La palabra de fuego (43 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Johanna se relajó.

—El denario de plata se le cayó una noche mientras dormía y ha sido imposible encontrarlo —mintió—. De todas formas, no es un juguete apropiado para un niño.

Christophe escrutó a Johanna, sorprendido por semejante afirmación. Pero no dijo nada.

—Hablando de juguetes —intervino Werner—. Me gustaría echarle un vistazo a la imagen, pero solo si crees que es apropiado para un viejo arqueólogo en decadencia…

—Aquí, los vejestorios de cuarenta y ocho años están sometidos a la misma disciplina que los críos —contestó ella riendo—. ¡Primero comer y luego divertirse!

Era más de medianoche. La escultura de María Magdalena ocupaba el centro de la mesa, al lado de una botella de aguardiente de Borgoña. Inclinados sobre la imagen, los colegas exponían sus hipótesis.

—La abadía fue pasto de las llamas seis veces a lo largo de la historia —recordó Christophe—. En todo caso, tenemos noticia de seis incendios, desde el que devastó el primer monasterio establecido en el valle en el siglo IX, hasta el de 1819, que destruyó las torres. Entonces, ¿por qué las señales de carbonización que constatamos en este busto tienen que proceder del siniestro del siglo X? ¿Por qué no pueden ser la huella de las llamas de la catástrofe de 1120, que causó más de mil muertos, o de la del siglo XII, que asoló la cripta?

—Si por lo menos supiéramos en qué lugar del edificio se encontraba esta imagen —dijo Werner— y para qué servía, podríamos adivinar la fecha del incendio que la dañó y tener datos más precisos sobre la época en la que fue esculpida.

—De todas formas, tenemos algunas indicaciones —intervino Johanna—. Este capitel es carolingio, o sea, prerrománico. Procede forzosamente de la primera iglesia construida en la colina en el siglo IX, que ya no existe en el XII, sustituida por el edifício románico. En eso estamos de acuerdo.

Asintieron.

—Pero el capitel no es más que un soporte, un material para el artista —se aventuró a decir Audrey—. Es como el lienzo de un cuadro… El lienzo puede datar de una época, y la pintura que está sobre él, de otra.

—¡Bravo, Audrey! —la animó Werner—. Como de costumbre, lo has resumido con una claridad diáfana, mientras que nosotros nos perdemos en oscuras conjeturas.

Pese a sus ojos claros, Christophe le lanzó al vienés una mirada sombría.

—No obstante —dijo—, las fechas son referencias indispensables. Este capitel, como capitel, es decir, elemento arquitectónico ile remate de un pilar que sostiene el techo del edificio, es de finales del siglo IX y no puede ser anterior a la llegada de los monjes a la colina, el monte Escorpión, en 887. A continuación, deja ile ser capitel como muy pronto en el primer tercio del siglo X, porque queda dañado por el incendio, y como muy tarde en el siglo XII, porque en esa fecha la iglesia carolingia ya no está. Por consiguiente, unas manos desconocidas tallaron esa escultura entre 930 y los años 1100.

—En efecto —dijo Johanna.

—A no ser que ese capitel hubiera pertenecido originalmente a una columna de la cripta, que no fue remodelada hasta mucho más tarde —objetó Werner.

—Pero ¿por qué un artista de los tiempos del románico o el gótico iba a imitar el estilo carolingio, superado hacía tiempo? —preguntó Audrey.

—¿Por qué Viollet-le-Duc optó por plagiar las figuras y el estilo medievales del gran tímpano interior para reconstruir el tímpano exterior? —repuso Christophe—. Para reinterpretar y salvar desapareciendo detrás de los que concibieron el edificio, de sus verdaderos autores… Es una marca de respeto, de admiración, de amor, incluso. Cuanto más la miro, más me convenzo de que esta imagen de María Magdalena desprende amor…

—O una intención política —añadió Johanna, turbada por las últimas palabras de Christophe—. El hombre o la mujer que creó esta efigie tal vez quería hacer creer que la Magdalena era venerada allí desde el primer día… En la Edad Media no existe el arte por el arte. La estética medieval debe servir a Dios.

