La palabra de fuego (28 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Johanna y su hija lo siguieron por un pasillo con las paredes forradas de un papel pintado de antes de la guerra, salpicado de manchas y de marcas de cuadros desaparecidos, que producía una sensación de asfixia.

—Pertenecía a mi abuela —continuó—, pero no la habitaba desde hacía décadas… Debería haberla vendido y haberme quedado en mi apartamento
haussmanniano
del bulevar Malesherbes, pero, después de todo, aquí o allí…, lo que importa son mis pacientes.

Johanna, incómoda, pensó en dar marcha atrás. ¿Cómo había podido entrar Isabelle en ese antro con Tara y confiar en ese tipo que parecía más un alto cargo que un psiquiatra? Como si le leyera el pensamiento, el médico dijo:

—¿Me permite preguntarle quién la ha enviado?

—Isabelle Dolinot. Somos viejas amigas.

—Ah, sí, la señora Dolinot. Me acuerdo de ella.

Entraron en una habitación que sorprendió a la arqueóloga. Totalmente distinta del resto de la casa, estaba limpia, era grande y moderna: a la derecha, una mesa lacada en negro servía de soporte a un ordenador encendido; en el centro, un diván cubierto con una tela india estaba flanqueado por dos enormes sillones rojos semiinclinados, con reposapiés a juego, en los que a Johanna le entraron inmediatamente ganas de tumbarse; a la izquierda, detrás de un biombo de metal que reflejaba la luz y el césped del jardín trasero, se veía una cama individual y una ducha italiana embaldosada en pizarra negra. En las paredes pintadas de blanco satinado, unos cuadros de arte contemporáneo de colores vivos remataban el sorprendente contraste.

—Aquí es donde trabajo y vivo —precisó el doctor, poniéndose una bata blanca y unas gafitas cuadradas muy excéntricas.

Johanna se sentó en una silla tapizada en piel frente a la mesa. Romane se dirigió hacia una caja de juguetes que estaba en un rincón y en la que su madre no había reparado.

—Bien —dijo el doctor Sanderman—. Cuénteme, la escucho.

Una vez más, Johanna hizo un relato de las noches de su hija y de sus extraños síntomas, mostró los resultados de las pruebas y reprodujo las palabras de la psiquiatra infantil.

—Sí —murmuró el doctor—. Todo eso oculta sin ninguna duda un conflicto psíquico. Los niños no gestionan el rechazo como los adultos. ¿Sabe cómo funciona la hipnosis?

Johanna repitió lo que le había dicho, la noche antes, a Luca. Detrás de sus extrañas gafas, que parecían lupas y le hacían mirada de pez, el doctor asintió.

—Verá —explicó—, si partimos de los tres estados del organismo vivo que son la vigilia, el sueño y los sueños, el hipnótico constituye un cuarto estado, más cercano a la vigilia que al sueño, contrariamente a lo que muchas personas creen. Está emparentado con el sonambulismo.

—Comprendo.

—Mi papel consiste, no solo en hacer pasar al paciente a ese estado, sino en llevarlo a tomar conciencia de su enfermedad y, a continuación, mediante un fenómeno de autosugestión, incitarlo a hacerla evolucionar… Este proceso explica la relativa eficacia de la hipnosis con las afecciones llamadas «psicosomáticas» y con los niños, que, por definición, no han levantado aún todas las barreras entre su «consciente» y su «subconsciente». Este último es más fácilmente accesible, y es en él donde vamos a actuar para intentar comprender lo que significan los síntomas y, poco a poco, hacerlos desaparecer.

—Es lógico.

—Bien. Entonces, voy a ocuparme de su hija. Le propongo que la haga sentarse en uno de los sillones y después se instale usted en el otro, frente a ella. Necesita su presencia.

Tranquilizada, Johanna colocó a Romane en el centro del enorme asiento. La chiquilla parecía estar en el pistilo de una flor gigante.

—¿Estás bien, Romane? —le preguntó Sanderman—. ¿Es cómodo?

