Yo ponía sobre el tapete un oro para evitar que cantara las veinte de ese palo.
—¡Me cago en la sota de bastos! —protestaba rindiendo el caballo—. ¡Acabas de joderme las veinte!
Nos despachábamos a placer porque estábamos solas en casa, mi madre había ido a la compra, mi padre estaba en el tajo y mi hermana en casa de una amiga, estudiando.
—Anda, abuela —incitaba yo—, dime algo más de ese elefante que te voy a dar matarile en esta partida.
Se echaba a reír porque sabía que iba a ser así, como solía suceder. Lo más curioso es que nunca me han gustado los juegos de mesa, las cartas españolas en particular, pero esos ratos sentadas codo con codo, escuchando sus confidencias, me resultaban beneficiosos.
—Nerón luchaba contra un toro.
—Se fastidió la cosa —decía yo—. Otra vez los toros.
—Es que aquella actuación fue muy especial. Creo recordar que fue un 13 de febrero y el toro se llamaba
Sombrerito
. Yo no fui a verla, claro, era muy pequeña, pero he visto el cartel.
Viendo que yo volvía a poner mala cara, cambiaba el tema.
Ya he dicho que la abuela sabía leer, escribir y las cuatro reglas —como ella decía—. Solía ojear en su tiempo
El Heraldo de Madrid
,
Blanco y Negro
y la
Revista Moderna
, pero dejó todos de lado y se pasó a
El Caso
.
Su periódico.
Su vena sobresaliente para el dramatismo se veía alimentada por aquel periódico, si es que se le podía llamar así, porque sólo venía a ser un panfleto de sucesos. Pienso yo que al ver impresas las desgracias ajenas, olvidaba las propias, regodeándose con la lectura.
Lo peor no era que disfrutara con sus hojas cargadas de tintes morbosos, sino que después me las comentaba a mí, como si me adelantara la noticia de que el mundo había dejado de ir cabeza abajo y se había arreglado de una maldita vez.
—Mira, mira lo que dice aquí. —Me mostraba la foto del cuerpo inerte de un desdichado que se había tirado desde el viaducto, el cadáver de una mujer apuñalada o el de cualquier atropellado en la Puerta del Sol. Me río yo de los telediarios de ahora. Menos mal que las fotografías eran en blanco y negro.
Una cosa llevaba a la otra, su mente retrocediendo en el tiempo para narrarme, con todo lujo de detalles, algún crimen de cuando era joven, la manifestación que hubo en Madrid en 1917 por la subida del pan, donde se armó una de órdago, o el incendio del teatro Novedades, allá por septiembre de 1928. Sin olvidar la boda de Alfonso XIII, cuando un anarquista, Mateo Morral, lanzó una bomba desde un balcón de la calle Mayor, con víctimas mortales y numerosos heridos.
—Los reyes no sufrieron daño alguno —comentaba frunciendo el ceño—. Oye, y es que los de arriba siempre parecen estar protegidos por Dios, digo yo si será por eso, por lo arriba que están. Si esa bomba hubiese ido destinada a algún pobre desgraciado, menuda escabechina, pero como eran los reyes…
No era fácil seguirla. Daba saltos en el tiempo y mezclaba sus invocaciones al son que las recordaba. Así, mientras barajaba de nuevo las cartas, aludía a una bronca que tuvo con su hermano mayor o te decía que en 1920 existía un local de jazz en la Moncloa.
—La Parisina. Un sitio finísimo donde alternaban las señoras de postín con vestidos de seda y raso y los caballeros de bolsillo repleto, no como el Racataplán, que era un cabaret de golfas en Bravo Murillo, donde se bailaba el tango y el charlestón.
—A mí me encanta el tango. ¿Qué tiene de malo?
—Que enseñaban el fandango las que iban a bailar allí —afirmaba, cargada de su razón.
Yo miraba mis cartas y asentía, sin ganas de discutir.
