La palabra de fuego (46 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Entonces, ¿rezáis a los árboles, la hierba, el mar y los pájaros? —pregunta con una pizca de ironía.

Javoleno sonríe con ternura ante su espíritu burlón.

—Yo no rezo, Livia. Me dirijo a mis ancestros, desde luego, pero rezar a Dios es inútil puesto que es impersonal.

—Pero… pero, entonces…, sin oración, ¿cómo os unís a él?

—Mediante la razón. Porque la razón es la única ley divina, y someterse a ella es obedecer a Dios y al orden perfecto del mundo.

—Todo eso es muy abstracto.

—Lo admito —dice el filósofo—. Tranquilízate, para todo aspirante a la sabiduría estoica, vivir según la razón es un camino complicado y sembrado de obstáculos… Verás, Dios no ha revelado a los hombres su palabra y su ley de manera verbal, exterior y perentoria, puesto que no es humano, pero reside en todas las cosas. Entonces, ¿dónde está su ley? En toda la Naturaleza, puesto que la Naturaleza es Dios. ¿Cómo respetar a Dios? Viviendo según las leyes de la Naturaleza. ¿Cómo acceder a esas leyes? Conociéndose a uno mismo, conociendo al mundo y aceptándolo tal como es, puesto que es el orden querido por Dios.

—Empiezo a comprender mejor la lógica de vuestro pensamiento. ¿Cuáles son las leyes de la Naturaleza?

—Emanan de la contemplación del mundo, donde el caos no es más que aparente, puesto que todo está gobernado y regulado por Dios… No hay, por lo tanto, espontaneidad ni azar, el hombre debe aceptar la voluntad de Dios, es decir, su destino, la razón del mundo. Todo lo que le sucede es bueno y justo, pues la Naturaleza, luego Dios, lo ha decidido así. Rebelarse es vano e inútil. Nadie será feliz si no acepta con alegría y serenidad su condición y los acontecimientos que se producen, sean cuales sean.

—¿Incluso la enfermedad? —pregunta Livia—. ¿Incluso una mordedura de serpiente? ¿Incluso un terremoto?

—Crisipo acostumbraba a decir que el hombre no es omnisciente y que la utilidad de los animales peligrosos y de las plantas venenosas se nos escapa, aunque es conocida por Zeus… y el mal puede tener su utilidad cuando es necesario para la aparición de un bien mayor. Sin ir más lejos, nuestras casas son mucho más bonitas que antes del cataclismo, y nuestra dicha mucho mayor, pues estuvimos a punto de perderla. La mayoría de las veces, los sucesos a los que te refieres nacen de la sinrazón del hombre, que se niega a vivir en armonía con la Naturaleza y, por lo tanto, se alza contra la ley divina.

Livia reflexiona.

—Hummm… —musita—. Entonces, ¿el mendigo debe alegrarse de ser mendigo, y el esclavo de ser esclavo?

—No conviene ni alegrarse ni lamentarse, y en ningún caso rebelarse —precisa el estoico—, hay que aceptar el movimiento eterno, continuo y regulado que es el destino, y representar lo mejor que se pueda ese papel que Dios nos ha asignado en el momento de nacer. La Naturaleza no dispensa por igual la virtud o el talento a todos los seres; unos están hechos para mandar, otros para obedecer. Pero eso es lo de menos: un papel principal interpretado por un mal actor no vale nada. Lo que cuenta, para mi amigo Epicteto, es «interpretar bien el personaje que te ha sido asignado, pero le corresponde a otro elegirlo».

—Contrariamente a lo que la mayoría de los paganos afirma —contesta Livia—, los adeptos de Jesús tampoco son unos rebeldes reacios a aceptar el orden terrestre. Nosotros no preconizamos la sublevación de los débiles contra los fuertes, de los pobres contra los ricos, de los cristianos contra Roma.

—¡Pues ya ves que tenemos puntos en común! —exclama el filósofo, encantado.

