Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
¿Por qué su ama la deja ahora en manos de ese sobrino proscrito, casi un desconocido y por añadidura viudo, que vive lejos de todo, en el campo? ¡Es evidente que un pensador de rostro peludo no tiene ninguna necesidad de una
ornatrix
¿Qué va a ser de ella? ¿Tendrá que soportar los rudos trabajos de los campos? Es un castigo cruel y, aunque sabe que no tiene otra opción que obedecer, Livia siente una punzada de cólera y un enorme rencor hacia la moribunda.
—No temas, hija mía —añade Faustina acariciándole la mano—. Mi sobrino es un hombre recto, bueno y justo, que te tratará tan bien como te he tratado yo. Tendrás que cambiar de oficio, eso sí, y confieso que eso me ha hecho dudar. ¡Qué lástima!
¡Con las dotes que tienes! Pero, puesto que ya no podrás acicalarme a mí, no acicalarás a nadie.
Ante tanto egoísmo, Livia nota que las lágrimas le forman un nudo en la garganta. Sus planes de futuro eran distintos de los de su ama: una vez recuperada la libertad, había acordado con Haparonio, el perfumista, que este le enseñaría su arte y ella trabajaría con él, triturando las plantas, prensando las esencias, creando perfumes y remedios. A lo largo de estos diez años, Haparonio se ha convertido en algo más que un hermano: en un padre vigilante y afectuoso, que vela por ella hasta el momento en que se case. Porque Livia solo se casará con un hombre que sea un discípulo del Camino.
Todos los domingos por la mañana, durante la oración clandestina en el sótano de Haparonio, coincide con posibles pretendientes, pero el terror de ser espiada, de que descubran y maten al
unguentarius
, el miedo de que a ella misma la pillen han hecho que, apenas terminada la comida del Señor, se vaya sin trabar amistad con los otros fieles. Haparonio le ha propuesto a menudo presentarle a honrados jóvenes, pero ella se ha negado, consciente de que su ama jamás aceptaría que contrajera matrimonio con un hombre no elegido por ella; peor aún, la recelosa matrona imaginaría la fe secreta del pretendiente y quizá los denunciaría a todos.
—No dices nada… Comprendo tu decepción, Livia, pero lo hago por tu bien, créeme. He fingido no ver nada durante diez años, pero estabas bajo mi protección. Si hubieras sido arrestada, yo habría intervenido ante el emperador, más tolerante con las sectas religiosas que con los filósofos.
Faustina se interrumpe para escupir en el paño. Con una mano, se toca el dolorido pecho.
—Ahora que voy a irme —prosigue—, no puedo dejarte indefensa, sola y desarmada, entre las garras de esos malvados. Javoleno se ocupará de ti. Te buscará un trabajo en el que no pierdas tu belleza, un marido atractivo y…, quién sabe…, si eres más sensata con él que conmigo, un día te manumitirá. ¡Siempre y cuando llegue a tiempo! He obtenido el permiso de Vespasiano para que mi sobrino venga a cerrarme los ojos y a recoger mi último suspiro. Pero, después de las exequias y la liquidación de mi herencia, tendra que volver al lugar de donde viene. Tú irás con él. Ahora, déjame, estoy agotada… Necesito descansar. Dile a Partenio que haga entrar inmediatamente a Javoleno aquí en cuanto llegue…, ¡y si estoy dormida, que me despierten!
—Sí, señora.
Livia sale de la habitación y sube al primer piso, a la zona reservada a los esclavos. La desilusión se impone a su tristeza. Se da cuenta de que ni siquiera le ha preguntado a Faustina dónde vive su sobrino, a qué gleba retirada y húmeda su ama la ha exiliado también a ella. No tardará mucho en enterarse. Dejar Roma es desgarrador. La ciudad donde ha nacido, donde nació su padre, donde los suyos perecieron, donde ella ha encontrado una nueva familia: Haparonio.
