Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Johanna se volvió del otro lado en la cama. No podía conciliar el sueño. La desaparición de la fotografía la inquietaba. Sin despertar a Romane, había registrado también el dormitorio de su hija sin éxito. Por lo demás, no se le ocurría ninguna razón por la que la niña pudiera haber cogido la foto. El día anterior por la mañana, la foto estaba allí, se acordaba de haberla mirado mientras preparaba el desayuno. Se había esfumado, por lo tanto, el día anterior o ese mismo día. ¿Cómo? No solía cerrar con llave la puerta de entrada, eso era verdad. Vézelay era un pueblo tranquilo, sobre todo en invierno, y los habitantes no tenían la costumbre de cerrar a cal y canto sus casas. Johanna tampoco, y menos aún teniendo en cuenta que la suya no contenía ningún objeto de valor aparte de la imagen de María Magdalena, guardada en la caja fuerte. ¿Cabía la posibilidad de que un ladrón hubiera entrado en su casa? Y de ser así, ¿por qué iba a haberse llevado esa foto? Johanna había pasado revista y no faltaba nada aparte del doble retrato en su marco de plata. Era incomprensible…
A la mañana siguiente, Romane se despertó, tras una noche serena, en plena forma, encantada de ir al colegio y ver de nuevo a la señorita Jaffret, a sus compañeros y sobre todo a su amiga Chloé. Johanna tenía migraña. Acompañó a su hija y después subió trabajosamente la calle hasta llegar a la basílica. El viento, omnipresente en Vézelay, cortante y gélido, le azotaba la cara como cientos de bofetadas. Se cruzó con su misterioso vecino, el escultor que hacía tallas en madera y llevaba siempre un sombrero negro que le tapaba el rostro. Se atrevió a dirigirle un tímido saludo, pero el hombre, taciturno, pareció no verla y continuó su camino hacia el pie de la colina.
Al llegar al pórtico, a Johanna le entraron ganas de girar a la izquierda y seguir la carretera que bordeaba el lado norte del edificio, antes de bajar hasta el cementerio del pueblo. Nunca había visto una necrópolis tan poética como el viejo cementerio de Vézelay: una pradera anárquica, bordeada de árboles, había hecho brotar estelas en un armonioso desorden. A lo largo de la tapia, en mausoleos blancos cubiertos de hiedra y de liquen, el público tumbado miraba descansando, y Jules Roy y la pareja Zervos, cual guardianes tranquilos pero vigilantes, estaban tumbados en la entrada
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.De mal humor y con un terrible dolor de cabeza, se dirigió hacia la explanada excavada y numerada que bordeaba el claustro. Al pasar por delante del pozo, pensó en lo que esa antigua reserva de agua de los monjes medievales ocultaba en sus profundidades y que de momento no había podido ver dado lo peligroso que era el acceso: un lago subterráneo de diecisiete metros de largo, provisto de una bóveda romana sostenida por nueve columnas… Por un segundo se vio paseando por allí en barca con Luca; luego sonrió al recordar que, entre 1912 y 1920, cuando las peregrinaciones estaban prohibidas, los surrealistas habían imaginado transformar el interior de la iglesia en vasta piscina combinada con un
hammam
. ¡Las termas de Vézelay! Nadar bajo las bóvedas de cañón, en medio de los monstruos y los santos de los capiteles envueltos en vapores de baño turco…
De repente, dio media vuelta para ir hacia la casa rectoral. Como de costumbre, la puerta de fray Pacifique estaba abierta de par en par. El anciano estaba sentado a la mesa, al lado de la estufa, sumergido en la lectura de un libro frente a las corrientes de aire, dispuesto a recibir a cualquiera que se presentara en el umbral.
—Entre, Johanna, bienvenida —dijo sin levantar los ojos del libro.
—No es usted nada razonable —lo sermoneó ella amablemente—. ¡Con este viento glacial que sopla, va a coger frío!
