Decía ella que ese ramito de florecillas púrpuras no podía faltar nunca para acudir a una fiesta, porque la planta tenía propiedades mágicas.
—Es la Hierba de los Hechizos —aseguró al salir—. ¡Quién sabe lo que puede pasar esta noche!
A su paso, tan huecos, más de una vecina envidió su bravura y disposición, porque había que tenerla para irse de juerga hasta altas horas de la noche, impedida de una pierna como estaba.
Rafael caminaba henchido de orgullo, llevando a dos mujeres bandera colgadas del brazo. Se sentía como don Hilarión, el de la zarzuela de
La verbena de la Paloma
, exhibiendo a su Casta y su Susana, así las llamaba él con buen humor y no menos guasa, ataviadas de Manolas.
También él, en esos tiempos, despertaba admiración con su
babosa
inmaculadamente blanca, recién planchada, el
chapín
ajustado, el
safo
anudado al cuello y la
parpusa
a cuadros que cubría su ya incipiente calva
[1]
.
La verbena estaba en su apogeo cuando llegaron.
El olor a berenjenas, gallinejas, entresijos, pollo asado, tortillas de patata, dulcería, churros, se expandía por doquier estimulando el apetito. Los cilindros de metal perforado de los organillos desgranaban sus letanías musicales, los barquilleros hacían sonar la ruleta invitando a los asistentes a probar suerte: el que la encontrara, podría degustar gratis uno de sus dulces de azúcar y miel. Las conversaciones, necesariamente altas para sobreponerse a los sonidos ambiente, la risa franca, el trajín bullanguero y las aglomeraciones expectantes frente a títeres y atracciones, se entremezclaban dotando al evento de un carácter festivo donde los madrileños apuraban la noche, el aguardiente y sus exangües bolsillos, olvidándose de las estrecheces, del futuro incierto y de la falta de medios en que se arrastraban sus vidas a diario.
En la verbena se fusionaba la alegría y el colorido con que aligeraban el peso de sus reveses.
—Anda, Rafa, acércate y compra unos churros, que la niña y yo te esperamos aquí —le pidió Emilia buscando el dinero, pero sin perder de vista a las parejas que danzaban a ritmo de chotis.
—Déjalo, mujer, que yo también he traído unas perrillas.
—¿De dónde las has sacado? —Frunció el ceño, desconfiada como era—. A ver si ahora resulta que no me estás entregando todo el jornal, Rafa.
—Que no, mujer, que es de las propinas.
—Como me entere yo que me estás sisando vamos a tener más que palabras. Hala, venga, ve a por churros. Y cómprate unas gallinejas si te apetecen, que hoy es fiesta.
Rafael no se hizo de rogar. Su mujer siempre estaba dándole la murga con que debía perder barriga, así que obtener manga ancha para consumir a su antojo aquella noche era un regalo del cielo.
Emilia no quiso esperar a su marido, se tomó del brazo de María del Mar y fueron abriéndose paso hacia los bailarines.
—A ver si papá nos va a perder.
—Quita, mujer, quita, qué va a perdernos —sonreía, fijando su mirada en el centro del corrillo que los curiosos habían formado alrededor de las parejas—. Fíjate en esos dos, bailan divinamente.
El baile del chotis no era complicado pero, como en cualquier otra danza, había quien demostraba mayor soltura, un garbo especial o mejor estilo. Los hombres, con una mano metida en el bolsillo del chaleco, llevaban a la mujer ceñida de la cintura. Los pies muy juntos, sin despegarlos, los hombros firmes, la espalda recta, la mirada al frente. Giraban sobre la punta de sus zapatos mientras su dama rodaba en torno a él con el porte saleroso de la chulapona. Tres pasos hacia delante, tres pasos hacia atrás y vuelta a los giros.
—Eso es bailar bien bailao —alababa Emilia los molinetes de las parejas.
Rafael, que desde cierta distancia vio lo entretenidas que estaban, aprovechó para tomarse un par de copitas de aguardiente, lejos de los reproches de su esposa en cuanto empinaba el codo lo más mínimo. Cuando volvió a su lado, con la ristra de churros calentitos, finalizaba un chotis. Pero la música no se hizo esperar de nuevo y Emilia apuró a su esposo para que dejara los churros en manos de su hija, haciéndose un lugar en la improvisada pista. Le puso la mano en su cintura, se prendió de él y atacó los primeros compases.
Emilia no tenía nada que envidiar a sus compañeras de baile que se cimbreaban a su lado. Se movía con un dinamismo sutil, muy bien acompasado a pesar de la muleta, que en nada desdecía de cualquier otra pareja. A pesar de estar rayando ya los cincuenta y cinco años, su pelo reluciente, sus ojos oscuros, amén de un cuerpo firme y aún bien conservado, despertaban curiosidad cuando no admiración contenida.
El organillero se tomó un descanso. Algunos bailarines quisieron recompensarle dejando unas monedas sobre el platillo que descansaba encima de la máquina; los más tacaños, simplemente se alejaron en busca de otras diversiones.
