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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (41 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—Te equivocas —dice él con un abatimiento tan grande que la esclava lamenta su insolencia y la incoherencia de su comportamiento cuando está con él.

—Perdonad mi vehemencia y mi ignorancia, señor —murmura, ruborizada—. No quería…

—Mira, Livia, vamos a hacer un pacto. Esta es la habitación de los libros y de las cartas, o sea, del conocimiento, de la amistad y, ante todo, de la libertad. De ahora en adelante, cuando tú y yo estemos aquí, y si así lo deseamos, podremos expresarnos como se nos antoje, tranquilamente y sin barreras de casta.

Desconcertada, la esclava observa a su señor sin responder. Este ha recuperado la sonrisa y se la ofrece abiertamente.

—Comprendo tu estupor —añade—, debes de pensar que soy un pésimo amo, ¡un iconoclasta de una extravagancia pasmosa! Verás, mis amigos están lejos y a veces siento la necesidad de conversar con alguien como antes lo hacía con ellos o con mi familia. Ahora estoy solo. Tú también. Acabas de confirmarme que acusas la soledad. Formas parte de una secta de insensatos, es verdad, pero también de mi casa, luego de mi familia, y no careces de inteligencia. Aquí puedes, por lo tanto, hablarme como a un amigo o, si lo prefieres, como a un padre, y yo te hablaré como a un camarada.

Esta propuesta desencadena un extraño pánico en el corazón de la joven.

—Señor, eso sería faltaros al respeto, es inconcebible, soy una esclava y…

—¡Tonterías! —la corta él con un gesto enérgico—. No tengo ninguna gana de enseñarte mi filosofía como si instruyera a una niña. Soy muy mal pedagogo. Yo quiero confrontar mis argumentos a los tuyos, y para eso debes sentirte libre de hablar, igual de libre que yo. Pero, tranquilízate, el jueguecito acabará en cuanto uno de los dos salga del antro de la libertad, la biblioteca, cosa que puede hacer en el momento que quiera y por decisión propia. Bien, ¿qué te parece mi idea?

Livia se esfuerza en recobrar la calma. No está segura de la actitud que debe adoptar y se pregunta acerca de las motivaciones del aristócrata. ¿Quiere reírse de ella? ¡Su verbo pobre y sus escasos conocimientos jamás podrán rivalizar con la erudición de Javoleno! ¡Un esclavo no puede ser un igual del amo, ni siquiera durante unos instantes, entre las paredes de una biblioteca! Durante las fiestas de las Saturnales, que se celebran a finales de diciembre, algunos señores autorizan a sus esclavos a hablarles libremente y a criticarlos sin exponerse a que los azoten, pero esos días excepcionales han pasado. ¿A qué viene ese extravagante proyecto?

«Ese jueguecito, tal como él mismo lo ha llamado, debe de tener como único objetivo divertirse y entretener su soledad —piensa—. No te mientas, no puede haber otra razón. Trata bien a sus criados, pero no por ello dejamos de ser sus criados. Señor, ¿cómo voy a conseguir ocultar mi disparatada inclinación? Si me delato, se reirá, se burlará, seguramente me despreciará, como su hija…, o se deshará de mí. Pero ¿cómo voy a negarme? El es el amo…, debo ceder. ¡Corazón, calla! No te embales, no imagines esas cosas descabelladas… No pienses en lo que llegarás a saber de él, en que estarás todavía más cerca de él… Vamos, un poco de valor… Sé fuerte. No es más que un juego. Debes controlarte. No aprovechar la situación. Permanecer, pese a todo, en tu lugar. Tu lugar. Juguemos nosotros también… Seamos su "camarada", puesto que tal es su deseo. ¡Veamos si responde con toda la franqueza que promete!»—¿Es la muerte de Séneca, condenado por Nerón, lo que os aflige hasta ese punto? —pregunta de pronto.

Javoleno deja lentamente su copa de plata cincelada.

