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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (45 page)

BOOK: La palabra de fuego
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La campana que anunciaba el oficio de completas lo sacó de su embotamiento. Fue a la iglesia y luego, a la hora en que los monjes debían descansar, encendió varias velas y se puso a trabajar.

Colocó el capitel entre sus piernas. Delicadamente, hizo un agujero en el centro de la base maciza del ábaco y ahuecó el interior dejando un espacio de las dimensiones exactas de la costilla de cordero. Si era hábil cerrando el escondrijo y grabando encima «Sancta Maria Magdalena», nadie podría adivinar que la futura escultura estaba hueca en esa parte donde el capitel era más compacto. Apartó cuidadosamente la carne de la madera que había extirpado, le dio la vuelta al elemento y volvió a colocarlo entre las piernas. Luego, sin mirar sus esbozos, empezó a esculpir.

El Román que fue al oficio de vigilias, en plena noche, y después a maitines era un hombre huidizo. No cerró los ojos ni un instante, ni siquiera mientras rezaba. El sol naciente bañó su espalda sin que él lo advirtiera, y olvidó el oficio de prima.

No dejó entrar a Godofredo en su celda cuando este fue, preocupado, después de la misa de la mañana. Pero cogió la hogaza de pan negro y la jarra de vino que el abad le había llevado.

Camino como un fantasma hasta la iglesia para tercia, sexta, nona y vísperas. No fue al refectorio, pero encontró, en el umbral de su cabaña, un pequeño paquete depositado por el abad que contenía velas, pan, vino, agua y unos arenques salados. Lo puso todo junto a la primera hogaza, que apenas había probado, y solo apartó con satisfacción los cirios para colocarlos en el suelo, alrededor de la pieza de madera.

Como el día anterior, las tinieblas tomaron posesión del mundo sin que se acostara ni un instante.

Cuando la tormenta demoníaca estalló, nada en él se estremeció. Sus manos, su mirada y su alma continuaron su camino interior.

Hacia el final de la noche, salió de su celda para cantar maitines. Inmóvil, contempló las gotas que limpiaban su cogulla de serrín y lo inundaban como un mar de bautismo.

Cuando regresó a su antro, encorvado bajo el viento furioso, empapado por la lluvia, examinó su obra.

En el centro de la habitación, rodeado de llamitas amarillas cuya cera se extendía como sobre un altar, se alzaba un busto femenino. En el centro de una efigie de pureza virginal irradiaban unos ojos rasgados, ciegos y, sin embargo, con un resplandor de una extraña tristeza. Los labios y el cuello eran finos, los hombros estaban desnudos, las hojas, las ramas y las aves de presa del capitel carolingio hacían las veces de túnica o de estola silvestre. Los cabellos se apartaban del rostro como antorchas, para caer sobre los hombros en ondas agitadas. La escultura tenía una expresión de claridad atormentada, de resplandor contrarrestado por un drama íntimo y absoluto.

Fray Román retrocedió y tuvo la sensación de que la sangre se le helaba. Miró sus manos como se mira un cuerpo ajeno, peor, como se mira a un enemigo mortal. Horrorizado, se apoyó en la pared.

Los ojos de roble lo juzgaban, el rostro parecía susurrar palabras dulces y luego gritar de ira y de sufrimiento. No. No era María Magdalena la que había salido de su alma. Se trataba de otra mujer que, desde hacía catorce años, vivía agazapada dentro de él como un demonio, un veneno lento y pérfido que se insinuaba en sus venas, en su respiración, en cada uno de sus gestos.

No era María Magdalena. Era una pecadora, una pagana que había elegido como exilio la muerte, una idólatra que había rechazado la salvación, una mártir sin sepultura, una impía culpable de herejía y a cuyo suplicio Román había asistido, impotente.

Era el rostro de la mujer a la que amaba. Siempre había sabido que el duelo de esa mujer le sería imposible. Pero había creído que su pasión estaba enterrada, en el lugar y en sustitución de un cadáver imaginario. Ahora sabía que todos aquellos años se había equivocado. Su amor por ella no se había extinguido. No había hecho sino crecer en el secreto de su alma. Durante un día y dos noches, Román había esculpido ese amor.

Se llamaba «María» en la lengua de sus ancestros, del pueblo por el que se había sacrificado. María. Moira.

Unos golpes enérgicos sobresaltaron a Román. Se secó las lágrimas con la áspera manga y se apresuró a abrir.

Chorreando, Godofredo irrumpió en la cabaña. Aunque consentía en respetar el trabajo y los caprichos del artista, su curiosidad proverbial no podía soportar seguir esperando, de brazos cruzados, el resultado final. Tenía que echar un vistazo para comprobar el progreso de su escultura. Avanzó por la cabaña.

Román abrió la boca para prevenir al abad de su fracaso: una vez más, había fallado, y Godofredo había hecho mal en confiar en él; la escultura no servía y había que volver a empezar, pero él ya no tenía ni la convicción ni la fuerza necesarias para hacerlo, su amigo tenía que buscar otro escultor y…

Las palabras no cruzaron los labios del antiguo maestro de obras. Mudo, lívido, Godofredo había caído de rodillas ante la imagen. A través de la ventana, Román vio la cortina de lluvia traspasada por las cuchillas de los primeros destellos. En el suelo de tierra, los cirios morían uno a uno en medio de un charco de cera, despidiendo un hilillo de humo negro. En el borde del círculo blanco, el abad arrodillado se santiguó.

