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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (13 page)

BOOK: La página rasgada
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—Yo obedecía y corría, como todo el mundo, hasta el refugio más cercano: el metro. Permaneció abierto durante el conflicto, e incluso se inauguró una línea nueva, la 3, entre Sol y Embajadores —decía—, aunque tuvieron que cerrar la estación del Norte, la de Príncipe Pío, ya sabes.

—Por ahí vivía mi amiga Sonsoles —metía baza la abuela—, que vete tú a saber qué ha sido de ella porque era más puta que las gallinas y por fuerza debió de acabar mal. El metro era el único lugar seguro al resguardo de los obuses. Sin embargo, en cuanto caía la primera bomba y comenzaban los gritos, tu madre, la muy loca, se soltaba del vecino de turno, salía a la calle y, como un diablo, sorteando cascotes, la atravesaba para llegar a casa y guarecerse conmigo y con tu bisabuela.

—Parecía un camposanto subterráneo —retomaba la conversación mi madre—. Los vagones llegaban a veces cargados de ataúdes o cadáveres. Apestaba, hija. Incluso cerraron una línea para utilizarla como arsenal, pero fue peor el remedio que la enfermedad porque se convirtió en objetivo militar que, al final, fue destruido con bajas cuantiosas. Cuando tomaron Madrid —apuntaba, tenedor en mano preparando algo de comida—, a los trabajadores simpatizantes de socialistas y comunistas los echaron a la calle, siendo cubiertos sus puestos con una lógica remesa de adictos nacionales. Algunas estaciones cambiaron de nombre, claro.

—Lo peor no fue eso, ¡qué coño! —Se exaltaba mi abuela—. Lo peor es que una ya no sabía si iba por una calle u otra de Madrid. Nos volvieron tarumba con tanto cambio. Fíjate que poco antes de la Guerra Civil, a las calles de Pi y Margall, Eduardo Dato y Conde de Peñalver, les dio por llamarlas avenida de México, de la CNT y de Rusia; después, que si avenida de la Unión Soviética. ¿Dónde está eso, niña?

Ahí estaba yo. Venga, ánimo Nuria, intenta explicarle eso ahora.

—Es la Rusia de siempre, pero con el nombre más largo —tiraba yo por el camino más fácil.

—¡Anda! Mira tú lo que son las cosas —sonreía como cuando a un niño le nombras Disneylandia—. La Unión Soviética… Suena bien. Pero me gusta más Rusia.

—Es más fácil, sí.

—Pues eso, puñetas, que nos complican la vida poniendo nombres raros a las cosas. ¿A qué viene tanto trasiego? Menos mal que cuando acabó el tinglado, la llamaron de José Antonio, que era un nombre más nuestro. Aunque la verdad es que a los madrileños nos daba igual —esbozaba una sonrisa pícara—, porque todos conocíamos a la Gran Vía como la avenida de los Obuses o la del Quince y medio, que era el calibre de la mierda que se lanzaba desde el cielo contra los civiles. Hasta el edificio de la Telefónica jodieron, así que imagínate la que hubo.

—Mamá, por favor… —suplicaba la mía.

Yo quería saber más detalles sobre la aviación, no en vano me fascinaba cómo desafiaban a la gravedad esos monstruos del aire. Así que preguntaba y preguntaba.

—Tuve un noviete piloto, ¿te lo he contado alguna vez?

—No lo sé, abuela, has tenido tantos…

—¡Niña! ¡No seas descarada! Yo era muy decente. —Pero me regañaba sin rigor, con una chispa de humor en la mirada que me hacía echarme a reír—. Bueno, pues hubo pilotos destacados en ambos bandos. Hombres que lucharon defendiendo sus ideales, Nuria, estuviesen equivocados o no; hombres que dieron todo, incluso su vida, por lo que para ellos era su razón de ser, aunque yo creo que todos estaban confundidos en una forma u otra porque no hay principios morales absolutos. Pero en periódicos y tertulias la gloria se la dispensaban. José Calderón Gaztelu y Alfonso de Orleáns y Borbón, entre otros. Luego estaba la guerra por mar, que no era menos cruenta. Pero claro, hija, el mar quedaba lejos. Oíamos hablar de submarinos, acorazados, torpedos y todo eso, sólo que, acostumbrados a convivir entre bombas, nos parecía que la esencia de la destrucción y la muerte la soportábamos nosotros. Luego supimos que hubo también allí numerosas bajas. Al principio, los republicanos se fueron imponiendo, pero las fuerzas nacionales se hicieron con unos submarinos italianos conocidos como «legionarios». Esos cacharros jeringaron el poder naval republicano.

