La palabra de fuego (40 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Livia querría no volver a tocar una píxide de cerusa, una piel humana, olvidar su nostalgia, a Faustina, a Haparonio, Roma y su vida anterior para consagrarse a las cartas de su señor. Pero, sin que Javoleno se oponga a ello, la matrona la convoca a su capricho para luego reprocharle la torpeza y la falta de seguridad de sus manos, y acusarla de maltratar sus magníficos cabellos.

Livia no ha vuelto a ver la sala de los misterios dionisíacos. La hija de Javoleno la recibe en su cuarto de baño privado, que tiene las dimensiones de un comedor. La
omatrix
ha sido introducida allí cada vez por un esclavo diferente, y tan deprisa que no ha tenido tiempo de entablar relación con el criado. Tampoco ha identificado a los dos hijos de Ostorio, que el intendente le ha dicho que están al servicio de Saturnina. Hoy, Livia ha dominado la angustia que siempre la atenaza cuando la aristócrata la manda llamar. Sin embargo, mientras regresa de la villa de Saturnina, se siente abatida. La arrogante pagana no ha abandonado el desdén ni la altivez habitual con que la trata. ¿Cuál es la causa de un comportamiento tan injusto con los esclavos? Saturnina posee todo lo que una romana desea… y mucho más que la mayoría de las aristócratas del rango más elevado. ¿Por qué humillar a los que no tienen nada, a los que no son nada?

Absorta en sus pensamientos, Livia no se da cuenta de que ha entrado en la ciudad y se ha metido en una calleja desconocida. Cuando levanta los ojos, ve —demasiado tarde— que está junto a una de esas casas de mala fama donde ejercen las prostitutas. Dos mujeres sentadas en la escalera que conduce al piso superior parecen discutir sobre las elecciones.

—¿Y qué? ¿Acaso nuestra opinión no vale tanto como la de los demás? —pregunta una muchacha con el pelo teñido de un rubio veneciano—. ¿Por qué ese cerdo de Cayo Julio Polibio ha mandado tapar nuestras inscripciones en su favor?

—Cálmate, Zmyrina —contesta una delgaducha con acento griego—. Ha debido de considerar que nuestros deseos comprometen su reputación. No olvides que, para obtener los sufragios, lo que cuenta es, ante todo, la honestidad, la virtud, la moral…

—¡Entonces la cualidad requerida es la hipocresía! La próxima vez que Cayo Julio Polibio venga, lo recibiré como es debido…, con moral…

Las dos muchachas ríen a carcajadas. Livia sonríe y se arrepiente de haber juzgado mal a esas mujeres. No merecen su desprecio, de la misma forma que ella no merece el de Saturnina. ¿Acaso Jesús no se relacionó con mujeres de mala vida y las quiso? Salvó a la mujer adúltera de la lapidación y le perdonó sus fallas. Expulsó a los siete demonios del alma de María de Magdala y acogió a muchas pecadoras sin reprocharles jamás sus debilidades. «En lugar de comprarme unos zapatos esta mañana —piensa—, debería haber dedicado todos mis pobres ahorros a comprar un frasco de nardo. Después les habría dado a estas mujeres la luz pura y perfumada de María de Betania y ellas habrían lavado sus pecados con el ungüento de Cristo.»—Eh, Cucula y Zmyrina, ¿es la hora del descanso?

Un pelirrojo sale del establecimiento dirigiéndose con vehemencia a las dos prostitutas.

—¿Te parece quizá que no nos hemos ocupado ya bastante de ti hoy? —contesta la griega.

Al reconocer al cliente, Livia abre la boca, asombrada, se sonroja y da media vuelta para irse corriendo. Pero Ostorio, el intendente de Javoleno, la ve en la calleja y se queda tan sorprendido que permanece inmóvil en lo alto de la escalera.