—Es usted quien no parece encontrarse muy bien, hija. ¿Qué ocurre? Siéntese y cuéntemelo.
Ya había cerrado el libro, cogido la cafetera, y estaba sirviéndole a la arqueóloga una taza de líquido humeante.
—Gracias, padre. Tiene razón, me duele mucho la cabeza.
El abrió el cajón de la mesa de madera y sacó un tubo de aspirinas.
—Tenemos con qué aliviar el cuerpo —dijo, sonriendo.
—Pero el cuerpo no hace sino reflejar un malestar de la mente —repuso ella, devolviéndole la sonrisa.
—O una inquietud del alma —completó el monje observándola con sus ojos gris claro.
—Han matado a otro arqueólogo en Pompeya —dijo Johanna sin transición—. Una mujer, miembro del equipo de Tom. Mismo modo de proceder, pero referencia evangélica distinta. Esta vez ha citado a Mateo. Mateo, 7, 1.
—«No juzguéis y no seréis juzgados» —citó fray Pacifique—. Dicho con otras palabras, no juzguéis a los demás para no ser juzgados por Dios. Parece paradójico, pero probablemente el asesino es creyente. Teme la sentencia de Dios.
—Eso es lo que creen también los carabineros. Piensan en una secta de fanáticos.
—Comprendo que todo eso la perturbe —añadió el franciscano—, pero no es suficiente para justificar el profundo desasosiego que parece dominarla, hija. ¿Hay alguna novedad sobre Romane? ¡Yo creía que la pequeña estaba mejor!
Johanna le contó la sesión de hipnosis, le habló del diagnóstico del doctor Sanderman, de la moneda con la efigie de Tito e incluso de la desaparición de la fotografía.
—Hummm… —dijo el monje rascándose la barbilla—. En efecto, es muy raro… En cualquier caso, lo más importante es que Romane se cure. Seguiré rezando para que sus funestas pesadillas no reaparezcan más…
—Padre, ¿por qué el cristianismo refuta la idea de la reencarnación?
—Porque ese concepto es antinómico con la frase de Pablo «el hombre solo vive una vez» —explicó el anciano— y, sobre todo, con las palabras de Jesús según las cuales cada uno es juzgado de acuerdo con sus actos inmediatamente después de su muerte. Luego, las almas de los difuntos toman el camino del más allá. Las almas santas viven en paz en el reino de Dios y las otras continúan avanzando, en ocasiones a través de ciertos sufrimientos necesarios para abrir su corazón al amor divino, en espera del Juicio Final. Si admitimos la reencarnación, ya no hay más allá ni reposo celeste de las almas junto a Dios.
—Comprendo.
—La Iglesia, siguiendo la senda trazada por Aristóteles —prosiguió—, afirma que el cuerpo y el alma están tan estrechamente unidos que no puede existir un alma que pase de un cuerpo a otro, contrariamente a lo que enseñaba Platón. Por eso el cristianismo opone la resurrección a la reencarnación. Al final de los tiempos, transformada por la visión de Dios, cada alma encontrará un nuevo cuerpo de carne, más sutil que la materia terrestre. Será una carne luminosa que manifestará las cualidades del alma y le permitirá conocer placeres sensibles.
—Entonces, ¿para usted las visiones nocturnas de mi hija no tienen ningún sentido? —preguntó Johanna.
—¡Yo no he dicho eso! —protestó el monje con calma—. Creo, al contrario, que estamos unidos los unos a los otros. Si, después de nuestra muerte, el alma espiritual sobrevive en el reino celestial, las emociones, la memoria, la psique de un individuo no se extinguen. Solo el cuerpo físico es irremediablemente destruido. Algunos elementos psíquicos de un desaparecido pueden transmitirse a la mente de otro ser humano, que acaba de ser concebido. Llevamos en nosotros la memoria de personas que han vivido con anterioridad. Debemos proseguir su obra, resolver problemas que ellas no pudieron desentrañar durante su vida, continuar elevando el nivel de conciencia de la humanidad que avanza a través de una multitud de largas cadenas que hacen a los hombres solidarios y los unen más allá del espacio y del tiempo.
