Read La palabra de fuego Online
Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos
Tags: #Histórico, Intriga
Una mañana, en el puerto, oye decir a un armador que va a llegar un barco griego cargado de vino de Délos y que muy pronto volverá a zarpar. «¡Délos, Creta, la familia de mi madre, el mejor vino tinto del mundo, el color de mis ojos! —piensa—. ¡Quizá mi padre, refugiado allí, viene a buscarme en esa nave, o bien mis padres y mis hermanos, huidos de la prisión o liberados por el emperador, se encuentran muy cerca, en Roma mismo, escondidos por amigos en uno de estos almacenes desde hace días y noches, y saldrán de un momento a otro para embarcar en ese barco fletado por la familia de mamá!»Pareciendo volver a la vida por primera vez desde la masacre, Livia recorre de arriba abajo el muelle, escruta el Tíber y los almacenes, los
harrea
. Cuando llega el barco de vela, siente que unas lágrimas limpian la suciedad de sus mejillas y de sus días de vagabundeo. Reconoce inmediatamente la etiqueta de las ánforas lacradas que desembarcan. Hasta la noche, espera, mota insignificante entre la multitud de descargadores que la empujan sin que ella intente evitarlo. Espera, pero en vano. Entonces se dice que, por prudencia, su familia no saldrá antes de que oscurezca. En cuanto empieza a ponerse el sol, se esconde detrás de un cargamento de madera que le permite vigilar sin ser vista. No ha comido nada desde el día anterior, pero su estómago calla. Su corazón, en contrapartida, late muy fuerte. Está agotada, pero no cierra los ojos ni una sola vez.
Por desgracia, al amanecer tiene que aceptar que no ha vislumbrado ninguna sombra querida. Perdida, abatida, vaga por el puerto cuando, de pronto, una idea luminosa pone fin a su desesperación. «¡Pues claro! —piensa, con la mirada brillante—. ¿Tan tonta soy para que no se me haya ocurrido antes?»Hace dos días que no ha comido nada y, sin embargo, corre por el dédalo de las calles de Roma que bordean las
insulae
, cuyos contornos se tornan grises con el declive del sol.
Sin aliento, llega por fin ante un inmueble que tiene la sensación de que pertenece a un pasado lejano, a una época feliz y ligera llena de colores, de ternura y de los olores suaves de una infancia olvidada que terminó entre la sangre, el fuego y la violencia de la ausencia, la ausencia de una familia y de palabras que permanecen bloqueadas en su cuerpo.
La tienda de Sexto Livio Elio está cerrada y oscura, parece intacta. Con prudencia, Livia la rodea y se dirige hacia la vivienda contigua al almacén del
vinarius
. ¡Su casa, la de sus padres, es el primer sitio al que irá un emisario, es el punto de conexión, el lugar al que el mensajero griego irá a esconder una carta dirigida aLivia! Animada por esta certeza, la chiquilla entra discretamente en el patio trasero del inmueble, echa un vistazo, asustada, a las ánforas tras las cuales se había escondido aquella aciaga noche, en el umbral donde yacía el cuerpo del perro, y a través de la puerta cerrada oye de nuevo el ruido de metal de los soldados, sus órdenes, los gritos de la esclava Magia, las protestas de su padre, el lamento de Rafael, las voces suplicantes de su madre y de sus hermanos.
Livia está paralizada delante de su casa. ¡No sueña, no es presa de los recuerdos, se ha quedado muda, pero no sorda, y percibe claramente unos sonidos que proceden del interior! ¿Será el enviado de Délos hablando con alguien? Pero ¿con quién? ¿Es posible que su padre esté de regreso?
Lentamente, para evitar que la madera chirríe, Livia abre el postigo de la cocina y dirige una mirada llena de esperanza hacia el interior de la casa. De inmediato, a la luz de las lámparas de aceite, reconoce la silueta atlética de su tío Tiberio y el rostro mal maquillado de su tía Tulia, acompañados de dos desconocidos: una mujer con aspecto de esclava que debe de ser su sirvienta Lépida y un hombre bajo y corpulento, al que Livia no ha visto nunca.
—Señora —dice Lépida—, esta vivienda es mucho más grande que nuestra casa. No podré ocuparme de ella yo sola…
—Tomaremos otra esclava para que te ayude —contesta la tía—. ¿Verdad, Tiberio Livio? Y, en vista de que aquí tenemos agua corriente, ¿qué piensas de mi proyecto de instalar una bañera en lo que era el dormitorio de los niños?
—De acuerdo en lo de la esclava, Tulia Flaca —dice Tiberio—. Pero, en lo que se refiere al cuarto de baño, ya veremos. Es un privilegio reservado a los ricos, que dependerá de los negocios de este ciudadano…
—Antes de comprometerme definitivamente a alquilar la tienda —interviene el hombre—, tengo que inspeccionar las reservas de vuestro difunto hermano. Su reputación era excelente, pero prefiero comprobar yo mismo la calidad del vino que envejece en el patio. Es conveniente también solventar la cuestión de los esclavos que servían en el establecimiento, deben de figurar en las escrituras. ¿Cuándo creéis que la herencia de Sexto Livio Elio se hará efectiva?
