La palabra de fuego (13 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—Sí, claro, a primera vista…, pero la geografía no es un argumento…

—¡Vamos, Jo! ¡No se trata de una cuestión de geografía! No. Personalmente, me inclino por una explicación mucho más pegada al suelo, por así decirlo…

—Adelante, te escucho —suspiró Johanna.

—Pues es muy sencillo: citando ese pasaje, el asesino ha querido hacer referencia al adulterio. El móvil del asesinato es el adulterio, el sentimiento desencadenante son los celos.

—En ese caso, ¿qué necesidad había de recurrir al Evangelio? —preguntó Johanna con una pizca de desdén—. ¡El adulterio es un móvil de lo más corriente!

—¡Precisamente por eso! Porque, en mi opinión, el asesino es muy orgulloso… Ese orgullo desmesurado es a la vez la causa y la consecuencia de su acto… No soporta haber sido traicionado… Como se cree superior, no aguanta un engaño tan «banal». Es juez y verdugo supremo. Atrae a James al lupanar, símbolo del desenfreno y la depravación, como no puede lapidarlo, lo mata golpeándolo con una piedra… y escribe esa referencia para denunciar la traición de su víctima, infidelidad que él, al contrario que Jesús, no perdona.

Johanna, dubitativa, escrutaba una raya roja del mantel de algodón.

—¿James estaba casado? —preguntó—. ¿Era amante de una mujer casada o de un hombre que lo hubiera engañado?

—¡Francamente, no tengo ni la menor idea! No lo conocía muy bien… Nuestras relaciones no ¡legaron a traspasar el terreno profesional. En cualquier caso, la policía está investigando su vida privada… en Italia y sobre todo en Estados Unidos. Los polis americanos están moviéndose mucho… Parece ser que pertenecía a una familia de alto copete de San Francisco…

En el pequeño despacho, Johanna se dio la vuelta en la cama improvisada. No conseguía dormirse. Habían terminado por devorar el conejo y tenía el estómago pesado. Además, había bebido demasiado y las oscuras paredes no estaban rectas. La angustia que la había perseguido los últimos días volvía al galope, en absoluto calmada por el relato de Tom. Al contrario, la máquina que vivía en su cabeza funcionaba a pleno rendimiento y le enviaba nuevas imágenes, tan sangrientas como las precedentes, que se superponían a los antiguos crímenes en un caleidoscopio bárbaro y aterrador. El peligro difuso cuyo peso sentía sobre ella se transformaba en amenaza trascendente, una sombra espectral se aproximaba furtivamente a lo largo de la pared…

—¡Hildeberto, eres tú! —susurró—. Sucio gato…, llegas que ni caído del cielo. Ya sé que no te gusta, pero, por una vez, ven a dormir conmigo…, por favor.

El viejo michino se sentó, se lamió una pata y contempló un instante a su ama con una mirada inmóvil y penetrante que parecía sondear su alma. Después subió a la cama a una velocidad de fantasma. Johanna lo acarició y él ronroneó alegremente. Ella sonrió. Los ojos amarillos del felino brillaban.

—¡Criatura del diablo —dijo—, protégeme de los demonios de la noche!

El ruido de motor se hizo más fuerte. Johanna cerró los ojos. Vio un cielo negro, un mar encrespado, una isla bajo la tormenta con una iglesia de piedra que se alzaba en la cima de la montaña y de la que salían cantos en latín.

—Román —murmuró—. Fray Román, protégeme de mis viejos demonios…

Capítulo 9


Fratres, sobrii estote, et vigilate: quia adversarius vester diabolus, tanquam leo rugien, circuit, quaerens quem devorent: cui resistite fortes in fide. Tu autem Domine miserere nobis.
» [Hermanos, sed sobrios y vigilad, pues vuestro adversario, el diablo, como un león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar. Resistidle firmes en la fe. Y vos, Señor, tened piedad de nosotros.] (Primera epístola de san Pedro, 5, 8—9.)


Deo gratias…

De las dos columnas de monjes se elevó la alabanza divina y el temor del demonio. La noche era el dominio de Satán y no iba a tardar en caer. Ya penetraba en la iglesia y teñía de un negro uniforme los sayales desigualmente oscurecidos. El crepúsculo se colaba insidiosamente, grisáceo, húmedo y helado, atizando el resplandor de los cirios y el fervor del canto
recto tono
, preciso y directo como una cuchilla, sin estribillo ni modulación de voces.

—«
A sagitta volante in die, a negotio perambulante in tenebrisi ab incursu et daemonic meridiano.
» [De la saeta que vuela durante el día, del complot que se urde en las tinieblas: del ataque que perpetrará el demonio del pleno día.] (Salmo 90.)La noche era el imperio de la ambigüedad y de las falsas apariencias: territorio del Maligno pero también de Dios, a veces era imposible distinguir uno de otro. Por la noche los ángeles reclamaban catedrales a prelados que por la mañana se creían locos. Por la noche el Diablo se disfrazaba de santo para engañar a los durmientes y robarles el alma; entonces, en los cambios de luna, los que se adormecían se transformaban en lobos.