—Román —dijo con dificultad, estrangulada la voz por la emoción—. Román, es… es una obra maestra… Tiene vida…

Solo el Altísimo… el Eterno… Jamás podrá un ser humano mostrar mejor el alma de la que derramó sus lágrimas y sus caricias, su cabellera y su perfume sobre el Señor… Su preferida, los ojos y el corazón de la Resurrección…, devorada de amor y de dolor…,la bella, la ardiente, la solitaria… María Magdalena, la pecadora de los Evangelios.

Capítulo 28

El calor es tan abrasador que Livia tiene la impresión de estar metida en un horno. Pero no ve ninguna llama. Está perdida en un incendio sin fulgor, una hoguera desprovista de crepitación, de luz, oscura y nebulosa como una noche de bruma. En medio de un estruendo espantoso, polvo ardiente y piedras porosas caen sobre la joven. Ella no sabe dónde está. Parece hallarse sola bajo la lluvia insólita. Después oye gritos, gemidos de horror, y ve desconocidos que corren en todas direcciones, como animales aterrorizados. El pánico la invade, grita, se asfixia tanto por efecto del calor como del miedo. De pronto, se despierta.

Las mantas de su camastro están empapadas de sudor. La almohada de paja está húmeda y su piel rezuma miedo. Respirando con mucha dificultad, se sienta en la cama frotándose los ojos. El fuego… Hacía mucho tiempo que no había tenido la funesta pesadilla del fuego… La última vez fue hace nueve años, antes del incendio del Capitolio y el asesinato de su antiguo amo, el marido de Faustina. ¿Debe interpretar ese sueño como un sombrío presagio de Dios, como la inminencia de una catástrofe? A no ser que anuncie el Juicio Final y la resurrección de los muertos. «Es la mañana de Pascua del noveno año del reinado de Vespasiano
[14]
, el aniversario de la última cena de Jesús. ¿Es posible que vaya a ver muy pronto a mis padres y mis hermanos, en alma y cuerpo? —se pregunta, apoyando los pies desnudos en el áspero
toral
—. ¿Van a aparecer entre las llamas divinas, sofocantes e invisibles, mientras que los no creyentes serán asfixiados por el soplo de Dios?» Se arrodilla, vierte sobre sus manos y su rostro agua de un jarro de arcilla, se cubre la cabeza, reza su primera oración y finaliza con un: «Señor, que vuestros designios se cumplan, amén».

Se peina, se recoge los cabellos, se viste y sale al pasillo de la zona del servicio. Las manchas claras en la pared del corredor son una prueba de que está amaneciendo. Los ruidos furtivos procedentes de las celdas indican que los demás esclavos están despiertos. No obstante, avanza por el pasillo sigilosamente. En el momento en que se dispone a girar para desembocar en el atrio, la voz del intendente interrumpe su marcha. La habitación que él ocupa con su mujer está en la linde del coto de los criados, como un cerrojo entre los dos mundos, un centinela que controla el acceso a la prisión y a la libertad.

—¿Adonde vas? —pregunta Ostorio por todo saludo.

—A hacer mi trabajo —responde secamente Livia.

—No hace falta, el señor todavía duerme. Entra un momento.

Livia observa con contrariedad que Bambala ya se ha ido a las cocinas para encender el fuego. Ostorio está solo. A regañadientes, cruza el umbral de la garita iluminada por una minúscula ventana que da a la calle.

—Acércate —ordena el intendente, tendiéndole un vaso de agua.

Livia da un paso adelante y coge la copa de madera. El dormitorio está limpio, amueblado con una cama doble, un
toral
, una lámpara y un viejo cofre.

—Deja de tener miedo de mí —dice Ostorio en un tono afable—, no soy el monstruo que crees.

La esclava piensa que, si grita, los esclavos vecinos la oirán. Esa perspectiva la tranquiliza.

—Me he portado mal contigo hasta ahora. Pero, como ves, reconozco mis errores…

En su cara roja y sin vello se despliega una sonrisa que deja al descubierto sus dientes amarillos. Livia localiza el nervio de buey en el otro extremo de la habitación.

—Es que mi vida no es sencilla…, la responsabilidad de la
domas
es agobiante. Antes, en los tiempos de la señora, Gala Minervina decía exactamente lo que quería; era más fácil pese a las recepciones y los festejos, que daban mucho trabajo… Sí, era más fácil. Ahora, el señor solo se ocupa de sus libros y cuesta saber lo que desea… Como él, vivimos un poco fuera del mundo, y esa sensación me pesa, me hace infeliz, incluso… Mi querida Bambala no lo entiende. Claro que ella no ha nacido aquí, ella no conoció a los padres del señor, apenas sirvió a Gala Minervina, que murió solo un año después de que nosotros nos casáramos. Mi esposa no ha visto cómo se marchitaba la gloria de esta familia, cómo se extinguía el prestigio de nuestra casa… Ella se ocupa de su cocina y no nota el peso que oprime mi corazón…

—Bambala es una verdadera artista en su terreno —replica Livia—. Los platos que prepara están a la altura de los que se sirven en las mejores mesas de Roma.

