La palabra de fuego (61 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Perfectamente. Juan, 8,1—11.

—Es decir, donde se relata el episodio de la mujer adúltera en el que Jesús escribió con un dedo sobre la arena del atrio del Templo. He pensado mucho en ello y estoy convencida de que son las palabras que el Señor trazó aquel día en el suelo…, palabras leídas, repetidas y consignadas por escrito sin duda por la propia mujer adúltera…, las que constituyen el mensaje que Livia mantenía oculto.

Esa misma mañana, cuando Tom le había expuesto a Johanna su idea sobre la sala secreta de la casa del filósofo, la medievalista se había transformado en abogado del diablo. Esta noche era Tom quien hacía ese papel.

—Jo, influida por tu siniestra experiencia en Mont-Saint-Michael, ya defendiste esa teoría en Vézelay, hace dos meses, cuando Romane gozaba de excelente salud. Pero eso no encaja: sigo sin ver la relación entre Jerusalén y Pompeya.

—El hecho de que no se hayan encontrado pruebas materiales de su existencia no significa que no vivieran cristianos en esta ciudad. Sin duda Livia era una adepta clandestina de Jesús y, como tal, tenía en su poder el mensaje crístico…

—Está bien —la cortó Tom—. Supongamos que es así. Pero olvidas la otra referencia bíblica encontrada junto a Beata, las palabras pronunciadas por Jesús en el monte de las Bienaventuranzas: «No juzguéis». ¿Qué relación tiene con la sentencia desconocida escrita en la arena del atrio del Templo? ¡Ninguna!

—Sí que hay un nexo entre las dos indicaciones —afirmó Johanna llenando las copas—. En los dos casos Jesús pide a los testigos que no condenen, porque los hombres que acusan son ellos mismos pecadores. Estas exhortaciones al perdón cuadran perfectamente con las preocupaciones de un iluminado, de un miembro de una secta de exaltados y de fanáticos que mata al tiempo que se concede la absolución divina, puesto que comete sus crímenes en nombre de Dios. Dentro de esta lógica, el criminal persigue un doble objetivo: citando al Señor, en particular el episodio de la mujer adúltera, nos pone en el camino del mensaje escondido, cuya existencia y cuyo escondrijo preciso conoce. Motiva sus crímenes y al mismo tiempo golpea para interrumpir la búsqueda, diciendo que no se le juzgue pues solo Dios puede hacerlo.

—¡Eso sería disparatado, maquiavélico y perverso! —exclamó Tom.

—Para nosotros, por supuesto. Pero no para un loco de Dios, el adepto de una secta extremista o un integrista que se cree elegido para llevar a cabo una misión divina de protección de la sacrosanta Iglesia católica. Sin ser una especialista en sectas, puedo asegurarte que conocí a esa clase de individuos, durante una época de la que prefiero no hablar, y sé que les gustan los códigos, los símbolos, que sienten placer poniéndonos sobre la pista de algo y luego hacen uso de la peor violencia, escudándose en lo que ellos llaman un deber, cuando nos acercamos demasiado a su secreto.

—¿Te… te refieres a lo que te sucedió en el Monte? Yo creía que habían sido crímenes pasionales y que…

—Algún día quizá te cuente lo que ocurrió de verdad —dijo ella, pensativa—. Sí. Siento que a ti podré decírtelo todo. Pero no esta noche, cuando mi hija puede morir si no me crees, si no estás convencido de que en un sótano oscuro de Pompeya hay escondido un mensaje por el que ya han matado a dos de tus arqueólogos, tal vez a tres, una frase que debo descubrir para que Romane se cure…

Tom se quedó callado unos instantes y vació su copa.

—Johanna, quiero que sepas que siento en el alma lo que le pasa a tu hija, a la que quiero mucho, y que te ayudaría con todo mi empeño si pudiera. Desgraciadamente, da igual que yo te crea o no. Porque no podemos comprobar ninguna de nuestras conjeturas. Mañana por la mañana, a las ocho, debo hacer el inventario de los instrumentos y los aparatos de prospección con el superintendente y devolvérselos. Después de eso, suspenderá el proyecto, nos retirará las llaves y hasta nueva orden no podremos volver a entrar en la casa.

