La enfermera cuadró los hombros, enrojeció y se guardó de golpe la mascarilla en el bolsillo de su uniforme. Luego se alejó muy erguida.
Entonces sí. Entonces Ginés inició una carcajada que ahogó un golpe de tos.
—Harías bien en hacer caso, hay riesgo real de contagio.
—Tranquilo, no pasa nada, ya sabes que tengo mala sangre.
—Y mala leche.
—Eso también. Digo yo que cuando mi hermana quiso acabar conmigo debió salvarme el mismísimo Diablo, y algo debió de pegárseme.
—Emi, ha muerto mucha gente.
—Lo sé. Fíjate que hasta dice
El Heraldo
que la ha palmado el príncipe de Suecia… Esa gente no tiene aguante. Pero tú te vas a curar y a mí no me va a atacar ese puto virus.
Y así fue. No pudo con ella.
Ginés moría a la mañana siguiente.
Eso sí, lo hizo con la boca llena de crema de «pelota de fraile» y un rictus en los labios que se diría que tuvo que ver con la visita del día anterior.
Emilia había pasado la treintena y su madre se había convertido en una sombra que sólo cosía y apenas hablaba. Fue en aquel tiempo cuando conoció al hombre al que amó hasta el fin de sus días, al que no olvidó nunca y quien cargó sobre sus hombros el lastre de una personalidad tan compleja.
Alejandro era un tipo muy apuesto, alto y moreno, de grandes ojos azules, que se dedicaba a la construcción. Se conocieron en enero de 1928, justo el día en que un toro destinado al matadero de Legazpi se escapó y sembró el pánico y la algarabía, a partes iguales, en la recién estrenada Gran Vía.
—¡Fíjate, fíjate, Amalia! —achuchaba a la amiga con la que había ido a entregar una confección a la calle de Caballero de Gracia—. Va como loco el animal.
—¡Emilia, por Dios, no te acerques tanto!
—Quiero verlo bien.
—¡Que no te acerques, por Dios!
—Calla, cagona —reía ella, haciéndose hueco entre la maraña de curiosos que jaleaban al toro.
Consiguió colocarse en una posición privilegiada para seguir las idas y venidas del animal, más asustado que los viandantes, al abrigo de una farola. Los chiquillos corrían a la estela de las faldas de sus madres, los pitos de los guardias sonaban por doquier, los vendedores recogían sus mercancías, muchas de ellas pisoteadas, injuriando al bicho y, sobre todo, a las autoridades por no poner orden en un desatino que al día siguiente sería portada de periódicos.
El revuelo fue mayúsculo, plagado de tensión e histeria colectiva, en tanto jóvenes inconscientes citaban al toro sin valorar las consecuencias de su temeridad.
—Emilia, por tu madre —rogaba Amalia, tirando de su mantón. Pero ella se estaba divirtiendo y, terca como era, no quería apearse del burro.
—Calla, mujer, y mira a ese valiente que le está toreando con un abrigo. ¡Oooooooolé!
—¡Emilia!
El bizarro caballero que se había quitado el gabán y daba pases en medio de la calle no era otro que Diego Mazquiarán
Fortuna
, un matador profesional que paseaba por allí y lanzó un capote, nunca mejor dicho, a las angustiadas autoridades que se veían superadas por la marea de curiosos y temían cualquier desgracia.
Fortuna entretuvo al astado hasta que el dueño de una cercana tienda de regalos le entregó un estoque. Entre «vivas» y «olés» acabó dando muerte al pobre toro. Entonces se montó el caos. Unos querían palmearle la espalda, otros subirle a hombros. La gente empujaba para acercarse al torero y, en una de ésas, alguien golpeó la muleta de Emilia desplazándola. Ella quiso sujetarse a la farola, pero los empellones de la masa hicieron que cayera sobre la rodilla y se soltara de Amalia, de quien la separaron. Envuelta en una ola de júbilo popular que pedía, pañuelos al aire, oreja y rabo para el maestro, se encontró en el suelo sin que nadie reparara en ella, expuesta a ser pisoteada. Se había golpeado la cabeza con la farola y el aturdimiento y la algarabía alejaron toda proximidad de la voz de su amiga, que seguía llamándola.