Ante esa muestra de lo que para mí era sabiduría en estado puro, yo callaba. Cierto que había leído cosas, pero su visión de haberlo vivido en primera persona me transportaba.

—¡Ah, los legionarios! —Derivaba la abuela el rumbo de sus pensamientos—. ¡Qué hombres! ¡Qué hombres, Nuria! Tan gallardos. ¿Te has fijado en su forma de desfilar? Altivos, orgullosos, remangados, abierta la camisa al pecho… ¿Te he contado que tuve un novio que se fue a la Legión? Lo tuve. No era mal chico, pero hubo de poner pies en polvorosa porque cometió un robo y le perseguían. Y basta ya de conversación, niña, que tienes que acabar los deberes y yo irme a la calle a airear el trasero.

Me dejaba con la palabra en la boca, se levantaba, se arreglaba y salía. Yo sabía que esa tarde alguna de sus amistades se pondría hasta las cejas de pasteles, así solía ocurrir; a mi abuela no le importaba gastarse la pensión con sus amistades, aunque en casa no daba un duro.

Cerraba la libreta donde anotaba sus aventuras y me ponía a estudiar, resignada a esperar otra oportunidad en que llevar a cabo mi tercer grado.

15

Rafael. Mi abuelo. Entrañable, cariñoso, servicial. Un hombre bondadoso, tranquilo, alegre, que se enchispaba de vez en cuando, no mucho, sólo lo suficiente para aguantar a la mujer con la que se había casado. Tampoco me habría extrañado que se hubiera dado a la bebida porque soportar a mi abuela era un acto heroico, equivalente a la temeridad de haber engrosado las filas de la División Azul.

Rafael fue el segundo marido de Emilia.

La conoció encontrándose de baja forzosa, castigado en el trabajo —en la Telefónica— por no sé qué chanchullo, algo relacionado con haber estado en zona republicana, aunque nunca tuvo el pobre tendencia política conocida. Él, con tal de disponer de un plato caliente en la mesa y una manta bajo la que arroparse en invierno, que ya era mucho en esos días, era feliz.

La abuela, por el contrario, era la viva imagen de la mujer dominante, segura de sí misma a pesar de faltarle una pierna. Tantos años curtida con ese impedimento que la diferenciaba del resto, y su fracaso amoroso con Alejandro, había ayudado a ir modelando un espíritu autodidacta, a veces resentido, que hacía que se pusiera el mundo por montera, cada día más. Iba y venía por Madrid entregando la ropa que seguía lavando para sustento suyo y de mi madre. Después de enviudar de Paco, decidió que tenía que seguir viviendo, que ya estaba bien de soportar palizas de un baboso, así que se divertía en sus salidas con todo el que le regalaba un requiebro. Pero sólo de palabra.

—Me gustaba bromear con los tranvieros, hacerles frente, calentarles —decía socarrona, cuando lo recordaba—. Reía sus gracias, soeces la mayoría de las veces, respondiendo en un tono similar sin dejarme amilanar. A mí no me achantaba ni el Altísimo, niña, mira lo que te digo, ni el Altísimo.

Pero Rafael era tímido. Los ojos se le iban hacia esa mujer de lengua mordaz que encaraba a los hombres con gestos de guerra para luego mandarles a freír puñetas con cajas destempladas si intentaban sobrepasarse. A más de uno le soltó un buen sopapo que él, mentalmente, aplaudía. Porque la abuela era artera y maliciosa pero decente a carta cabal, eso sí. Por ello el abuelo la admiraba en silencio siguiendo sus pasos flamencos y decididos por Caballero de Gracia o Jacometrezo como un perrillo faldero, sin atreverse a cruzar con ella ni una palabra.