—«
Super aspidem et basiliscum ambulabis et conculcabis leonem et draconem.
» [Pisarás el áspid y el basilisco y hollarás al león y al dragón. (Salmo 90.) El tentador, la mayoría de las veces, aparecía en toda su fealdad: monstruo animal nacido de la serpiente o fenómeno humano de rostro horrible. Un monje de la abadía contaba que, cuando vivía en San Benigno de Dijon, entre los años 1025 y 1030, un hombrecillo de cuello largo, rostro enjuto, frente arrugada, las aletas de la nariz pegadas, la barbilla puntiaguda, la barba de una cabra, la espalda encorvada y cubierto de oropeles, se había agarrado tan fuerte a su jergón y lo había sacudido tan violentamente que el pobre fraile se había pasado semanas sin atreverse a dormir. Y todavía se consideró afortunado de haberse encontrado con el propio Satán y no habérselas visto con ciertas criaturas suyas, los súcubos, diablesas magníficas que durante la noche se unen a los hombres.

—«
Procul recedant somma, et noctium phantasmata: hostem que nostrum comprime, ne polluantur corpora.
» [Lejos de nosotros los sueños funestos y los fantasmas nocturnos: reprimid a nuestro enemigo para que nuestros cuerpos no padezcan mancilla.] (Himno
Te lucís.
) Desvanecido al sonar el canto del gallo, al amparo de la sombra galopaba un extraño cortejo: el de los espectros, los desaparecidos recientemente, los difuntos sin sepultura y las almas de los muertos malvados. Cabalgando en la oscuridad, guiado por un gigante, el ejército de los difuntos llamado «mesnada Hellequin» aterrorizaba a los vivos, a los que hostigaba con pesadillas y apariciones en forma de fantasmas evanescentes o de espectros corporales.

—«
Kyrie Eleison…
» [Señor, ten piedad… ]Más problemáticas eran las almas errantes extraviadas entre los dos mundos, que surgían ante los vivos con objeto de buscar su ayuda. El común de los mortales era impotente para socorrerlas.

—«Kyrie Eleison…»Los miembros de la mesnada Hellequin y en particular los muertos desamparados eran, en cambio, la gran tarea de este monasterio, verdadera casa de oración para los difuntos cuyos monjes eran sus intercesores. Aquí la salmodia había reemplazado el trabajo de las manos tan caro a san Benito, reservado ahora a los siervos y a los hermanos conversos; aquí, la liturgia no era un medio sino un objetivo. El benedictino de esta abadía era un monje orante. Recitaba todos los días el oficio de los muertos entero; leía todos los días el salterio, mientras que los otros monasterios lo recitaban en una semana. Salmodiaba afeitándose, realizando su servicio en la cocina, sin inflexiones de voz, siempre en la misma nota. A los salmos se añadían las lecturas de la Biblia, de la regla de san Benito, de los Padres de la Iglesia y de los maestros del monaquisino, los cantos, las meditaciones, las oraciones recurrentes, todo ello repartido a lo largo de los ocho oficios que marcaban el día y la noche, más las misas públicas y privadas. Por un fraile fallecido, se celebraban novecientas misas en un período de treinta días; este servicio espiritual se efectuaba para todos los difuntos, fueran religiosos o laicos, cuya familia lo pedía y ofrecía algunos donativos materiales que servían para el mantenimiento del monasterio y la asistencia ritual a los pobres. La memoria de los muertos alimentaba de este modo a unos 18.250 necesitados al año. Este culto había sobrepasado las fronteras de la abadía y de sus dependencias, ya que siete años antes, en el año de la Encarnación 1030, el padre abad Odilón había instituido un día, el siguiente al de Todos los Santos, destinado a la conmemoración de todos los difuntos.

—«
Rerum creator, regnans per omne saeculum. Amen.
» [Creador de las cosas, que reináis por los siglos de los siglos. Así sea. La noche había caído con el término del oficio de completas. Uno a uno, los monjes del coro se inclinaron ante el altar, fueron rociados con agua bendita y después se prepararon para salir de la iglesia de San Pedro el Viejo a fin de descansar unas horas, hasta vigilias, hacia medianoche, cuando se levantarían para rezar en medio de las tinieblas. El final del día marcaba el advenimiento del gran silencio y los monjes, mudos, pasaron por delante del prior claustral, de pie en la puerta, antes de regresar al aire libre y a continuación al dormitorio.

El cielo de cuaresma era negro, salpicado de estrellas radiantes que hacían inútiles las linternas. Caminando por el claustro, los monjes respiraban a pleno pulmón, pese al frío siempre presente a mediados de aquel mes de marzo. Ninguna montaña en el horizonte claro, ni tormenta ni, menos aún, mar. Una gran calma se desprendía del paisaje estacionario y arbolado de la llanura del Maçonnais.