¿Y si le suplicara que la ayude a escapar? Livia está segura de que, por amistad, por caridad, por ternura, la escondería en su casa o en alguna casa amiga. Pero jamás podrá hacer realidad su sueño de convertirse en perfumista, de casarse con un cristiano, de tener hijos que duerman entre efluvios de canela, sobre un lecho de pétalos de rosa. Obedecer. Está condenada a obedecer. Su última esperanza es que Javoleno la manumita rápidamente y pueda regresar de inmediato a Roma a cumplir sus deseos. Se ha enterado, a través de Haparonio, de que una ley del emperador Augusto establece en treinta años la edad máxima de un esclavo para ser manumitido. Treinta años… Va a cumplir veintitrés. Dispone, pues, de siete años para obtener la libertad de su nuevo amo. ¡Parece una eternidad!
—¡Faustina Pulcra! ¡Faustina Pulcra! ¡Faustina Pulcra!
Por tres veces, el grito lúgubre de Partenio resuena en la morada, con un largo silencio entre una y otra. Livia sabe lo que significa. Interrumpe sus pensamientos y se arrodilla. Su ama ya no responde a su nombre. Es inaccesible a toda voz humana.
Lentamente, el cortejo sale de la ciudad de los vivos. El lecho mortuorio en el que reposa Faustina es seguido por plañideras profesionales, músicos, bailarines y mimos. Los retratos de los antepasados de la ilustre y antigua familia son orgullosamente exhibidos; algunos, de cera, cubren el rostro de los parientes. Javoleno Saturno Vero lleva la máscara fúnebre de su propia madre, la hermana de Faustina. Muertos y vivos confundidos acompañan a la difunta hasta la hoguera de la necrópolis, en un desfile ruidoso y casi triunfal. Los senadores y los magistrados llevan vestiduras de gala; algunos van montados en carros tirados por caballos. El emperador no se encuentra presente, pero ha enviado a algunos de sus allegados, en especial a Tito y Domiciano, sus dos hijos. Parece un desfile militar, como para celebrar una victoria.
Al final de la suntuosa comitiva camina Livia, ajena a sí misma. Tal como dicta la costumbre, sus cabellos están revueltos y sus vestiduras en desorden, mientras que su piel no ha sido lavada desde la mañana funesta. Ese día, impidió que las esclavas del templo de Libitina, la diosa de los cadáveres y de los funerales, entraran en la habitación de Faustina para proceder al lavado ritual. Nadie tocaría el cuerpo de su ama excepto ella. Partenio intentó calmarla y le pidió que esperara la llegada de Javoleno, quien decidiría lo que convenía hacer. Pero Livia dijo que no sabían cuándo iba a llegar el sobrino a la Urbe y que sería infamante para su señora esperar varios días. El intendente se plegó y Livia se encerró en la habitación de la muerta. Por última vez, acercó su alabastroteca, sacó píxides,
aryballos
, frascos de cristal y telas finas. Recitando poemas, encantamientos y letanías paganas, conforme a la tradición y al deseo de Faustina, lavó a la difunta. Después la masajeó largamente con un elixir fuerte y caro que se había puesto de moda tras la victoria de Tito contra los judíos en Jerusalén: el bálsamo de judea. En silenció les pidió a Jesús y a María de Befania que intercedieran ante Dios, a fin de que los ángeles velaran por el alma de su ama durante el viaje de esta hasta el reino de los muertos. Después, vistió, maquilló y peinó a Faustina.
Le cerró los ojos, tomó en su boca el hálito frío destinado a Javoleno. Por último, puso una moneda entre los labios de la muerta para pagar a Caronte, el nauclero del Estigia, o a quienquiera que fuese a transportar el alma de la difunta a la orilla occidental del Nilo, donde la adepta de Isis deseaba descansar.
