Tardes enteras pasaba desbrozando sonrisas por la pradera en la que se montaba la verbena de San Isidro, flirteando con cualquier joven, gastando bromas, para acabar en El Retiro cortando lilas, tomando chocolate en Casa de Vacas o montando en barca, si la invitaban.
Cuando había algunos céntimos de más, acudía a tomarse un refresco en el Café Gijón donde, con suerte, alguien la dejaba leer
El Heraldo de Madrid
, de ideología liberal, cuyos artículos relataba luego a su madre. Cuando no había dinero, la mayoría de las veces, se conformaba con hacer silbatos con huesos de albaricoque o acericos con papel de periódico para clavar en él sus escasos alfileres de colores. O, simplemente, colgarse en las orejas cerezas de doble rabo a modo de pendientes.
Se ilusionaba deambulando por una ciudad viva y bullente, mirando los coches de caballos. Por un Madrid de pintores clásicos, escritores de barba y bigote, arrabales, tascas con olor a rancio, urinarios públicos donde se daba rienda suelta a vicios reprobables que la policía reprimía cebándose en los homosexuales —maricones sin más por aquel entonces—, y cafés atestados con el humo de los puros confeccionados por las cigarreras —mujeres de armas tomar que hacían frente al primero que se les ponía por delante—. Por un Madrid que crecía de día en día, donde las transformaciones urbanas iban dejando de lado los viejos barrios y las rancias edificaciones para dar paso a las primeras moles de piedra de entidades financieras.
—Emilia, trae agua.
—Voy, madre.
Esa frase se repetía con demasiada frecuencia. Emilia no entendía para qué necesitaba su madre tantos cubos de agua, pero callaba y salía al patio, a la fuente, cargada con el cubo a la cadera y tarareando alguna cancioncilla.
—Niña, cada vez estás más bonita —solía escuchar.
Se volvía, ufana, y dejaba una caída de ojos al chaval de don Andrés, Ginés, que la perseguía día y noche.
—No se ha hecho la miel para la boca del asno —replicaba altanera.
El muchacho, picado en su hombría, se acercaba limpiándose las manos en el desgastado delantal que cubría las zurcidas perneras de sus pantalones. Emilia, a pesar de su edad, destacaba como una onza de oro en medio de una pila de carbón. Usaba vestidos sencillos y nunca la vieron con otro adorno que unos antiguos pendientes de su abuela, de los que su madre nunca quiso desprenderse por ser el único recuerdo material que tenía de ella. Pero lucía repeinada, con un cutis sonrosado, la boca de su madre y los ojos de su padre. Una belleza con aires de reina y lengua vivaz que lo tenía embelesado. Y él, a sus mozos años, empezaba a pensar que ya era hora de echarse novia. Era ebanista, trabajaba por cuenta propia, tenía encargos de señores importantes y algunos ahorrillos, los suficientes como para poder alquilar una de las viviendas que habían quedado vacías en la comunidad. No es que fuera para vivir con holgura, porque el derrumbe de la economía del cereal había llevado los precios de los alimentos a las nubes y España bailaba entre el hambre y la miseria, pero con crisis o sin ella la gente seguía casándose y teniendo hijos.
—Te he hecho una bandeja —decía él.
—¿Una qué?
—Una bandeja. Espera, que te la doy.
Salía a escape hacia su pequeño taller y ella aguardaba. Maldita la falta que podía hacerle una bandeja, cuando lo que necesitaba de verdad era una pieza de percal nuevo. O un kilo de bacalao, en todo caso, que costaba casi un cincuenta por ciento más que a primeros de año, pero la satisfacía ver el entusiasmo que ponía el chico en agasajarla. Siempre podría vender después el regalo y conseguir cebollas o un poco de aceite.
—Es bonita —le decía, pasando la palma de la mano por la superficie de madera satinada donde Ginés había grabado un ramo de flores—. Tengo que reconocer que eres un artista.
—Voy progresando —admitía muy gallito, con las plumas alborotadas por la alabanza—. Y ahorrando cada vez más.
—Mira qué bien.
—Si tú quisieras… —se atascaba y enrojecía, volviendo a limpiarse las manos en el delantal, presa de su inseguridad.
Emilia se fijaba en él. Era un buen mozo. La sacaba una cabeza, lucía una buena mata de pelo cobrizo, un gracioso bigotillo que parecía una fila de hormigas poco poblada, era simpático, atento y trabajador. Y los pequeños detalles que tenía con ella le venían muy bien trocándolos por comida.
—Si yo quisiera… ¿qué? —le incitaba, sabiendo de antemano que volvería a la carga, como siempre.
Él carraspeaba, cada vez más incómodo, bajaba la cabeza y decía:
—Podríamos ser novios.
Ella, sin contestarle, se llegaba hasta la fuente a llenar su cubo elevando en ondas su risa cantarina que él percibía con recelo ensimismado, mientras se le reclamaba desde el otro lado del patio:
—¿Vienes ya, muchacho? —preguntaba su padre—. Como no lleguemos a tiempo de ver jugar a Lizárraga, te muelo a palos.