Alguien la sujetó de la cintura, la puso en pie y la arrastró hacia el abrigo del edificio que alojaba Radio Madrid. Lejos de agradecer al parroquiano que la sacara del tumulto, Emilia le propinó una sonora bofetada en cuanto se encontraron a salvo. En su afán por sacarla de allí, había bajado la mano más de lo prudente. Y ella no aguantaba ni una. En realidad no aguantaba ni media.
—¡Toca el culo a tu madre, desgraciado! —le escupió, apoyándose en la pared, huérfana de su muleta.
Él no respondió, sólo se pasó el dorso de la mano por la mejilla y se la quedó mirando. Se fijó en su cabello negro despeinado, sus grandes ojos grandes, oscuros, su boca plena.
—De nada, señora —dijo, irónico, observando el aspecto desaliñado de la mujer a la que acababa de salvar.
—¡Emilia, por todos los santos! —Amalia, acelerada, llegó hasta ellos, muleta en ristre. Sólo entonces advirtió él que estaba imposibilitada—. ¡Estás loca! ¡Pero loca de atar! A quién se le ocurre ponerse casi debajo de los cuernos. Me has dado un susto de muerte.
—Pues ya ves que no ha pasado nada.
—Gracias a este buen hombre —porfió su amiga, evaluando al benefactor desde la coronilla a los pies, diciéndose que era un buen mozo—. Gracias, caballero. Anda, mujer, vayámonos de aquí, que no gano para disgustos contigo.
Emilia se ajustó la muleta bajo el brazo, recolocó su peinado al tiento, inevitablemente revuelto por las horquillas perdidas en el alboroto, se caló el mantón sobre los hombros para cubrir el busto que él no dejaba de observar, y echó una ojeada al individuo que aún se rascaba la mejilla. Era guapo el condenado. Y sonreía de un modo que derretía cualquier reserva. Entonces, admitió que había sido una grosera y dijo:
—Bueno, pues gracias, mocetón.
Se tomó del brazo de Amalia y, dejando atrás el barullo sin preocuparse ya de si a Fortuna le daban o no una oreja o la Cruz de Beneficencia, como así acabó siendo, echaron a andar. Pero lanzando de vez en cuando un vistazo por encima del hombro, por ver si su defensor las seguía.
—Nos pisa los talones —le dijo a su amiga con un atisbo de sonrisa en los labios—. No te vuelvas, descarada, que va a pensar que estamos porfiando.
—Es guapo.
—Y sobón. Con eso de levantarme me ha plantado la mano en el trasero.
—Mujer… Habrá sido sin querer.
—Pues el sopapo que le he dado yo ha sido queriendo.
—Mira que eres burra, Emilia. Pobre hombre.
—A mí sólo me toca el culo quien yo quiero. Y punto en boca.
—Que sí, mujer, que sí. Tienes un carácter…
Bastante después, ya alejadas de la zona, pasaron por delante de una de las múltiples tabernas que salpicaban la capital. En la puerta, un cartel con toda la chispa del ingenio rezaba así: «El camello es el animal que más resiste sin beber. No seas camello.» A Emilia le hizo gracia la agudeza publicitaria.
—Me apetece una zarzaparrilla. ¿Qué tal si entramos?
—¿Solas? —Se azaró Amalia, que nunca, pero nunca, se había atrevido a hacer semejante cosa, ella que era de férreas y muy recias costumbres—. ¡Ni loca!
—Mira que eres sosa.
—Y tú mira que eres insolente. ¿Seguro que cuando te quitaron la pierna, no se llevaron también algún tornillo? Si mi marido se entera, me muele las costillas.