La suerte o la desgracia —siempre he creído que a ella le tocó la lotería con un hombre así— hizo que se encontrasen una mañana en una de aquellas colas interminables en las que centenares de madrileños aguardaban, bajo el frío intenso, para recibir un mendrugo de pan y un poco de bacalao, contra entrega del cupón de la cartilla de racionamiento. Vencidos e impregnados aún del miedo de los bombardeos en el cuerpo y el sonido de los obuses en sus oídos, muchos hijos de la capital no tenían otro medio de conseguir comida salvo, quizá, si quedaba algún fondo, comprando de estraperlo.

Madrid semejaba una ciudad fantasma, huérfana de libertad, presa de silencios impuestos, de opinión cercenada, donde nadie hablaba libremente de nada, donde la policía pedía la documentación a cada paso, donde estaba prohibido reunirse y la Guardia Civil podía usar su revólver Orbea Hermanos, de reglamento, a discreción. Una ciudad sometida al dictado de quienes apoyaron a Francisco Franco, muchos de cuyos hijos, ataviados con pantalones largos —ellos— o con estrechas faldas —ellas—, luciendo boina y camisas azules en las que se había bordado con esmero el yugo y las flechas, caminaban por la capital con la cabeza alta, orgullosos de su victoria sobre los rojos, uniendo sus voces para lanzar al aire himnos cargados de simbolismo, de patriotismo vengador, de loa a la sangre derramada por sus propios hermanos.

Falangista soy,

falangista hasta morir o vencer,

y por eso estoy

al servicio de España con placer.

Alistado voy en la juventud

paladín de nuestra fe,

mi camisa azul

con el yugo y las flechas en haz,

garantía son

en la España inmortal que triunfar.

¿Qué hubiera pasado de ser otro el resultado de la guerra? El bando vencedor sería otro, otras serían las canciones, distinta la vestimenta, acaso distinta la revancha. Pero la sangre no se hubiera secado, ánfora que derramaba al mundo las hieles de la mezquindad de una contienda fratricida.

—Incluso se le sugirió al Caudillo (siempre solía llamarlo así), cambiar la capitalidad del Estado como castigo a Madrid por haberse mantenido roja. Naturalmente, la desechó y comenzó a reconstruir la zona oeste, que era una verdadera mierda porque las trincheras de los ex-combatientes llegaban desde la Casa de Campo hasta la Ciudad Universitaria. Tu madre tenía pocos años cuando Pedro Muguruza consiguió reunir unos 200 arquitectos para estudiar la obra, que no era moco de pavo.

—He visto fotos, sí.

—¿Dónde? Porque en el colegio de las monjas no creo yo que te den lecciones de ésas. Habrá sido en uno de los libros que tiene tu padre, el muy mamonazo, que cualquier día le van a meter entre rejas por rojo y a nosotros con él.

—Papá no es rojo, abuela.

—¿Qué no? ¿No es verdad que uno de sus abuelos estuvo con los que fundaron la Casa del Pueblo? ¡Entonces! Lo que yo digo, que cualquier día… Tú mantente al margen, chiquilla, mantente al margen —me instaba—. Canta el
Cara al sol
por las mañanas en el colegio y chitón, que la cosa está jodía.

—Mis monjas no nos hacen cantar el
Cara al sol
, abuela.

—¡Vaya que no!

—Sólo cantamos el himno nacional.

—Mientes más que cagas.

—No miento.

—Pues ándate con ojo porque cuando menos te lo pienses se las llevan a todas al trullo, con toca o sin ella, y te quedas sin profesoras.

—¡Pero, abuela! —Me carcajeaba ante semejante barbaridad—. ¡Cómo van a encarcelar a las monjas! La directora tiene el título de marquesa y todo.

—Razón de más.