—Sin embargo —prosigue la adepta del Camino—, si Jesús no cuestiona nuestra sociedad es porque, ante Dios, todos los hombres son iguales en dignidad. Para nosotros, el que manda no vale más que el que obedece, interprete bien o mal su papel. Pues todos valemos lo mismo y todos somos hermanos.

—No podremos ponernos de acuerdo en este punto de la moral —objeta el estoico—. Si la comunidad humana es universal, no puede estar constituida de individuos comparables e idénticos. Es disparatado.

—Yo no he dicho que los hombres sean comparables en cualidades —precisa la esclava—, sino en dignidad.

Javoleno se queda pensativo.

—Escuchándote y recordando lo que me han contado de las creencias de tu secta, observo similitudes con la sabiduría estoica. Sobre todo en el rechazo de las pasiones, el desprecio de los bienes terrenales y la afirmación de la libertad interior.

—Si el fundamento de vuestra doctrina es la Naturaleza, la base de mi religión es, efectivamente, la libertad —admite Livia—. Pero ¿dónde está la vuestra, cuando para vos todo está predestinado?

Javoleno no se esperaba tantas réplicas oportunas por parte de una esclava medio inculta. Por un lado, las aptitudes de Livia para la lógica le encantan, pero, por el otro, la contradicción que le plantea lo hiere en su orgullo de erudito.

—La sumisión al destino divino no suprime el libre albedrío del hombre —responde con un aire docto—. Se trata simplemente de distinguir libertad y locura, sensatez y sinrazón. Me explico: «La libertad consiste en querer que las cosas sucedan, no como a ti te gustan, sino como suceden», me escribió Epicteto. Sobre lo que no depende de nosotros, sino de la Naturaleza, luego de Dios, es decir, el cuerpo, los bienes, la reputación, las dignidades, no tenemos ningún poder y conviene permanecer firme y tranquilo. Sobre lo que depende de nosotros, nuestras opiniones, nuestros movimientos, nuestros deseos, nuestras aversiones, en una palabra, nuestras acciones, podemos influir: ahí reside nuestra libertad, y el trabajo de los adeptos de nuestra escuela. ¿Cómo ser libre? Volviéndose sabio, luego autónomo, sin pasión que aprisione, sin dolor, que es una contracción irracional del alma, sin hipocresía, sin piedad, sin miedo a la muerte, sin pesar ni envidia ni agitación… para alcanzar la «ataraxia», el estado de no turbación. El que accede a esa serenidad es libre aun estando encadenado, es rico aun siendo pobre.

—Entonces, ¿la libertad suprema es la calma perfecta?

—En cierto modo, sí…, y la felicidad es el curso armonioso de la vida.

—Imagino esa búsqueda interior, pero me pregunto si alguien ha alcanzado ya ese estado que describís —dice Livia, pensando en sus propios esfuerzos de autocontrol—. ¡Sobrepasa las fuerzas humanas!

—La sabiduría absoluta es, en efecto, inaccesible para los hombres —concede el filósofo—. Pero podemos intentar acercarnos a ella a través de las normas de vida que nosotros llamamos «conductas correctas», que son las que la razón impone: respetar a los dioses y a la familia, ser ponderado en todas las cosas, evitar los festines, los juegos y los honores, ser feliz incluso en el peligro, el desprecio y la calumnia, dejar de temer la enfermedad, el exilio, la prisión y la muerte, no aficionarse a los placeres, los bienes y los seres terrestres, que nos serán arrebatados mediante la muerte, dejar de sufrir, sí, dejar de sufrir…

Livia siente que su amo se halla todavía lejos de esa sabiduría que defiende. Su dolor es palpable, sus ojos están perdidos en la lejanía, en el seno de un pasado que no consigue olvidar pese a sus preceptos. Borrar las pasiones es también su deseo. Desterrar el sufrimiento es el sueño de todo ser humano, una utopía sin duda sabia, pero inaccesible… Se da cuenta de que el ideal estoico es tan coherente como admirable; sin embargo, no está pensado para hombres, sino para dioses.

