La palabra de fuego (24 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—No lo sé, Godofredo, no me he fijado…

El abad se agachó, cogió un guijarro, se arrodilló y utilizó la piedra como un estilete para dibujar en el suelo. A medida que el croquis tomaba forma, el rostro del antiguo maestro de obras se iluminaba, hasta que, de repente, se ensombreció. Román puso una mano sobre el brazo de Godofredo a fin de detenerlo.

—Tú también tienes muy buena memoria —le dijo al abad—. Salvo por algunos detalles, se trata de los planos concebidos por Pedro de Nevers para el abad Hildeberto y la iglesia de Mont-Saint-Michael. ¿Por qué los has guardado tan fielmente en tu cabeza? ¿Planeas acaso concretarlos aquí? ¿No temes que sea un poco presuntuoso?

—Deja de burlarte —contestó el abad levantándose—. Estos planos son un ideal. Me inspiran, me guían y me insuflan la voluntad de construir. ¿Comprendes, hermano? ¡La reforma de esta abadía no va a limitarse a la expulsión de los malos monjes! ¡Quiero construir un nuevo monasterio y tú vas a ayudarme!

Al oír estas palabras, Román retrocedió. El abad tenía la cara encendida por la emoción, su mirada ardía y las manos le temblaban.

—Godofredo —dijo el antiguo maestro de obras con una gran calma—, creo que tu ambición te hace perder el juicio. Le prometí a Odilón que no volvería a ejercer nunca más mi profesión de maestro de obras y…

—¡No te propongo que lo hagas! Simplemente te pido unos consejos. No puedes negarme eso, Román…

—Aun suponiendo que aceptara, nunca podrás hacer realidad tu sueño, amigo mío. Tú mismo has señalado, hace unos instantes, la pobreza de tu abadía… A no ser que cuentes con el apoyo material de personas poderosas…

—Jamás! —exclamó el abad—. ¡Desconfío como de una horda de lobos del obispo de Autun y del conde de Nevers, que solo piensan, como tu abad, en someter esta casa a su poder! Únicamente acepto la autoridad de Roma, pero, por desgracia, con todo el respeto que le debo, nuestro soberano pontífice está más dispuesto a recibir dinero que a darlo…

—Pero, entonces, Godofredo, ¿cómo piensas financiar las obras?

—De la única manera posible para un establecimiento religioso —respondió el abad, sonriendo—. Promoviendo aquí una gran peregrinación, que no solo aportará los fondos necesarios, sino que contribuirá al desarrollo espiritual de mi colina.

Román, desconcertado, guardó silencio. Luego reflexionó en voz alta:

—¿Una peregrinación? ¿Para venerar a los santos que están en la cripta?

—¡Ay, si mis santos hubieran tenido la virtud de suscitar admiración entre los fieles, mi iglesia estaría reparada hace mucho tiempo! Y, desgraciadamente, yo no dispongo de los medios que tenía a su alcance el antiguo abad de San Riquier, Angilberto, que compró ciento noventa y ocho reliquias. El pobre abad de Vézelay no puede adquirir ninguna…

—¡Pero no hay peregrinación sin cuerpo santo! ¡Sin el descubrimiento del cuerpo de Santiago el Mayor, Compostela no existiría!

—Permíteme estar en desacuerdo contigo. Las reliquias no lo son todo. Olvidas las revelaciones y las imágenes milagrosas. ¿Qué sería Rocamadour sin su virgen negra, esculpida por san Lucas el evangelista y que devuelve la vista a los ciegos, salva a los marinos de las aguas y libera a los prisioneros de sus grilletes? Sobre todo, querido Román, ¿qué sería Mont-Saint-Michael sin la aparición, en tres ocasiones, del arcángel Miguel al obispo de Avranches, Auberto? ¡Una colina pelada llamada monte Tombe!

Fray Román sonrió.

