—En todo caso, vinagre frío, ¿no? Y si no hay vinagre, pues vino.
—Usted sería capaz de recetar vino incluso para resucitar a Nuestro Señor Jesucristo, doña Evarista.
—Pues mire usted: a lo mejor así lo hubiera hecho antes del tercer día.
—¡Qué barbaridad! —exclamaba la otra, persignándose.
Era el clásico choque de dos mujeres que servían de comodilla a la vecindad. Una, atea declarada; la otra, santurrona de misa diaria. Aunque en el fondo, dos seres próximos, bien dispuestos al auxilio comunal que no dudaban en prestarse patatas o cebollas.
Entonces, los vecindarios no eran colmenas donde la gente vive sin conocer siquiera al de la puerta de al lado y a lo más que se llega es a dar los buenos días por la escalera o en el ascensor, por eso de la buena educación. En ese tiempo los vecinos hablaban, se prestaban utensilios, se contaban sus cosas, se ofrecían para reparar los desperfectos en casa ajena, según su profesión. Se ayudaban. Las mujeres solían sentarse a coser en los patios o en la puerta de las casas donde vigilaban a los chiquillos y, de tanto en cuanto, veían pasar algún automóvil. Los hombres se encontraban en la taberna de la esquina para discutir de fútbol, de la Casa Real, de la República, que tenía que llegar porque España estaba de vergüenza; de la última faena de toros, o de la actriz de moda, un auténtico jamón, con permiso de la prójima.
—¿Y qué me decís de la leche? —metía baza entre asta y asta don Benito, que era cerrajero y según decían había conseguido abrir la caja de un banco cuando era joven, por lo que le cayeron seis años de penal—. El artículo del
ABC
lo deja muy clarito: nos quieren envenenar.
—¿Te refieres al artículo de Sánchez Pastor? —preguntaba el padre de Ginés, el enamorado de la abuela—. Me lo han leído en Casa Valiña, ya sabéis, la botillería de la calle Mayor. Yo creo que es una exageración.
—De exageración nada.
—Si tú lo dices…
—Ese tío no tiene pelos en la lengua, dice lo que piensa y lleva más razón que un santo. Lecheros, carniceros y tenderos de comestibles se están poniendo las botas vendiendo género averiado, como dice él, y aquí no se mueve ni la puta de bastos.
—¡Alto ahí! —clamaba entonces don Cosme—. Benito, por mí puedes poner en el ojo del huracán a los lecheros y a los carniceros, pero, ¡ojo!, que yo tengo una tienda. ¡Y no consiento que nadie dude de mí!
—No me refería a ti, Cosme.
—Por si acaso.
—Mi mujer compra en tu tienda desde siempre y sabemos que eres honrado. Tanto, que sé de buena tinta que ni siquiera mezclas las judías de un año con otro.
—¡Ni a las judías ni a la madre que me parió!
Entonces se hacía notar don Pedro, que estuvo en la guerra de Cuba, para apaciguar los ánimos cambiando de tercio.
—¿Os habéis enterado de que el fiscal que lleva el crimen de Gilbuena pide la pena de muerte?
—A ése le colgaba yo de los huevos —no dudaba Cosme, cargado de razón.
—¿Al fiscal?
—No, hombre, no. Al asesino.
—Algún testigo dice que fue por amoríos que lo mataron a tiros, pero el fiscal asegura que ha sido por resentimientos políticos.
—Tampoco sería de extrañar. Y es que aquí acaba por liarse una gorda, señores, porque ya está bien de tanto mamoneo con la puta monarquía.
—Alfonso es rey por la gracia de Dios —terciaba Benito, estirando el cuello con firmeza. Poco, porque lo tenía corto, pero haciéndose notar.
—¡Y tú eres gilipollas por la misma gracia!
Y ya se liaba otra vez, como cada tarde.
Remedios caseros o no, Emilia no mejoraba. Al dolor cada vez más intenso de su pie se le fue añadiendo una tumefacción violácea que disparó la alarma familiar. Se la hospitalizó deprisa y corriendo, pero el destino ya había escrito con renglones torcidos su nombre: gangrena.
Se le practicó una primera intervención y cortaron por el tobillo. En una segunda, lo hicieron a la altura de la rodilla. El médico aseguró que no habían tenido otro remedio porque la infección se había extendido.
—Madre, ¿puede usted rascarme el pie? —pidió Emilia al volver en sí tras horas de sedación, con la espontaneidad de quien era ajena a su desgracia.
Isabel, desmadejada su alma y bloqueada su garganta, se acercó a la cama y atusó el cabello de su hija. ¿Cómo iba a explicarle a su mocita que acababan de amputarle media pierna?
—Madre, me duele la rodilla.
—Tranquila, Emi, no es nada, se te pasará dentro de un momento. Llamaré a la enfermera para que te dé un calmante.
—Me duele mucho.
—Vuelvo ahora mismo.