—¡Yo no digo lo contrario! Es muy competente…, pero su talento no justifica la rudeza de su comportamiento ni la sequedad de su alma posesiva. Yo necesito otra cosa para ser feliz, ¿comprendes?, dulzura, ternura…

La mirada sugerente de Ostorio busca los ojos de Livia. Esta última se escabulle, furiosa por el cambio de estrategia. El intendente intenta ganársela por el lado de los sentimientos, y eso es peor que la violencia empleada seis días antes, que por lo menos tenía la ventaja de ser clara.

—Os sugiero que vayáis a comprar todo eso al lupanar —contesta con dureza—.Yo no puedo hacer nada por vos. Sois muy libre de utilizar la intimidación, la fuerza, la amabilidad, la corrupción, todas las tácticas que queráis, pero no obtendréis de mí lo que buscáis.

Deja el vaso sin haber bebido ni una gota, le da la espalda al intendente y se dirige rápidamente hacia el atrio, dejando a Ostorio cotí su frustración. «No dudo de que esté realmente triste y abrumado —piensa, dejando paso a la piedad—. Pero, aun así, nunca seré suya. ¡Nunca!» Livia decide no volver a temblar ante ese ser débil y desdichado.

—Cuando llegamos a Pompeya, dijisteis que el Olimpo estaba vacío. ¿Quiere eso decir que no creéis en ningún dios?

Livia está detrás del atril de mármol de la biblioteca. Javoleno está acodado en la cama, con su eterno
pallium
marrón oscuro que parece una vestidura de luto. Como todos los romanos, bebe un vaso de agua para desayunar. Sus facciones están tensas, tiene ojeras, va despeinado. Sin duda ha pasado una mala noche. A juzgar por su aspecto, quizá haya trabajado hasta el amanecer. No obstante, cuando Livia ha aparecido en el umbral, parecía estar esperándola. Con todo, no ha querido dictarle cartas.

Fiel al pacto que firmaron seis días antes, la esclava se atreve, pues, a interesarse por sus creencias, una cuestión que la obsesiona desde que fue legada al filósofo y que presenta la ventaja de mantener a distancia —o eso cree ella— la pasión que siente por su amo. Javoleno vuelve su rostro fatigado hacia su secretaria sonriendo. Se aclara la voz antes de responder.

—Las estatuas de Venus, Hércules, Baco, Júpiter, Juno y Minerva presiden mi jardín, poseo uno de los lararios más ricos de la ciudad, y cuando te mostré las pinturas que narran la iniciación al culto de Dionisos en la villa de mi hija, te expliqué que los dioses eran los garantes de nuestra civilización.

—Respetáis a los fundadores de Pompeya y a la tríada del Capitolio —resume Livia—, honráis a vuestros ancestros en virtud de una adhesión sensible y sincera, apreciáis los mitos, a los héroes y a los dioses por motivos que parecen culturales y políticos. Pero despreciáis a Isis y Osiris, no vais jamás a los templos y no ofrecéis sacrificios.

—¿Y eso te lleva a la conclusión de que mi existencia da la espalda a lo divino? ¡Tiene gracia! Amiga mía, tu razonamiento es correcto, pero tu conclusión es errónea, porque es todo lo contrario: ¡mi vida está gobernada por Dios, el mundo está regido por Dios!

—Pero ¿cuál es vuestro Dios, entonces, y dónde está, puesto que, según vos, no habita ni en los templos ni en el Olimpo? —pregunta la joven, advirtiendo con deleite las palabras «amiga mía».

—Dios no está solo en los santuarios, ¡está en todas partes! —contesta él riendo—. Dios es un ser perfecto, el gran ordenador del universo, el espíritu arquitecto que se extiende por la totalidad del mundo, el hombre y la naturaleza… «El mundo es Dios y la naturaleza divina abarca el conjunto del mundo», escribió Cicerón.

Livia se pregunta si es posible que las creencias de ese hombre estén más cerca de las suyas de lo que ella pensaba.

—¿Creéis, entonces, en un Dios único, como los judíos y los cristianos?

—Creo en un Dios universal que tiene varios nombres y ninguna forma, pero se transforma en todo. En Zeus, en Júpiter, en Baco, en Venus, en Minerva, pero también en flor, en río, en piedra, en ser humano, en animal, resumiendo, en materia, pues Dios es un cuerpo puro, un soplo ígneo dotado de inteligencia, que circula a través de la materia como una simiente.

Livia está sorprendida de descubrir en él una concepción divina tan alejada de la suya. Si Dios es el creador del mundo y de todos los seres vivos del universo, ¡no puede vivir en una rosa, un perro o un bloque de toba! Dios es único, habla a los profetas y, un día, ofreció a los hombres a Jesús, el Elegido, su Mesías…

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