—Tu marido es idiota, no sé qué le viste. ¿Qué tiene de malo refrescarnos la garganta? —rebatió Emilia, a quien no molestaba en absoluto que hicieran referencia a su cojera.
—Ahí no hay más que borrachos hablando de toros.
—Me gustan los toros.
—A ti lo que te gusta es saltarte todo «a la torera», que no es lo mismo.
—Lo que pasa es que me encienden ciertas niñerías. Estás chapada a la antigua, Amalia. ¡Que vivimos en el siglo XX, a ver si te enteras, y dentro de poco todo va a cambiar!
—Aquí no cambia nada. Los pobres seguiremos siendo pobres y los ricos, pues ricos. Y las mujeres tenemos que seguir guardando la honra.
—Por entrar a beber una zarzaparrilla no vamos a perderla.
—Por si las moscas.
—Vives en el pasado, hija. Pues que sepas que se dice por ahí que la cosa está que arde y que no es de extrañar que se monte la Marimorena cualquier día. Mi hermano Domingo asegura que está al caer la República.
—¡Calla, que nos van a oír! Lo que faltaba para completar la faena, que acabemos en el cuartelillo por rojas. Además, ¿tú no eras partidaria de Primo de Rivera? Entonces, ¿qué me estás contando?
—Yo no soy partidaria de nadie. Te cuento lo que hay. Que la gente está harta de todo. Yo soy coja, Amalia, pero es que tú pareces sorda, guapa. Te digo que se va a montar la de Dios es Cristo. Los obreros están empezando a rebelarse, y con razón. Y si ésos sacan los pies del tiesto…
—Pánico me da pensar en eso.
—Tú es que no tienes sangre en las venas.
—Tengo horchata, ¡no te jode!
Entre dimes y diretes, se habían olvidado del palomo que las seguía hasta que escucharon una voz sobre sus nucas.
—Señoras, ¿me permiten invitarlas a un refresco?
Ambas se volvieron. Allí estaba él, con su sonrisa burlona y su buena planta, aun a pesar de vestir pantalones remendados, su chaqueta gastada que le quedaba corta y unas viejas alpargatas de esparto. Una gorra de visera ladeada cubría su abundante cabello, confiriéndole un halo de rebeldía que a Emilia le encantó.
—Desde luego que no —repuso Amalia, muy tiesa.
—Desde luego que sí —replicó Emilia, mirándole de frente.
—Es que no he podido evitar escucharlas —dijo él, echando un vistazo a su alrededor—. La calle no es el mejor lugar para ciertas conversaciones, podría crearles problemas.
—Al que se atreva a causarlos, le parto la muleta en la cabeza.
—Ya me he dado cuenta de su genio, ya —respondió él, llevando su mano a la mejilla.
—¿Cómo te llamas, guaperas?
—Alejandro.
—Emilia —se presentó ella, soltándose de su amiga y tendiéndole la mano libre que él estrechó entre las suyas—. Ella es Amalia, una buena compañera.
Así empezó todo.
Su actitud frente a los hombres, desinhibida y resuelta, favorecía comentarios que fluctuaban entre conmiserativos y descalificadores. Se había ganado el término de ser una «viva la Virgen» que flirteaba descaradamente con ellos, pero no en el sentido de ser casquivana o fresca, sino que los tentaba sin intención de tomar a ninguno en serio.
Se confundían.
Ella no era ya una mocita, hacía años que había dejado atrás la edad de tontear y, seguramente, de encontrar a alguien con quien compartir su vida. Un achuchón en el baile o un beso robado estaban bien para ella, aunque su cuerpo pleno demandaba más. Pero conocía de sobra sus limitaciones. ¿Quién iba a querer casarse con una mujer a la que le faltaba una pierna? Si bien era cierto que Emilia sola llevaba su casa, cuidaba de su madre —que se iba marchitando a ojos vista, consumida de soledad—, y atendía a sus hermanos y cuñadas cuando se dignaban aparecer de visita por el cuchitril que tenían por vivienda, nunca se vendería. El que la quisiera debería aceptarla sin más, y ella sabía que ningún hombre que buscara esposa la tendría por candidata, aunque no perdía la esperanza.