—Sales tú, abuela.
—¿Tú has oído hablar de la Chelito, criatura? No, claro, de eso hace mucho… Pues la Chelito se hizo famosa en ese cuchitril, en el Racataplán, buscándose una pulga en el escenario mientras cantaba. ¡Si sería zorra!
Cualquiera le llevaba la contraria cuando entraba en el terreno del insulto…
Tal como previó años antes el médico de guardia, la afección de la abuela no era nada de lo que hubiéramos de preocuparnos. Nos anticiparon, eso sí, que los esputos de sangre se podían repetir y que, a la larga, tenderían a ir a más, como así fue.
La abuela navegaba, como solía decir, en la misma barca que el Generalísimo. A pesar de sus años, se sentía como una mocita, la invadían las mismas ansias de vivir de siempre, salía y entraba de casa, acudía a las salas de cine e incluso se atrevía a darse una vuelta por los grandes almacenes en busca de telas con las que hacerse nuevas batas —nada de negro, que eso era para las viejas, rezongaba.
Su vitalidad nos asombraba a todos. Era increíble la tenacidad con que se armaba de su muleta, escalón a escalón abajo, escalón a escalón arriba, nada menos que cinco pisos. Casi a diario, a veces más de una vez, bajaba a la calle aunque fuese a por papel higiénico, el caso era salir. Pero yo sabía que el entusiasmo con el que acometía sus escapadas era pura fachada. Bastaba con oír sus comentarios frente al televisor siguiendo las apariciones de un Franco omnipotente moviendo la mano derecha en actitud admonitoria, arriba y abajo, como sentenciando, escapando del aparato su voz cansina, levemente sostenida, engañosamente apacible, dando paso a las aclamaciones de miles y miles de gargantas, brazos en alto, palmas extendidas o cánticos de
Cara al sol
.
Franco envejecía. Como ella. Las arrugas del rostro del dictador militar que gobernaba España con mano férrea, eran el fiel reflejo de las suyas propias, el cristal en que se reflejaba.
—Fíjate, Nuria, fíjate —murmuraba quejumbrosa—. Lo que ha sido y lo que es. Menuda estampa tenía cuando era joven. Bajito pero de buen porte. Mírale ahora…
—Ha pasado ya de los ochenta, abuela, es natural.
—Nos llevamos dos meses. No vas a decirme que yo estoy tan tocada como el Caudillo, ¿verdad? ¡Vamos, ni de coña! A ése le quedan dos partes de noticias, te lo digo yo. Pienso enterrarlo.
—Nos enterrarás a todos.
—¿De qué va a servirme? Al final acabaremos en el mismo sitio: jodidos y bajo tierra.
—Yo no tengo intenciones de que me entierren.
—No, aquí te vas a quedar, para simiente de rábanos. Ahora te ves joven, hija, pero los años no pasan en balde, si Dios te da salud acabarás hecha una pasa como yo, o como él, por mucho que se llame Franco.
—Pero no ocuparé dos metros de espacio. A mí, que me incineren.
—¡Qué cantidad de idioteces hay que escucharte, Nuria!
—No son tonterías, abuela. ¿Tú has visto el cementerio de la Almudena, el de San Isidro? Parecen ciudades.
—Lo que son, ciudades para los muertos.
—Donde se podrían construir viviendas, ambulatorios, jardines…
—¡No te jeringa! Y salas de fiestas. Pero, chica, ¿qué has aprendido con tanto estudio? ¿No estaréis pensando en quemarme cuando la palme? Por ahí sí que no paso; a mí, cuando me toque enfrentarme a la Parca
,
me enterráis como está mandado, como yo hice con mi madre, mis hermanos, como hice con Paco y con tu abuelo.
—Dejemos eso, abuela, valiente conversación.
—Es que las cosas hay que dejarlas muy claras, que luego pasa lo que pasa. Además, para eso estoy pagando al Ocaso, ¡qué coño! Seguro que lo de quemarme son cosas de tu padre y de tu puñetera hermana, que mira que me tienen asco, estarán temiendo que me pueda levantar para joderles.