—¡Sí! —contestó ella—. ¡Es mejor que el sillón de relax de la señora Bornel!

Mientras el médico se situaba, en un pequeño taburete, a la izquierda de su hija y conversaba con ella sobre su anciana vecina, el colegio, Hildeberto y Chloé, Johanna se sentó en el borde del sillón de terciopelo rojo. Aunque Sanderman parecía serio, su instinto de madre la empujaba a permanecer vigilante.

—Puedes cerrar los ojos —le decía Sanderman a su hija con su suave voz—.Vamos a seguir hablando los dos… Tu mamá está cerca, justo enfrente de ti. Dime, ¿qué haces cuando sales del colegio?

Romane explicó con infinidad de detalles sus visitas al yacimiento, la ceremonia de los deberes y el ritual del baño.

—Y después de cenar, ¿ves la televisión?

—No, a mamá no le gusta —respondió la chiquilla con los ojos cerrados y la voz ya cansina—, porque dan el telediario y ella no quiere que vea la guerra en el mundo.

—Estoy aquí —no pudo evitar decir Johanna.

—Ya lo sé, mamá…

—Entonces —prosiguió Sanderman—, ¿jugáis las dos, tu mamá y tú?

—Sí… y le doy a Hildeberto sus croquetas… Se las come, pero después se va…

—¿Y qué haces tú entonces? ¿Sales con el gato al jardín?

—No…, voy a acostarme… Mamá y yo escogemos un cuento y ella lee… Lee muy bien, mamá… Renart… Ysengrin… Ysengrin se ha caído al pozo por culpa de Renart…

La chiquilla se calla de repente. Sanderman prosigue en un susurro:

—Y se ha hecho la hora de dormir. Déjate ir, no tengas miedo… Duermes, Romane, pero al mismo tiempo estás despierta… Tienes los ojos cerrados, pero ves todo lo que pasa alrededor de ti… Tu mamá apaga la luz y sale de tu habitación de puntillas… Oyes sus pasos en la escalera… Después se hace el silencio en la casa… Ningún ruido… Todo está tranquilo… Duermes… Pero el sueño no te domina… Duermes, pero lo oyes todo, ves, oyes, miras hacia el interior, dentro de ti…

Romane seguía callada. Johanna sintió una pizca de miedo.

—¡Está muy oscuro!

Más que decirlas, la niña había arrojado esas palabras.

—¿Es en tu habitación donde está oscuro, Romane?

—No…, es el cielo…

—¿La noche? ¿Es de noche fuera?

—Sí… Se ha hecho de noche de repente. Se ha oído un ruido enorme, como una explosión que hace temblar todo… No lo entiendo… Es de noche a las diez de la mañana… ¿Dónde está el sol? Estaba ahí hace un momento… Hacía buen tiempo…, el cielo estaba azul… No veo el sol… No hay luna… Está oscuro… y llueve…

—Es una tormenta, Romane —dedujo Sanderman—. ¿Es eso? ¿Está cayendo una tormenta?

—Sí… No… No sé… Llueve…

Súbitamente, el rostro de la chiquilla se contrajo de miedo.

—¡Llueven piedras! —exclamó—. ¡Llueven piedras! El pájaro… el pájaro cae a mis pies…, no se mueve… Me acuerdo de los perros…, esta mañana han ladrado, mientras que los pájaros callaban. Los pájaros no han cantado hoy… y ahora el pájaro está muerto.

En el borde del sillón, Johanna se preguntaba qué significaba ese discurso. Intentaba en vano descubrir en él una alegoría de acontecimientos traumáticos vividos por su hija. Vézelay tenía fama de ser una colina «magnética» a causa del mineral de hierro que abundaba en el subsuelo y de atraer las tormentas: de hecho, Romane había asistido a algunas bastante violentas desde que vivían en Borgoña, pero, evidentemente, nunca se había quedado sola, en la calle, durante una de ellas. El pájaro muerto le hizo pensar en Hildeberto: ¿cabía la posibilidad de que, sin saberlo Johanna, el gato le hubiera llevado algún lúgubre regalo a Romane?

