Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
—Señor, no sé cómo responderos —confiesa ella, tras un largo silencio.
—¿No te ha gustado Valerio?
—Voy a ser franca, señor: no me gusta que me hagáis esa pregunta ni que me invitéis a vuestra mesa, cosa que, sin embargo, es un honor. Me siento turbada, intimidada y… casi avergonzada.
—¿Por lo que puedan pensar los demás esclavos?
—Sobre todo.
—¿Y si te anunciara que muy pronto vas a dejar de ser esclava?
Livia se detiene.
—Voy a manumitirte, Livia. No puedo seguir tolerando tus cadenas. Tranquila, no te pido nada a cambio. Podrás continuar practicando tu religión.
—¿Vais a incumplir una de las últimas voluntades de vuestra tía?
—Sí.
Javoleno baja la cabeza. ¿Por qué es tan difícil? ¿Por qué no consigue preguntar simplemente cuáles son los sentimientos de esa mujer? ¿Por qué el corazón tan generoso de Livia se escabulle esta noche, precisamente esta noche, cuando él querría leer en él con absoluta claridad? A semejanza de los tímidos, decide lanzarse al agua como si se precipitara a un abismo sin fondo.
—En realidad…, debo decirte que… Pese a nuestra diferencia de edad, siento por ti algo distinto de… En una palabra, amor. No el afecto de un amo por su esclavo, ni de un padre por su hija, ¿comprendes? El ardor de un hombre por una mujer.
Javoleno espera una reacción que no se produce. Livia está inmóvil a su lado, aparentemente indiferente a su declaración. De pronto, en la penumbra, ve tambalearse su silueta. Nada más sujetarla, oye salir un sonido desacostumbrado de su boca, una especie de grito de pájaro herido. Llora, gime y es presa de espasmos.
—Livia, ¿soy yo la causa de tanto dolor? —pregunta, sin atreverse a estrecharla contra sí.
—No… no imagináis…
Las lágrimas la interrumpen. Su llanto es tan incontenible que Javoleno, atónito, impotente, piensa en la pena de una niña. Como no comprende la actitud de Livia, aguarda con ansiedad a que ella se la explique. Transcurre un largo rato antes de que la joven recupere el habla.
—Cuando os vi la primera vez —dice con voz entrecortada—, quiero decir cuando os vi de verdad, porque antes era demasiado joven, eso no cuenta… O sea, que fue en las exequias de vuestra tía…, cuando me hablasteis junto a la tumba…
—Sí, me acuerdo, no hace tanto tiempo, Livia, ¡fue hace poco más de un año!
—Bueno… no comprendí lo que me pasaba. Era como… una descarga… Sí, como si me cayera un rayo en la cabeza y atravesara todo mi cuerpo.
La angustia de Javoleno se calma. Respira, imaginando la continuación de la confidencia.
—Cuando por fin comprendí, luché. Era… irrealizable. Vos sois… Y yo… Oculté con todas mis fuerzas lo que sentía y luché contra mí misma. A veces, nuestras conversaciones en la biblioteca me torturaban, cuando hablabais de amistad…, y a la vez era feliz porque estaba con vos, aun cuando vos no me vierais e ignorarais lo que sucedía en mi interior, preocupado únicamente por vuestras cartas, vuestros libros y vuestro duelo. Después vino lo del robo de la máscara… y… y no sé cómo es que, de pronto, me veis como una mujer y pronunciáis las palabras que acabo de oír. No estoy soñando aunque es de noche… Las habéis dicho. ¡No estoy dormida, es la realidad! Estoy… atónita, estupefacta. Jamás habría podido creer que… Pero deseo… deseo deciros que, desde el primer día, desde hace más de un año, os amo.
El sonríe y rodea a Livia con los brazos mientras la joven es sacudida por convulsiones.
—No tengas miedo —le susurra al oído—. No temas nada…, mi tierna Livia… ven aquí…, ven conmigo… El sufrimiento me había vuelto tan ciego que no sé cuánto tiempo hace que te amo. Ha sido Valerio Popilio Grifo quien me ha abierto los ojos. Querido Valerio… Se ha dado cuenta y me ha iluminado.