—Comprendo por qué habéis detectado un parentesco entre la libertad de los estoicos y la de Jesús —dice quedamente—. Nosotros también aspiramos a la pureza y rechazamos el amor pasional, la fornicación, la avaricia, la tristeza, el orgullo y otros venenos del alma. Pero nuestra conclusión es diferente de la vuestra… y nuestro camino también. Vuestra libertad, me parece, reside en la renuncia, el ascetismo, con vistas a acceder a la sabiduría, mientras que los discípulos de Jesucristo escogen otra llave, el amor, y otro objetivo, la redención. En lugar de la razón, nosotros enarbolamos la fe, preferimos la salvación individual a vuestra sabiduría metafísica, al destino anónimo y ciego dictado por vuestro divino impersonal, nosotros oponemos el amor incondicional de un Dios personal y de su enviado, Jesús, un hombre humilde y bondadoso que fue crucificado y resucitó de entre los muertos…

—¡Ya estamos con esas! —dice en tono sarcástico Javoleno.

Sorprendida, Livia retrocede instintivamente.

—Perdona, yo… —balbuce el filósofo—. Discúlpame, Livia, pero, pese a la enseñanza de mis maestros, me cuesta mantener la calma ante semejantes necedades. Puedo admitir otros aspectos de tu religión, pero este es… ¡inaceptable, inconcebible! ¿Cómo puede una mujer tan inteligente caer en la sinrazón hasta el punto de creerse ese cuento del profeta muerto y resucitado? ¡Si tu Jesús es hombre, entonces es mortal! ¡Y si es mortal, no puede regresar de entre los muertos! Ningún ser humano puede, ni siquiera los héroes difuntos salen del Tártaro… Según los poetas, solo los dioses tienen el poder de devolver a los mortales a la vida.

Esas leyendas son trágicas y sublimes, ¡pero fueron creadas de principio a fin por Heródoto, Esquilo, Sófocles, Homero, Virgilio, Ovidio y todos nuestros grandes narradores con objeto de divertir e instruir a los hombres! ¡Ni ellos mismos se las creían! ¡Hay que separar autenticidad y mito, realidad e invención literaria! Debes apreciar la belleza de tu historia de resurrección, pero no puedes considerarla verídica…

Lentamente, Livia se levanta, rodea el atril y apoya la espalda en él, de cara al filósofo sentado en su cama de bronce. No tiembla, su alma está tranquila y serena, limpia de su amor por Javoleno por un amor todavía más grande.

—Sé que la resurrección de Cristo es tan difícil de concebir para vos como vuestro gobierno de la razón lo es para mí —contesta con calma—. No nos entendemos en ese punto porque empleamos armas de comprensión no solo diferentes, sino incompatibles.

En ese instante acude a la mente de Livia su tío Tiberio. ¡Hace tanto tiempo que no ha pensado en él, ni en su tía Tulia! ¿Viven todavía? No lo sabe y no le preocupa, aunque, con el tiempo, les ha perdonado su traición. Recuerda que el hermano de su padre había señalado el antagonismo fundamental entre paganos y cristianos.

—Fijaos —prosigue—, la razón, pilar de vuestra filosofía, es impotente para admitir la resurrección.

—¿Cómo puede serlo, cuando es, no solo el «pilar de mi filosofía», como tú dices, sino el del mundo?

—Porque nuestro cosmos no se abarca solo con la lógica racional, sino también con la fe, es decir, la confianza en la palabra de un ser excepcional llamado Jesús. Nosotros le creemos porque es digno de fe, en vida obró milagros que hombres y mujeres vieron con sus ojos, curó a enfermos, por ejemplo, y él mismo resucitó a un muerto, Lázaro. Después de su ejecución, unas mujeres que fueron a embalsamar su cuerpo encontraron la tumba vacía…

—¡Habían robado sus restos! —objeta Javoleno.

—No, más tarde se les apareció a esas mujeres, así como a otros discípulos; podía atravesar puertas cerradas y comer. Poseía un nuevo cuerpo, sí, pero había regresado de entre los muertos.

—¿Y dónde se esconde tu resucitado ahora? —se burla Javoleno—. ¿En una cueva?