—¡Abuela, por Dios!
—Cría cuervos y te sacarán los ojos —refunfuñaba mirando de reojo el discurso de Franco en la tele—. No sé para qué me he molestado en daros una casa, en manteneros a todos —incidía siempre en el mismo tema incluso sabiendo que no era cierto—. Ahora estáis pensando en no darme ni cristiana sepultura.
—Pero ¿de dónde te has sacado eso? —me exaltaba yo—, tú no nos has dado ninguna casa, recuerda que el contrato estaba a nombre del abuelo; a esta familia la ha mantenido papá con su trabajo, no tú que te fundiste un buen fajo de billetes en menos de lo que canta un gallo. Además, ¿qué porras dices de cristiana sepultura cuando te has pasado la vida renegando de la Iglesia? A buenas horas te sale la vena religiosa.
—Todo eso no me lo dices tú a la cara —se envalentonaba.
—Pues claro que lo digo. El vino mejora con los años, ya podías haber hecho tú lo mismo; pero no, tú vinagre, que es lo que te gusta y lo que siempre has dado.
—Nuria, no me calientes…
—Cállate, abuela, que estás más guapa.
Me iba por no acabar a voces; como venganza, se acercaba al televisor y ponía el sonido a tope. A pesar de tener cerrada la puerta del cuarto, hasta mí llegaban los gritos extasiados de «Franco, Franco, Franco» que proclamaba una masa enfervorizada glorificando a su líder.
A mi abuela le importaba un comino la política, el acto que estaban dando y todos los que acompañaban al general, pero sabía que yo no comulgaba con un Régimen liberticida que reprimía, encarcelaba o eliminaba, con más de cincuenta mil ejecuciones a la espalda, repudiado por Europa. Obligarme a escuchar el lamentable rugido que salía de la caja tonta, era su modo de desquitarse por lo que le había dicho.
—«La paz que hemos disfrutado durante tantos años ha levantado las envidias…» —me llegaba la voz—. «La prosperidad de nuestro pueblo… la bandera nacional… ¡Viva España…!»
Mi abuela, mientras, daba su discurso particular a voz en cuello.
—Cuando Franco la casque vendrá otro igual, uno de su camarilla, a ver si os vais a creer que esto va a cambiar de la noche a la mañana —disfrutaba pronosticando unos acontecimientos en los que ni creía ni deseaba—. Esos de la ETA han hecho volar a Carrero Blanco, que era su apuesta, pero ya buscará a otro que continúe con la dictadura.
Muchos tenían la esperanza de que los acontecimientos, el futuro de nuestro país, fluyeran por otros cauces. Ya estaba bien de ostracismo, de ser el culo de Europa. Al Régimen comenzaban a enseñarle los dientes sus viejos enemigos. El Partido Comunista, Comisiones Obreras, los socialistas y las fuerzas de oposición en bloque parecían haberse puesto de acuerdo tras el proceso de Burgos, juicio sumarísimo contra algunos miembros de ETA acusados de tres asesinatos. Se dictó pena de muerte para los imputados, pero el clamor del PNV y el clero progresista entre otros, levantaron la barrera acusando al Gobierno de genocidio y represión. Franco no tuvo más remedio que conmutar las penas de muerte por prisión, pero de poco sirvió puesto que la hendidura que gran parte del pueblo esperaba para el cambio, ya estaba abierta. El Régimen era un animal herido que, como su líder, se apagaba a ojos vista.
Francisco Franco Bahamonde y su gobierno autoritario y opresivo daban los últimos coletazos en 1975. Todo se desmoronaba.