—Señor Jesucristo, hijo de Dios vivo, ten piedad de mí —murmura la esclava mientras vuelve a la
domus
de su señor—. No debía verlo en ese lugar, a Ostorio no, me azotará…

Se mete precipitadamente en la celda que le sirve de dormitorio y reza en espera de que le sea comunicada su suerte.

Unos instantes después, el intendente entra en la habitación. Ella se descubre rápidamente la cabeza y se levanta. Livia se sitúa frente al hombre bajando los ojos hacia sus sandalias nuevas.

—Esclava —dice este como una amenaza.

Ella levanta una mirada temerosa hacia él. Como casi siempre, empuña firmemente un nervio de buey con la mano derecha.

—No has visto nada —dice en un tono más suave—, debes callar.

—No he visto nada, callaré.

Temblando, Livia espera que Ostorio salga de la habitación. Pero, en lugar de irse, él prosigue:

—Todos los hombres de la ciudad, ricos y pobres, frecuentan ese tipo de locales, es normal, es una prueba de virilidad y a nadie le parece mal, pero resulta que mi mujer, Bambala, es celosa como una leona, no hay manera de hacerle entender que eso no tiene nada que ver con ella, se pone hecha una furia y amenaza con echar veneno en mi comida… Así que, si se lo dices, empezará otra vez a hacer escenas y no habrá quien la pare… Una vez, hasta despertó al señor con sus gritos…

—No diré nada, ni a ella ni a nadie —asegura Livia para que se vaya.

—Yo quiero mucho a Bambala, ella y los dioses me han dado dos hermosos hijos, altos, fuertes y sanos, pero un hombre es un hombre, necesita divertirse, satisfacer sus deseos…

Livia, en silencio, ruega al Señor que lo haga salir. No tiene ninguna necesidad de conocer las justificaciones del intendente. Una incomodidad difusa se extiende por su interior, y tiene la impresión de que las palabras del liberto ensucian la atmósfera de su dormitorio.

—Por cierto, ¿qué hacías tú allí? —pregunta de pronto Ostorio.

—Nada, me… me había perdido al volver de la villa de Saturnina Vera.

Ostorio rompe a reír.

—¿Perdido? ¡Ja, ja, ja! ¿No era más bien que sentías curiosidad por ver cómo son esas mujeres? ¡Parecías fascinada por ellas!

—¡En absoluto! —se rebela Livia.

—Si no espiabas a las muchachas…, ¿era entonces a sus clientes a los que acechabas?

—Yo no espío a nadie —contesta ella en tono enérgico—. Llegué hasta allí por casualidad, eso es todo. Y lo lamento.

En vez de marcharse, el liberto da unos pasos por la habitación. Observa a la esclava con mirada torva, acariciando la vara.

—Hummm… —masculla—. Dime la verdad, esclava… ¿Qué buscabas rondando el lupanar? ¿El cuerpo caliente de un hombre? Seguramente ya has probado la piel de un hombre… Allí, en Roma, tenías un amo, debías de tener también un amigo, un amante, o incluso varios, siendo guapa como eres… ¿Cómo es que tu ama no te casó?

Livia, violentísima, palidece y baja los ojos hacia el suelo, petrificada como una estatua.

—A menos que… ¿Es posible que nadie te haya tocado aún?

Intenta acariciarle el cabello, pero ella retrocede bruscamente hasta que su espalda choca con la pared.

—Dejadme —susurra, espantada—. Dejadme, os lo suplico…

Ostorio ríe y se sienta con maneras vulgares en el camastro de la joven. Lentamente, deja el nervio de buey sobre el jergón.

—Ven a sentarte a mi lado —ordena—. No te haré daño, te lo prometo.

Livia permanece inmóvil contra la pared.

—Vamos, ven aquí —repite Ostorio.

—Jamás. No os acerquéis. No tenéis derecho. Pertenezco a mi señor.

