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Authors: Nieves Hidalgo

Tags: #Histórico, Romántico

La página rasgada (17 page)

BOOK: La página rasgada
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Dicho lo cual guardó un silencio expectante, mirándonos alternativamente, ahora sí, a las dos, como si esperara nuestra aprobación a un argumento sin pies ni cabeza pero que ella, como era habitual, había interpretado a las mil maravillas imaginando unos diálogos que no podía escuchar. Yo la observaba a mi vez, completamente atónita. No nos enteramos de nada, pero era tal el grado de satisfacción que exhibía la abuela que nos dejó intrigadas.

—Ésa hay que ir a verla, Nuria —dijo mi hermana.

Nos prometimos hacerlo, más que nada por desentrañar un argumento de tanto disparo y tanta tumba que no comprendimos en absoluto.

19

En ese tiempo en que mi abuela se llevaba bien con mi padre, cuando mi madre presumía de buen pecho, espesa melena oscura y faldas al bies que ella misma se confeccionaba en el taller, Berlanga apuntilló la realidad española con una cinta que siempre me ha hecho sentir mal:
Bienvenido Mr. Marshall
. Mucho más tarde comprendí lo que quería plasmar, pero cuando la vi por primera vez me sentí humillada como persona y como pueblo, a quien daba vida, entre otros, un Pepe Isbert patético y maravilloso a la vez, con esa voz ahogada que semejaba el estertor de una España herida, receptora de unas migajas cínicas a cambio del peaje de una alineación americana.

Me gustara a mí o no el cine de esa época, lo que no me cupo duda nunca es que el cine había supuesto el punto común entre mi padre y mi abuela. Sólo ése, porque nunca existió otro.

Él heredó tal afición de mi abuelo paterno, Crescencio, quien cuando tenía unas pesetas ahorradas llevaba a la familia a la sala de proyecciones, acelerando el paso en cuanto veía las taquillas a lo lejos, como si se fueran a terminar las entradas. Esa afinidad por el celuloide hizo que la abuela acogiese con buena cara al que se había convertido en el pretendiente de su hija. Por eso, y porque mi padre, de joven, tenía un notable parecido con Clark Gable, el actor preferido de ella, hasta el punto de lucir el mismo bigote que exhibiera el protagonista de
Lo que el viento se llevó
cuando enamoró a Scarlett O’Hara, a la que diera vida Vivien Leight. Morenazo, buen mozo, sabía de su atractivo, y prodigaba una sonrisa con la que encandilaba a las chicas.

La abuela, con el sueldo fijo del abuelo y sus propinas, no paraba en casa. Pero sus amigas no la podían seguir. Es verdad que solía invitarlas a merendar pero era demasiado absorbente, como si esperara que se le devolvieran sus detalles a cambio de compañía. Así pues, arrastraba al abuelo al cine con ella y éste, siempre abnegado y condescendiente, se privaba de su partida de cartas con los amigos y su chatillo de vino con tal de no contrariarla. Si, por razones de trabajo, mi madre se retrasaba, ocasionalmente les acompañaba mi padre. Entonces mi abuela se encontraba en su salsa, cautivada por un hombre guapo y galante al que había escogido su hija por novio.

Lenguaraz e incontenida en sus comentarios solía sazonarlos con gestos de manifiesta vulgaridad con los que pretendía parecer más campechana, actitud bastante común si se topaba con hombres, aun siendo vagamente conocidos. Sin ninguna mala intención, a modo de chanza, amagaba con echar mano a sus braguetas al tiempo que les llamaba «cojonazos». En el círculo familiar o en cierto entorno de proximidad podía haber resultado graciosa. A mi padre esas actitudes le repateaban.

Como cualquier españolito que se preciara trabajaba muy duro, a precio de explotación, moneda corriente en miles de ciudadanos en parecidas circunstancias, con la pretensión de independizarse y formar una familia. Contaba para ello con el motor que le impulsaba: mi madre. Pero su amor por ella no le obligaba a rebajarse a aceptar actitudes que rechazaba, por más que fueran de la madre de quien iba a ser su mujer. Claro está que la abuela captó el distanciamiento y, cuando tuvo oportunidad, le espetó:

—Así que, ¿se jodió el invento?

A partir de ese momento, mi padre dejó de ser el muchacho agradable y atractivo clavadito a Clark Gable, y pasó a ser el sujeto que pretendía acostarse con mi madre. Para la abuela, sólo había dos cosas: o estaba con ella o contra ella. Le retiró incluso el saludo, maniobrando a la vez para que mi madre dejara de verlo. Obligaba al pobre abuelo, cuando salía de la Telefónica, a ir a buscarla al taller, recogerla en la puerta y traerla a casa. Creía ella que así, con la carabina, acabaría por romper la relación.

El abuelo, sin embargo, veía con buenos ojos que su pequeña, como la llamaba, hubiera encontrado a un muchacho guapo y trabajador. Entre mi padre y él se había establecido un vínculo cariñoso y auténtico.