—¿Mi tía no te contó nunca mi historia?

—Ella no hablaba nunca de vos, al menos en mi presencia.

Tengo vagos recuerdos, cuando visitabais a Faustina Pulcra después del advenimiento de Vespasiano… Pero yo tenía solo catorce o quince años, y ella se encerraba horas con vos sin que se filtrara nada de vuestra conversación…

—Es verdad, tú ya eras íntima de mi tía. En aquella época yo apenas te veía, ¡sería totalmente incapaz de decir qué aspecto tenías! Tienes razón, si vamos a dialogar de igual a igual, debo empezar por abrirme a ti.

Ella traga saliva mientras el corazón le golpea el pecho. Javoleno se llena la copa y comienza su relato.

—Ya conoces mis orígenes. La aristocracia romana, la juventud dorada… Soy hijo único. Mi padre estaba muy ocupado en el Senado, mi madre padecía una extraña enfermedad que ningún médico consiguió nunca aliviar. Era presa de una pesadumbre inexplicable y constante, una tristeza profunda, tan profunda que la llevó a la muerte cuando yo tenía ocho años. Faustina Pulcra, su hermana, se ocupó entonces de mí, me buscó los mejores preceptores, las ayas más bondadosas… Confieso que era un alumno distraído y mediocre, pero, como hijo de senador y sobrino de Larcio Clodio Autillo, fui elegido para la cuestura sin dificultad. Hice un matrimonio razonable con una mujer de condición noble, Gala Minervina, que contaba con el favor de mi padre y de mi tía. Ofrecía sacrificios a los dioses, mantenía a amantes, me divertía con un grupo de amigos juerguistas y licenciosos, con los que participaba en banquetes durante los cuales versificaba para pelanduscas hasta la salida del sol… Poseía una insaciable ambición política, que ponía al servicio del emperador… Mi vida habría podido transcurrir así, sin otra preocupación que la de agradar al mundo al que pertenecía.

Javoleno interrumpe su confesión para beber otra copa de vino. Livia espera sin pestañear.

—Pero dos acontecimientos vinieron a turbar este orden preestablecido —continúa—. Primero, mi esposa estuvo a punto de sucumbir al traer al mundo a Saturnina Vera. Gala Minervina pasó varios meses en cama, entre la vida y la muerte… Entonces me di cuenta de lo mucho que me importaba, comprendí que la amaba y que podía perder a una mujer admirable… Me enfurecí con los dioses que intentaban arrebatármela…

Emocionado, hace otra pausa.

—Fue durante la convalecencia de mi esposa, poco después de que Nerón accediera al trono, cuando conocí a Thrasea Peto, un rico y noble senador que era íntimo de Séneca y de Musonio Rufo. Thrasea preconizaba la sobriedad, la austeridad, el dominio de uno mismo y los preceptos de la escuela griega del Pórtico, llamada también filosofía estoica, porque su fundador, Zenón, enseñaba en Atenas junto al pórtico Pecile y, en griego, pórtico se dice
stoa.

—Mi madre era griega, de la isla de Délos. Yo entiendo esa lengua —afirma Livia con orgullo.

—¡Fantástico! ¡Entonces puedes leer a los antiguos!

—Quizá. Pero os he interrumpido…

—Como lo habría hecho un amigo digno de compartir mis
volumina
, que es lo más valioso que tengo, Livia —dice Javoleno señalando los armarios de la estancia—.Te los dejaré exactamente como Thrasea Peto compartió conmigo los escritos de Zenón, Cleantes, Crisipo y los demás. Esas lecturas, así como las conversaciones con mi nuevo amigo, apaciguaron poco a poco mi cólera y cambiaron mi existencia. Descubrí un mundo nuevo, exento de los deseos fútiles y las pasiones triviales que hasta entonces me habían animado. Gala Minervina se recuperó, mi hija estaba viva y rebosante de salud. Me aparté de camaradas depravados y amantes, asistí a las clases de Musonio Rufo, donde años más tarde conocí a Epicteto, y me convertí en un adepto del Pórtico. Estudiaba por la noche, después de las sesiones de la Curia, ¡descubría la razón que gobierna el cosmos, el amor, el destino, la amistad, la vida! Siguiendo los pasos de mi maestro, preconizaba la igualdad entre los hombres y las mujeres, reprobaba las leyes que autorizan la castración de los esclavos, las que permiten el infanticidio…, por primera vez en mi vida, veía emocionado a esos pobres bebés, sobre todo niñas, arrojados a los vertederos de Roma, donde morían de hambre… En resumen, descubría a los otros, la injusticia, el conocimiento, la dicha… Jamás he sido tan feliz como durante ese período.