—¡Y los designios de los hombres de Dios! —completó Christophe.

De pronto, un grito estridente desgarró el aire sobrecalentado. Venía del piso de arriba. En un segundo, Johanna se había levantado y precipitado escaleras arriba. Sus tres colegas se miraban sin saber qué hacer.

Con los ojos cerrados, Romane gritaba y tosía alternativamente. Johanna le tocó la frente. Estaba ardiendo. Se sentó en la cama y cogió a la niña entre sus brazos.

—Romane, por favor —suplicó—, despierta, no pasa nada, es una pesadilla, por favor, vuelve conmigo, no es verdad, no estás allí, no… esto no debe empezar otra vez…

—¿Está enferma? —preguntó Christophe desde la puerta—. ¿Llamo a un médico?

—No, gracias, no hace falta. No es nada…, ya sé lo que hay que hacer. No te preocupes. Ve con los demás, diles que lo siento, pero… tengo que quedarme con ella.

—Es… estoy… estoy en la calle —dijo la pequeña, jadeando, en el gran sillón rojo del doctor Sanderman—, huyo, tengo que encontrar un refugio, la casa… la casa ya no está muy lejos…, las rocas caen sobre los tejados, la gente grita, las villas se derrumban… Nos asfixiamos…, el calor es insoportable… La gente se desploma entre las cenizas, se asfixia… Por todas partes hay cuerpos… muertos… La bodega…, tengo que ir a la bodega…

Johanna pensó en la Segunda Guerra Mundial, en los bombardeos aéreos, en el Blitz. ¿Podía ser que la chiquilla hubiera oído relatos sobre ese período y los hubiera reinterpretado? ¿En casa de sus abuelos, quizá? ¿O a la señora Bornel?

—Me espera en casa y se reúne conmigo en cuanto llego —prosigue la chiquilla—. Fuera hace mucho calor. Muchísimo calor… El aire es como fuego… No se puede respirar… El aire está envenenado… Toso a pesar de que una tela me cubre la boca… El me lleva a la bodega.

—¿Quién es «él», Romane? ¿Quién te acompaña?

—No lo sé. Es mucho mayor que yo. Quiere protegerme, en la bodega estoy enferma, la tos, las náuseas… El me abraza para consolarme…

«Su padre —analizó en silencio Johanna, de pie a un metro de su hija—. Seguramente se trata de una imagen subconsciente ile su padre…»Romane empezó a toser. Parecía febril, pero su madre no se atrevió a ponerle la mano sobre la frente para comprobarlo. El médico la dejó expectorar ruidosamente, antes de preguntarle la razón de esa tos.

—El vapor amarillo —respondió ella—. Im… impide respirar…, está en todas partes salvo en la bodega… No podemos salir, fuera es peor…, fuera todo arde, todo se derrumba… La gente grita…, está aterrada…, grita…, es horrible… Tengo calor, tengo ganas de vomitar…, tengo sed…, me duelen los ojos…, me lloran… El me los seca con su vestido y va hasta una jarra alargada con la base metida en el suelo de la bodega a por vino… Lo echa en un recipiente más pequeño y me lo acerca a los labios… Está bueno, está dulce, sabe a flores y a miel…

Johanna frunció el entrecejo. Un hombre con un vestido…, seguramente una toga…, y la jarra alargada que contiene vino dulce… un ánfora, claro.

—¿Por qué estás en esa bodega, Romane? —preguntó el doctor Sanderman.

En el centro del enorme sillón, la pequeña tosía, presa de una fiebre violenta. Johanna se retorcía las manos. Solo el hipnotizador conservaba la calma, aunque Johanna lo había llamado a la una de la madrugada en un estado de pánico avanzado.

El había intentado tranquilizarla explicándole que no era un fenómeno raro, que la reaparición de los síntomas significaba simplemente que el problema no había aflorado a la conciencia. Y le había dado hora a Johanna para que fuera a verlo con su hija ese mismo día.