—¿Qué haces ahora? —preguntó Sanderman—, ¿Recoges el pájaro?

—No. No tengo tiempo. Tengo miedo. Corro. Lo más deprisa que puedo… Está muy oscuro… y hace muchísimo calor. Hay relámpagos… Caen piedras…, la gente grita…,huye… Noto que algo me toca… Es suave…, pero pica en la piel…, quema…

—¿Qué es? Mira de qué se trata…, tócalo con la mano y dime qué es.

—No sé… es blanco, parece nieve… Sí, nieva… No, no es nieve, es… ¡es ceniza! ¡Llueve ceniza! ¡Socorro!

Johanna se levantó de un salto de su asiento. Presa de una súbita inspiración, le susurró al médico:

—Por favor, pregúntele dónde está, en qué país, en qué ciudad…

—¿Dónde estás, Romane? —preguntó Sanderman—. ¿En qué ciudad? ¿Cómo se llama?

La niña titubeó unos instantes. Después dijo:

—Pom… Pompeya.

Capítulo 18

—Juan, te presento a fray Herlembaldo, nuestro deán —dijo Godofredo—. Su ciencia es inmensa, comparable a su fe. La
biblioteca-scriptorium
era pequeña y oscura, de techo alto. Había escapado a las llamas, pero no a la indigencia general del monasterio: en las estanterías que cubrían las paredes escaseaban los manuscritos. En cuanto a la actividad como
scriptorium
, un solo monje estaba inclinado sobre un pergamino roído por el tiempo y los insectos, que copiaba con aplicación en un pobre palimpsesto. El anciano levantó la cabeza y saludó con desconfianza al monje de Cluny.

—Fray Herlembaldo —dijo el abad—, deseo mostrarle a fray Juan nuestro manuscrito más precioso.

El hombre frunció el entrecejo, pero no se atrevió a desobedecer. Se puso en pie con dificultad, se limpió los dedos manchados de tinta en el sayal y, ayudándose con un bastón apoyado en la mesa, intentó desplazarse por la habitación. Godofredo se volvió hacia Juan de Marburgo.

—Antes de nada —dijo—, debes saber que Girart, conde de Vienne y de Rosellón, nuestro fundador, era un señor muy poderoso. Era cuñado de Lotario I, rey de Francia, emperador de Occidente y nieto de Carlomagno.

El viejo copista arrastraba los pies hasta la chimenea.

—En el año 840 —prosiguió el abad—, Girart guerreó contra los sarracenos que saqueaban Provenza y habían arrasado Marsella, Arles y Aix. Defendió, sobre todo, el monasterio benedictino de Lérins, en la isla de San Honorato, que más tarde se convirtió en una de las posesiones más preciadas de Cluny…

Mientras tanto, Herlembaldo retiraba unos gruesos libros de una estantería.

—He oído hablar de los cientos de monjes que los bárbaros mataron allí —dijo Román—.Y de la fe de ese monasterio varias veces destruido y todas ellas reconstruido.

El anciano accionó un mecanismo y abrió un nicho secreto abierto en la pared, del que sacó un pequeño rollo.

—Sí. Fue atacado de nuevo en el año 858 —explicó Godofredo—, aunque en esta ocasión por los hombres del norte. Pero, desde 855, año en que Lotario I abandonó el trono, el conde Girart, en su calidad de tutor legal del hijo menor de Lotario, Carlos el Joven, enfermo y débil mental, era el regente del reino de Provenza. Como tal, gobernó en ese territorio e intentó rechazar a los piratas escandinavos que destruían los monasterios y saqueaban la región.

—Muy bien, pero no sé adonde quieres ir a parar.

—A esto.

