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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (66 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—No estamos solos —murmuró—. ¡Aquí hay alguien, Tom!

—Imposible. Cerré la puerta de la casa, tú eres testigo… Nadie tiene la llave, aparte de los miembros de mi equipo… Nadie ha podido entrar…

—¡A menos que tenga una copia de la llave o que sepa otra manera de entrar en la villa!

Otro sonido, lúgubre, cercano al gruñido, llegó a sus oídos.

—Tom —susurró Johanna con la voz ahogada por el miedo—, hay alguien… Es el asesino, los asesinos… Estamos en peligro… Nos han dejado actuar y ahora van a matarnos antes de cerrar de nuevo la cavidad… y todo volverá a la nada…

—Mantengamos la sangre fría, Jo, por favor —repuso él en un tono muy poco firme.

Tom cogió una piqueta. Lívido, dio unos pasos por el sótano y se detuvo, amenazador. Johanna, armada con un puntal de acero, lo siguió.

—¡Qué raro —susurró—, parecía que viniera de arriba, del techo!

—En ese caso, el intruso está en la villa, en la zona de la fuente del peristilo o de las antiguas cocinas de verano.

—¿Qué hacemos? ¿Vamos a ver? Si está solo, puede que tengamos una posibilidad, pero si son varios…

—Esperemos. A lo mejor no sabe que estamos aquí.

Johanna hizo una mueca dubitativa y se quedó inmóvil escrutando el techo del sótano.

—Quizá se trate de un ladrón —susurró Tom.

—¿Qué va a querer de aquí? —replicó Johanna.

—Esos trastos son caros —contestó el pompeyanista señalando las máquinas de los arqueólogos—. En el mercado negro de Nápoles, se vende y se compra de todo. Y también podría ser que nuestro merodeador buscara mosaicos antiguos, objetos o, mejor aún, frescos.

—Tom, ¿te imaginas a una banda de ladrones entrar en el atrio, separar la pared con el fresco de los estoicos y llevársela para vendérsela a un coleccionista?

—¡Pues es lo que los anticuarios han hecho en Pompeya durante un siglo!

—No lo discuto, pero dudo de que sea eso lo que nuestro desconocido planea, si se trata del asesino.

—¿Y si él también estuviera buscando tesoros sepultados en la habitación secreta? —dijo Tom—. ¡A lo mejor no soy yo el único que ha tenido esa idea! ¡Me ha dejado buscar, encontrar, y ahora viene a robarme mi botín!

—Pareces Harpagón con su cofre lleno de monedas —se burló Johanna—. El asesino no está interesado en el oro, las joyas y los manuscritos griegos que hay ahí abajo…

—¿Todavía estás con tu condenada frase de Cristo? ¡Decididamente, no das tu brazo a torcer! —repuso él con sarcasmo—. Tranquila, nos perdonará la vida, puesto que no hemos podido leerla…

En el momento en que Johanna se disponía a contestar, otro ruido interrumpió la disputa. Parecía un galope…

—Esta vez venía de fuera —afirmó Johanna, volviéndose—, del jardín… ¡Corre, se acerca, va a entrar en el sótano, Tom!

Blancos como el papel, dudaban entre esconderse en el interior del sótano o enfrentarse al peligro. Tom empuñó de nuevo la piqueta y se dirigió hacia la entrada de las bodegas fingiendo un arrojo que distaba mucho de ser real. El miedo les atenazaba la garganta. Se detuvieron, con los ojos clavados en la puerta. Pero esta no se abrió. Durante largos minutos permanecieron inmóviles, empuñando cada uno su arma, sin que ningún sonido llegara a sus oídos. Quizá el intruso había huido… De pronto, la señal de una presencia extraña sobrevino de nuevo, pero no pudieron identificar la naturaleza del sonido. Lentamente, sin hacer ruido, Tom abrió y salieron al antiguo huerto.

En el pálido amanecer, una forma oscura se movía junto al pozo. En silencio, con el corazón palpitante, se acercaron.