—Es verdad, lo reconozco —admite el intendente sonriendo—, pero aquí las cosas funcionan de un modo distinto. Debería habértelo advertido… El señor no hará uso del derecho que tiene sobre ti… ¡Si te reservas para él, esperas en vano! Eso no le interesa… Incluso en vida de su mujer, desdeñaba los muslos de las criadas. Así que voy a ser yo el que actúe en su lugar… Ahora que ya lo sabes, ven a acostarte a mi lado. Inmediatamente.

Livia cruza las manos sobre el pecho en un reflejo de protección. Tiembla de la cabeza a los pies. En un gesto desesperado, se precipita hacia la puerta y huye corriendo. Antes de que el intendente haya podido reaccionar, echa a correr por el pasillo de la zona del servicio, gira a la izquierda y se encuentra en el atrio, donde se da de bruces con Bambala, cocinera de Javoleno y esposa de Ostorio.

—¡Ah, estás aquí! —exclama la voluminosa mujer—. Iba a buscarte, el señor quiere que vayas, tiene que dictarte unas cartas. ¡Date prisa, está esperándote!

Sin volverse, Livia pasa por delante del fresco de los filósofos, cruza el
tablinum
y entra en el peristilo. El cielo rojizo, el soplo del crepúsculo, la música de la fuente y de las golondrinas, los frescos campestres, el olor dulzón de las flores y de las plantas aromáticas atemperan su pánico. Se detiene junto al jardín, aspira a pleno pulmón e intenta recuperar el control de sí misma. Nunca se había visto en una situación semejante. No es tan cándida como para ignorar que muchos señores disponen libremente del cuerpo de sus esclavas y que ninguna ley lo impide. Pero, en Roma, Partenio no se permitía importunarla de esa forma, y los esclavos varones y el marido de Faustina tampoco. Hasta entonces ha estado protegida de la concupiscencia masculina. ¿Cómo va a sobrevivir en lo sucesivo, estando bajo el mismo techo que el intendente y bajo sus órdenes? ¿Cómo va a poner freno a sus futuros ataques? ¿Denunciándolo al señor? No, eso es impensable. ¿A Bambala? Todavía menos, Ostorio le haría pagar la inevitable escena de celos de su mujer… ¡Pero la cocinera no aparecerá siempre en el momento oportuno, como ha ocurrido ahora! Más tarde…, pensará en eso más tarde… Por el momento, debe calmar su excitación y ocultársela al señor. El señor… el señor la espera. El corazón se le vuelve a desbocar, como es habitual cuando piensa en Javoleno. Recuerda las palabras del intendente: el señor no la tocará, los asuntos carnales no le interesan… Esta afirmación, que debería haberla alegrado, provoca en ella una decepción confusa, un desencanto nebuloso en el que prefiere no pensar. El señor la espera… Se estira la túnica y avanza hacia la biblioteca.

De espaldas a la puesta de sol, Javoleno está tendido en una cama de descanso cuyos montantes están recubiertos de bronce con meandros de plata y hojas de acanto incrustados. Un gran candelabro de bronce, colocado sobre tres patas de león a juego con las de la estufa esculpida, sostiene varios velones de dos picos que arden a su lado despidiendo humo. Desenrolla de derecha a izquierda un pequeño rollo y lee en voz alta. Livia posa la mirada en su nuca, donde las hebras grises atraviesan la masa castaña de sus cabellos, no muy largos. El filósofo no intentará lo que el vil Ostorio se ha atrevido a… De todas formas, no imaginaba que fuera a hacerlo. No. Un acto semejante no es digno de él. Su carácter es puro y noble, sus maneras delicadas. Sin embargo, algunas veces, en la oscuridad de su dormitorio y en el secreto de su soledad, ha soñado con ello. Un estremecimiento agita su corazón ante ese pensamiento. Ahora ya sabe el nombre de la extraña enfermedad que se apoderó de ella en las exequias de Faustina Pulcra y que la agita con una fiebre que confía en que resulte invisible para los demás. Su inexperiencia y su ingenuidad le ocultaron por un momento la magnitud de los daños. Hasta se felicitó por ese transporte inédito que la llenaba de una alegría nueva y una ligereza difusa, exultantes para su cuerpo y embriagadoras para su mente. No obstante, enseguida se dio cuenta de lo mucho que la hacía sufrir ese ardor y la desviaba hacia caminos peligrosos. Si esa metamorfosis íntima hubiera sido provocada por un joven cristiano de su condición, la habría aplaudido dándole el nombre de amor. Pero, en este caso, no puede sino combatir ese afecto prohibido y llamarlo «pecado».