—Se marchó de la tierra para que no nos aferráramos a él como a un ídolo… Pero, antes de su ascensión, bendijo a los apóstoles y les pidió que fueran a difundir su palabra por el mundo entero… Así, mediante su ausencia fisica, está presente en nuestros corazones… Su última frase fue: «Y sabed que yo estoy con vosotros siempre, hasta el fin del mundo».

El estoico sonríe.

—Antes de elevarse hacia el éter, ¿dejó escritos tu Jesús? ¿Un compendio de su pensamiento?

Livia piensa en el mensaje oculto del que es portadora.

—No —responde—. Los que lo conocieron lo contaron, y estos se lo cuentan a otros… Existen los Hechos de los Apóstoles y las cartas de Pablo, pero, en lo esencial, su palabra se difunde oralmente.

—¿Tus creencias están basadas, entonces, en testimonios verbales? ¿Las declaraciones de mujeres, de judíos y de esclavos constituyen para ti las pruebas irrefutables de la existencia de tu Dios y de su enviado hacedor de sortilegios, muerto, salido del Hades y subido al cielo por arte de magia?

—Sois muy erudito —dice ella sonriendo—, pero vuestros sarcasmos son los de un ignorante que desconoce la Buena Nueva de Dios, la palabra de Cristo. Y es ella, viva, carnal, altruista e indulgente, la garante de nuestra fe, no los dioses del panteón o un espíritu inmaterial y mudo que supuestamente reside en esta mesa o en este vaso de agua.

—¡Te escucho, dime esas palabras mágicas! —dice acodándose en el diván.

—No hay magia alguna, solo una palabra: amor —pronuncia Livia con los ojos brillantes—. Dios creó el mundo por amor y ama a todos los seres humanos con un amor infinito. No es un juez temible, sino un padre que consuela a sus hijos. Eso es lo que Jesús, su enviado, su hijo bienamado, vino a decirnos. Y lo demostró también mediante sus actos: amó y respetó a todos aquellos que conoció, sin distinción de sexo, de casta o de edad. Amaba por igual a los niños y a los ancianos, a los ricos y a los pobres, a los sabios y a los incultos, a los hombres y a las mujeres, a los sensatos y los virtuosos y a los pecadores y las prostitutas. Aceptó morir en la cruz por amor a nosotros y mediante su resurrección nos mostró que seguía vivo. Nosotros, sus discípulos, permanecemos unidos a él a través de la oración y él continúa intercediendo por nosotros ante su Padre. Cuando cierro los ojos y penetro en el fondo de mí, siento su presencia tan abrasadora como misericordiosa. Ahí es donde habita: en nuestros corazones, hogar del sentimiento, y no en nuestra cabeza, sede de la razón. Mi fe no es en absoluto una disciplina rigorista encaminada a la supremacía de la mente, sino un corazón a corazón amoroso con Dios.

Javoleno parece haber perdido su ironía. Levanta los ojos hacia el rostro emocionado de su secretaria. Es la primera vez que Livia intenta explicar sus creencias a un pagano. No intenta convertirlo. Desea que conozca lo más querido que ella tiene, lo más íntimo, lo que ha cambiado su destino y consolida su identidad. En ese momento se siente desnuda ante su amo. Pero no baja sus ojos malvas.

—A primera vista, tu Jesús parece complaciente y débil —dice—. Pero su humildad fingida no me engaña: sustituir el rayo, la cólera, la venganza y la omnipotencia por el amor y la misericordia es hábil… ¡Un ser que perdona, que es cercano y accesible, como un amante! Es muy ingenioso… Resolver el miedo a la muerte con una promesa de vida eterna y de resurrección, ¡qué astucia! Tu profeta poseía una viva inteligencia y un enorme conocimiento de los hombres… Me gustaría conocer su formación…, pero no puedo adherirme a su palabrería. En cuanto a tus supuestos «testigos» que lo vieron resucitado, su voluntad absoluta de encontrar a su héroe vivo provocó graves alucinaciones… Sin embargo, permíteme predecirte un hermoso futuro para tu religión, pues está hecha para los ignorantes, los cobardes y los seres primarios, o sea, la mayor parte de la población.

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