La silueta se dividió en dos. Se quedaron petrificados en el momento en que seis puntos extraños se alzaron ante ellos. Dos pares de orejas y dos rabos permanecieron un segundo paralizados en el aire; luego, con un gruñido ronco, los dos perros negros huyeron por un estrecho paso bajo la tapia. Tom rompió a reír.

—¡Mira tus criminales, Jo! ¡Los miembros de tu secta esotérica! ¡Perros vagabundos! Pompeya está infestada de ellos, no son peligrosos, aprovechan los restos de comida dejados por los turistas… Dejaste las galletas sobre la hierba y eso los ha atraído… ¡Uf, qué miedo he pasado!

Johanna respiró. Dejó caer la barra y fue a examinar el agujero por el que los animales habían entrado.

—Siempre y cuando fuera bajo y delgado, un humano podría pasar sin dificultad por ahí —constató.

—¡Por favor…! —la reprendió afablemente el anticuario—, olvida esa historia de fanáticos.

—No reías tanto hace un momento, Tom…

—Es verdad. Lo reconozco. El cansancio, la emoción, la atmósfera siniestra de los sótanos, la…

—Puedes creer que Romane ha mentido y se ha inventado el mensaje oculto de Cristo, pero los asesinatos de James y Beata no son una elucubración de su cerebro —dijo, cortante—. Es un hecho que alguien ha matado a tus dos arqueólogos, tal vez a un tercero, y mientras no haya sido identificado, no puedes estar seguro del móvil de esos crímenes.

Tom hizo un gesto de impotencia.

—Por supuesto, Johanna. Pero tengo derecho a pensar que andas desencaminada y a creer en una hipótesis diferente de la tuya. Tu hija puede tener razón en un punto y equivocarse en otro.

Johanna se encogió de hombros.

—Yo estoy segura de que dice la verdad en todo, incluido el contenido del papiro. Por cierto, tengo que llamar a mi casa.

—Adelante. Yo voy a telefonear a Philippe.

Johanna se alejó hacia el peristilo. Tom se quedó en el antiguo huerto. Se sentó sobre la hierba con los ojos clavados en la entrada del sótano, como si montara guardia.

Cuando volvió, Johanna tenía los ojos rojos y la cara hinchada de haber llorado.

—¿Qué noticias hay? —preguntó Tom—. ¿Ha recobrado el conocimiento?

—Sí. Pero la noche ha sido peor que las demás. Normalmente, la temperatura baja al amanecer. Y hoy, a la hora que es, tiene todavía 40 °C de fiebre.

—El último coletazo de la enfermedad, Jo. ¿Has hablado con ella? ¿Le has dicho que habías encontrado a Livia?

—Deliraba… Ni siquiera ha reconocido mi voz… Se lo he contado todo a Isabelle y al doctor Sanderman. Yo quería que la sometiera a hipnosis para que me dijera si el mensaje figuraba en un sitio distinto del papiro de Livia. Pero el médico se ha negado. Al parecer es demasiado peligroso mientras la fiebre no haya bajado… Ha dicho que eso podría… acabar con ella… Está al límite de sus fuerzas, Tom… Tengo que regresar en el primer avión.

—Claro, Johanna —susurró él, cogiéndola de la mano y obligándola a sentarse a su lado.

—Necesita a su madre, ¿comprendes? —prosiguió, sollozando, ella—. No he sido capaz de salvarla… He fracasado… Por estúpida, por impaciente, he destruido la única posibilidad de salvarla. Tengo que ir con Romane, quedarme a su lado… No volveré a alejarme de ella…

—¡Jo, no pierdas la esperanza! No abandones, te lo suplico. Continúa siendo fuerte como lo has sido esta noche. Acuérdate de lo que te he dicho. Confía en mí…

—¡Me gustaría tanto que tuvieras razón, Tom! Pero su estado empeora de minuto en minuto… ¡No mejora, empeora!

—Quizá no se trata más que de una crisis pasajera. En cuanto te vea, en cuanto toque los objetos que pertenecieron a Livia, se pondra mejor.