La enfermera de guardia, una muchacha joven que apenas llevaba unos días en el hospital, revisó el vendaje y le proporcionó un sedante que la sumió en el sueño. A media noche, los dolores eran tan intensos que Emilia despertó en un grito. Su madre volvió a llamar a la sanitaria y ésta, alarmada, acudió al médico de guardia.
—Quiero un quirófano ahora mismo —le dijo a la joven—. ¡Muévase, enfermera, coño, que es urgente!
Emilia se desmayó mientras su camilla era arrastrada a lo largo del pasillo. Isabel, en un mar de lágrimas, pretendía entrar con ella, pero no se lo permitieron. Aguardó entre sollozos incontenibles en un pasillo que alguna vez fue blanco, largo, aséptico, de ventanales opacos hacia los que volvía la vista y a los que antes habían mirado miles de ojos cargados de esperanza o hundidos por el desánimo, bajo los cuales anidaban asientos de madera cuyo respaldo era la pared misma, estación de espera de una palabra de aliento que a veces no llegaba, o de unas palmaditas médicas que permitían regresar a la fe. Paredes desnudas, como su propia vida, donde se leían nombres escritos a carboncillo y algún corazón grabado a punta de navaja con las iniciales del enamorado y su amada.
Sentándose y levantándose a cada minuto, pasaban entre sus dedos, doloridos del trajín de la costura, las cuentas del rosario que, dijera lo que dijese, seguía siendo para ella el único eslabón a una fe que proclamaba extinguida, pero que no lo estaba del todo.
Horas después, el viento de la desdicha sopló con saña sobre ella.
—Lo lamento, señora.
—¿Y mi hija? ¿Qué han hecho con mi hija?
—Está bien, tranquilícese. Hemos vuelto a cortar… más arriba, pero ya no hay peligro. Era eso o perderla.
Aquélla no fue la última vez que entró en quirófano. Había muerto una chica de la misma edad y el cirujano propuso a la bisabuela un trasplante tras conseguir el visto bueno de los padres de la difunta, algo absolutamente inusual en aquellos tiempos en que la ciencia chocaba con las tinieblas de la superstición. Isabel no se opuso, ¿cómo negarse? Aun a riesgo del peligro que entrañaba por aquel entonces, con medios técnicos muy limitados y la sombra del fracaso pendiendo amenazadora, era una luz al final del túnel. ¿Cabía otra opción? Los sueños de la niña se habían roto para siempre y a los ojos de Isabel, cualquier mejora sería una bendición.
No fue así. El cuerpo de Emilia rechazó el implante.
Trece años y coja de por vida.
A partir de entonces hubo de valerse de una muleta de madera cuyo chirriar la acompañó siempre.
Se podría imaginar que una desgracia así, a tan temprana edad, afectaría al carácter de Emilia. Sin embargo, lejos de enclaustrarse en casa, como parecía lo propio, se acicalaba y, burlando la vigilancia de su madre cuando podía, se escabullía para ir al baile.
Y en abril de 1910, cuando el rey Alfonso XIII dio el piquetazo de salida al derribo del primer edificio sobre el que se comentaba la acometida a la puesta en marcha de la Gran Vía, allí estaba ella. Seguía estando viva y eso era lo que le importaba; el hecho de carecer de un miembro no iba a mermar su sed de correrías.
A todas luces, su mutilación no disminuyó su capacidad para atraer a los hombres. Guapísima y risueña, morena y garbosa, seguía disponiendo de un cortejo de admiradores. No se amilanaba a la hora del baile y los muchachos se la disputaban.
Ciertamente, su cuerpo limitado albergaba un espíritu bravo, de los de «armas tomar».
—Yo tenía entonces un par de cojones —solía decir ella con la vista perdida, abrazando los recuerdos.
En efecto, así debía ser: coja y todo hubo tres hombres en su vida, de modo que es imposible no dar crédito a su coraje.
Uno a uno, Emilia fue testigo de la demolición de los cientos de edificios que se expropiaron para dar cauce a la arteria más importante de Madrid, del montaje de canales de agua y luz, el acoplamiento de farolas de gas, la inauguración de la estación de metro de Gran Vía… Del progreso.
La capital no dejaba de crecer al tiempo que Europa se desangraba en el conflicto de la Primera Guerra Mundial, en la que España no intervino. El 7 de agosto de 1914 el periódico
La Gaceta
publicó el decreto del Gobierno por el que se daba carta de naturaleza a la neutralidad española. La piel de toro no era sino un país a la deriva, con un ejército moribundo y atrasado, sin apenas flota naval, de economía raquítica y arcas esquilmadas. Los países que tomaron parte en la contienda no tenían interés en que España se sumara a la guerra y para una parcela importante de la sociedad española, la preocupación era la subsistencia diaria, por más que política y diplomáticamente, los problemas se centraran en Gibraltar y Marruecos.