«Os incluiré en la oración que rezo todos los días por mi familia —susurró al oído de la muerta—, hasta que nos encontremos en el reino de Dios. Quizá no esté muy lejos del Nilo.»El cortejo se detiene ante la pira. El cuerpo engalanado de Faustina Pulcra ha permanecido varios días y varias noches en la casa mortuoria, señalada como tal mediante ramas de ciprés y de pino teñidas de rojo.
El día de su último suspiro, Javoleno Saturno Vero llegó por la noche y se quedó un largo rato con ella. Luego, el resto de la familia, los notables, los amigos y los oficiales fueron a unirse a las lamentaciones de los miembros de la
domus.
Finalmente, con los pies por delante, sacaron el cadáver de la residencia para la ceremonia pública.
Ante la pira, Javoleno avanza enmascarado hacia el lecho de su tía. Al lado, las llamas ya crepitan. Corta un dedo de Faustina y lo entierra en el humus de la necrópolis. A continuación se acerca un sacerdote de Isis, con la cabeza afeitada y el torso cubierto con una piel de leopardo, rodeado por las sacerdotisas vestidas de blanco. El egipcio ahuyenta los malos espíritus con incienso y agua del Nilo. Toca la boca, la nariz, los ojos y las orejas de Faustina, a fin de que recupere los sentidos. Cuando el cuerpo cae al fuego, arroja un libro de los muertos a la hoguera y diversas ofrendas a fin de que el alma de la matrona encuentre su camino y no vuelva para atormentar a los vivos. Mientras el cuerpo se consume, pronuncian el elogio fúnebre de Faustina, un panegírico en su honor y en el de sus antepasados que teje y celebra toda la memoria genealógica de la dinastía. Su máscara mortuoria ha sido moldeada sobre su cara; junto con sus retratos, va a ser depositada en el santuario que las familias prestigiosas poseen en su hogar, el altar de los lares, erigido en honor de los manes virtuosos que han pasado al Hades y que protegen a los vivos y los ayudan a luchar contra los lémures, fantasmas malignos que los atormentan. Livia aparta los ojos del fuego mientras echan a las llamas comida y objetos que Faustina apreciaba, y vacían sobre ellas sus queridos frascos de perfume.
Cuando el cuerpo queda reducido a cenizas, Javoleno moja los restos con vino, lava los huesos carbonizados con
kyphi
egipcio y los mete en una urna de oro. Luego, el cortejo se dirige hacia la monumental tumba de la familia en forma de pirámide, previamente santificada con agua del Nilo y una rama de olivo. Acompañado de lacrimatorios y de ofrendas perfumadas, el cofre es depositado en un nicho de la cámara subterránea. En el borde de la pequeña cavidad ponen una placa conmemorativa, con vino, comida y esculturas con la efigie de Faustina.
En el exterior del monumento, delante del mausoleo, mesas y divanes esperan a los invitados del gran banquete fúnebre. Un gran buey ha sido inmolado en el templo de Isis, especiado y cocido para ser comido sobre la tumba. Los sacerdotes y sacerdotisas de la diosa egipcia llevan al animal humeante sobre un lecho mortuorio semejante al de la difunta. Livia reprime una mueca de asco. Los numerosos esclavos asignados al servicio de Faustina lavan los pies y las manos de los invitados. Livia se aparta. Su mente flota en una confusión desacostumbrada, observa a los dignatarios, los músicos y las plañideras —las únicas facultadas para sollozar en público— como si asistiera a un espectáculo exótico, una obra de teatro incomprensible. Ayer cumplió veintitrés años. Sin embargo, tiene la impresión de tener nueve y ser de nuevo una chiquilla abandonada, cuyo pasado acaba de morir y que no tiene futuro.