—La culpa es mía —gemía Johanna sin escucharlo—. Es mía… El antídoto… La frase de Jesús… Existía realmente, Romane no ha podido inventárselo… ¡Ella nos ha guiado, ella nos ha dado indicios y todo era verdad! ¡El sótano, el pozo, los cadáveres, el nombre del filósofo, lo ha visto todo en sueños, no se ha equivocado en nada! La palabra sagrada estaba ahí, en la mano de Livia, no era una carta de despedida… Era el mensaje oculto de Cristo… Como yo hace años, Romane está habitada… está habitada por el espíritu de esa mujer que la corroe como un demonio… Livia toma posesión de su sueño, le dicta las respuestas, y ella no miente porque está angustiada, su alma no está en paz… Necesita nuestra ayuda, yo tenía ante los ojos lo único que podía liberarla, separarlas, y por mi culpa todo está perdido… Livia va a matar a Romane…, va a matarla…

Tom guardó silencio. Impotente para consolar a su amiga, escrutaba la salida del jardín, el paso hacia el peristilo por el que Philippe y el superintendente no tardarían en llegar. Sería preferible que no encontraran a Johanna allí, en ese estado. Estaba tan acongojada que era capaz de hablarles de su hija, de Livia, de la hipnosis, del dichoso mensaje, y eso pondría a Tom en una situación delicada… Ya era muy incómoda, si encima… Había hecho un descubrimiento excepcional, eso nadie podía ponerlo en duda, pero ¿legalmente, con una arqueóloga ajena a las excavaciones que él dirigía y a Pompeya. Se sentía mal por pensarlo, pero deseaba recibir solo a su ayudante y al superintendente, deseaba poder dar rienda suelta a su alegría, que, por consideración a Johanna, se esforzaba en controlar. Discretamente, miró su reloj: las ocho menos cuarto.

—¡Tengo una idea!

Johanna se había puesto en pie de un salto y lo miraba con una expresión de loca, el pelo enmarañado, los ojos extraviados, las lágrimas resbalando por sus mejillas manchadas de tierra. Un fragmento de ánfora le había hecho un rasguño sanguinolento en la frente. Tom no pudo reprimir un suspiro de contrariedad. Ella se arrodilló ante él.

—¡Tom, escucha! ¡Livia quiere matarla! —vociferaba—. ¡El criminal, los asesinos, esa es la solución!

—Johanna, no…

—¿No entiendes? ¡Si mi intuición no me engaña acerca del criminal y su móvil, es decir, impedirnos exhumar y revelar la sentencia de Jesús, ya se trate de una secta de fanáticos o de otra cosa, Romane, o sea, Livia, que ve los hechos y los desvela bajo hipnosis, me indicará la salida!

—¿Qué salida?

—¡El asesino, Tom, el asesino! ¡El conoce forzosamente la frase de Cristo, puesto que la protege! ¡En cuanto la fiebre haya bajado, le pediré a Sanderman que interrogue a mi hija sobre la identidad del criminal y me diga dónde se esconde! ¡Su inconsciente lo sabe, puesto que ese hombre está también vinculado a Livia, al sótano y al mensaje! Gracias a Romane, lo desenmascararé y le obligaré, por los medios que sea, a que me muestre o me reproduzca lo que contenía el papiro… ¡Es la única solución, la última, para salvar a mi hija! Y esta vez lo conseguiré, aunque tenga que hacer uso de la fuerza e ir a ver a ese hombre con un arma… Me da igual si tengo que herirlo, matarlo incluso, para que mi hija se salve… Y aun suponiendo que sean varios, les obligaré a confesar, sí, lo conseguiré…

Tom observaba a Johanna sin salir de su asombro.

—Jo —dijo con calma—, el dolor te hace perder el juicio. Tu discurso y tu expresión son los de una chiflada. Lo que dices es totalmente absurdo, no tiene ningún sentido. La policía no tiene ninguna pista del asesino, pero tu hija, a miles de kilómetros y bajo hipnosis, va a identificarlo. Esta vez no te sigo. Vas demasiado lejos. Estás perdiendo por completo la chaveta.