—Hijo, no sé qué hacer. A ver quién es el valiente que se enfrenta a la vieja. Cuando se le mete algo entre ceja y ceja…

El pobre intentó mediar entre los dos, pero sólo consiguió que ella se pusiera como una fiera, así que aguantó el chaparrón lo mejor que pudo para no tensar más la convivencia y siguió yendo al taller de costura a recoger a mi madre. Desde la puerta, echaba lánguidas miradas hacia la acera de enfrente donde mi padre, noche tras noche, aguardaba expectante la salida de la mujer de su vida, disputando su oportunidad para estar un ratito a solas.

—Lo siento, hijo, pero la Corrompe se empeña. Nos tenemos que ir.

—No va a enterarse, Rafa. Sólo unos minutos. Por favor.

Mi madre lo miraba embelesada colocando su mano en el brazo del abuelo.

—Lo que tarde en darme una vuelta y volver. Temo que pueda seguirme. Que es capaz de matarme, chicos —se resistía el pobre—. Que la Corrompe me parte el alma.

Corrompe
era el término que utilizaba el abuelo para dirigirse a su mujer. Un apelativo que sólo se lo escuché decir a él y que no he vuelto a oír desde que murió. Me hacía una gracia enorme porque definía a la abuela perfectamente. Todos acabamos llamándola así, menos mal que estaba sorda o hubiéramos sido titulares en
El Caso
.

Mi madre soportó aquel estado de cosas durante un tiempo, por no discutir con la abuela, por no montarla, por no inmiscuir al abuelo en una guerra en la que acabarían entrando todos, a pesar de la retahíla de improperios que cada día le dedicaba al hombre que amaba. Mi padre se mordía los nudillos, pero se abstenía de intervenir por miedo a las represalias de la vieja contra su hija.

A esta situación puso fin mi madre sin más contemplaciones. Un día salió del taller, pasó de largo por delante de mis abuelos —en esa ocasión esperaban ambos porque la abuela ya no se fiaba de que su marido siguiera sus instrucciones—, y cruzó la calle, tomándose del brazo de mi padre.

Resueltamente, como hacía todo, la abuela afianzó el peso de su cuerpo en la muleta, arrastró a mi abuelo hasta el otro extremo de la vía y se plantó delante de los dos jóvenes.

—¿Te vienes con tus padres o con ese chulo de mierda? —preguntó, indignadísima por el desplante.

Y mi madre, haciendo de tripas corazón, temblándole las piernas pero con la cabeza muy alta, dijo:

—Me voy con mi novio.

Desde ahí, las cosas fueron a peor. Tanto, que mis padres no vieron otra solución que encargarme a la cigüeña de forma rápida. Mi madre era menor de edad, aún no tenía el control de su vida y dependía de sus padres. Quedarse embarazada sin estar casada era un problema de los gordos, un estigma que ninguna familia deseaba en su seno. Optaron por el único medio de ganar la guerra de voluntades en que habían entrado, conscientes de que otra cosa no tendría mi abuela, pero honra a toneladas.

Pensado, dicho y hecho. Llegué al mundo un mes de enero, con una nevada monumental, seis meses después de una boda
express
en la que mi madre lució bellísima, esplendorosa, con la felicidad escapándosele por cada poro de la piel. Eso sí, tuvo que ir vestida de negro, con traje de hilo fino para la ocasión y al modo de las divas de Hollywood. De blanco, en la España de aquellos años, sólo podía vestirse la que iba pura y casta al matrimonio. ¡Cuánta hipocresía!

La abuela rabiaba, pero callaba y ponía buena cara a los pocos familiares y escasos vecinos que acudieron a la ceremonia. Hubiese querido vengarse de los jóvenes con una boda sórdida y amarga, pero mi madre, a la que adoraba el párroco, disfrutó de todo lo que la suya no quiso darle.

—Venid a las diez, María del Mar —le pidió el cura—. Tengo una boda de alto copete a las doce de la mañana, así os aprovecharéis de la iglesia engalanada.

Les recibió, en efecto, un templo cuajado de flores en el altar y bancos delanteros, pasillo central con alfombra roja y todas las luces encendidas a su llegada. Mi padre seguía sin hacer buenas migas con el clero, pero siempre reconoció el comportamiento impecable y deferente de aquel sacerdote para con ellos; le temblaba la nuez al recordar el cariño con que los trató y su consideración hacia mi madre.

También él iba hecho un caballero, oliendo a Varón Dandy, estrenando traje —regalo de los ahorrillos de Rafael sin que la abuela se enterase— y camisa de popelín confeccionada por un antiguo amigo de la mili, sastre de profesión.

De haber dispuesto de salarios más nutridos, mis padres se habrían buscado otra vivienda y alejado lo más posible de mi abuela, a pesar de que ello implicara dejar en sus garras al pobre Rafael, al que tenía mártir. No fue posible. Hubieron de convivir con ellos en la vieja corrala de la calle Arango donde todos se conocían y donde Emilia, vengativa, no tardó en dejar caer invectivas contra su recién estrenado yerno, una costumbre que ya no abandonó hasta que falleció.