—¿Estáis seguro de vuestros sentimientos? —dice ella, llorando como una niña—. ¿No ha sido vuestro amigo el que os ha convencido de que…?
—¡Livia! Livia…, te quiero. Sinceramente. Sin duda desde el primer día, pero era tan ajeno a mí mismo que no lo sabía. Me he negado a escuchar a mi corazón, pese a que se desbocaba siempre que estaba en tu presencia… La acusación contra ti fue un choque tan grande… Empecé a darme cuenta… Y ahora Valerio me ha puesto frente a mis sentimientos. Livia… mi corazón estaba aprisionado y tú lo has liberado… ¡Te quiero!
Ha dicho las últimas palabras gritando, a riesgo de despertar a toda la casa. Ella se refugia contra su torso hasta asfixiarse y, de repente, se aparta de él.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —pregunta entre sollozos—. Dios, ¿qué va a ser de nosotros?
—A partir de ahora todo es fácil, Livia, ¡voy a casarme contigo!
Livia retrocede otro paso.
—Eso es un disparate —susurra con voz quejumbrosa—. Sabéis perfectamente que eso es inconcebible.
—Si sigues siendo esclava, es imposible, en efecto. Nuestro derecho solo reconoce la unión de un ciudadano con una ciudadana. Así que tienes que convertirte en ciudadana; en definitiva, volver a ser lo que eras cuando naciste, una ingenua. Tranquila, el procedimiento está establecido, ¡el propio Vespasiano lo utilizó para casarse con Domitila, la madre de Tito y Domiciano! Primero, te manumito. Segundo, apelo al tribunal de los Recuperadores, que supuestamente demostrará que no naciste esclava, sino libre. Tercero, encargo a Valerio que busque en Roma a tu tío o a otra persona capaz de atestiguar este hecho. En caso necesario, como hizo Vespasiano, pago a un hombre de paja, libre, naturalmente, para que te reivindique como hija. De esta forma, por sentencia del tribunal, obtienes la condición de ingenua y podemos unirnos legalmente.
El llanto de Livia se interrumpe bruscamente. Se acerca a Javoleno y le coge la mano.
—Estoy infinitamente impresionada y conmovida por vuestras palabras… Aun cuando hubiera podido intuir que me amabais, jamás habría podido concebir que… que quisierais… eso. Pero no puedo aceptar.
Él mueve la cabeza, desconcertado.
—¿Qué dices? Me temo que he entendido mal.
—Señor, habéis comprendido bien. Lo que vuestro corazón pródigo y caritativo me ofrece esta noche es un segundo nacimiento. Pero no puedo borrar dieciséis años de esclavitud para volver atrás. Aunque he tenido la suerte de tener amos buenos y justos, son mis amos. Vos sois mi amo; yo soy una esclava. Ningún testimonio, ninguna mentira y todavía menos un tribunal pueden cambiar ese hecho. Vuestra hija, vuestros amigos, los sirvientes de esta casa no olvidarán jamás lo que soy…, y tampoco vos, digáis lo que digáis. Podemos jugar unas horas al día a hablarnos de igual a igual en una habitación cerrada y en secreto, pero nunca podré volver a convertirme en el ser libre que era cuando nací ni comportarme como digna esposa de una persona de vuestro rango y de vuestra condición. ¡Cómo me gustaría! Os lo aseguro, es mi sueño más ardiente. Pero han pasado demasiadas cosas desde que tenía nueve años… Sería como convertirme en otra, precisamente en esa que teme vuestra hija: una intrigante, una arribista culpable de impostura… Sí. Sería darle la razón a vuestra hija.
—Si… sigo sin entenderte… ¡Decías que todos los hombres eran iguales y que en el fondo de tu ser te sentías libre!