Por eso, las atenciones de Alejandro, al que parecía no importar en absoluto su anomalía, empezaron a minar sus defensas morales.
Desde aquella tarde en que aceptó, un poco a regañadientes, que él la acompañara hasta casa, era frecuente encontrarle al caer la tarde apostado en la calle, esperando por si ella salía al patio comunal. Entonces se acercaba, con esa sonrisa suya tan de palomo enamorado que no ve más que por los ojos de su amada, charlaban un rato y la invitaba a pasear y, en ocasiones, a tomar un refresco.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —le preguntó una noche, cuando ya se despedían.
Alejandro se la quedó mirando. No respondió de inmediato, pero la tomó de la cintura pegándola a su cuerpo.
Él olía a colonia barata mezclada con efluvios de polvo de obra. Nunca le había dicho a Emilia cómo se ganaba la vida, aunque ella se lo imaginaba porque en los surcos de la piel de sus manos, fuertes y varoniles, y bajo sus uñas, rastros de pintura y yeso lo delataban. No podía negar su condición humilde, pero nunca dejaba de presentarse aseado y perfumado.
—¿No te lo he dejado claro después de todo este tiempo, Emi? Me gustas mucho.
—Y tú a mí, pero no es base suficiente para pasar más allá de una amistad que dura ya más de dos años.
—Yo no quiero tu amistad, sino mucho más.
—No soy una mujer completa.
—¡No digas estupideces! No quiero volver a oír nada de tu cojera. ¿Por qué te menosprecias? Eres más mujer que muchas que conozco, mucho más incluso que… —quedó callado, fijos sus ojos en ella y tragó saliva.
—¿Qué quién?
—Que la mayoría —repuso sin prisas, un tanto mohíno.
—¿Te casarías conmigo a pesar de mi edad y mi muleta?
Se lo preguntó a bocajarro. La sutileza nunca fue una de las virtudes de Emilia.
No encontró duda en su mirada, nada que la indujera a pensar que él la rondaba solamente por conseguir sus favores, algo que, por otra parte, salvo algún beso furtivo, no le había concedido.
—Sí —contestó al fin—. Me casaré contigo, pero debes darme tiempo.
—¿Cuánto tiempo, Alejandro? Ya no soy una niña, no me engaño, ambos rondamos los cuarenta. Además, deberías cargar con mi madre, ya sabes que no puedo abandonarla. Mis hermanos tienen su vida y dan por sentado que siempre cuidaré de ella, así que no quieren saber nada.
—Tu madre no es el problema, Emi. El problema es que… —dudó ahora y desvió los ojos hacia la pareja de guardias civiles que rondaba, fusil al hombro—. La República está al caer y yo me debo a ella.
Emilia se quedó sin habla. ¿Alejandro metido de lleno en aquel fregado? ¿Su Alejandro inmerso en la locura de esos hombres y mujeres que hacían propaganda para sustituir la monarquía y enarbolaban la bandera tricolor por calles y plazas? Se le hizo un nudo en las tripas.
Mucho se hablaba de los asesinados en callejones por defender los ideales que preconizaban los republicanos. Su relevo lo tomaban otros, pero los muertos nunca volvían. Los carteles pegados en las fachadas pidiendo la muerte para los rojos, eran demasiado elocuentes como para ignorar el estado de unos ánimos sobreexcitados, próximos a la explosión. ¿Y él se metía en política? Hasta entonces, nunca se había pronunciado sobre el asunto, nunca dijo qué pensaba sobre el Gobierno de España, parecía más interesado en aferrarse a un trabajo más o menos digno y en su cortejo. No, nunca habían hablado de ese tema.