—Ya. Es casi más bonito que la creencia en vidas anteriores. No sé si ese misterioso vínculo entre los seres corresponde a las pesadillas de Romane, pero explica perfectamente lo que yo he vivido…
—Hola, Jo, ¿qué tal estás?
Johanna salió de su ensimismamiento al ver a Audrey con su eterno cigarrillo entre los labios.
—Cansada —respondió ella—, necesito unas vacaciones…
—No te preocupes, dentro de tres semanas es Navidad.
Navidad, el regreso de Luca y, sobre todo, el período del año preferido de Romane, tanto más cuanto que una semana después era su cumpleaños… ¿Qué iba a regalarle a su hija ese año? ¿Cómo iba a organizar las celebraciones familiares? Por primera vez desde el nacimiento de Romane, Johanna aún no había pensado en ello. La invadió un sentimiento de vergüenza que se esforzó en alejar. Esa noche llamaría a sus padres. Y a Luca. Mientras tanto, debía dedicarse a su trabajo.
—Reconozco que no entiendo la disputa con Saint-Maximin-la-Sainte-Baume —decía dos horas más tarde Audrey con la cara manchada de tierra, preparando un té en la caseta—. Un cuerpo es un cuerpo, incluso muerto, ¡no puede estar a la vez en Vézelay y en Provenza!
—¡Razonas como una mujer del siglo XXI! —bromeó Johanna.
—¡Naturalmente! ¡Así que, explícamelo!
La directora del yacimiento dejó la galleta que estaba comiendo.
—Un día del año 1037 —empezó a contar—, en el reino de Borgoña se corre el rumor de que la abadía de Vézelay alberga las reliquias de María Magdalena. Inmediatamente, los peregrinos comienzan a afluir. Siguen milagros y curaciones… En cuanto a los monjes, tienen el enriquecimiento asegurado, y ese es uno de los mayores milagros realizados por la Magdalena en el seno de una abadía que hasta entonces no levantaba cabeza.
—¡Qué ingenua y crédula era la gente para aceptar semejantes necedades! —la interrumpió Audrey.
—Sin embargo —añadió Christophe—, se interrogó a los monjes de Vézelay sobre la procedencia de esas famosas reliquias…
—Y así es como empieza la hagiografía —dijo Johanna—. Porque, naturalmente, los benedictinos dan prioridad, sobre la transmisión oral, a la leyenda escrita, única garante de los hechos y de su control sobre esos hechos. En consecuencia, entre 1037 y 1043, por orden del abad Godofredo, un monje redacta una crónica a la que se da el nombre de «El libro de los milagros de la Magdalena». Otro texto del mismo período, escrito en Cambrai, precisa que un monje llamado Badilón fue a buscar el cuerpo de la Magdalena a Jerusalén para trasladarlo a la colina de Vézelay.
—¡Ah, eso es mucho más plausible! —dijo en tono sarcástico Audrey.
—En cualquier caso —continuó Johanna—, durante varias décadas esta justificación es suficiente. En 1050, el papa reconoce que la patrona de Vézelay es María Magdalena, y en 1058 confirma la presencia de sus reliquias en la colina. La abadía, que pasa a estar bajo la tutela de Cluny a la muerte de Godofredo, es célebre en toda la cristiandad y prospera; multitudes considerables, así como grandes señores, la visitan, especialmente el 22 de julio, festividad de la Magdalena. Hasta que un oscuro priorato provenzal afirma que allí está la tumba de María Magdalena.