20

Si te enfrentabas a la abuela debías dar por hecho que ibas a ser el blanco de sus dardos. Te pondría a parir sin remedio. Le servía cualquier víctima cuando estaba cabreada. Como el abuelo no respondía a sus insultos, era su víctima permanente. Él, se encogía de hombros, la llamaba Corrompe por lo bajo y se largaba a la calle. El pobre hombre pagaba el pato por todo.

No iba a ser menos en la trifulca que se organizó en casa cuando llegó la hora de bautizarme y mi madre empezó a buscar por todos lados la camisa de popelín que le regalaran a mi padre para la boda. No aparecía por ninguna parte.

Abrió y cerró cajones, revisó baúles y armarios pero la camisa no aparecía —no había dinero para camisa nueva y mi padre quería ir presentable a la ceremonia del agua bendita—. Con los ánimos caldeados, Emilia acabó por confesar:

—La puñetera camisa está empeñada.

Mi padre se congestionó, la hubiera matado.

La culpa, ¡cómo no!, recayó en el abuelo.

—Si éste ganara más, no habría tenido que ir al Monte de Piedad. ¿Con qué iba a pagar la cuenta de la tienda? Bien que os gusta llenar el buche a mi costa, que aquí no entra más dinero que el de mi marido, porque para la mierda que ganáis entre los dos, como si os diera de comer de balde. Por si fuera poco, ahora con la niña, una boca más. Menos mal que todo el vecindario sabe que tu marido, María del Mar, es un vago indecente, tú una consentida y éste —por Rafa—, un baboso que no sirve para nada. ¿Quién me va a echar en cara haber empeñado una simple camisa?

Mi padre hizo amago de ir a por ella, pero el abuelo y mi madre se interpusieron. Había que ir a la iglesia, no había tiempo para más gresca. Usó de toda su voluntad para calmarse, se vistió otra camisa limpia y asunto concluido.

El abuelo se emborrachó en el parco convite con que se agasajó a familiares y amigos, porque de algún modo tenía que olvidar la desagradable escena vivida y porque, además, había que celebrar que yo pertenecía ya a la Iglesia católica, apostólica y romana, como estaba mandado. Emilia, en cambio, se metió en casa antes que nadie, a rumiar su mala sangre.

A medio día, el abuelo, achispado y dicharachero, entró en la vivienda, apoyándose sonriente en el marco de la puerta. Luego se cuadró militarmente, se llevó la mano a la sien y anunció con voz gangosa:

—Señoga… soy pegrrro policía que viene de Madrid.

Al buen hombre la guasa le costó una bronca monumental. Cuando mis padres llegaron se encontraron, alarmados, una sucesión de voces airadas y aullidos lastimeros a partes iguales. Ella, fuera de sí, le llamaba de todo mientras el abuelo se encogía, esquivándola como podía.

Las camorras se sucedieron, con más vehemencia si cabe, a raíz de aquello. La convivencia se hacía insufrible. Pero la situación económica de la mayoría de los españoles rayaba en la insolvencia y en mi familia no era mejor. ¡Como para pensar en otra vivienda! Por eso mis padres tuvieron que aguantar y aguantar en aquella casa pequeña donde apenas cabíamos los cinco, sujetos, además, a la tiranía de la abuela.

Por fortuna, el Gobierno se decidió a liberar fondos para rehabilitar corralas y/o para facilitar la construcción de unas viviendas dignas para la clase obrera. Nos tocó una, aunque pagando un alquiler, lo que supuso mayor presión para la parca economía familiar, ya que la abuela seguía gastando sin tiento el salario de mi abuelo, con lo que llegar a final de mes era un milagro.

Luego estaba la ubicación: el barrio de Prosperidad era entonces el extrarradio.

—El culo del mundo —protestaba Emilia, acostumbrada como estuvo siempre a vivir en pleno Madrid.

Pero el piso nuevo tenía cuarto de aseo con bañera de asiento (que hizo las delicias de mi madre a la hora de bañarme), cocina, salón, un pasillo por el que yo iba a corretear en cuando aprendiera a sostenerme de pie, y dos hermosas habitaciones llenas de luz. No daba a la calle, pero sí a un patio enorme en el que confluían tres edificios más, casi tan amplio como la Castellana. Los abuelos ocuparon la habitación más reducida y nosotros la más amplia. Al nacer mi hermana, mi padre la dividió en dos mediante un tabique de madera, aislando así la intimidad del desdoble para ellos y nosotras cuando fuéramos un poco mayores.

Todo un palacio en un espacio de algo menos de sesenta metros cuadrados. Poco importaba a nadie que el Gobierno bonificara a los constructores con veinte años de exención de impuestos y acceso a crédito barato. La gente lo que quería era vivir mejor huyendo del semi chabolismo y la poca salubridad de cuchitriles sin servicios lo que, por otra parte, no dejaba de alimentar la propaganda franquista. Aun así, poblados como Palomeras, el Cerro del Tío Pío o el famoso Pozo del Tío Raimundo eran una realidad que tardó años en erradicarse. En 1956 había en Madrid unas 50.000 chabolas y a cuento de eso en algún momento escuché cantar a mi abuela:

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