Los churros se habían quedado fríos, pero a quién le importaba.
Las exclamaciones procedentes de un carrusel llamaron la atención de Emilia. Tampoco a eso le hacía ascos y quiso disfrutar de la atracción montándose en uno de los caballitos que subían y bajaban al ritmo de la música. A Rafael no hubo que decirle nada, porque la sonrisa de su mujer era suficientemente explícita, de modo que enlazando a ambas del brazo, se acercaron.
Críos y adultos disfrutaban del carrusel por igual. Las chicas se montaban en los caballos y, a su lado, amigos o enamorados cuidaban de que no les pasara nada aplicando su mano, como al descuido y por el bien de la señorita, más allá de donde termina la espalda; los que iban a horcajadas sobre los cerdos reían; chillaban quienes habían preferido sentarse en los cubiletes que giraban y, en fin, los que habían elegido la calesa o asientos simples saludaban al público con sus pañuelos, simulando irse de viaje.
La gente se arremolinaba en torno a la atracción, dispuesta ésta a escasos dos metros de los raíles del tranvía que pasaba por allí.
—¿Vas a montar, Mar?
—No, papá, prefiero hacerlo en las barcas.
—Las barcas marean y son peligrosas, ¿qué pasa si vuelcan? —argumentaba su madre, empujando a los que tenía delante para alcanzar la caseta donde se vendían las entradas.
—A mí no me marean.
—Bueno, pues si a él no le parece mal, luego montas con tu padre.
—¿En esos cacharros? —se asustó Rafael—. ¡Ni loco de atar!
—Anda, papá, no seas gallina.
—Que ni loco te digo, hija.
—Yo sola no podré empujarla para que suba a tope.
—Te buscas a un buen mozo.
—No insistas, hija. Cuando dice que no, es que no.
—Entonces no me monto.
—Vaya si lo haces. Hemos venido para disfrutar. Soy capaz de pagarle la entrada a cualquier chico, pero tú te montas como me llamo Emilia.
Compró cuatro boletos para el tiovivo, dos para ella y dos para Rafael y se colocaron lo más cercano posible al carrusel para subirse en él en cuanto parase ese viaje.
—A ver si estás vivo para agarrar un caballo, Rafa, que en la última verbena no fuiste capaz de pillarme uno.
—No te preocupes, mujer.
—No, si no me preocupo, lo que pasa es que me jorobaría acabar montada en un cerdo, que no es lo mismo.
—Tú espera a que lo tenga y luego subes, no vayamos a tener un percance.
—Percance es el que tendrás tú si no me coges un caballo.
Poco ágil a consecuencia de los kilos de más, al pobre Rafael le costó sudar tinta saltar a la atracción tan pronto frenó y lanzarse como un loco a por uno de los equinos de madera, con tal de dar cumplimiento a su mujer. Lo consiguió, cruzó una mirada con Emilia y entonces ella se subió a la plataforma giratoria con la ayuda de su hija.
Gastados ya los boletos, deambularon por aquí y allá.
La noche era joven, las luces de colores parpadeaban, los organillos no dejaban de sonar, rotaban las carracas, gritaban a los cuatro vientos las bondades de su género los diversos puestos de chucherías, baratijas y embustes, expandiéndose por el ambiente el olor dulzón del algodón de azúcar.
Compraron uno para cada uno degustándolos como chiquillos, haciendo malabarismos con la lengua para rebañar las hebras que se pegaban por la cara, mientras iban caminando hacia las barcas. No hubo que pagar la entrada a nadie, la jovencita encontró al instante a un buen mozo que, de mil amores, faltaría más, se avino a compartir la atracción con ella.
El opresor calor apenas disminuía según avanzaba la noche; la aglomeración y los puestos de fritura, expeliendo sus humos y aromas al cielo de Madrid, tampoco ayudaban demasiado a paliar el bochorno. El vestido de chulapona, hasta los pies, el mantón de Manila y el pañuelo a la cabeza contribuían a limar la energía de Emilia y su hija, por lo que decidieron prescindir de sus atributos festivos de Manolas, circunstancia esta que ya habían adoptados otras mujeres.
Guardaron los pañuelos en la faltriquera y se anudaron los mantones a la cintura, dirigiéndose a la fuente más próxima para refrescarse cara y brazos. Rafael las esperó junto a un quiosco de refrescos, aprovechando para echarse al coleto otro aguardiente y obsequiándolas al regreso con una limonada fresquita.
—Cuando quieres, eres un bendito, marido mío.
—Cualquier cosa es poco para mis chicas.
A su lado, alguien comentó que, esa misma tarde, en la Corrida de la Beneficencia presidida por Franco, un toro había corneado a Manolete. En torno al informador, se formó de inmediato un círculo de curiosos, ávidos de noticias. Manuel Laureano Rodríguez,
Manolete
, no era sólo un torero, era un icono, un símbolo taurino, el maestro a cuyo nombre se concitaban las más firmes adhesiones contestadas, no obstante, por quienes le denostaban en favor de Antonio Bienvenida o Luis Miguel Dominguín.