—Me creíste mientras me necesitabas, a mí y, sobre todo, a Romane, para acceder al sepulcro secreto —contestó ella con una calma glacial—. Ahora que has conseguido tus fines, nos abandonas. Hasta debes de estar impaciente por que me largue, para ocuparte de tus asuntos con Philippe y el superintendente…

—¡En absoluto! —se rebeló Tom—. ¡Qué cosas se te ocurren! Desde luego, dices lo primero que se te pasa por la cabeza…

—No te lo reprocho, ¿sabes? —añadió Johanna, levantándose—. Solo los padres pueden comprender lo que es el amor por un hijo y el sufrimiento ante la idea de perderlo. Antes de tener a Romane, quizá habría sentido lo mismo que tú. Me comprenderás el día que seas padre.

—Espero que no llegue —no pudo evitar decir Tom.

—¿Sabes?, a veces la vida tiene sorpresas. Bueno, tranquilo, me voy —dijo ella, cogiendo su bolsa—. Recogeré las cosas que he dejado en tu casa en otra ocasión.

—¡Espera! —exclamó él, poniéndose rápidamente en pie—. Philippe te acompañará a Nápoles en coche mientras yo hago los honores de nuestro descubrimiento al superintendente.

—Es tu descubrimiento, Tom. Te lo había prometido y mantengo mi palabra. Me voy corriendo. Seguramente tu jefe hará entrar en acción otra vez al comisario Sogliano y sus esbirros, y no quiero exponerme a que los carabineros me retengan. No puedo perder ni un minuto. No fastidies a tu ayudante, tiene mejores cosas que hacer aquí, contigo. Tomaré el tren hasta Nápoles, es lo más rápido. En la estación encontraré fácilmente un taxi para que me lleve al aeropuerto. Ven a abrir el candado, por favor.

—Toma la llave —contestó él con voz neutra, tendiéndosela—. Déjala puesta en el candado y no cierres la puerta.

—Como quieras.

Tom intentó de nuevo retenerla, pero ella se escabulló. Ya fuera del jardín salvaje, Johanna le mandó un beso.

—¡Hasta pronto, Tom! —dijo.

Luego desapareció. El se apoyó en el pozo y miró el reloj: eran las ocho en punto. Cerrando los ojos con alivio, esperó a oír los pasos de Philippe y del superintendente sobre las baldosas del peristilo.

Capítulo 38

—¡Mamá! ¿Eres tú, mamá?

—Sí, cariño, ya estoy aquí… Acabo de llegar. —¿Vas a irte otra vez, mamá?

—No, no me voy a ir, voy a quedarme contigo, te lo prometo…

Con una mano de Romane entre las suyas, Johanna se esforzaba en contener las lágrimas ante el terrible espectáculo: sin fuerzas para levantarse, la chiquilla estaba acostada en su camita con sábanas de vichy rosa, la frente y los ojos febriles, alternando fases de delirio y breves instantes de consciencia, sin encontrar nunca descanso. La habitación sobrecalentada olía a sopa de verduras y a cerrado. Bajo un viejo espejo picado, colgado de la pared sobre la mesilla de noche, un vago olor de jabón emanaba de la palangana dejada sobre el tablero, al lado de las gafas rojas, un vaso de granadina, un frasco de paracetamol y un ejemplar de
Pulgarcito
. Los postigos estaban cerrados; la luz de noche, encendida. Nada penetraba en la casa silenciosa del crepúsculo que caía y hacía titilar las guirnaldas luminosas y los adornos que envolvían las calles de Vézelay en una atmósfera mágica, mientras la gente se ocupaba de los preparativos de Navidad. A unos días de las fiestas, los regalos estaban escondidos y los niños esperaban sobreexcitados. Solo la casa de Johanna, en la calle Hôpital, escapaba a ese ambiente festivo. Entre el olor invernal de leña ardiendo que dispensaba la estufa, un abeto desnudo y olvidado perdía sus agujas.

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