—Romane, dime —susurraba Sanderman—, ¿quién se esconde en ese oscuro sótano?

La pequeña movió la cabeza de un lado a otro sin contestar. Johanna no podía más.

—Romane —intentó de nuevo el terapeuta—, ¿qué buscas en ese sótano? ¿Qué había en ese sótano de Pompeya en agosto del año 79? ¿Por qué vas allí todas las noches?

—Tengo que encontrarlo —susurró finalmente la niña—. Tengo… que encontrarlo… como sea…

—¿A quién, Romane? Dime, ¿a quién?

—El papel…, el pedazo de papel que tengo en la mano… debía salvarse de la catástrofe… Había que decirlo…, había que hacerlo… Porque no lo había hecho antes… Pero nadie lo cogió… Nadie lo vio… Hoy tengo que encontrarlo…, tengo…

—¿Por qué, Romane? ¿Qué hay en ese papel? ¿Quién lo ha escrito? ¿El hombre que está contigo en el sótano?

—¡No, no! —contestó ella, enfadada—. ¡Él no! ¡Él no! Él no es… él no es como nosotros… no es de nuestra familia… He sido yo. Sí, he sido yo quien lo ha escrito…

—¿Qué has escrito? Dime lo que está escrito en el papel… ¿Qué palabras hay escritas, Romane?

—Es… es… el mensaje… Es su mensaje…

—¿El mensaje de quién, Romane?

—De Jesús. Es la palabra oculta de Cristo.

Sanderman se quedó callado unos instantes. Johanna, estupefacta, se había dejado caer en el sillón de piel situado junto a la mesa.

—Romane —continuó el doctor—, el papiro que has escrito seguramente se ha quemado… o ha sido destruido por los gases… No puedes encontrarlo…, ya no existe…

—¡Sí, sí, sí! —grita ella—. ¡Está aquí, en el sótano! ¡Lo he escrito yo! ¡Sigue aquí! ¡Es absolutamente preciso que lo saque de aquí! ¡Debo decir las palabras, mostrar las palabras al mundo!

—Deberías recordarlas, puesto que has sido tú quien las ha escrito… Romane, ¿qué has escrito en el papel?

—No lo sé… Son unas letras raras… No las comprendo…

—¿Cómo te llamas? —preguntó de pronto Sanderman—. ¿Cuál es tu nombre en Pompeya?

Elle titubeó.

—No… no me acuerdo… Lo he olvidado… Lo he olvidado todo…

—Escucha al hombre que está contigo en el sótano… Te abraza…, te consuela…, te habla al oído… ¿Qué dice? ¿Cómo te llama?

—Dice… Li… Lisa… No… ¡Livia!

—¡Muy bien! Está muy bien… Livia escribió el papel en el sótano hace mucho… mucho tiempo… ¿Por qué tienes que ir tú a buscarlo ahora? ¿Por qué?

—Porque… porque, si Romane no lo encuentra, Livia va a matarla.

La chiquilla se quedó pálida y al cabo de un momento se desvaneció.

Dos horas más tarde reía con las gansadas de Jules, de ocho años, el cual intentaba en vano hacer el pino contra la pared de la habitación que compartía con Tara, de diez años, quien observaba con indiferencia a su hermano venirse abajo como un suflé, mientras que Ambre, de dos años, jugaba con los cordones de los grandes zapatos de Johanna, sentada en la moqueta como un monigote sin vida.

—Tara, vigila a Romane —le ordenó Isabelle—. Jo y yo vamos al salón. ¿Puedo contar contigo?

La mayor dijo que sí con la cabeza. Isa cogió a Ambre y salió con ella en brazos. Johanna la siguió. Se dejó caer en el amplio sofá de piel. Isabelle se sentó enfrente con la pequeña y le sirvió a su amiga una gran copa de riesling fresco.

—Empieza —dijo—.Te escucho. Y no te dejes nada.

