jefe del Gobierno del Estado español, con plenos poderes e investido con el título de Generalísimo de los ejércitos. El país se sumergió entonces en una espiral sangrienta.

Ella evocaba tales sucesos con todo lujo de detalles porque, según me decía, aún resonaba en sus oídos el estampido de las bombas. Que si la zona republicana, que si la nacional, los rojos y los azules, los buenos y los malos o viceversa, dependiendo del bando en el que cada cual se encontrase atrapado durante la contienda.

Me hablaba de una España dividida, del Gabinete liderado por Giralt, de la CNT —Confederación Nacional del Trabajo— de tendencia anarco-sindicalista, de las milicias que se paseaban portando banderas republicanas, montando en coches y camiones y lanzando proclamas a la unión y en contra de los fascistas opresores.

Eran tiempos en los que también se activó la ayuda exterior a nuestro país, materializada con efectivos humanos. Las Brigadas Internacionales apoyaban a la España republicana, cuyo exponente máximo fueron los 12.000 soldados canadienses de los que se dijo —y cito textualmente— «crearon la unidad militar más auténtica de la historia de Canadá: el batallón Mackencie-Papineau de la 15ª Brigada Internacional del Ejército Republicano Español, los “Mac-Paps”». Por contra, tropas alemanas e italianas lucharon por el bando de la España nacionalista.

—Familias enteras quedaron divididas. Padres, hijos, hermanos. Menos mal que los míos se quedaron en Madrid.

A mí seguía intrigándome sobremanera su relación con el hombre que engendró a mi madre y, entre información y chascarrillos, trataba de abordar el tema con prudencia, porque ya me había dado cuenta de que la abuela no deseaba hablar de un asunto tan espinoso.

—¿Hubo algún conocido vuestro que estuvo en el otro bando?

—Pues claro, hija, muchos. ¿No te acabo de decir que unos quedaron en zona nacional y otros en zona roja? Aquello fue terrible.

—¿Y Alejandro?

Se volvía presurosa hacia la ventana, como asustada. Fijaba sus cansados ojos en ella y luego me miraba con el ceño fruncido.

Intentar mantener una conversación normal con mi abuela cuando se hacía la distraída era como escalar el Everest a pelo. A veces me desestabilizaba.

—Vamos, cuenta.

—Anda, tráeme un vaso de agua, que me tienes la boca seca, so cotilla. —Mientras yo hacía lo solicitado la escuchaba renegar entre dientes—. Esta chica cada vez es más impertinente, debe de ser la educación que le dan las monjas. ¡Valiente juventud! ¡Otra guerra os haría yo pasar para que anduvieseis listas!

Bebía, se secaba los labios con uno de los pañuelitos que ella misma se bordaba y siempre llevaba guardado en la manga del vestido y preguntaba:

—¿Por dónde estábamos?

—Por los bandos —le recordé, sabiendo que no me hablaría de Alejandro. Se hacía la tonta muy bien, cuando le convenía.

—Ah, sí. —Movía la cabeza y recordaba—. Al principio, las leches empezaron en el norte. Oímos decir que el pueblo de… de… Bueno, no recuerdo cómo se llama, pero está pintado en un cuadro muy raro. Una vez me enseñaron un dibujo; aunque si eso es un cuadro que venga Dios y lo vea.

—Es el
Guernica
. De Picasso.

—Sí que era un fiasco hija, sí. Pintura, la de Romero de Torres y no esa cosa.

—Vale —me rendía incondicionalmente.

—Como te iba diciendo: que lo bombardearon. Nos íbamos enterando por los diarios que caían en nuestras manos, siempre tarde, días después de que hubiera sucedido. Y otras veces por el boca a boca, porque hasta los periódicos se usaban para calentarse en las noches frías. Ya ves lo buenos que son para el resfriado.

Asentía yo, no me quedaba otra. Cada vez que pillaba un catarro, mi abuela me daba unas friegas de aguarrás antes de embalarme en papel de periódico, como si fuera a enviarme en valija diplomática, luego me ponía una camiseta gruesa y me obligaba a guardar cama. No sé si era el calor del papel o la maldita camiseta que picaba como mil demonios, el caso era que a la mañana siguiente el resfriado remitía. La abuela conocía mil y un remedios de andar por casa, los aplicaba, y no dejaba que nadie dudara de sus beneficios curativos.