Ajenos sólo en parte a las hostilidades exteriores y a los diez millones de bajas que causó la colisión de intereses y la estupidez humana, los españoles se iban enterando de los horrores de la guerra y sus daños colaterales por los periódicos. En uno de ellos, los alemanes hundieron una nave comercial y España lloró la pérdida de uno de sus más virtuosos compositores, Enrique Granados, víctima del torpedo de un submarino que partió en dos el barco en el que viajaba con su esposa. El final de las beligerancias, sin embargo, contribuyó al despegue económico español. Los europeos necesitaban alimentos, armas, carbón… La industria textil, la minería y la construcción naval, entre otras, empezaron a despegar.
La guerra, en cualquier caso, traería funestas consecuencias sanitarias. Un brote de gripe, que se extendió por todo el mundo causando casi 300.000 muertos, alcanzó a España. Entre ellos, el otrora enamorado de Emilia, Ginés, recién regresado de Francia adonde se desplazó para conocer a los padres de la mujer con la que se había casado y de donde regresó viudo —ella fue otra de las víctimas— y muy enfermo. La intensidad de los transportes y el movimiento de excombatientes hicieron que la enfermedad se expandiera de forma inusitada.
A pesar de que se aconsejó a Emilia no acercarse al hospital donde Ginés estaba ingresado, desoyó hasta las súplicas de su madre y del propio padre del enfermo, compró unos dulces, tomó un tranvía y se presentó en el sanatorio.
El lugar era un ir y venir de batas, estetoscopio al cuello y cofias almidonadas, con camillas incluso en el pasillo de entrada. Esperó a que buscaran en la interminable lista de infectados y, acompañada por el soniquete de su muleta, se dirigió a la sala indicada en busca de su amigo y vecino.
El recinto, en la segunda planta, la impactó.
Decenas de camas metálicas pintadas de blanco sucio, bajo las cuales sobresalían orinales desconchados, muchos de los cuales no habían sido vaciados, se alineaban a modo de cuartel, albergando cuerpos gimientes cubiertos por sábanas arrugadas. La mortecina luz del atardecer que se filtraba por los ventanales, el resplandor de unas pocas bombillas sucias y un olor intenso a humanidad viciada, conferían al lugar el aspecto de una morgue.
Haciendo oídos sordos a los susurros y las quejas, al ajetreo de médicos o enfermeras y a la ola de muerte que parecía propagarse con cada tos, se fue acercando al número de la cama de Ginés.
Parecía dormido, respiraba con dificultad y a los pies de su cama la recibieron las heces de su bacinilla. Emilia la empujó hacia atrás antes de llamar la atención del enfermo.
—Hola, pimpollo.
Unos ojos enfebrecidos se abrieron para clavarse en ella. Brillaban con el destello turbio de un mal que se lo estaba llevando por delante. Eran unos iris a los que habían truncado sus ilusiones y su vida, que han visto el horror en primera persona, a los que ya no les importaba si la guadaña llegaría esa tarde o a la mañana siguiente. Eran la otra cara de aquellos que la miraron con tintes de sana lujuria y se encandilaban con su buen humor y su garbo. Tan ausentes y desvaídos que a ella le costó continuar con la sonrisa en la boca.
—Emi —susurró una voz lejana, que parecía estarse marchando. Un brazo macilento y flaco asomó por debajo de las sábanas y una mano huesuda amagó con estrechar la de su amada de adolescencia, pero se detuvo a tiempo, retirándose bajo la gastada manta.
—¿Cómo te encuentras?
—Muerto.
Emilia apoyó su muleta junto al cabecero, dejó los dulces en la mesilla, arrimó un apolillado taburete y se acomodó en él, haciéndose con la mano de Ginés que no tuvo energía para resistirse, tomando entre sus dedos aquellos otros que, tiempo atrás, crearon maravillas de pedazos de madera. Tenía la piel caliente y viscosa y ella se sobrepuso al impulso de soltarlo. Con un gesto pícaro en los labios, dijo:
—Siempre tan pesimista. Tienes redaños suficientes como para salir de ésta, así que no me vengas con zarandajas. No irás a rendirte ahora, sólo para despreciarme los bollos. Son de los que siempre te han gustado, ya sabes, «pelotas de fraile».
Lo que pudo haber sido una carcajada no pasó de una tos quebrada que sacudió el pecho del enfermo. Emilia siempre llamaba así a unos bollos redondos rellenos de crema.
—No cambiarás nunca. Gracias.
Se aproximó una enfermera y tendió a mi abuela una mascarilla al tiempo que indicaba:
—Ya tenemos suficientes afectados. Póngase esto.
La abuela miró esa especie de trapo blanco con cintas, olvidó a la otra y volvió a centrar su atención en Ginés.
—Guárdelo para otro, parece que andan escasos.
—Le digo que tiene que ponérsela.
—Y yo le digo que no. Atienda a sus obligaciones, no se preocupe por mí.
—¡Oiga usted…!
—¿Quiere largarse de una vez? —La increpó Emilia con cara de pocos amigos—. Este fulano se me está declarando y usted no hace más que incordiar, señorita. ¡Hala, hala, largo de aquí, mujer, y dedíquese a otros pacientes! Y cuando puedan, se llevan ustedes el orinal.