Como si el Caudillo deseara dejar constancia de que era él quien manejaba el timón, que aún tenía fuerzas suficientes para diezmar a quien se le opusiera, en septiembre de ese año, ocho miembros del conocido FRAP, siglas del Frente Revolucionado Antifascista y Patriota, fueron condenados a muerte. Varios países retiraron a sus embajadores en señal de protesta y el Régimen asistió impertérrito a los ataques a las embajadas españolas en Europa.
—El Caudillo no se amilana, ya lo ves —señalaba mi abuela el televisor que emitía, el 1 de octubre, el último discurso del Jefe del Estado—. Es que los tiene cuadrados.
—Está más muerto que vivo, abuela. ¿Es que no lo ves?
—Sube ese trasto, que no oigo bien lo que dice.
—Para lo que hay que oír… Dice lo mismo de siempre, que si España tiene paz desde hace cuarenta años, que si somos la hostia, que todo es culpa de una confabulación.
—¿Qué es eso de la confabulación?
—Una maniobra judeomasónica.
—¿Eso qué significa?
—Para Franco, los rojos.
—Como Alfonso, el del tercero, entonces —afirmaba con gesto de preocupación—. Menuda cruz la que tiene su pobre madre con ese chico, mira que meterse en el Partido Comunista. Acabarán llevándolo al garrote vil.
—No me extrañaría, porque parece que estemos aún en la Edad de Piedra. Aquí puede pasar cualquier cosa.
—¿Qué acaba de decir el Caudillo?
—Que España es grande.
—¿Más que Rusia?
—No, mujer, no, más que Rusia no. Seguro que eso ni se le pasa por la cabeza.
—Ya me parecía a mí.
Herido de muerte, acorralado por un pueblo que ansiaba libertad rigiendo su propio destino al amparo de una palabra que crecía como un rugido, democracia, Franco tuvo agallas aún para presidir un Consejo de Ministros. Pero todo se terminaba, el personaje que había dirigido nuestro país durante tantos años, estaba a punto de desaparecer. Superó varios paros cardíacos que lo mantuvieron postrado en una habitación de hospital, rodeado de un equipo médico que, parte tras parte, anunciaban a cámara lenta su final. A finales de noviembre, recibía la extremaunción y moría.
Mi abuela, que había padecido los avatares de una guerra, no se fiaba ni del Papa.
—La cosa pinta jodía, niña —murmuraba poco antes de la desaparición de Franco.
Empezó a comprar todo tipo de alimentos enlatados que se apiñaban en los cajones, bajo el aparador del comedor, incluso en cajas debajo de la cama.
—Emilia, a usted no le rige la cabeza —le decía mi padre—. María del Mar, a tu madre se le ha caído el último tornillo que le quedaba.
—¡Qué sabrás tú, payaso! He pasado hambre en una guerra y no pienso volver a pasarla, que aquí se va a liar más gorda que la de Cuba.
—No diga tonterías, mujer.
—Ya veremos, ya, cuando se muera el Caudillo. Todos los lobos van a querer el pastel, si lo sabré yo, siempre ha sido lo mismo, el muerto al hoyo y el vivo al bollo. El bollo es España, por si no lo cazas…
—Usted si que caza, pero moscas.
—¿A que te rompo la cara, desgraciado?
—Lo dicho —se rendía mi padre—, como un cencerro.
Y es que a Emilia Larrieta, mi abuela, le dio por pensar que se nos venía encima otra guerra civil, o lo que era igual, escasez de alimentos.
No se lio la gorda, como vaticinaba ella, gracias a Dios. Juan Carlos de Borbón fue investido Rey de España por más que muchos dijeran que no sería más que un títere en manos de los políticos que abrigaron a Franco hasta su agonía. Un hálito imparable de esperanza hacía brillar los ojos de la mayoría de los españoles. Quedaba atrás la despedida lacrimógena de Carlos Arias Navarro anunciando por millones de televisores: «Franco ha muerto», el entierro multitudinario, el miedo y el encorsetamiento vital y políticos de un pueblo que clamaba por un futuro mejor. Entramos en la Transición.