—Ha estado impresionante en el primero —decía el individuo que había tenido la suerte de acudir esa tarde a la plaza—. ¡Qué faena, amigos, qué faena! Teníais que haberlo visto, citando al astado como él suele hacer, con elegancia. En el segundo ligó unas verónicas señoriales que pusieron en pie al respetable, pero en una larga el toro le embistió de costado. ¡Menudo susto!
—¿Ha sido grave? —se interesaba la audiencia.
—Parece que ha entrado fastidiado en la enfermería, pero se dice que saldrá de ésta.
—¡Alabado sea Dios!
Para mi abuela, firme seguidora de este torero cordobés que había tomado la alternativa ocho años antes en la Maestranza de Sevilla, y al que ella tuvo ocasión de ver por primera vez en Las Ventas, el suceso le amargó la noche.
—Vuelve más fuerte que nunca, ya lo veréis —comentó una matrona de oronda figura que no paraba de abanicarse—. A ese hombre no hay toro que le frene, es un figura.
Lejos estaban los contertulios de prever que no mucho después, en la plaza de Linares,
Islero,
un Miura largo y bragao de quinientos kilos, iba a terminar con la vida del afamado diestro, convirtiéndolo en leyenda.
Emilia no quiso saber más, acabó la limonada e instó a Rafael a alejarse. Esa noche no quería penas.
Hasta ellos llegó el griterío jaranero de un grupo de jóvenes que, montados en los caballos de madera del carrusel, imitaban a viejos vaqueros del Oeste.
—Demos otra vuelta en el tiovivo.
—Es ya tarde, Emilia.
—¿Y qué? Estamos en la verbena. No pensarás meterte en la cama a estas horas…
Rafael miró de reojo a su hija que parecía estar distraída con la bulla de la muchachada. Se inclinó entonces hacia Emilia y le susurró al oído:
—Según lo que pueda hacer en ella, Manola mía.
—Anda, calla, no te las des de galán, que no estás tú para muchos lances.
—Estoy para algo mucho mejor: para servir del caballero que bebe los vientos por la chulapa más garbosa de la verbena —se ufanó, atreviéndose a besarla allí mismo sin importarle dónde estaban; y para que no cupiera dudas de por dónde iban sus apetencias, acoplando a su conveniencia la canción que hiciera famosa Imperio Argentina, susurró:
¡Ay! Que me digas que sí,
¡Ay! No me digas que no.
Como no te ha querío ninguno, te quiero yo.
Emilia aceptó el cambio de letra con una carcajada sincera y él la tomó de la cintura para pegarla a su costado. No era habitual ver reír a Emilia de un modo tan fresco, pero esa noche lucía lozana como una colegiala; era una ocasión como para no desaprovecharla.
—Anda, tunante, que lo tuyo no es la copla. Siempre pensado en lo mismo; ya veremos cómo está el patio cuando lleguemos a casa —pero lo dijo con cierto deje burlón que invitaba a la esperanza—. Saca una vuelta más para el carrusel. Luego, nos vamos.
—¿Seguro que no quieres cambiar de idea? Mira que hoy estoy
sembrao,
Emilia.
Ella se paró, se echó un poco para atrás y clavó sus oscuros ojos en los de su marido, demasiado jacarandoso para lo que solía.
—¿Cuántos aguardientes te has tomado, Rafa?
—¡Mujer! Mira que eres mal pensada. ¿Es que no puedo querer hacer feliz a mi mujer sin beber?
—¿Cuántos?
—Solamente dos.
—Ya habrán sido cuatro, que te veo yo demasiado
echao pa’lante.
—Como tú dices, es día de fiesta. ¿Qué mejor que acabarla muy juntitos?
Alzó ella la mano para recolocarle la gorra, sacando a relucir su mejor sonrisa, la que sabía utilizar cuando le convenía.
—Mejor acabarlo con un deseo.
—¿Que sería…?
—Llévame a ver una zarzuela.
—Me estoy gastando los ahorros esta noche.
—Pide un anticipo.
—Sabes que no me gusta.
—Al que algo quiere, algo le cuesta.
Rafael se quedó sin salidas. Total, tampoco tenía demasiada importancia volver a ponerse la cara colorada solicitando un adelanto del jornal. Se encogió de hombros y asintió. ¿Qué iba a hacer, si no?
—Dalo por hecho, mujer. La primera para la que encuentre entradas.
Logrado su propósito, Emilia se aupó para darle un beso en la mejilla, escaso pago para la voluntad endeble de cualquier hombre a merced siempre de los encantos femeninos.
—Ahora, al tiovivo —dijo decidida.
Hacia allí se acercaron presurosos, prometiendo a María del Mar que podría probar suerte en la barraca del tiro al blanco antes de marcharse. Con los boletos en la mano, Emilia se acercó todo cuanto pudo al carrusel. La gente se apretujaba para tomar posición antes de que finalizaran los giros de la plataforma pero ella, haciéndose valer del auxilio de su muleta, que mostraba sin pudor, consiguió que la hicieran hueco hasta la primera fila.