La palabra de fuego (51 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Es de ella de quien desconfío, patrona, solo de ella, me pareció sospechosa desde el primer momento, y… ¡cuál no sería mi estupor al oírla dirigirse a vuestro padre sin respeto, sin ninguna deferencia, como si fuera nada menos que… que un… que otro esclavo!

—¿Qué decía? —pregunta la matrona, cuyo rostro adquiere el color de la cerusa.

—Bromeaba con él… y un instante después lloraba, hablaba de la muerte, de la eternidad y… del amor, ¡sí, le hablaba de amor! Y él, él…, mi señor, vuestro padre, le… ¡le cogió las manos, le acarició las manos!

Saturnina se levantó de un salto.

—¡Por Minos y Pasífae! —exclama—. Lo temía, pero tenía la debilidad de confiar en mi padre… He hecho mal en creer que su tristeza por haber perdido a mi madre era insondable, perpetua, y lo ponía fuera del alcance de las maniobras de hembras interesadas y retorcidas… Esa hipócrita quizá intenta convertirlo a su religión funesta y, lo que todavía es peor, ¡pretende seducirlo! Faustina Pulcra no la manumitió y legó todos sus bienes a mi padre… Seguro que esa intrigante manipuló a mi tía abuela, senil y enferma, cuando se enteró de que no le concedería la libertad, a fin de ser cedida ella también al heredero… ¡Ostorio, es preciso desbaratar sus planes! ¡No podemos permitir que mi pobre padre se deje engañar de esa forma!

La caña que Javoleno tiene entre los dedos sudorosos resbala a causa del calor de julio. El alba no tiene dos horas de existencia cuando el ardor del sol dificulta ya la escritura, pese al aire marino, el fresco del jardín y de la fuente, y el grosor de las paredes, que los
volumina
aíslan del exterior. El verano pompeyano es sofocante y el patricio envidia a los que pueden escapar de él.

Es verdad que la carta a Epicteto habría podido esperar el regreso de Livia —que ha salido para renovar las reservas de papiro, tinta, tablillas y otras cosas necesarias para escribir—, pero ha pensado que ponerse a responder a su amigo alejaría la melancolía que lo persigue desde hace varios días. Ignora si la causa es el clima, la inminente marcha de su hija, que, como todos los veranos, va a refugiarse con su familia a su residencia balnearia de la isla de Aenaria, o bien se trata de una languidez debida a que se acerca el aniversario del fallecimiento de su mujer, que se celebrará el día de las calendas de agosto
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con un gran banquete sobre la tumba de Gala Minervina. Bambala ya se dispone a preparar el festín de los vivos y las ofrendas a la difunta.

Mi queridísimo Epicteto

comienza el aristócrata
—.
Espero que cuando recibas esta misiva te encuentres bien de salud. En tu última carta, me escribes que el filósofo no espera sino de él mismo todo el bien y todo el mal. Quiero decirte que…

Unos golpes en la pared detienen la mano de Javoleno.

—¿Qué pasa? —pregunta el estoico.

—Patrón, perdonad que os interrumpa —susurra Ostorio asomando la cabeza por el resquicio de la puerta—, pero un asunto de extrema importancia me obliga a hacerlo.

Javoleno suspira.

—¡Te escucho!

—Patrón, os ruego que me acompañéis, debo enseñaros algo.

—¿No puede esperar ese algo a que haya terminado mi carta?

—Me temo que no, patrón. Es urgente y muy grave.

Los ojos inquietos de Ostorio están clavados en el señor de la casa.

—Está bien, voy.

Javoleno se levanta y acompaña a su intendente al atrio. Unos lamentos de mujer suenan en el tranquilo bochorno. A un lado del pequeño estanque cuadrado se extiende el fresco de los estoicos. Al otro, entre el dormitorio señorial de invierno y el
triclinium
de invierno, Ostorio, el señor, Bambala y todos los esclavos de la casa contemplan, espantados, el larario familiar.

