La palabra de fuego (10 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Más vale que perdamos la esperanza —dice finalmente—. No podemos hacer nada.

—Tío, ¿dónde están? —pregunta Livia.

—No lo sé… Estaban en la cárcel hasta… hasta que hace unas horas los sacaron de sus calabozos.

—¿Los han condenado al exilio? —pregunta su mujer—. ¿Los han embarcado en el puerto?

—No sé nada —responde Tiberio—. He intentado sobornar a un liberto, pero se ha quedado el dinero y no ha querido decirme nada. Livia, te quedarás con nosotros. No temas, Tulia y yo te protegeremos como si fueras nuestra propia hija, la hija que no tenemos… Nadie te hará daño… Tulia, ¿dónde está Lépida?

—Le… le he dicho que estás enfermo y que se trata de algo contagioso…, que prefería ocuparme de ti yo sola… Pese a sus protestas, la he enviado al campo, a casa de mi amiga Aquilia Severa…

—Has hecho bien. La haremos volver dentro de unos días, cuando todo haya acabado. Diremos que Livia es una prima lejana que ha venido de Creta.

Livia se queda pálida. Su tío está más informado de lo que quiere admitir, está segura. Están tramando algo a sus espaldas y no sabe qué es.

—Tío —dice con una voz neutra—, os agradezco a ti y a mi tía vuestra hospitalidad y generosidad…

—No hacemos sino seguir los dictados de nuestro corazón y de las costumbres romanas, que no desdeñan los vínculos de sangre —contesta no sin ironía—. Esta casa es a partir de este momento la tuya.

Livia agacha la cabeza con ademán contrito. Imagina lo que será su vida en lo sucesivo, con su tío y su tía. Esos paganos contra los que su padre se había alzado, la han acogido y salvado. Su padre… Un acceso de cólera de una violencia inusitada le hace perder súbitamente los nervios.

—¿Dónde está mi padre? —grita—. ¿Dónde está mi madre? ¿Dónde están mis hermanos? ¡Tú lo sabes, tío, estoy convencida de que lo sabes, de que conoces su suerte y me estás mintiendo! ¡Dime la verdad, ya no soy una niña! ¡No, desde la noche pasada ya no soy una niña! ¡La gente no desaparece así, al menos enRoma, la capital del mundo! ¡Lo que has dicho no es verdad! ¿Dónde están? ¿Van a juzgarlos, a ellos, a Sexto Livio, Domitila Calba y mis hermanos Sexto y Gayo, a Simeón Galva Talvo, a Numerio Popidio Sabino y a todos los demás discípulos de Jesús, que son mi única y verdadera familia?

Semejante ira deja a Tiberio mudo. Después dirige una mirada metálica y cruel hacia Livia.

—¿Sabes en qué ha consistido mi trabajo esta mañana, sobrina? —pregunta con amargura—. Desde el alba hasta la hora sexta, he escrito carteles invitando al pueblo de Roma a asistir a juegos de circo esta misma noche, en los jardines de Nerón. Naturalmente, este regalo del emperador al pueblo tiene un carácter improvisado y excepcional. Por un instante me he preguntado con qué diversión inédita iba a obsequiarnos el príncipe; luego he copiado y copiado, diciéndome que esta noche mi curiosidad sería satisfecha. Lo ha sido hace un momento, cuando he preguntado por la suerte de los miembros de la secta a los que habían arrestado estos últimos días…

La sangre de Livia parece retirarse de su cuerpo. Su tía se queda inmóvil en una postura de estatua.

—¿Quieres decir que… —balbuce la chiquilla— que…, sin siquiera haber sido juzgados…, van a… a…?

—No hago sino responder a tu pregunta, sobrina, puesto que exiges, vociferando, «la verdad». En lugar de aceptar la seguridad de esta casa, que te acogía tras un año de silencio y de errores criminales, prefieres, a semejanza de tu padre, escupirnos a la cara y seguir siendo fiel a esa tropa de fanáticos.