—Creo recordar que fue en abril. Sí, en abril del 37, cuando tu madre cumplía años. Dos meses más tarde tomaron Bilbao, luego Santander y Gijón.

—La guerra, entonces, quedaba lejos de Madrid.

—Lejos, no, que casi la tocábamos con la punta de los dedos. Lejos, Rusia, desde donde se decía que venían las órdenes para los republicanos.

—Eso es verdad, Rusia está más lejos —le seguía la corriente.

—Los republicanos la montaron gorda en Guadalajara. Y en Brunete, sobre todo en Brunete. Allí sí que hubo hostias.

—¡Mamá, por favor! —se sulfuraba mi madre oyendo sus lindezas.

Pero como mi abuela estaba «teniente», como ella misma admitía —sólo ante mí—, y su oído era como una pared de ladrillo visto, seguía a lo suyo.

—A algunos de mis vecinos les dieron el paseíllo. Una extraña excursión de la que no volvió ninguno. Ni siquiera el chaval de don Pedro, el que estuvo en la guerra de Cuba, Cirilo se llamaba, el pobre. Lo denunciaron, vinieron a por él y se lo llevaron sin explicaciones. Nunca más volvimos a verlo. Había mucho hijoputa en aquel entonces, Nuria, pero mucho, mucho. Cualquier resentido podía denunciar al vecino con el que no se llevaba bien tachándole de rojo y ¡hala, a tomar por el culo! No podías fiarte ni de Cristo.

—¡¡¡Mamá!!!

11

A través de la mejor amiga de la abuela, Amalia —que por ese tiempo venía a casa un día sí y día no, acompañada por su hija y su yerno (que ésa es otra historia), con el único propósito de merendar de balde, porque la abuela sería una persona difícil pero con las amistades se comportaba espléndidamente—, me enteré de lo sucedido con don Cosme, el tendero republicano, y don Benito, aquel de quien la abuela contaba que era más de Franco que los requetés.

Al parecer, fue una gélida noche de invierno, tan cruda que se habían formado carámbanos en las cornisas y el agua del pilón del patio se convirtió en hielo. La vecindad cocinaba lo poco que podía añadir a los pucheros y las volutas de humo de las chimeneas se mezclaban en el aire con partículas polvorientas del último bombardeo. Ni siquiera quedaba cisco en los braseros. Escaseaba todo excepto los sueños que anhelaban el fin de la guerra.

—Don Benito atravesó el patio renqueando, congestionado a pesar del intenso frío —contaba Amalia—. Los que le vieron pasar afirmaban después que parecía que huyese de algo, pero nadie quería problemas y escondieron tras los visillos unas conciencias que se desentendían de lo que pudiera pasarle a un individuo con el que la mayoría no se llevaba demasiado bien, porque era de derechas y en aquella parcela de Madrid todos iban con los republicanos. Decían los vecinos de tu abuela que era como tener una víbora bajo el trasero porque, como pájaro de mal agüero, les advertía una y otra vez que las tropas de Franco acabarían por tomar Madrid y entonces ya verían lo que iba a pasar.

Don Cosme escuchó que llamaban a su puerta. Extrañado por lo tarde que era, se levantó de la mesa con la cena en la boca. Su esposa lo detuvo sujetándole de la manga.

—No abras.

Honorina era una mujer baja, siempre vestida de negro, de gesto adusto y cabello encanecido prematuramente. Antaño había sido una buena moza, pero el miedo la había convertido en un cadáver, en una persona huidiza y desconfiada, como a tantos otros. Hermética y muy poco dada a confraternizar con los vecinos, huía siempre de corrillos y cotilleos. Ella nunca atendía el mostrador de la tienda de ultramarinos que les daba de comer, pero controlaba que su esposo no fiase más de lo debido, así que tampoco era santo de devoción del vecindario.

—¿Por qué no voy a abrir, mujer?

—No sabes quién es, éstas no son horas.

—¡Y tanto que no! Pero si no abro, no lo sabré en toda la noche —repuso él.

Apenas accionó la llave, el corpachón de Benito se le vino encima.