Livia observa con pasión la mirada radiante de su señor cuando evoca su renacimiento, y se emociona al ver el velo oscuro que la ensombrece. El filósofo se levanta y deambula por la habitación.

—Verás, contrariamente a los discípulos de Epicuro, que preconizan el desapego del mundo y de los asuntos públicos, nosotros, los estoicos, no tememos comprometernos y defender la
libertas
cuando está en peligro. Yo incluso diría más: bajo el reinado de un opresor disoluto como Nerón, nuestros virtuosos preceptos so convierten en armas de combate. Thrasea Peto fue el primero que se atrevió a oponerse al déspota. A la muerte de Agripina, asesinada por orden de su propio hijo, Nerón, abandonó con estrépito la sesión del Senado en la que, por orden del emperador, se votaba hipócritamente rendir los honores oficiales a la difunta. Más adelante se opuso a la pena de muerte que Nerón y los senadores que lo apoyaban querían imponer a los autores de poesías satíricas contra el príncipe. Yo mismo, pese a los consejos de prudencia de mi querido tío, me alcé contra esa condena, ¡pero con muchísimo menos vigor e intransigencia que Thrasea! El controlaba el miedo, lo sacrificaba todo a sus principios, ¡se levantaba en medio de la Curia y denunciaba agriamente la cobardía de sus pares, cuando yo permanecía paralizado en mi banco! Desgraciadamente, pese a su capacidad como orador y a sus relaciones, no pudo evitar que condenaran a muerte a su amigo Rubelio Plauto, miembro de lo que Nerón y sus esbirros llamaban «la maldita secta de los arrogantes y sediciosos estoicos». Después de aquello, resistió pacíficamente, prefiriendo no volver a ocupar un escaño en el Senado y abstenerse de asistir a las manifestaciones presididas por el tirano. En cuanto a mí, junto a Musonio Rufo, Séneca y muchos más, participé en la conjura de Pisón, cuyo objetivo era expulsar a Nerón del poder.

—Y que provocó vuestro exilio —completa la joven.

—Gracias a la intervención de mi tío ante el emperador, solo fui exiliado en lugar de condenado a muerte y decapitado… A fin de cuentas, salvo de la afectuosa presencia de mis amigos, el exilio no me ha privado de nada. Seguí vivo, libre, en una hermosa y confortable casa, con mi mujer y mi hija. ¡A Séneca, a Thrasea Peto y a muchos otros, en cambio, les quitaron la vida!

—Entonces, ¿Thrasea Peto había participado en el complot? —pregunta Livia para no pensar en la hija y, sobre todo, en la esposa de Javoleno.

—No, pero Nerón aprovechó aquello para deshacerse de él. El último acto de libertad de mi iniciador, de mi más querido amigo, fue suicidarse cortándose las venas antes de ser ejecutado.

Livia baja los ojos hacia la carta para el librero de Antioquía. Mientras hablaba, Javoleno se ha acercado a su mesa y ahora está ante ella. La respiración de la joven se acelera.

—¿No estás cansada de mis confidencias de viejo chocho? Quizá deseas salir…

Por primera vez, ella clava abiertamente sus ojos en los del filósofo.