Livia abre la boca, pero ningún sonido sale de ella. Lanza una mirada furtiva a su tía, que se retuerce las manos. Acto seguido da media vuelta y se aleja, antes de que las súbitas náuseas que se apoderan de su estómago atraviesen sus labios.

Se precipita hacia la puerta, baja la escalera y echa a correr por las callejas empujando a los transeúntes hasta que las piernas dejan de responderle. Exhausta, se refugia al fondo de un patio oscuro donde, en medio de un olor de carne putrefacta, colgadas en ganchos, se secan las pieles de la curtiduría de la planta baja.

En la otra margen del Tíber, en el extremo noroeste de la Urbe, entre el río y las laderas de la colina Vaticana, se extiende una llanura que pertenece al emperador Nerón. Heredados de una tía paterna, esos jardines privados son tan espléndidos como vastos. Al final de ese parque se alza un circo decorado con un obelisco. En el interior del circo, los romanos se reúnen a veces, por invitación de Nerón, para presenciar carreras de cuadrigas, exhibiciones de lucha y de atletismo, representaciones de teatro, y combates de boxeo o de gladiadores. Apasionado de las disciplinas artísticas y convencido de que posee un talento lírico excepcional, en ocasiones es el propio Nerón quien recita versos, actúa o canta acompañándose de una lira. Al pueblo no le gusta mucho ver a un césar transformado en bufón o en saltimbanqui, y la envilecedora atracción del emperador por la escena, añadida a sus crímenes y a los rumores sobre su responsabilidad en el gran incendio, han suscitado una profunda animosidad de los ciudadanos hacia su soberano. Sin embargo, ese domingo de octubre del noveno año del reinado de Nerón
[3]
, casi toda la ciudad se halla reunida en las gradas del anfiteatro. Ciertamente, está desaconsejado pasar por alto una convocatoria del emperador, aunque sea colectiva. Pero lo que ha atraído hoy a los romanos al circo de Nerón no es tanto el miedo o la coacción como la curiosidad, la pasión por los juegos y el presentimiento de que van a ver un espectáculo desacostumbrado.

El año anterior, en el circo Flaminio del Campo de Marte, el emperador inventó un juego fascinante que todos los romanos recuerdan: el combate de hombres contra cocodrilos. ¡Acostumbrados a los leones, los jabalíes y los osos, aquello era una novedad! Los
bestiarii
, gladiadores especializados en las justas con fieras, se veían obligados a luchar a la altura del suelo, en un cuerpo a cuerpo deliciosamente peligroso en el que sus manos resbalaban sobre la dura piel del animal y su cuchillo no conseguía traspasarla. La única manera de acabar con el reptil era ponerlo boca arriba pese .i lo mucho que pesaba, esquivando el azote de la cola y la tenaza de la mandíbula de temibles dientes, para perforarle el vientre. Muchos
bestiarii
habían sucumbido a las mordeduras del animal, pero en esa ocasión los romanos habían apreciado la creatividad de su emperador.

Hoy, cuando observan el centro del anfiteatro desde lo alto de las gradas, al principio creen ver animales exóticos sobre la arena. No son cocodrilos, sino extraños animales de pelo, cara gesticulante y larga "cola, sentados o apoyados sobre sus cuatro patas, a los que soldados de la guardia pretoriana mantienen a raya con la punta de la espada. Los ciudadanos se esperan una
venado
, un combate del hombre contra las fieras. Luego, observando a los animales, se dan cuenta de que se trata de seres humanos. Vestidos con pieles, maquillados, de aspecto feroz, esos salvajes indudablemente deben de proceder de una tribu africana, gala o asiática de los confines del Imperio. Todo el mundo se pregunta de qué proezas son capaces esos bárbaros, cuando aparece el emperador, joven y gordo, con la cabellera roja aceitada y ondulada, montado en un carro tirado por caballos blancos.