Formado por un templo que enmarcan dos columnas y un frontón triangular, el altar doméstico es de mármol y en él aparecen pintadas las figuras de Júpiter, Venus y Baco, los genios tutelares de la
domus
, o penates, y el símbolo de la serpiente, signo de fertilidad. Sobre el pedestal están la
acerra
, el recipiente para el incienso, el
salinum
, para la sal, y el
gutus
, para el vino, además de algunos alimentos a guisa de ofrenda. En el frontón hay una serie de nichos en los cuales se encuentran depositados una píxide que contiene la primera barba de Javoleno, como símbolo de su paso a la edad adulta, retratos, pequeñas esculturas y máscaras mortuorias de los antepasados; estas últimas, hechas moldeando cera o yeso sobre la cara del difunto y pintando después el pelo y los ojos, se llevan en el entierro de los familiares. Debajo de cada una figuran el nombre del muerto, su título y sus hazañas. Excepto Livia, todos los ocupantes de la casa, o sea, nueve personas más el señor, están congregados delante de un nicho vacío.

—Por Mercurio, dios del comercio y de los ladrones —susurra Bambala—, ¿quién ha podido hacer una cosa semejante?

—¡Un extraño ha entrado en la casa! —afirma la ayudante de cocina.

—No por la puerta principal —asegura el portero.

—Ni por la cuadra —dice el palafrenero.

—Ni por el huerto —añade el jardinero.

—¡Nosotras no hemos visto a nadie! —exclaman a coro las dos encargadas de la limpieza, que todavía acarrean paños, cubos y escobas de palma verde.

—Ni yo tampoco —dice, por último, el hombre para todo.

—Preguntad a vuestra prole —ordena el intendente.

—¡Nuestros hijos jamás tocarían ese objeto sagrado! —replica el portero, ofendido.

—¡Hagamos venir a Escílax! —sugiere Bambala—. Lejos de mí la idea de considerarlo sospechoso de nada, pero ha podido traer esclavos rústicos que…

—Calla, mujer —dice secamente Ostorio—. No sabes lo que dices.

—En cualquier caso —dice el señor con una voz de ultratumba—, esta mañana, al amanecer, cuando he venido a recogerme, «ella» estaba aquí…

—Es una catástrofe, patrón —dice Ostorio—, un acto infame, ¿listáis de acuerdo en que registre yo mismo todas las habitaciones de la casa?

Con un gesto, el señor le indica que lo haga. Escoltado por el personal, decidido a no irle a la zaga, Ostorio se precipita hacia la zona del servicio.

Cuando Livia entra en el atrio con sus paquetes, encuentra allí, solo, a su señor. Abrumado por lo que acaba de ocurrir, este se apoya en la pared.

—¡Señor! —exclama Livia, acercándose a él.

—Ah, eres tú —murmura Javoleno—. ¿Dónde está? Esta mañana estaba aquí, no lo he soñado…

—¿Quién, señor?

Mi esposa, Gala Minervina. Bueno, su máscara mortuoria…

Cuando se marchó, hice fundir todas sus joyas de oro… Le di las piedras preciosas a mi hija y, con el oro, mandé modelar su rostro utilizando la máscara que habían hecho de ella en su lecho de muerte, en cera… No quería ni cera ni yeso para ella…, es demasiado frágil… ¡La máscara de oro macizo estaba aquí, en ese nicho, y ya no está!

Javoleno está al borde de las lágrimas. Pero es cólera lo que sale por su boca.

—¡Si cojo al que ha cometido semejante fechoría —ruge, apretando los puños—, juro, por la memoria de mi esposa, que lo azotaré con mis propias manos hasta que expire!