—Convengo contigo en esta cuestión —respondió—. Sin embargo, ahora me toca a mí precisar que pasas por alto un punto fundamental: ¿recuerdas lo que motivó la decisión del duque Ricardo II de Normandia de concederle al abad Hildeberto unas sustanciosas donaciones en especias y en metálico, sin las cuales el proyecto de la gran iglesia abacial no habría podido ser concebido?

—Sí, lo recuerdo, en aquella época yo ya trabajaba en el
scriptorium
: el descubrimiento súbito y oportuno de las reliquias de san Auberto, el fundador de la montaña sagrada, que se habían dado por perdidas hacía varias décadas…

—Exacto, Godofredo. Una noche, el abad Hildeberto oye unos golpes en el techo de su celda. Llama al cillerero, quien, con ayuda de una escalera, aparta las tablas y ve, escondido entre el techo y el tejado de la celda, un cofrecillo de cuero que contiene un brazo y el cráneo de san Auberto, perforado por el dedo del Arcángel, todo ello acompañado de un pergamino que certifica la autenticidad de los huesos. No solo la visión de ese tesoro empujó al duque a tomar aquella decisión, pues este último vio en ello una señal de san Miguel, sino que la exposición del relicario a los fieles garantizó a la abadía un incremento notable del número de peregrinos. Lo que quiero decirte, Godofredo, es que, pese a las imágenes y las apariciones de los santos y los ángeles, no hay gran peregrinación sin la presencia de los huesos sagrados de un ilustre elegido de Dios.

El padre abad sonrió, cogió a su amigo por el brazo y le susurró al oído:

—¿Y si te dijera que tengo las dos cosas, una imagen milagrosa y las reliquias de un personaje muy santo y muy célebre?

Capítulo 16

—¡Has hablado! —exclama Haparonio—. ¡Ya no eres muda! ¡Es un milagro! ¡Alabado sea el Señor! ¡Gracias, Dios mío, gracias!

Refugiada en los brazos del perfumista, Livia deja fluir por sus ojos la pena que nunca ha podido expresar.

—Mi querida y tierna hermana, puesto que Jesús y los mártires han atendido tus ruegos y te han dado la palabra, ¡habla! Confía tu desdicha al Señor…

—No… no he sido siempre muda —balbuce Livia entre sollozos.

Su voz le produce el efecto de un sonido de ultratumba, como si una persona desconocida se hubiera apoderado de su boca. Ya no tiene la entonación de la niña que era antes.

—¿Cómo te llamas? —pregunta Haparonio—. ¿De dónde eres?

—Me llamo Livia y nací libre.

El
unguentarius
no dice nada. Espera que las palabras encuentren su camino en el alma de la jovencita. Las más acuciantes son los nombres.

—Soy Livia Elia, la hija pequeña y última superviviente de la familia de Sexto Livio Elio, comerciante de vino en Roma. Mi madre, Domitila Calba, era originaria de Délos, de una rica familia que cultiva viñas. Tenía dos hermanos: Sexto, de quince años, y Gayo, de doce. Nuestra esclava se llamaba Magia. Todos fuimos bautizados por el apóstol Pablo gracias a nuestro mejor amigo, un judío llamado Simeón Galva Talvo.

—¿El armador?

—Sí.

—Lo conocí, importaba algunas de las materias primas que yo utilizo… Pero… continúa, Livia.

—Arrestaron a mis padres y mis hermanos, y mataron a Magia cortándole el cuello en nuestra casa. En los jardines de Nerón, clavaron en patíbulos a Simeón Galva y Numerio Popidio Sabino, un amigo librero, antes de prender fuego a sus cuerpos…

—¿Quién te lo ha dicho, Livia?