—En absoluto. Me gusta que me habléis de vuestra «secta maldita» —contesta, maldiciéndose por su audacia—.Teníais razón, me siento menos sola… Continuad, por favor…

—A tus órdenes —bromea él.

Durante unos instantes, sostiene la mirada de la joven. Luego baja los ojos, vuelve a su diván y al jarro de vino.

—Mi relegación inicial en Campania no fue la sanción deshonrosa que Nerón deseaba. Pese a las dificultades de que ya te he hablado, el soplo divino de la providencia lo guiaba todo y esta casa se convirtió en el refugio del bienestar, de la felicidad conyugal y de las sanas interacciones con el mundo. Contrariamente a lo que afirmaba Cicerón, que había vivido en esta ciudad en los gloriosos tiempos de la República, y para quien era más fácil llegar a senador en Roma que a decurión en Pompeya, conseguí que me eligieran consejero municipal, y dividía mi tiempo entre los asuntos públicos, el aprendizaje de mis tareas de terrateniente y la renovación de mi
domus
, secundado en todos los terrenos por mi mujer, la cual, como esposa perfecta, se integró por completo en nuestra nueva existencia, hasta el punto de hacerme olvidar el significado de la palabra «exilio». Confieso haber dejado de lado, en esa época, el estudio de los textos estoicos y mis deberes para con mis amigos proscritos. ¿Qué me importaba a mí seguir avanzando por el camino de la sabiduría, cuando pensaba haber puesto en práctica nuestras teorías? Imaginaba que en Pompeya había conseguido vivir de acuerdo con la razón, sin dolor, sin pasión, guiado por la sinceridad de la naturaleza divina y la sociabilidad humana preconizadas por mis maestros… ¡Comprendí demasiado tarde que todo eso no era más que orgullo, vanidad de alumno ignorante que, por haber oído un día un fragmento de dialéctica, se sitúa de pronto por encima de los maestros en la conquista del ideal y se toma a sí mismo por Dios!

—¿Fue la muerte de vuestra esposa lo que…?

—Sí, Livia —responde—. Fue el abismo lo que de pronto se abrió ante mí… ¡El pesar indescriptible, el inconcebible sufrimiento, esa enfermedad infecta y repugnante que, en mi burda arrogancia, decía haber vencido! Oh, qué loco y cobarde era… Querer escapar a la muerte, al tiempo, al orden divino, al destino…

Unas lágrimas velan el brillo de los ojos de Javoleno. Siguiendo un impulso, Livia se levanta para acercarse a él y ponerle una mano en el hombro. Pero se contiene y permanece detrás de la mesa, muda.

—Lo perdí todo por mi culpa —prosigue, secándose la cara con el dorso de la mano—. ¿Por qué querer un hijo? ¿Por qué desear más, cuando estaba colmado? Rechacé el mundo tal como es, no me contenté con el presente y con mi justo lugar en el orden cósmico, esperé, quise, exigí… y la ilusión de mi vida se derrumbó.

Aun sin comprender todo el pensamiento estoico que impregna las palabras del filósofo, Livia está profundamente emocionada por su pena y lo que ella percibe como remordimientos. Aleja la tentación de ir a consolarlo pensando en su propio pasado: ella tampoco era consciente de su felicidad y de su suerte cuando era pequeña; para la mayoría de los hombres, la felicidad solo se vuelve algo concreto cuando se ha perdido.

—Como cuando murió mi madre, mi querida tía acudió inmediatamente en mi ayuda —dice, vaciando la jarra de vino en su copa—. Nerón ya no estaba, Vespasiano triunfaba, Faustina Pulcra era la viuda de un héroe, no paró hasta conseguir que volviera a Roma, al Senado. Eso lo sabes.

—Siempre he sabido el inmenso cariño que sentía por vos, pese a su silencio sobre vuestra persona.

—Me quería con pudor, sin ostentación, sin temor, pero me quería, en efecto. Con todas las cualidades de un estoico. Mejor de lo que nunca he querido yo. A ti también te quería.

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