Acto seguido se retira a la biblioteca. Livia, desconcertada, acaba por unirse a los criados, que registran la villa. Estos, sospechando unos de otros en silencio y volviendo después a la tesis del intruso, la única plausible, abren armarios y arcones, desplazan muebles y objetos, destripan jergones y almohadas, inspeccionan horno, botes, arneses y arbustos, sondean los estanques y el pozo, vuelven el jardín del revés, hasta los aposentos del señor son pasados por el tamiz, únicamente la habitación de los libros escapa al minucioso registro, Javoleno se encarga personalmente de ella.

Cuando el sol llega a su cénit, la villa parece víctima de un nuevo terremoto o del saqueo de un ejército enemigo. En cuanto a la máscara mortuoria, no ha aparecido.

El señor permanece postrado en la biblioteca, negándose a comer nada, rumiando, en contra de sus preceptos estoicos, el sangriento castigo que infligirá al ladrón cuando sea atrapado. Porque no duda del orden perfecto del mundo y de la necesaria captura del criminal, sea quien sea.

Sospecha sucesivamente de todos sus sirvientes y sucesivamente también los exculpa. El robo de la máscara es un misterio. Se dispone a informar al duunviro encargado de la justicia, el hermano de Marco Istacidio Zósimo, cuando el portero va a avisarlo de que un joyero de Pompeya le pide audiencia. Javoleno se niega a recibirlo y despide al portero cuando, de pronto, se oye una voz teatral. Viene del atrio:

—¡Dejadme pasar os digo, es imprescindible que vea al ciudadano Javoleno Saturno Vero!

Intrigado, el patricio sale de la biblioteca, atraviesa el peristilo y el
tablinum
y ve, junto al fresco de los estoicos, a un hombre corpulento de cabellos grises, vestido con un amplio manto adornado con fimbrias. Ostorio impide al inoportuno visitante adentrarse más en la villa.

—¿Qué ocurre? —ruge el señor—. ¿Quién sois? ¿Cómo osáis violar el umbral de mi casa?

El joyero, que lleva un bulto envuelto en un paño, hace una profunda reverencia a la vez que responde:

—Me llamo Fortunato Munatio y soy orfebre, ciudadano Javoleno Saturno Vero. Tengo una tienda junto al Foro. Perdonad la intrusión, pero debo comprobar si esto os pertenece.

El comerciante retira el paño y aparece un objeto de destellos dorados, un rostro de facciones lisas y puras, cabellos recogidos, cuello fino, ojos de color lapislázuli. El señor se lleva una mano al corazón, coge la máscara mortuoria de Gala Minervina y la estrecha contra su pecho. Está tan emocionado que ningún sonido logra salir de su boca.

—Cuando he visto este rostro —prosigue Fortunato Munatio—, me ha recordado inmediatamente a alguien… Las facciones de esta mujer son tan admirables… Me resultaban familiares, y esta obra es única, de una belleza prodigiosa… Al cabo de un rato, me ha parecido reconocer a una antigua cliente, vuestra difunta esposa, y me ha parecido extraño que consintierais en separaros de su máscara fúnebre. Me he apresurado, pues, a venir para asegurarme de que así era.

—Alguien ha robado la máscara aquí mismo, esta mañana explica el intendente señalando el larario.

—¡Por Vulcano! —exclama el joyero con una mueca de honor—. Entonces no andaba errado…

—¿Quién os la ha llevado? —grita Javoleno—. ¿Quién ha sido? ¿Cuándo?

—Un esclavo la ha llevado a mi tienda esta mañana, en torno a la segunda hora —responde Fortunato Munatio—, para que la funda y la transforme en monedas de oro. Yo mismo he recibido a la… al individuo… ¡Evidentemente, ignoraba que el objeto acababa de ser robado en vuestra villa!

El joyero suda abundantemente, se retuerce las manos en señal de desazón. Javoleno ordena a Ostorio que convoque inmediatamente a todos los esclavos de la casa. El intendente sale y reaparece unos instantes más tarde con los nueve criados más sus hijos.