Agachó la cabeza. Sus manos temblaban sobre la copa vacía.

—¡Me importa un bledo que lo sientas en el alma! —repuso ella gritando—. ¡No eres capaz de imaginar ni por un instante lo que siento yo! ¡Tú estás «desconsolado», pero yo estoy destrozada, devastada, aniquilada! ¡Voy a perder a mi única hija porque tú, Tom, el único que puede impedirlo, te niegas a hacerlo, discutes mis «conjeturas», como tú las llamas, sin siquiera contemplar la posibilidad de que los sueños de Romane digan la verdad! A pesar de eso, sé que tengo razón. Livia vivía en Pompeya. El 24 de agosto del año 79 se refugió en ese sótano secreto con el hombre al que mi hija ve todas las noches en sus pesadillas, que intenta protegerla, socorrerla, tranquilizarla, y que no es otro que el propietario de la villa, el filósofo. Luego, ante la muerte, Livia escribió el mensaje de Cristo y…

—Johanna —la interrumpió Tom—, no te embales y escúchame. Me sé de memoria todo lo relativo a Pompeya y jamás he visto el nombre de Livia aplicado a una mujer que hubiera vivido en mi casa o en otra en el momento del seísmo.

—¿Cómo ibas a poder verlo? ¿Sabes acaso el nombre de los esclavos cuyos cadáveres fueron encontrados en TU casa a fines del siglo XIX?

—No, pero…

—Entonces —rugió la arqueóloga—, ¿cómo puedes afirmar en un tono tan perentorio que estoy equivocada, que Romane fabula, que Livia no existió jamás y que el hombre que está a su lado no es el propietario de la villa, el que mandó pintar el fresco de los estoicos, excavar la sala secreta en la que escondió sus tesoros antes de refugiarse allí con Livia, que era su mujer, su amante, su hermana, su hija, su amiga, su esclava o yo qué sé qué?

Enardecida por el vino y la ira, Johanna echaba chispas.

—Intentemos no perder la calma, Jo. Yo nunca te he acusado de nada, y tampoco a tu hija. Pero trata de razonar como científica y no como madre, por favor. Hacen falta pruebas, fuentes fiables, elementos concretos y tangibles. Y no queda ninguna huella de tu «Livia». En la Antigüedad, ese era el nombre de la emperatriz Livia Drusila, figura de la más alta aristocracia romana y perteneciente a la dinastía Julio-Claudia, madre de Tiberio y tercera esposa del emperador Augusto, divinizada por Claudio en el año 42 después de Cristo y…

—De acuerdo, Tom. Aunque ignoro la condición social de mi Livia y a qué familia pertenecía, supongo que su sangre no era imperial, puesto que lo más seguro es que fuera cristiana.

—Los primeros cristianos eran en su mayor parte judíos o paganos medianamente acomodados de orígenes plebeyos, libertos y, sobre todo, esclavos.

—Por lo tanto, podemos afirmar que Livia era de origen modesto. Lo que excluye todo lazo de parentesco biológico con el propietario de la villa.

—No cabe ninguna duda de que este último era rico y tenía gustos refinados —prosiguió Tom—. Además, los adeptos del estoicismo por lo general formaban parte de la élite intelectual y social. Podemos suponer, en consecuencia, que figuraba entre los ciudadanos bien nacidos, acomodados y de noble condición.

—¡Bien, vamos avanzando! ¿Queda descartado, por consiguiente, que Livia pudiera ser su esposa?

—Hay muy pocas posibilidades de que lo fuera. En aquella sociedad de castas,
honestiores y humiliores
no se mezclaban. Probablemente tu Livia estaba al servicio del señor de la casa, esclava o libre…

—¡De acuerdo! Pero, en ese caso, ¿por qué estaba sola con él en el sótano en el momento de la erupción? ¿Por qué el propietario no llevó allí a los demás criados?

—No puedo contestar a esa pregunta, Jo.

—¿Y si te fallara la memoria? —dijo, suspirando, la medievalista—. ¿Y si quedara un rastro de Livia, incluso el más ínfimo, en alguna parte?… Debo intentarlo, Tom, ya no tengo nada que perder. ¿Dónde están los diarios de excavaciones y todos tus libros sobre Pompeya?