—Y es verdad. Todos los hombres son iguales, pero ante Dios, no ante los hombres. Yo soy libre porque he nacido a Jesús por el bautismo, mi corazón y mi espíritu son libres, pero mi cuerpo y mi voluntad permanecen encadenados.
—¿Tanto te gustan entonces tus cadenas? —replica él, furioso—. ¡Las amas más que a mí! ¿Es eso lo que quieres? ¿Seguir siendo esclava toda la vida y que posea tu carne como la de una vil esclava?
La rabia deforma el rostro de Javoleno. Ofendido por el rechazo de Livia, no puede reprimirse. Jamás lo ha visto ella tan indignado.
—¡Es orgullo! —grita en el peristilo—. ¡Tu desaire no es sino orgullo y vanidad! ¡Yo que te creía humilde y sensata! ¡Y estás más preocupada por la mirada de los demás que por mi amor por ti! ¡Me entrego a ti, y tú me desprecias, me humillas!
—No, señor. Os amo. No quiero haceros daño… Vos sois el primer hombre al que he amado y seréis el último. No habrá otro, no me desposaré con un cristiano, como deseaba antes de conoceros. ¡Pero la sospecha, la malevolencia y el oprobio pesarán sobre nosotros si nos unimos ante la ley! ¿Cómo ignorarlos? ¡Ya vivimos semirrecluidos en esta casa, no podemos exiliarnos a un desierto, lejos de toda presencia humana! Y además, no serviría de nada, porque siempre tendré la sensación de no estar en mi sitio, como antes en el
triclinium
. Sabré que me traiciono, y en consecuencia que vendo nuestro amor, en nombre de un señuelo mundano. No puedo cambiar, me niego a transformarme en matrona falsa e hipócrita que sonríe para olvidar su pasado. Después de todo, ¿qué importancia tiene, puesto que nos amamos? ¿Qué necesidad tenemos de desposarnos? No puedo convertirme en vuestra mujer. No puedo… Bueno, no de esta forma…
Ebrio de furia y de exasperación, Javoleno se acerca y, con un gesto violento, le arranca la túnica.
—¿Y de esta? —vocifera—. ¿De esta puedes?
En medio de las tinieblas, medio desnuda, Livia cruza las manos sobre su pecho para protegerse. El rebufa como un toro en el circo, disponiéndose a coger por la fuerza lo que se le niega, cuando un rayo de luna ilumina el semblante descompuesto de la joven. Javoleno se detiene y cae de rodillas, llorando también.
—¿Qué he hecho? ¡Dios!, ¿qué he hecho? —gime—. ¡Soy un monstruo! ¡Un monstruo!
Sin pronunciar una sola palabra, Livia se arrodilla ante él y lo rodea con sus brazos desnudos.
El mausoleo de Gala Minerviiia, en forma de cúpula, está decorado con escenas báquicas, festones y guirnaldas de flores esculpidas. Delante de la tumba monumental, un
velum
blanco ha sido extendido a modo de tejadillo para protegerlo de los rayos ciel sol. Las camas de obra del
triclinium
fúnebre han sido cubiertas con suaves telas. Diez años. Hace diez años que la esposa de Javoleno desapareció
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, y jamás el aniversario de su muerte ha sido celebrado de manera tan singular. Después de las ceremonias de duelo público por el emperador Vespasiano, fallecido unas semanas antes, los habitantes de Pompeya se encuentran reunidos hoy en el anfiteatro, donde los ediles y los duunviros ofrecen juegos en honor del nuevo emperador, Tito, hijo mayor de Vespasiano. La ciudad de los vivos está vacía; solo el circo, que veinte mil espectadores llenan a rebosar, vibra al son de los combates bajo un inmenso
velum
blanco, entre efluvios de sangre, sudor y azafrán. La ciudad de los muertos está igualmente desierta, la vía de los sepulcros parece abandonada. Únicamente en el recinto de la necrópolis de Gala Minervina se oyen los sonidos de un extraño banquete: alrededor de Javoleno y de la mesa en forma de U sobre la que destacan animales humeantes, en lugar de los invitados habituales —notables, amigos, familia de sangre—, están recostados los esclavos de la casa. Siguiendo el benévolo consejo de su padre y de su médico, Saturnina, embarazada por cuarta vez, ha preferido ahorrarse el cansancio de un viaje bajo la canícula y decidido quedarse en su villa balnearia de la isla de Aenaria, donde se halla instalada desde principios del verano. Su marido, sus hijos y ella misma no volverán a Pompeya hasta el otoño, para la vendimia. Dado que todos los nobles de la ciudad que no han huido del calor abrasador se encuentran en el circo, Javoleno ha decidido hacer uso de su derecho consuetudinario a sentar a sus esclavos a su lado, tal como hacen en ocasiones algunos señores en las grandes celebraciones.