—¡Pueblo de Roma! —grita, imponiéndose a las aclamaciones—. ¡Si os he invitado hoy es para ofreceros el justo castigo de los artífices del incendio que estuvo a punto de destruir nuestra augusta ciudad! ¡Disfrutad de la pena que Roma impone a sus enemigos, ved la sentencia que nosotros, pueblo de Roma, reservamos a los sectarios pirómanos y culpables de magia ilegal! ¡Romanos, ciudadanos, he añadido algunas diversiones al suplicio a fin de que lo paséis mejor! ¡He aquí la primera parte de nuestra venganza!

Con un gesto, Nerón despide a los soldados, que abandonan el anfiteatro. Con otro, hace abrir unas puertas por las que salen unos perros enormes, unos molosos especialmente adiestrados para infligir la pena capital a los condenados. Los romanos aplauden y el espectáculo comienza.

Deliberadamente famélicos, acostumbrados a la carne humana, los perros se abalanzan sobre los cristianos disfrazados de animales. Estos últimos se agrupan, intentan escapar a sus fauces voraces, apartarlos con las manos. Se diría que las pieles con que los han vestido excitan más a los molosos. Los primeros cuerpos desgarrados alfombran la arena. Los animales se ensañan con los cadáveres, les arrancan las pieles, destripan los restos mortales. A medida que los humanos caen, otros son arrojados al anfiteatro, todos pintarrajeados y disfrazados de animales, lo que constituye una de las diversiones suplementarias inventadas por Nerón.

En las gradas, sacan los pebeteros, de los que emana humo de incienso. Los esclavos rocían a sus amos y amas de dulces efluvios, a fin de que el olor de la sangre no les moleste. Los romanos, que odian a los cristianos todavía más que a su emperador, al principio se entusiasman con el espectáculo. Pero un destello de compasión aparece enseguida en algunas miradas.

—Esas personas son criminales —le susurra la esposa de un mercader de aceite a su marido— y merecen la muerte. Pero ¿por qué han tenido que maquillarlos y disfrazarlos así?

—Es verdad, es infamante —contesta en voz baja el comerciante—. ¿Qué sentido tiene ridiculizar a los condenados? Eso estropea la lucha con fieras, ¡sin contar con que a veces no se distingue cuál de los dos es el hombre y cuál el animal! Pero más vale callar y aplaudir.

Desde un rincón, una chiquilla con los ojos de color vino los mira y después vuelve a dirigir su atención al espectáculo. Livia se esfuerza para no llorar, para no gritar de dolor, para no delatarse. Trata en vano de reconocer a alguien entre los condenados, pero el maquillaje negro con que les han cubierto la cara y las pieles con que los han vestido, así como la distancia, impiden identificar a nadie en la salvajada infecta que se desarrolla abajo. Es la primera vez que asiste a una escena semejante, pues los cristianos se prohíben entrar en los circos, anfiteatros, teatros y otros lugares de espectáculos degradantes e innobles. Desde la noche anterior, es la segunda vez que es testigo directo de la muerte y piensa que Magia y Rafael, al perecer atravesados por las espadas de los guardias, se han librado de los terribles sufrimientos de esos desdichados que luchan en vano sobre la arena del anfiteatro. Pese a la repugnancia y el asco ante la visión de la sangre, pese a los gruñidos de los animales, el hedor de la carne torturada y los gritos de los ajusticiados, a los que responden los de los espectadores, algo en el fondo de su alma le impide ceder a la desesperación. En realidad, está convencida de que sus padres y sus hermanos no están en el círco. Su padre no solo es un ingenuo, un hombre nacido libre, y un ciudadano romano, sino que pertenece a la casta de los
honestiores
, la clase superior cuyos miembros poseen al menos cinco mil sestercios de capital y a los que muy raramente se condena a muerte. En el peor de los casos, tal como señaló su tía Tulia hace mías horas, su padre, su madre y sus hermanos verán sus bienes confiscados y serán desterrados de por vida. En última instancia, los parricidas o los enemigos de Roma pueden ser estrangulados en la prisión o decapitados, pero nada justifica semejante castigo para Sexto Livio Elio y los suyos. Tan solo los esclavos, los no ciudadanos y los miembros de la casta de los
humiliores
, la plebe de gente sin fortuna, pueden ser condenados a trabajos forzados en las minas, o a morir en la hoguera, en la cruz o destrozados por las fieras.