—¡Nadie, lo vi con mis propios ojos! —grita la joven—. ¡Yo estaba allí! Vi a Pedro, crucificado cabeza abajo antes de ser quemado, vi todos los cuerpos carbonizados, la carne devorada por los perros, la sangre, los gritos, los niños despedazados, los…

—Livia —susurra el perfumista estrechándola entre sus brazos como a una niña—. Lo sé… Yo también asistí al atroz espectáculo… Fue precisamente la visión de ciertos mártires, tan poderosos en su fe que parecían no sufrir, lo que me hizo reflexionar y poco a poco me condujo a la conversión… Dime…, ¿qué ha sido de tus padres y tus hermanos?

—No los vi en los jardines. O no los reconocí. Había tantos torturados… Durante algún tiempo creí que habían escapado de la cárcel y huido de la ciudad antes de la masacre, pero…

—Pobrecita mía… —susurra Haparonio.

—Desde hace cuatro años estoy sola, y muda. No tenía ningún sitio adonde ir… Fui vendida como esclava… y ahora soy la
serva
de Faustina Pulcra. Estaba perdida…, pero tú me has encontrado …

—Ha sido Jesús quien te ha conducido hasta mí, hermana. Formas parte de la familia del Señor, y él no abandona nunca a sus hijos.

Livia baja la cabeza y vacila. Finalmente toma de nuevo la palabra.

—Haparonio, hermano, ya has hecho mucho por mí, pero tienes que ayudarme de nuevo. Es absolutamente necesario que encuentre al apóstol Pablo. ¿Dónde está? Te necesito para llegar hasta él.

La mirada del
unguentarius
se ensombrece.

—Desgraciadamente, hermana, Pablo ha muerto.

Los ojos violetas de Livia se nimban de un gran desasosiego. Sus labios tiemblan.

—Lo arrestaron el año pasado aquí mismo, en Roma —explica Haparonio—.Y esta vez lo condenaron. Como ciudadano romano miembro de la casta de los
honestiores
, se libró de la crucifixión, pero fue decapitado en la vía de Ostia. ¡Qué pérdida para la familia de los cristianos! A diferencia de ti, yo no tuve la suerte de conocerlo. Precisamente se disponía a visitar nuestra comunidad cuando lo prendieron.

—Seguramente lo denunciaron —dedujo Livia, recordando las redadas que siguieron al gran incendio.

—No lo sé, pero eso es lo que piensan algunos cristianos.

Pese a la alegría por haber reanudado sus relaciones con los discípulos del Camino, el abatimiento se apodera de Livia. Pablo… Se acuerda de su padre conduciéndolos a la casa en la que al apóstol de los paganos se le había asignado residencia… Rememora la multitud a los pies del santo… Ella tenía siete años en aquella época, y mientras que casi ha olvidado la cara de sus padres y sus hermanos, recuerda perfectamente la de Pablo… Su dulzura solo era comparable a la vehemente inteligencia con la que combatía los dioses del panteón romano y la desconfianza de los judíos. Aquel hombre era un guerrero, el brazo armado de Cristo. Ella tenía ocho años cuando había bautizado a su familia en una fuente del Tíber. Livia siente todavía sobre su cabeza el soplo sagrado del elegido de Jesús cuando había vertido el agua…

—¿Lara qué querías ver a Pablo? —pregunta el perfumista—. Es irreemplazable, lo sé, pero nuestro Anciano es un hombre muy puro y muy bueno. No hay problema que, con la ayuda del Señor y a través de sus labios, no encuentre solución. Puedo llevarte ante él ahora mismo, si lo deseas…

Livia está perpleja. ¿Puede mostrarle el mensaje de María de Betania al Anciano? ¿Debe revelar a un desconocido el misterioso pensamiento de Cristo, su palabra secreta transcrita en su lengua original, que guarda desde hace cuatro años en su memoriasin comprenderla? Rafael fue muy preciso: debía darle la carta a Pedro o a Pablo, únicamente a Pedro o a Pablo. No puede romper su promesa. Ahora no tiene a nadie a quien entregar la peligrosa misiva. Si hubiera sabido… Mataron a Pablo el año anterior… ¡Pablo estaba en la capital del Imperio, muy cerca de ella, y ella no había hecho nada! Pero ¿cómo habría podido, aislada de la comunidad, ignorando incluso el hecho de que esta aún existía, agazapada en la profundidad de los sótanos?