En la cama de honor de tres plazas, lleva a cabo las libaciones de vino y las ofrendas en memoria de su esposa en compañía de sus dos intendentes, Barbidio y Escílax. Livia, Helvia, la cocinera, y la pequeña Asellina están tendidas una junto a otra en la triple cama de la izquierda, lugar privilegiado por la etiqueta que prevalece en las francachelas de la buena sociedad. A la derecha están el palafrenero, el jardinero y el factótum; el portero y las dos mujeres de faenas descansan en el cuarto
lectus
. A los pies desnudos de los criados están anárquicamente sentados sus hijos. Todos han cambiado sus ropas habituales por bonitas túnicas de lino púrpura u ocre. Incluso Javoleno ha renunciado a su eterno
pallium
oscuro para lucir la toga oficial, de lana blanca bordada en oro, que no había llevado desde sus años romanos y que no ha podido ponerse más que con la ayuda de Barbidio; tiempo atrás, Gala Minervina dominaba el arte de disponer sobre su cuerpo ese círculo de casi tres metros de diámetro, de pliegues complicados y peso casi insoportable, que se desmonta al menor movimiento. Más en recuerdo de su mujer que por predilección por esa vestidura compleja, solemne y pomposa reservada a los amos del mundo, Javoleno ha querido lucirla hoy
De vez en cuando, los esclavos recuperan su papel de criados, los hombres a fin de transportar hasta la mesa las ánforas de vino, las piezas de carne y las fuentes de plata maciza llenas de vituallas, las mujeres para servir las copas de
vesuvinum
y los deliciosos manjares. Después, cada uno vuelve a ocupar su sitio de invitado excepcional en una fiesta única de carácter alegre, en la que todos se sienten absolutamente a gusto. Además de con su sabrosa cocina, Helvia deleita a los presentes con cantos suaves y melodiosos que dirige a Gala Minervina. Su hermano Barbidio la acompaña al acordeón, y Escílax a la cítara. Javoleno recita los poemas épicos caros a su esposa. Livia lo devora con los ojos y admira su porte con la toga de gran señor. Subrepticiamente, él dirige a la joven algunas miradas tiernas, pero decentes, que no escapan a nadie. A través del
velum
, el sol golpea y aplana a los comensales. Al bochorno se añaden los vapores del vino del Vesubio, que corre a mares desde un barreño en el que los niños vierten agua fresca. Embriagados y felices, los invitados cumplen con sus deberes hacia una mujer a la que la mayoría no ha conocido, pero que saben que pertenece, como ellos mismos, a la casa del señor y, por lo tanto, forma parte de su propia familia.
Mientras Javoleno, de pie, entona el trágico cántico de Andrómaca ante la caída de Troya, el sol parece desaparecer de golpe, como si se hubiera caído del cielo. Los pájaros dejan de cantar. Saliendo de debajo del techo de tela, todos escrutan con angustia las enormes nubes negras que devoran el éter y aniquilan la luz. De repente, el cielo se parte en dos, un relámpago prodigioso estalla sobre sus cabezas y los elementos se desatan: violentas ráfagas de viento levantan el
velum
y arrastran el festín, una lluvia torrencial empieza a caer. En plena tarde, es casi de noche; solo los relámpagos dispensan de cuando en cuando su fulgor.