Fray Herlembaldo volvía tranquilamente, con el minúsculo pergamino en la mano. El abad cogió el documento, dio las gracias al monje y lo desenrolló delante de su amigo. Este último, circunspecto, se inclinó y leyó:

El que suscribe, Saron, primer abad de Pothiéres, certifica haber recibido, en el año de gracia 860, el día de san Pedro y san Pablo, patronos de su monasterio, de las propias manos de su fundador, el conde Girart, vencedor de los bárbaros, y de regreso de su reino de Provenza, una imagen de madera que representa a Jesús, nuestro Señor, la cual le ha sido dada a él por el abad de Lérins, en agradecimiento por los actos de valentía que ha realizado dos veces para defender ese santísimo lugar de los atacantes impíos. Al igual que el abad de Lérins, el que suscribe da fe de la autenticidad de esta imagen tallada en su refugio de Provenza por María, hermana de Marta y de Lázaro, nacida en Betania, discípula de Jesús exiliada en Galia. Esta imagen había sido ofrecida a los fundadores de Lérins, san Honorato y san Caprasio, en el año de la Encarnación 415. Obra milagros y curaciones. Es, desde ahora, la joya de nuestra casa.

—Una leyenda que no ha sido nunca escrita —añadió Godofredo— cuenta que el abad de Lérins le dijo a Girart que la imagen representaba un secreto relacionado con Cristo, según lo que María de Betania había manifestado antes de ir a reunirse con el Altísimo. Pero, durante más de cuatro siglos, los monjes de Lérins la contemplaron y veneraron sin penetrar ese secreto.

—¡Enséñame esa imagen! —pidió Román, emocionado—. ¿Dónde está? ¿En Pothiéres?

—Desgraciadamente —respondió Godofredo suspirando—, la escultura se hallaba en el coro de Vézelay, pero ardió en el incendio de la abadía, hace un siglo. Ven, dejemos trabajar a fray Herlembaldo, ya lo hemos importunado bastante.

Los dos monjes salieron de la
biblioteca-scriptorium.

—Entonces —susurró Román—, era verdad la leyenda según la cual María de Betania, su hermano Lázaro, su hermana Marta y sus compañeros habían ido a Provenza huyendo de Jerusalén, tras la ascensión del Señor, a causa de las persecuciones…

—Tal vez. Pero eso no demuestra que la santa tallara realmente la escultura. ¿La virgen negra de Rocamadour fue esculpida de verdad por san Lucas?

—¿Te atreves a ponerlo en duda, Godofredo?

—Al contrario, Román. Mi fe es tan grande que no se ocupa de tales contingencias. Entra, te reservo una sorpresa…

El abad hizo entrar a su amigo en su celda y, a continuación, se dirigió hacia un gran cofre de roble situado en una esquina de la habitación. Lo abrió y, con mucha delicadeza, extrajo un objeto envuelto en un paño. Lo puso sobre la mesa y apartó lentamente la tela. Apareció entonces lo que debía de haber sido una cabeza esculpida, pero que ahora presentaba más bien el aspecto de un leño chamuscado.

—Te he dicho que la imagen había ardido —dijo Godofredo con malicia—, pero no que había desaparecido…

—¡Godofredo, eres un monje taimado! ¿Puedo tocarla?

—Por supuesto.

Pray Román cogió el pesado trozo de madera ennegrecida y vio con decepción que el fuego había borrado por completo las facciones que supuestamente representaban a Jesús. Recorrió con las manos la madera lisa en busca de huellas. Las yemas de sus dedos notaron la antigua prominencia de una nariz, el ínfimo relieve cié unos labios, pero eso fue todo. En la base de la pieza, su índice y sus ojos distinguieron, sin embargo, la marca de una inscripción. Se inclinó hasta tenerla a unos milímetros, pero solo pudo descifrar una palabra:

—La… —dijo—. La…

—Lázaro —continuó el padre abad—. Es la única huella visible. Desgraciadamente, la frase de la que formaba parte ese nombre resulta ilegible. Esa mención me hace pensar que la imagen representaba a Jesús llorando por la muerte de Lázaro.

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