El prior mayor se detuvo delante de un monje y le indicó por señas que el padre abad requería su presencia. Sorprendido, el monje dio a entender que había comprendido y se dirigió apresuradamente hacia un pequeño edificio de piedra que lindaba con el oratorio de Santa María y la sala capitular. Ignoraba que el padre abad había regresado de uno de sus frecuentes viajes. El fraile llamó a la puerta. Una voz sonora y grave le dijo que entrara. Obedeció y se encontró en una habitación de medianas dimensiones, al mismo nivel, sobriamente amueblada con una pesada mesa de roble sobre la que ardían unas velas, tres sillas y un camastro igual a aquel en el que el monje debería haberse acostado de inmediato. La única diferencia con las celdas comunes residía en una imponente chimenea, cuyas vivas llamas iluminaban la silueta de un hombre escribiendo al otro lado de la mesa: bajo, delgado y muy viejo, parecía, no obstante, robusto. Pálido, grave y recogido, Odilón de Mercoeur, quinto abad de Cluny, apodado «el arcángel de los monjes» por sus hijos, levantó sus ojos de color azul vivo del pergamino en el que hacía anotaciones.

—Ah, estáis aquí, hijo mío. Sentaos.

Sin decir palabra, el monje obedeció. Le estaba prohibido sentarse en presencia de su abad o dirigirse a él sin que este último se lo hubiera pedido, menos aún después de completas, período en el que toda palabra estaba desterrada. Como siempre que el fraile se hallaba en presencia del santo varón, un inmenso respeto teñido de temor se mezclaba con un arrebato de amor tan grande que, si no se hubiera contenido, se habría echado a los pies de Odilón. Con setenta y seis años, en una época en la que la esperanza media de vida apenas llegaba a los veinticinco, el anciano, que se llamaba a sí mismo «el último y el más despreciable de los frailes de Cluny», había obrado numerosos milagros. En el deanato vecino de Bésornay, había curado de su ceguera al hijo de un siervo trazando la señal de la cruz sobre los ojos del pequeño; en el monasterio de Nantua, había acabado con la locura de un joven soldado mediante letanías y agua bendita. Pero todo eso no era nada frente a lo que había realizado en Cluny mismo y mucho más allá del reino de Borgoña.

—Querido hijo, heme aquí por fin de regreso de la abadía de Farfa, en la lejana Italia, y me percato de que no me he interesado por vos desde hace tiempo, mucho antes de mi partida… Hablad, ¿cómo os encontráis?

Fray Juan de Marburgo bajó la cabeza y se miró las manos, que eran largas y muy finas. Algunos rastros de tinta negra acentuaban la palidez de sus dedos.

—Muy bien, padre, muy bien —respondió—. Esta mañana, aprovechando que mis hermanos dormían, entre laudes y prima he pasado a limpio las medidas de nuestra iglesia de San Pedro el Viejo y…

—Querido hijo —lo interrumpió el abad—, os confié este trabajo porque me parecéis el mejor cualificado para llevarlo a buen término, habida cuenta de vuestras funciones pasadas de maestro de obras. En ningún caso quería despertar en vos una pasión.

—Mi antigua pasión por las piedras está muerta, padre —dijo el monje con una voz neutra—. Lo estaba ya cuando me admitisteis en el seno de esta comunidad, hace ahora catorce años. Todo amor que no sea el de Dios huyó de mi alma extraviada cuando vos, en vuestra inmensa indulgencia y vuestra gran misericordia, la recogisteis. No pasa un día sin que dé gracias a nuestro Señor por haber extinguido, gracias a vuestra intercesión, el afecto mortal que incendiaba mi corazón y mi espíritu…

Fray Juan de Marburgo levantó los ojos hacia el abad y se atrevió a afrontar su juicio: ambos sabían que el antiguo maestro de obras no hablaba ni de piedras ni de arquitectura al evocar una pasión funesta.

Odilón observó el rostro arrugado y de mejillas hundidas de ese hombre que debía de tener cuarenta y cinco años; su frente era alta, su nariz, aquilina, sus labios, delgados y muy blancos, como si se hubieran quedado sin sangre. La tonsura era de un gris más claro que los ojos, cuyo color antracita recordaba el granito. Odilón observó su brillo extraño a fin de determinar su naturaleza: ¿era la huella de un ardor sospechoso, de antiguos sufrimientos o simplemente el sello de una vida consagrada ahora a la oración, al arrepentimiento y a la compunción?

¡Ese hombre había cometido, hacía catorce años, unas faltas tan graves con su hábito de benedictino! Odilón pensaba que, unos meses antes, había expulsado a un monje de Cluny por haber comido un trozo de carne, mientras que este había hecho algo mucho peor y él lo había acogido, no solo en su abadía, sino en sus brazos. La confesión que Odilón había recibido de este hermano, en el año 1023, no era la de un mal monje, sino la de un ser desgarrado entre el cielo y la tierra que había perdido el camino de sí mismo. Sin duda alguna fray Juan de Marburgo merecía, si no la clemencia, que se le ofreciera la posibilidad de recuperar la paz a fin de que volviera a ser, como todo buen monje, un camino entre la tierra y el cielo, un puente entre los vivos y los muertos. El perdón, Odilón no se lo había concedido, pero había querido ofrecerle la posibilidad de obtenerlo de Dios.

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