—¡Cierra!

Tomó asiento ante la mirada atónita de Honorina tratando de recuperar el resuello, mientras Cosme, asustado, atrancaba la puerta.

—¿Qué te pasa?

—¿Has cerrado?

—Sí, he cerrado.

Benito se sirvió un poco de agua y bebió con ansia. Después, recuperando un poco el sosiego, dejó caer la noticia sin andarse por las ramas:

—Vienen a por ti, Cosme.

Honorina dejó escapar un grito ahogado y el dueño de la casa se quedó blanco como el papel.

—¿Me has oído, coño? Vienen a por ti, acabo de enterarme mientras jugaba al mus en la taberna de Antonio.

Republicano como era, Cosme sabía —como sabían todos— que Benito alternaba con los fascistas, algunos de los cuales barrían la ciudad en una caza de rojos. De inmediato pensó en tantos otros conocidos a los que habían sacado de sus casas a plena luz del día o en medio de la noche. Se le hizo un nudo en la garganta y se derrumbó en una silla con los ojos espantados fijos en la cara del vecino.

—¡Dios mío…! —sollozó, buscando a tientas la mano de su esposa, con el pánico bloqueando cada una de sus células.

—¡No me jodas, Cosme! —Bufó Benito—. No has rezado en tu puñetera vida, tú y yo lo sabemos. ¿Y ahora te acuerdas de Dios? Vamos, muévete, coge una muda limpia y salgamos de aquí.

Honorina saltó hacia él como una loba.

—¿Dónde quieres llevarlo, pedazo de cabrón? —Se le plantó dispuesta a defender a su marido—. ¡Malditos sean todos los putos camisas negras…!

—¡Baja la voz o te la bajo yo! —le advirtió—. Cosme, tenemos que irnos ya, deben estar a punto de llegar. ¡Levanta el culo de ahí, joder!

Cosme no reaccionaba. Lo que tanto había temido estaba a punto de materializarse. Antes de empezar la contienda no dudó en defender sus ideales con orgullo, pero las tornas habían cambiado; ahora los falangistas mandaban y en el barrio se sabía que él formó parte de la milicia del bando contrario. Por tanto, era carne de cañón para cualquier chivatazo. Tenía la soga al cuello. Era un decir, porque no se ahorcaba a los rojos, se les ponía ante un paredón y se disparaba. Ésta era la única línea de pensamiento que le bloqueaba, aunque el foco de su temor era su esposa: le horrorizaba dejarla sola y que tomaran venganza en ella.

—¡Cosme, espabila! —Benito ya tiraba de su brazo.

A duras penas se puso en pie con ojos vidriosos y un tapón en el pecho que le ahogaba. Echó un vistazo a su mujer que, cuchillo en ristre, parecía decidida a acometer con tal de protegerlo.

—Deja eso, Honorina —dijo al fin—. De poco sirve un cuchillo de cocina frente a fusiles y pistolas.

—¡Si tienen cojones, que entren por esa puerta! —respondió ella—. Juro por mis muertos que a más de uno me lo llevo por delante antes de que te pongan una mano encima.

Probablemente fue el parlamento más largo que Benito la oyese nunca, y su decisión le provocó un ramalazo de admiración.

—No te preocupes, voy a esconderle —la tranquilizó Benito.

—Tú lo que quieres es entregarlo y llevarte los honores, que siempre les has lamido el culo.

—Te equivocas. Es verdad que tu marido y yo hemos discutido muchas veces a cuenta de la política, pero es mi amigo. Vas a tardar un tiempo en volver a verlo, Honorina, habrá que esperar a que todo se calme, pero te juro por Dios que lo pondré a salvo.

—¿Dónde? —Lloraba ella ya, abatida y resignada.

—Es mejor que no lo sepas. En zona segura. Esta misma noche salimos para allá.

Benito cumplió su promesa.

Más allá de las salidas de tono y los exabruptos con que aderezaban sus partidas de mus y sus tertulias, se fue alimentando en ellos la raíz de una amistad hosca, nunca confesada, un lazo invisible que anudó el espíritu de dos humanidades nobles, a espaldas de banderas y colores, rompiendo la barrera del odio.

Cosme tardó cuatro largos años en regresar a Madrid.

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