Su única certeza reside en los nueve días siguientes, los «nueve días de dolor», que constituyen su último respiro: festivos, sagrados, a lo largo de ellos se rendirán las honras fúnebres a la muerta y ella tendrá que aceptar romper el vínculo que la une a su ama. Un carnero será sacrificado a los lares de la familia y una cerda a Ceres, la diosa del trigo y de las semillas. Mediante el fuego y el agua, purificarán la casa y a sus habitantes de la peligrosa suciedad nacida del contacto con la difunta. Livia, que ha lavado y acicalado a la muerta, tendrá que someterse a una rigurosa ceremonia de abluciones. Durante este período, encontrará una manera de escapar para despedirse de Haparonio y rezar con él por última vez. Luego el sobrino de Faustina organizará un gran festín familiar en la
domus
de nuevo pura. Se pondrá la toga negra de luto, manumitirá a los esclavos que Faustina ha indicado en su testamento, cobrará la herencia y ya nada lo retendrá en Roma. Livia montará en la parte trasera de un carro con los muebles que la matrona ha legado a su sobrino ascético, y finalmente saldrán de la capital del Imperio para dirigirse a la región bárbara y desolada del exilio.
—Livia…
La esclava levanta los ojos. El sobrino de Faustina está frente a ella y le tiende un cáliz de vino cortado con agua. Se ha quitado la máscara mortuoria. Por primera vez, la joven se atreve a observar a su nuevo amo. Envuelto en un
pallium
—manto drapeado de color oscuro más pequeño y sobrio que la toga oficial inmaculada— sujeto en el hombro con una fíbula, Javoleno Saturno Vero lleva la barba de los filósofos, los únicos que no se afeitan o depilan la cara, con excepción de los bárbaros. De color castaño, al igual que sus largos cabellos, salpicados de canas en las sienes, esta barba corta y cuidada bordea un rostro curtido y arrugado por el sol, iluminado por una mirada con destellos extraños, unos ojos de color avellana como los de Faustina, salpicados de puntos dorados. Debe de tener unos cuarenta y cinco años.
Su aspecto es agradable, menos rudo de lo que Livia imaginaba. Al alzar los ojos hacia él, siente un golpe sordo en el pecho, una conmoción súbita y desconocida.
—Toma esta copa en honor de mi tía —ordena con una voz suave—. Ella comparte con nosotros la primera libación.
En un lado de la pirámide, Partendo vierte vino en un tubo de tejas directamente unido al nicho que contiene la urna de Faustina. Livia y Javoleno derraman un poco de exquisito vino de falerno sobre la tierra del cementerio y beben el resto.
—Te quería mucho —prosigue el filósofo—. Aunque comprendo que estés resentida con ella por no haberte manumitido.
—¡Ya no lo estoy! —exclama la esclava volviendo la cabeza.
—De acuerdo. Pero debes saber que antes de irse al Hades me escribió una larga carta, en la que me explicaba por qué no rompía tus cadenas y te ponía bajo mi tutela.
Livia baja los ojos hacia su copa. La mirada y la voz de ese hombre provocan en ella un profundo y enigmático ardor.
—Una de sus últimas voluntades —añade Javoleno— es que no seas manumitida mientras no hayas renegado realmente de tu falsa religión en favor de unas creencias conformes a las leyes romanas y al espíritu de tus antepasados. Por rechazo a tu superstición sectaria, por amor a Faustina Pulcra, por mi madre y por los lares de mi familia, respetaré su voluntad.
La esclava se lleva una mano a la frente. Piensa que su vida en la tierra ya no conocerá la paz. Es un infierno lo que la espera, acosada, violentada en su fe, sin Haparonio, sin nadie que la proteja.
—Pero, al contrario que mi tía —completa Javoleno con una sonrisa—, no es mediante la autoridad y la opresión como pienso hacerte cambiar de opinión, sino mediante la razón. No hay ser humano dotado de inteligencia y de sentido común que no admita unos argumentos lógicos. Sin embargo, en espera de que recuperes la conciencia y el discernimiento, no te prohíbo que practiques tu culto, si lo haces con templanza y discreción. Pues a nadie se le pueden imponer por la fuerza sus creencias…