—Amigo mío —le dice Javoleno al joyero en un tono tranquilizador—, seréis justamente recompensado por haber devuelto la máscara. Pero debo pediros que me ayudéis a identificar al culpable y, para empezar, que me digáis si el ladrón está aquí, cosa que dudo. ¿Aceptáis exculpar a los esclavos que alimento y que viven bajo mi techo? ¿Queréis indicarme si la mano perversa que ha cometido este odioso crimen pertenece a mi
domus
, luego a mi propia familia?

Lívido, Fortunato Munatio asiente y observa sudando a los esclavos que entran en el atrio.

—Esa persona está aquí, entre nosotros, en este mismo momento —murmura, bajando la cabeza.

Javoleno se queda lívido al enterarse de que ha sido traicionado por una persona cercana. Pone la mano sobre el antebrazo del joyero para animarlo a denunciar al criminal. Sonrojándose, el joyero levanta lentamente la cabeza y, con su mano ensortijada, señala a una joven que está de pie junto al cuerpo pintado de Thrasea Peto.

Con el dedo del orfebre apuntándola, Livia abre como platos sus grandes ojos malvas, sin comprender.

Capítulo 31

—No temas, padre —dice Saturnina—, Marco, los niños y yo no nos iremos a la isla de Aenaria hasta que la hayas entregado a las autoridades y haya sido juzgada por mi cuñado. Me ocuparé de que pronuncie una sentencia ejemplar por ese crimen abominable.

—He apostado al palafrenero delante de la puerta de su habitación, no puede escapar —añade Ostorio.

Tendido en la biblioteca, Javoleno exhala un suspiro de dolor.

—Os agradezco a los dos vuestra solicitud —dice—. Pero persisto en dudar que Livia sea culpable. Parece sinceramente estupefacta y consternada por la acusación de Fortunato Munatio, y sigue negando haber cometido el acto del que se la acusa.

—¿Y tú la crees? —pregunta Saturnina, enfurecida—. ¿Concedes más crédito a las palabras de una esclava que no pertenece ni a este país ni a tu casa, que a las de un honrado comerciante de Pompeya que conoce a nuestra familia desde siempre y que, tiempo atrás, hizo joyas para tu esposa?

Javoleno suspira de nuevo. Su hija se acerca a la cama y se arrodilla junto a él.

—Padre —dice con una voz melosa—, debes mirar la verdad de frente: ¿qué beneficio le reportaría mentir a ese orfebre competente y reconocido? Gana dinero con su trabajo y tiene casa propia. ¿Por qué iba a arriesgarse a perder su reputación y, por lo tanto, lo que le permite vivir?

—Estoy de acuerdo, hija —reconoce el patricio en un tono cansado.

—Mientras que ella —añade Saturnina— no perdía nada robando la máscara de mi madre…

—No te sigo —dice Javoleno—, porque, suponiendo que sea la autora del latrocinio, ha arriesgado su vida. Si la entrego al duunviro, es probable que sea condenada a muerte.

—Su plan estaba tan hábilmente tramado que ese argumento no sirve. ¡Ella estaba convencida de que no la descubrirían! —objeta Saturnina—. Llegó aquí hace solo seis meses y no se relaciona con nadie; por lo tanto, salvo el vendedor de papiro y mi perfumista, nadie la conoce en Pompeya y mucho menos los vendedores de joyas. ¿Cómo habría podido saber que Fortunato Munatio había trabajado tiempo atrás para mi madre, que reconocería su cara nueve años después de su muerte y que devolvería la máscara?

—Tal vez —admite el viudo—, tal vez… Pero no me explico por qué iba a perpetrar un acto semejante. No le falta de nada, su labor de secretaria no es agotadora, me dijo que le gustaba mucho… Nadie la maltrata, yo la considero, al igual que los demás esclavos, como un miembro de la familia…, incluso debo confesar que siento cierto afecto por ella…, un día será manumitida, ¿por qué poner todo eso en peligro? ¿Por unas monedas de oro? ¡El afán de lucro parece tan alejado de su carácter!

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