La arqueóloga se lo contó todo: los detalles de los dos asesinatos de Pompeya, la historia del denario antiguo de plata con el que la niña había dormido, lo del hombre que la seguía, el robode la foto, sus sospechas, la recaída de Romane, la última sesión de hipnosis y la conclusion de Sanderman. Para los hindúes y los budistas, ese tipo de manifestaciones es la reminiscencia de vidas anteriores. Sin embargo, según el psicoanalista Karl Gustav Jung, puede tratarse de recuerdos procedentes del inconsciente colectivo, del que todos somos depositarios en diferentes grados. El médico se inclinaba por esta última hipótesis, que no difería mucho de lo que había dicho fray Pacifique empleando otras palabras. Seguramente Romane tenía, enterrados dentro de ella, los recuerdos traumáticos de alguien que había vivido esos acontecimientos. ¿Cómo habían llegado esos recuerdos a su cabeza? Imposible decirlo. En cualquier caso, la chiquilla no padecía psicosis, al menos de momento, y el terapeuta no creía que hubiera que hacer ningún caso del peligro de muerte evocado al final de la sesión. No obstante, había que extirpar a toda costa ese recuerdo que la devoraba. Una vez más, él contaba con su disciplina para curar a Romane.

—Y tú, en el fondo, ¿qué piensas? —preguntó Isabelle.

—¿Ya no confías en Sanderman?

—Sí, yo apruebo todo lo que te ha dicho —respondió Isa—. Pero pienso también en otros dos aspectos de la cuestión: por una parte, tú eres su madre, y una madre muy atenta, o sea, que puedes percibir cosas que a un psicólogo, por muy experto que sea, se le escapan. Por otra, tú…, bueno…, tú has vivido algo similar, sin ser exactamente lo mismo…

—Sí. Eso es lo que más me preocupa. Me siento responsable.

—Deja esas emociones nocivas en el armario, no nos son de ninguna utilidad. Mejor piensa… y escucha lo que te dice tu instinto. Es difícil, lo sé, pero inténtalo.

Isabelle cogió la botella de riesling y sirvió otras dos copas. Ambre se había dormido sobre sus piernas. Johanna mojó los labios en el vino, suspiró y se echó hacia atrás en el sofá.

—Fíjate —respondió por fin—, después de que Romane mencionara por primera vez Pompeya, evidentemente pensé en Tom y en lo que había ocurrido allí. Luego separé los dos problemas. Hoy, Romane ha dicho que busca un papiro de Pompeya que contiene un mensaje oculto de Cristo… y no puedo evitar pensar de nuevo en Tom, en sus excavaciones, en los dos arqueólogos asesinados y, sobre todo, en la inscripción aparecida en el escenario de ambos crímenes, en los dos casos una cita del Evangelio, es decir, del mensaje revelado de Jesús… Cuantas más vueltas le doy, más convencida estoy de que las dos cosas están relacionadas: los crímenes de Pompeya y las pesadillas de Romane. Es un disparate, lo sé, pero no puedo quitármelo de la cabeza.

—Sí, es un disparate, pero contigo estoy acostumbrada.

—Isa, durante décadas busqué dentro de mí el significado de una frase latina heredada de una pesadilla y acompañada de crímenes.

—Lo sé, la recuerdo: «Hay que excavar la tierra para acceder al cielo».

—Pero el sentido de esa frase no estaba solo en mí, estaba también en el pasado real, en la historia y en la piedra de Mont-Saint-Michel.

—¿Qué intentas decirme, Jo?

—Que ahora creo en un sentido literal y objetivo del sueño de Romane… Es decir, que es posible que haya una misteriosa frase de Cristo en un sótano de Pompeya que no fue destruido por el seísmo. Alguien lo sabe y no tiene ningún interés en que Tom y su equipo den con ella, así que elimina a los arqueólogos que tienen posibilidades de encontrarla. Y además…, presiento que mi hija solo recuperará la salud si desenterramos esas palabras. Isa, tienes que ayudarme: ¿puedes quedarte a Romane unos días? Voy a coger el próximo avión para Nápoles. Me voy a Pompeya.

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