—En el condado de Aix —intervino Werner, con los ojos brillantes—, los monjes descubren un hipogeo en la iglesia de Saint-Maximin. En ese mausoleo subterráneo descansa, entre cuatro imponentes sarcófagos de mármol esculpido, la tumba de María Magdalena, que un benedictino identifica gracias a un bajorrelieve que representa el ungimiento de Jesús por María de Betania. Los religiosos apoyan sus afirmaciones en una leyenda según la cual, después de la muerte de Cristo, dado que en Palestina se perseguía a los cristianos, algunos de ellos, entre los que se encontraban María de Betania, su hermana Marta, su hermano Lázaro, Maximino y otros, huyeron de Jerusalén a bordo de un esquife que los llevó hasta las costas de la Camarga. Evangelizaron la región, y María Magdalena murió en Provenza un 22 de julio.
—¿Qué ocurrió en realidad? —preguntó Audrey—¡Es delicado hablar de «realidad» tratándose de creencias religiosas y, sobre todo, de política! —respondió Werner—. No obstante, en la actualidad sabemos que los sarcófagos datan de alrededor del siglo y después de Cristo, que probablemente contenían los cuerpos de una rica familia patricia de la época y que el monje inventor de la tumba de María Magdalena fue víctima de una confusión nacida de la propia notoriedad del culto de Vézelay, incluso de cierta codicia en relación con la opulencia de sus hermanos borgoñones. Para la mayoría de los especialistas, la escena esculpida en el friso no representa el ungimiento en Betania, sino el lavado de manos de Pilato. En cuanto al cuerpo de María Magdalena…, ¡no se sabe nada! Unos dicen que murió en brazos de Maximino, o sea, en Aix, otros afirman que desapareció sin dejar rastro…
—Pero ¿cómo reaccionan los monjes de Vézelay? —pregunta Audrey.
Werner y Christophe, que se lo estaban pasando en grande, le indicaron a Johanna que continuara. La medievalista tomó de nuevo la palabra.
—Pues bien, los benedictinos, que se defienden con una inteligencia rayana con la astucia y un manifiesto sentido de la estrategia, replican poniendo en circulación «
Quomodo autem Virzilliacensium»
. En este texto relatan que, dos siglos antes, un tal Eudes, abad de Vézelay, manda a su hermano, el monje Aleaume, a Provenza, devastada por los sarracenos, para salvar de los impíos los cuerpos santos que descansan allí. Los monjes de Vézelay califican esta expedición de «hurto piadoso».
—Un «hurto piadoso». ¡Muy ingenioso! —exclamó Audrey—. ¿Y qué hacen los benedictinos provenzales?
—¿Tú qué crees? —intervino Christophe—. ¡Redactan otro texto! Haciendo como que desconocen el de Vézelay, cuentan que María de Betania, Lázaro y Marta desembarcaron, no en la Camarga, sino en Marsella, y que, después de haber predicado, se retiraron a Saint-Maximin, donde están los tres inhumados… y realizan grandes milagros.
—¡Ah, perfecto, y ya tienen a toda la familia reunida! —concluyó Audrey—. No me atrevo a imaginar qué estratagema idearon los monjes de Vézelay para contrarrestar esta versión…
—Construyeron la llamada «leyenda de san Badilón» —explicó Johanna—, según la cual el conde Girart envía al monje Badilón a Aix a buscar los restos de la santa. La expedición llega a la famosa cripta. Badilón reconoce, esculpido en la tumba, un friso que representa el ungimiento en Betania y encuentra en su interior el cuerpo intacto, que exhala el suave olor de las plantas aromáticas con las que Maximino embalsamó el cadáver. Badilón va a acostarse y Magdalena se le aparece en sueños para animarlo a llevarse sus restos. Al día siguiente, pues, Badilón la carga en un pequeño vehículo y se la lleva. La hagiografía termina con otro relato de los milagros realizados por las reliquias y de las amenazas de represión divina contra todos aquellos que la emprendan contra los bienes del monasterio…