—Arriba, en mi casa —respondió él, señalando el cielo con su manaza.

—Vamos, Tom, ahora —dijo ella, levantándose—. Hay que buscar a Livia en tus libros. Ayúdame, no puedes negarte, lo revisaremos todo, nos pasaremos la noche trabajando si es preciso, todo el día de mañana, y si existe esa prueba que pides, la encontraremos.

Tom esbozó una sonrisa traviesa.

—Necesitarías no una noche, sino varios años, para revisar todos mis libros, mientras que unos segundos bastarán para encontrar un indicio sobre Livia, si yo me equivoco y el indicio existe —dijo con un aire desafiante y misterioso.

—¿Qué quieres decir?

—¡Sorpresa! ¡Ahora vas a ver de lo que tu amigo Tom es capaz!

El suelo se movió ligeramente cuando Johanna se puso de pie. Tom, en cambio, se levantó sin tambalearse, pagó la cuenta y echó a andar hacia la salida con el brillo malicioso en los ojos del que prepara un golpe triunfal. Johanna prefirió callar y lo siguió respirando a pleno pulmón el aire frío y yodado a fin de expulsar los densos efluvios del vino. Él la ayudó a subir los cinco pisos, levantándola a medias con la misma facilidad que si llevara una caña. Una vez en el interior de la vetusta vivienda, hizo caso omiso de las estanterías repletas de libros y las pilas de publicaciones que se amontonaban en el suelo, y, cogiendo al pasar una botella de
grappa
y dos vasitos, se dirigió al ordenador.

—Fíjate en esto —dijo, encendiendo el aparato y sirviendo aguardiente en los vasos.

Johanna abrió bien los ojos y no tocó la bebida. En la pantalla aparecieron los iconos habituales. Tom clicó sobre uno de ellos. Apareció una ventana con su nombre y un espacio para escribir una contraseña. Tecleó rápidamente el código. Un cuadrado enmarcado en negro, vacío, llenaba la pantalla.

—A ver… —dijo—, vamos a hacer una prueba… Un nombre al azar, los Vettii.

La casa de los ricos propietarios de la calle de Mercurio apareció en un plano, con todas las paredes y todos los frescos fotografiados, acompañada de una cronología completa de las excavaciones, de los informes de los arqueólogos y de los restauradores, incluso de un árbol genealógico interactivo de los Vettii y de sus actividades en el siglo I.

—Todas las ruinas, todas las construcciones de la ciudad, hasta la más ínfima tienda o fuente, aparecen aquí —anunció con orgullo—. Los objetos del museo arqueológico de Nápoles o los que se encuentran desperdigados por el mundo están resituados en su elemento de origen. Está también lo referente a los habitantes de Pompeya en la época, todos los esqueletos están catalogados, así como el nombre y la obra de los que han trabajado en las excavaciones hasta los equipos actuales. Evidentemente, todo es puesto al día con regularidad.

—¡Tom, es inaudito! ¡No sabía que existiera semejante base de datos sobre Pompeya! ¡Menuda mina de información! ¡Esto permite ganar muchísimo tiempo a los investigadores!

—Ojo, esta base no es oficial. Yo soy el único que la conoce y que dispone de ella.

—¿Quieres decir que has sido tú quien…?

—¡Sí, Jo, es mi obra! —anunció con júbilo—. Me ha llevado años, y sigo invirtiendo en esto una cantidad increíble de tiempo. Pero me permite dominar mi tema. ¡No hay nada que se me escape! Creo que estoy mejor informado que el propio superintendente —añadió, mientras se le escapaba la risa.

—¿Desconoce la existencia de esta prodigiosa herramienta? —preguntó Johanna, estupefacta.

—Ya te lo he dicho. Nadie sospecha…

—¿Por qué no dejas que la comunidad científica se beneficie de esto? Es contrario a…

—Jo, yo no comparto mis conocimientos con nadie y menos aún con la «comunidad científica», como tú la llamas. Hago una excepción esta noche obligado por las circunstancias. Pero te exijo un silencio absoluto. Quiero que me des tu palabra de arqueóloga y de amiga.