—Ya voy, padre.
—Siempre babeando tras esa mocosa —refunfuñaba el vejete, regresando al interior de su vivienda.
—¡Emilia! —la llamaban a ella.
—¡Ya voy, madre, ya voy! Anda, quítate las briznas del pelo y vete al fútbol, que te están esperando.
—Por ti soy capaz de perderme incluso la final de la Copa del Rey, Emi.
—A ti no te funciona la cabeza —bromeaba ella, cargando el cubo a la cadera y alejándose con un contoneo que lo volvía loco.
—¿Sabes si va a venir tu hermano Domingo? —preguntaba él a gritos antes de que ella entrara en su casa.
—Ya debe de estar en el campo. Si sigues ahí parado llegarás tarde y tu padre te va a forrar. Adiós, pimpollo.
Isabel se había vuelto una mujer huraña. Como tantas y tantas otras, vestía de luto riguroso por su hija Federica y por su marido, una tradición ancestral de aquella España doliente cuyas raíces se hundían profundamente en la cuenca mediterránea occidental.
El trabajo agotador, las preocupaciones, la carga de tres hijos y la soledad, que se filtraba por cada poro de su piel como una mala fiebre, habían hecho de ella una persona amargada. Perdió todo el sentido de proximidad encerrándose en sí misma, hosca, carente de humor, renuente a la menor caricia.
El tiempo pasaba inexorablemente y ella se había perdido en ese otro en el que vivía arropada por el amor de su marido, un entorno protector y una vivienda digna.
A su alrededor sólo veía pobreza y privaciones. ¿Cuándo fue la última vez que se había podido comprar tela para confeccionarse un vestido? ¿Cuánto hacía que Emilia llevaba ropas usadas sin que pudiera conseguírselas nuevas, mocita como era y presumida? Clavaba los ojos, abatidos de fijarlos en las puntadas, en el último encargo y deseaba, más que nada en el mundo, poder lucir un vestido igual.
Se había convertido en una virtuosa de la aguja y gracias a su habilidad comían todos los días —a decir verdad, la mayoría—. Pero se reconcomía imaginando su creación en el cuerpo de la señorita que le había hecho el favor de encargárselo. Le había mandado recado por medio de Elvira, la esposa de don Olegario, el de la carbonería de la esquina, donde ella compraba y pedía fiado cada dos por tres. Elvira se codeaba con gente pudiente, de esa que vestía bien, que usaba coche y olía a perfume extranjero. De cuando en cuando, hablaba de su buen hacer a su círculo de amistades, se corría la voz y hacía que algunas señoronas se interesaban en su trabajo. Eso sí, era ella la que debía desplazarse —le pagaban el tranvía— a una de esas casas señoriales de la calle de Serrano donde el mármol del portal brillaba como los espejos y las alfombras cubrían un suelo que daba apuro pisar y que para Isabel estaba vedado. Para gentes como ella había una escalera de servicios cuyos tablones crujían al paso de sus piernas cansadas, y puertas traseras que abrían criadas de traje negro y cofia blanca, muy estiradas ellas por servir en casas de bien.
—¿Qué desea? —preguntaban, mirando de arriba abajo su raído abrigo de paño, con remiendos en codos y solapas.
—Me mandó llamar la señora de Méndez —respondía, avergonzada y tendiéndole la nota recibida—. Soy la modista.
A Isabel, que había disfrutado de una vida mejor, aquellas elevaciones de cejas con las que recibían casi siempre el nombre de su oficio, seguramente pensando que si de veras era modista bien podría haberse confeccionado un abrigo mejor, la hundían en el desaliento y la vergüenza. Bajaba la vista, apretaba la bolsa de tela donde se apiñaban alfileres, hilo, metro y otros utensilios de trabajo, y asentía al escuchar:
—Avisaré a la señora, a ver si puede recibirla.
Se pasaba toda la tarde probando costosas telas sobre cuerpos de dama sobradamente dotados de grasa, cuya cháchara parecía tener por objeto hacerla saber lo importante que era su marido —un ilustre abogado—, o lo bien situados que estaban sus hijos —un ingeniero o un médico—, o la pomposa boda que estaban preparando para su hija, Purita, con un chico de una excelente familia de Pamplona que heredaría la fábrica de embutidos de su padre. La buena señora era poco más que un florero que suplía con el verbo de su ostentación la nulidad existencial de su vida hueca.
Isabel asentía, clavaba un alfiler, volvía a asentir e hilvanaba, pero nunca respondía. Sólo guardaba silencio y trabajaba lo mejor que podía y lo más rápido posible para salir de allí y regresar al mundo al que ahora pertenecía.
La mayoría de las veces ni siquiera la obsequiaban con una bebida caliente en pleno invierno, aunque sus dedos cubiertos de sabañones delataran los efectos del frío y la penuria, o un vaso de limonada cuando el sol derretía la llanura mesetaria.