—No, gracias, Haparonio —respondió finalmente.

—Oye, hermana, todos los domingos, al amanecer, unas decenas de fieles nos reunimos aquí en secreto con nuestro Anciano, para rezar y tomar juntos la comida del Señor. Ven con nosotros. Ven a compartir el cuerpo y la sangre de Cristo.

—¡Haparonio, eso sería maravilloso! Pero para hacerlo tengo que mentir, escapar de casa y despistar a los espías de mi ama que me siguen.

—Reúnete con tu verdadera familia. El próximo domingo te esperará.

Cuando Livia regresa a la tienda del perfumista, el intendente Partenio la observa con recelo. Le mira insistentemente el cuello, los brazos, el pecho, y sus ojos parecen traspasar la
stola
blanca en el lugar más íntimo del cuerpo de la joven. Esta se pregunta qué buscará el liberto, hasta que, de repente, lo comprende. Dada la mala fama de los
unguentarli
y de sus establecimientos, Partenio cree que la ausencia prolongada de Livia se debe a un encuentro íntimo con Haparonio o con una de sus amistades libertinas en la trastienda… La joven sonríe. ¡Que Partenio la considere capaz de entregarse a la lujuria! Así no tendrá que disimular cuando acuda a citas secretas de una naturaleza muy distinta en casa del perfumista.

Uno junto a otro, en silencio, Partenio y Livia toman el camino de la residencia de sus señores. A medida que avanzan por el dédalo de las calles, la joven esclava siente un malestar que cada vez confunde más su mente. ¡La emoción que ha sentido en casa de Haparonio ha sido tan grande! La alegría de encontrar a un cristiano y de recuperar milagrosamente el habla, la tristeza de enterarse de la muerte de Pablo y la angustia ante el mensaje que se ha quedado sin receptor son tan intensas que una agitación nubla su visión y ralentiza sus pasos. ¿Qué debe hacer ahora? ¿Decirle a Faustina que está curada u ocultarle la verdad? Por un instante, le pasa por la cabeza la posibilidad de escapar y recuperar su libertad, al igual que ha recuperado el habla y una familia. Pero enseguida descarta esa idea. Un esclavo huido está condenado a muerte cuando es capturado. Haparonio y los suyos censurarían su conducta, pues para los cristianos un esclavo no debe rebelarse sino obedecer. La libertad es puramente interior. Además, ¿qué le aportaría una existencia vagabunda, arriesgada y solitaria? Ya sabe lo que es. No desea vivirla otra vez. Livia suspira. No es posible recuperar el tiempo. Ya no es la chiquilla de hace cuatro años, libre pero perdida. Pertenece a Faustina y eso no lo puede cambiar. Decide no modificar las apariencias y hacerse pasar por muda. En el fondo, así es como se siente libre.

Si la joven se conociera mejor, sabría que teme sobre todo poner en peligro el vínculo que la une a Faustina. Sin ser consciente de ello, la matrona ha reemplazado a su madre, y aun cuando esta madre sea egoísta y autoritaria con una hija que no puede contestarle, Livia no puede apartarse de ella para llevar una existencia autónoma. Prefiere la mentira a la libertad.

—Serva, ¿te encuentras mal?

Apretando contra el pecho el paquete de seda malva que contiene el perfume real, Livia no se da cuenta de que está temblando y de que gruesas gotas de sudor corren por su frente. Le hace una seña negativa a Partenio.

—¡Ah, ya! —dice este guiñándole un ojo—. Simplemente estás agotada, ¿no?

Ella vuelve la cabeza con desdén y Partenio suelta una grosera risotada.

Una vez en la
domus
, Livia se dirige apresuradamente a la habitación de su ama antes de que el intendente tenga tiempo de explayarse sobre el comportamiento depravado de la
ornatrix.

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