Se empecinaba en ver el lado malo de las cosas, centrado ahora en mis profesoras, una maravilla de dedicación, que tendrían su afección política, pero se mostraban profesionales sin más, salvo por eso del himno nacional y las novenas, hábitos impuestos por militares revanchistas y clérigos censores.

Pero, sobre todo, se obstinaba en zaherir a mi padre. Era una oposición frontal a su figura, a un hombre trabajador hasta la extenuación, que adoraba a su familia, por la que se desvivía. Para la abuela, todo lo que se refiriera a él estaba mal: si hacía, porque hacía y en cambio si no hacía… pues porque no hacía, el caso era meterse con él y amargar la vida a todo el que tenía alrededor.

—No podía faltar un edificio nuevo como sede de Falange Española de las JONS —volvía al hilo de sus reflexiones—. Lo levantaron en el solar del Cuartel de la Montaña.

—Para recordar a todos los españoles a los héroes que dieron la vida en la batalla, ¿verdad?

—Para eso, sí.

—Vale. ¿Qué pasó?

—Querían hacer grandes avenidas que sustituyeran las pésimas carreteras que entraban hasta el centro, con baches cada dos por tres. Enlazar la de Francia con la Castellana, María de Molina con la de Aragón, Atocha con la de Extremadura…

—¿Por qué dices «querían»? Ahí están.

Ella clavaba en mí su mirada oscura y elevaba las cejas, síntoma inequívoco de que rumiaba su propia teoría. Echaba un ojo hacia la otra habitación para ver si mi madre estaba en sus quehaceres o con el oído puesto para poner freno a la conversación si se salía por la tangente, como era habitual cuando conversábamos. Bajaba la voz y decía:

—Había mucho mamón, niña. Bueno, supongo que más o menos que los que hay ahora, sólo que los de ahora van siempre con corbata y pasan más desapercibidos. Mucho cabrón suelto.

Viendo yo que el vocabulario de la abuela tomaba tintes nada recomendables me levantaba y me acercaba a la puerta.

—Mamá, cierro que hace frío.

—Cuidado con lo que hablas con tu abuela, que os conozco a las dos.

—Tranquila, sólo me está contando cómo se reconstruyó Madrid después de la guerra.

Regresaba a la mesa y me acodaba en ella haciendo luego una seña para que continuara.

—¿No hay moros en la costa? —preguntaba bajito.

—Ni uno.

Entonces se arrellanaba en su asiento, como si fuera a contarme un secreto.

—Hubo fraude. Muchas de las zonas diseñadas como parques acabaron siendo suelo edificable. Casas. Colonias enteras.

—La pela, ¿eh?

—La puta pela —confirmaba sonriendo—. Eso sí, los muy cabronazos pagaban una multa, pero ya te imaginarás que resultaba muy rentable cuando se vendían las viviendas. Es que no había vergüenza, hija, robaba todo el que podía.

—Ha cambiado poco la cosa.

—También es verdad. Ministro tenía que haber sido yo, que les iba a haber puesto las peras al cuarto a todos aquellos. Y mientras todos esos proyectos se iban desarrollando en beneficio de unos pocos, los madrileños teníamos que soportar largas colas en el Auxilio Social para poder llevarnos a la boca el trozo de pan cada día. Menos mal que yo conocí a tu abuelo.

Así fue. Rafael, enamorado de ella, no resistió por más tiempo que se sometiera a la indigna fila de hambrientos, la sacó de allí casi por la fuerza, la invitó a comer —a él sí le quedaban ahorrillos—, y le entregó algo de dinero. Hubiera hecho cualquier cosa por ganarse el cariño de una mujer que, como pago, nunca le quiso de veras. Mi abuela se dio cuenta de que Dios vino a verla en el interés de ese hombre, aun a pesar de la carga que significaba una suegra gruñona, enferma, que bebía todo ardiendo y sorbía como una condenada, tal como me contó. Accedió a salir con él y poco después se casaban, trasladándose el abuelo y su madre a casa de mi abuela, puesto que ellos vivían en una pensión de mala muerte.

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