Cuando acababa, recogía sus cosas y guardaba la tela en una bolsa limpia, con mimo exquisito, prometiendo que tendría cuidado con ella y que volvería a realizar una prueba dos días después. Aceptaba como adelanto el gasto que ocasionaba el trayecto y se despedía después de dar mil veces las gracias a la señora de la casa.
Y regresaba a su barrio, al infierno de calles oscuras y estrechas, de tascas apestadas de humo y suciedad con olor a fritanga y vino barato, tiendas donde se fiaba, callejones con orines donde putas de cuerpos avejentados practicaban el oficio más antiguo del mundo y a las que, de tanto encontrar cada día, acabó saludando e incluso conociendo.
—Isabelita, ¿ya de vuelta? —le preguntaba alguna mientras soportaba el manoseo del cliente de turno que bregaba abarcando redondeces—. ¿Ha habido suerte hoy?
—Un vestido de fiesta —contestaba ella con mirada huidiza para no ver la exhibición de piernas enfundadas en medias surcadas de carreras.
—Cualquier día te voy a encargar uno para mí, cuando estos cabrones aflojen bien el bolsillo. ¡Vamos, coño, Paco, ponte a la faena, que no tengo todo el día! —Apremiaba al usuario que Isabel había reconocido como el peluquero del barrio—. No, si hoy te voy a tener que cobrar doble, por lento.
—Hasta luego, Encarna —se despedía de la prostituta, apretando contra su pecho la bolsa que representaba su sustento, la costosa tela para el vestido de la señora de la calle de Serrano.
—Con Dios, chata. ¡Paco, acaba de una puta vez o te dejo a medias!
Isabel aceleraba el paso y se perdía doblando la esquina. No es que se avergonzara de hablar con Encarna, ni mucho menos. Cuando su esposo vivía, ella había prestado su colaboración a la parroquia para erradicar la prostitución en la zona y había contribuido económicamente para ayudar a las más necesitadas. Siempre pensó que esas mujeres merecían todo su respeto porque no eran sino almas descarnadas, esclavas del alquiler de sus cuerpos al refugio de cualquier portal, artistas forzadas de un sexo rápido, porque de algo tenían que vivir y, en numerosas ocasiones, dar de comer a sus hijos, entregas abnegadas que iban minando sus fuerzas y su espíritu.
Pero lo que más temía Isabel, viuda de Larrieta, era quedarse sola. Mucho más que vivir en lugares escasos de higiene, en vecindario de putas y chulos.
Su hijo mayor, Domingo, buscaba ya una habitación de alquiler para independizarse porque se había echado novia. Aún no se la había presentado, pero ella sabía, lo había adivinado viéndole ponerse los fines de semana su mejor camisa —remendada por los faldones— y su mejor traje —desgastado en las solapas y los codos—, perfumándose después el oscuro cabello con agua de colonia de Álvarez Gómez guardada como un tesoro en el pequeño arcón que tenía a los pies de la cama, porque era un regalo de la chica, dependienta en una perfumería del centro de Madrid.
Oliverio, el menor, tampoco tardaría en abandonarla. Aquél picaba más alto, y salía con una mujer dos años mayor que él que peinaba por las casas. A ésta sí que la conocía Isabel y no le gustaba para su hijo: alta, delgada como un junco, de cabello claro, con pecas, gesto siempre desabrido y pocas palabras. Pero ¿quién era ella para decir nada? Cada cual debía buscarse la vida lo mejor que pudiera y labrarse un futuro en aquella España que se caía a pedazos.
Posiblemente, el temor a quedarse sin el amparo de sus hijos, hacía que Isabel centrara todos sus esfuerzos en que la pequeña, Emilia, no anduviese tonteando con chicos. Procuraba mantenerla atareada todo el día. Por eso, si no tenía otra labor que hacer, la pedía una y otra vez que llenara el cubo de la fuente del patio, con el pretexto de la limpieza. Entonces llovía, no como ahora, y malgastar el agua no era problema. Mientras Emilia iba y venía a la fuente no tenía tiempo para perderlo con las amigas y acudir a bailes o verbenas. Necesitaba aferrarse a ella y lo hizo con uñas y dientes.
Fue una de esas tardes, entre viaje y viaje al centro del patio, cuando Emilia resbaló y se torció un tobillo.
El intenso dolor arrancó lágrimas a la muchacha, que fue incapaz de incorporarse. A su alrededor se congregaron varias vecinas que acabaron avisando a su madre. Fue Ginés quien, solícito, la tomó en brazos para llevarla dentro y dejarla sobre la cama. Al accidente no se le dio mayor importancia y las vecinas recomendaron a Isabel mil y un remedios para bajarle la inflamación y el dolor.
—Compresas de agua fría —decía doña Evarista, que vivía al final de la escalera, una zaragozana gruesa como un tonel, de rostro surcado por venillas rojizas que delataban su pasión por la bebida.
—¡No diga tonterías, por Dios! —protestaba doña Angustias, a quien se consideraba una autoridad en remedios caseros, vaya usted a saber por qué si apenas daba para leer un prospecto a trompicones—. Lo que hay que poner es un emplasto de vinagre.