Livia no puede soportar el horrible espectáculo, ni el miedo que poco a poco se le mete en el cuerpo y le susurra que quizá el emperador ha decidido pasar por alto las clases sociales y acabar con todos los cristianos, cualquiera que sea su rango. Para acallar mis temores, cierra los ojos y se obliga a soñar: una nave de velas blancas zarpa de la ciudad y se aleja de la tierra hostil. A bordo, Sexto Livio observa el mar mientras que Domitila estrecha a sus hijos entre sus brazos. Junto a ella, Numerio Popidio Sabino y Simeón Galva Talvo la tranquilizan diciéndole que, en cuanto lleguen a un país amigo, avisarán a Livia y esta se reunirá con ellos. Están todos sanos y salvos. Muy pronto volverá a verlos…, sí, muy pronto.

Una punzada en el corazón despierta a la chiquilla. El declinar del día la hace estremecerse. Sobre su pecho, la página de la Eneida le hace daño. Mira hacia abajo, hacia el círculo de arena. Montañas de cadáveres despedazados alfombran el suelo rojo.

Los perros están terminando de devorar lo que parece un niño. Livia se inclina y vomita junto al mercader de aceite y su mujer, que mira con compasión a la pequeña.

—Ya ha acabado —le susurra—. Jamás había visto un espectáculo tan decepcionante!

Livia no se atreve a contestar. Las gradas permanecen mudas. Los molosos son expulsados del ruedo y aparece el emperador montado en su carro.

—¡Pueblo de Roma! ¡Ciudadanos! —dice—. Espero que hayáis apreciado esta diversión. Os invito ahora a mis jardines, donde otras sorpresas os aguardan.

Nerón ha pronunciado estas palabras como una anfitriona indica a sus invitados que pasen a la mesa. Hambrientos, pues se ha hecho la hora de cenar, los espectadores salen del anfiteatro y se dirigen hacia el inmenso parque. El crepúsculo sombrea las túnicas claras y las togas blancas. En la entrada de los jardines, un festín los espera: a los montículos de cuerpos suceden montañas de aceitunas, huevos duros, fruta, pan y pasteles de todos los colores, y a los animales feroces, bueyes asados, cerdos enteros, pirámides de ostras, vulvas de cerda, cabritos, pájaros fritos, lirones, langostas, pescado en salsa, pulardas rellenas, liebres, terneros hervidos, salchichas y morcillas; por último, la sangre es reemplazada por vino meloso y el contenido de miles de ánforas de falerno, que los esclavos vierten en las fuentes de agua pura.

Honestiores
y
humiliores
cogen una copa y se sirven a voluntad. Unos músicos acompañan la francachela tocando la lira, y los romanos constatan con placer que su emperador no figura entre los músicos. La noche cae por completo y los invitados ya no distinguen el trozo de carne que tienen en la mano. Las antorchas tardan en llegar. Los asistentes murmuran, los esclavos no se mueven y los músicos paran de tocar. De pronto, a lo lejos, se ve un resplandor vacilante y vertical, luego dos, luego cinco, luego varias decenas. Unos gritos humanos cubren las conversaciones de los ciudadanos. Estos últimos se internan en los jardines, se dirigen hacia los gritos y las luces. Estupefactos, descubren que el parque está poblado de criaturas: clavados en árboles, patíbulos o cruces del «árbol de desgracia», el
arbor infelix
, hay varios miles expuestos a la vergüenza pública. Algunos llevan una túnica impregnada de pez, a sus pies hay ramas amontonadas, y unos guardias encienden la hoguera. Los condenados al fuego se abrasan entre gritos de cerdo degollado y olor de carne chamuscada. Los otros, los crucificados, lloran y gimen con los miembros ensangrentados. Un hombre no cesa de repetir las palabras de Pedro: «Bienaventurados los que por el nombre de Cristo sois ultrajados, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros». Los guardias le ordenan que se calle, pero el hombre reza y repite las palabras del apóstol como una exhortación al valor.

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