—¡Ah, eres tú! —constata Javoleno, volviéndose—. Tenemos trabajo, Livia. Mira, mi amigo Epicteto ha respondido por fin a mi carta.

Los ojos dorados de Javoleno chispean de alegría.

—Pobre Epicteto… —añade con un destello de tristeza—. Pensando que le arrebataba la luz de su mente, un alumno le ha robado su lámpara de hierro… En fin, con volver a las lámparas de arcilla…

—¿Sigue viviendo en su miserable casa de Roma? —pregunta la esclava, esforzándose en no mirarlo.

—Sí, pero no se queja en absoluto. Estudia, escribe, piensa, enseña… ¡Es libre! Como él, considero esa soledad y esa pobreza preferibles al trato bárbaro que le infligía su amo.

De todos aquellos con los que Javoleno mantiene correspondencia, Epicteto es el preferido de Livia: nacido esclavo, el joven de origen frigio fue comprado, cuando era un niño, por el liberto Epafrodito, el favorito de Nerón, el que ayudó al antiguo emperador a quitarse la vida. Cruel y brutal, Epafrodito no sentía más respeto por sus esclavos que por las moscas, y Javoleno le ha contado a Livia que le rompió una pierna a Epicteto por puro placer sádico. Antiguo alumno de Musonio Rufo, el maestro estoico de Javoleno, el esclavo había soportado el dolor sin pestañear. A la muerte de Epafrodito, Epicteto fue manumitido, pero se quedó en Roma, donde vive en una indigencia material coherente con su filosofía.

—¿Debo escribir la respuesta a Epicteto? —pregunta Livia afilando un trozo de caña, después de haber sacado tinta y papiro virgen de un hueco excavado en la pared.

—Primero tengo que enviar una misiva a mi librero de Antioquía. Instálate cómodamente y anota mi pedido de libros.

La esclava se sienta detrás de una mesa de mármol que descansa sobre un pie de bronce con patas de felino, cuya columna sostiene un atril con fieras dormidas y pájaros volando grabados en el borde de auricalco. Antioquía… A ella, la metrópolis de Oriente no le evoca
volumina
, sino los viajes de Pablo, la conquista de las multitudes por la palabra de Jesucristo y la presencia en la ciudad de numerosos discípulos del Camino. Antioquía… Allí ella tendría una familia, juntos prepararían la fiesta de la Pascua… Si pudiera escribirle a Haparonio como su señor mantiene correspondencia con sus amigos, se sentiría menos sola, menos perdida en el insalubre meandro de sus sentimientos…

—Señor, ¿me autorizáis a enviar una misiva a Roma, en mi nombre? —pregunta con voz queda.

—¿Por qué no?… ¿A quién quieres escribir?

Livia no se atreve a responder. El filósofo adivina lo que se esconde tras su silencio.

—Seguramente a los miembros de tu secta de insensatos.

—¿Por qué iba a ser mi secta más insensata que la vuestra? —replica ella con arrogancia, herida en carne viva.

Javoleno esboza una sonrisa indulgente.

—Muy buena pregunta —dice.

Se levanta y se sirve un vaso de vino del Vesubio, que corta añadiendo agua de un jarro de plata.

—De hecho, a los ojos del poder tú y yo formamos parte de la misma ralea: somos la raza de los perseguidos.

—¡El emperador os ha desterrado de la Urbe, pero no condena a muerte a los vuestros! —protesta Livia.

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