—De acuerdo, Tom.

No tenía elección. Esa retención del saber era poco habitual en su medio. Sin embargo, los arqueólogos son por naturaleza curiosos, habladores… y compiten entre ellos. Era normal que protegiera su trabajo de la avidez de rivales menos pacientes que él. Seguramente ella habría reaccionado de la misma forma unos años atrás, cuando su profesión llenaba toda su vida.

—Y ahora —dijo Tom, exultante—, basta de juegos. ¡Ha llegado la hora de la verdad!

En el pequeño cuadrado de búsqueda, tecleó «Livia». Johanna contuvo la respiración.

Livia: dedicatoria del edificio de Eumaquia, en el Foro. Consagrado a la Concordia Augusta, a la Pietas Augusta y, por este camino indirecto, al emperador Tiberio, a la emperatriz Livia y a los sentimientos que unían a madre e hijo, el edificio mide 60 metros por 40 (véase plano). Este monumento imperial servía de bolsa de la lana y…

Johanna interrumpió la lectura. Tom estaba en lo cierto: el tiempo no había conservado nada de la humilde existencia de Livia la sirvienta.

—Sé que detestas esta palabra, pero lo siento, Jo —dijo Tom con voz queda, poniendo la mano sobre el brazo de su amiga—. Me habría gustado realmente haberme equivocado…

Johanna se volvió y, decepcionada, se bebió de un trago el vaso de
grappa
haciendo una mueca. Después suspiró y sacó el móvil para hablar con su hija antes de que esta se durmiera y volviera a revivir la mañana funesta. De pronto, interrumpió su gesto, con la mirada perdida en el vacío.

—¡Tom, prueba con «Saturno»! Esta mañana, después de intensas pesadillas en las que, como todas las noches, debe de haber vuelto a vivir el drama de Pompeya, Romane, medio dormida, ha cogido uno de mis libros sobre mitología y ha subrayado varias veces el nombre del dios Saturno, sin poder explicar por qué. Era como un acto automático, motivado por su inconsciente. He pensado que se trataba del titán padre de Júpiter, pero… ¡Tom, quizá es otra cosa! Prueba a ver. Por favor, es mi última posibilidad.

—De acuerdo.

En la pantalla apareció una relación de diversas estatuas y efigies del dios Saturno encontradas en varias villas pompeyanas.

—¿Nada más? —preguntó Johanna.

—Espera, hay otra página… Voy a clicar encima…

Tom y Johanna abrieron los ojos como platos.

J. Saturno Vero: «Hecho en Pompeya el noveno día antes de las calendas de septiembre, por J. Saturno Vero»: mención que figura en la parte inferior de una tablilla de cera de dos hojas en la que hay escritas cuentas domésticas (factura detallada de panadería) por un importe total de 42 sestercios pagados a un panadero (nombre borrado); esta anotación va seguida de una firma prácticamente ilegible: ¿Bobidus, Bardibius, Barbidio, Bobidius? —
tablilla (dimensiones
:
72 milímetros de alto, 100 milímetros de ancho, restos carbonizados del cordón que unía las dos hojas
)
+ estilete encontrados en 1877 con moneda fraccionaria junto al esqueleto momificado de un hombre

seguramente un liberto— durante la excavación de la región IX por Michele Ruggiero. Al lado de la víctima de la tablilla, el cuerpo de otro hombre no identificado

restos de un traje de liberto— y los esqueletos de cinco niños no identificados

restos de indumentaria de esclavo—, tres niños y dos niñas, edad: entre tres y ocho años. Lugar de residencia de los individuos: desconocido. Lugar de exhumación de los cuerpos: región IX, manzana 1, vicolo di Tesmo, a tres metros de la calle de la Abundancia.

«
Nota: el pequeño grupo (véase foto) cayó, asfixiado, sobre la ceniza mientras se dirigía hacia el norte

moldes de los cuerpos método Fiorelli

museo de los moldes de Pompeya

cuerpos destruidos durante el bombardeo norteamericano de 1943.Tablilla de cera + estilete: n° 187990236

reservas del museo arqueológico de Nápoles.
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