Tiberio y el futuro arrendatario de la tienda se dirigen, charlando, hacia la puerta que da al patio. Livia vacila: una parte de ella querría aparecer delante de su tío y su tía para demostrarles que existe todavía y exigir saber qué ha sido de sus padres, pero otra la empuja a esconderse, a recordar la violenta escena con Tiberio. El terror a que su tío la entregue a Nerón se apodera de ella. El miedo puede más y Livia se va por donde ha venido.
Esa noche, Livia se refugia en las afueras de la ciudad, al fondo de una ruina del gran incendio. Tumbada junto a un lienzo de pared derruido, tirita de frío y de hambre. Un pensamiento solapado se insinúa en ella: dormirse y no despertar. Morir de hambre y de sed sería la mejor solución. ¿Qué puede esperar de la existencia en lo sucesivo? ¿Qué vida llevará si debe abandonar la esperanza de que su familia esté viva? ¿La de una niña de la calle, una vagabunda sin techo ni relaciones, una pordiosera repulsiva, un fantasma sin nombre, una clandestina sin ciudadanía, fuera de la ley a causa de su religión, condenada a esconderse como un animal funesto y a sobrevivir de robos? No. Livia se niega a continuar así. Acabar. Pablo dice que la muerte no es un fin, sino un comienzo. Reunirse con los suyos en el reino del Señor, si están allí. No es nada, ya no vale nada, sin su familia es todavía menos que el último de los esclavos. Dormir. Y despertarse en los brazos de Cristo vivo.
Al amanecer, Livia sigue con vida. Tiembla de fiebre y tiene la impresión de que su estómago es el blanco de puñetazos furiosos, pero todavía respira. Se levanta y se apoya en la pared para no caer.
Comer. Chupar una granada, llevarse a la boca un higo, un trozo de pan duro, un huevo, cualquier cosa, pero comer. Esta exhortación fisica es más fuerte que su deseo de dejarse perecer. Da unos pasos, piensa en un cerdo entero asándose en el espetón e inmediatamente se le cruza la imagen del festín ofrecido por Nerón en sus jardines. Vuelve a ver las montañas de animales sacrificados, los montones de cadáveres despedazados por los perros, las hogueras de cristianos transformados en carne ahumada. El asco la invade pese al hambre. Avanza lentamente, piensa en el confitero y en sus frutas confitadas. Su vientre gime, la garganta le abrasa.
En la calle ya transitada por una multitud de romanos atareados, ve el puesto de un pastelero. Irresistiblemente atraída, contempla, boquiabierta, las tortas de espelta que un empleado rocía con vino dulce, las figuras hechas con pasteles y frutas que decoran la entrada del establecimiento: verdaderas esculturas comestibles, acogen al visitante como las columnas de un templo. Lívida, la chiquilla mira a su alrededor, se abalanza sobre una de las figuras, arranca un gran bollo empapado en miel y gira sobre sus talones. Debilitada por la falta de alimentos, no es suficientemente rápida. En el momento en que se vuelve para huir, una enorme mano se abate sobre su hombro. Levanta los ojos y se encuentra frente a un cíclope.
—¿Qué, sucia ladrona, no quieres hablar?
Muda e indiferente, Livia observa al coloso tuerto. El monstruo la ha llevado a la sala interior de una
capona
, un albergue que por la noche se transforma en garito clandestino, dado que, en Roma, los juegos de azar están prohibidos salvo durante la gran fiesta de las Saturnales. Esa mañana de finales de octubre, la pequeña estancia está vacía; los jugadores de dados y de tabas no se arriesgarán a entrar antes de la caída de la noche. Sentada en el suelo de tierra batida, Livia lamenta que el gigante le haya devuelto el bollo al pastelero. ¡Le hace sufrir tanto el estómago! Intenta olvidar la torta, suspira y contempla con interés el agujero guarnecido con pieles muertas que ocupa el lugar del ojo derecho del titán.
—A ti también te fascina mi ojo, ¿eh? —ruge—. ¡Lo perdí por culpa de esos cerdos bretones! ¡Me lo reventaron de una puñalada! Malditos bretones… Compréndelo, niña, yo no tengo nada contra ti…,birlas cosas de aquí y de allá, después de todo, eso a míno me incumbe, mientras no me robes a mí. Yo no formo parte de la guardia romana, no soy más que un pobre soldado de permiso que se ha bebido ya todo el sueldo. A mí lo que me interesa es que me ayudes a recuperarme. Yo conozco bien a los profesionales de la rapiña, vivís muy bien mendigando y robando, siempre tenéis unos pequeños ahorros escondidos en algún sitio en previsión de los golpes duros. No te pido oro, solo unos denarios de plata, o unos sestercios de latón. Las monedas de cobre también me irán bien, si tienes muchas… Vamos, dime dónde guardas tu botín de guerra y dejo que te vayas… ¡Por el dios Marte, habla y nos separamos como buenos amigos!
Por toda respuesta, Livia sonríe. No tiene ningún miedo. Al contrario, el soldado de civil le recuerda al cíclope Polifemo, que se alimentó de los compañeros de Ulises, pero a quien este último consiguió debilitar clavándole una estaca incandescente en el ojo, antes de escapar de la caverna escondido bajo el vientre de una oveja. Se dice que este monstruo parece más inofensivo que Polifemo y que no la devorará. Devorar… se zamparía cualquier cosa para calmar el hambre…
—¿Eres muda o me tomas el pelo? —pregunta el soldado.
De un salto, avanza hacia ella y le abre la boca.
—Tu lengua no está cortada —constata—, así que debes de hablar. Vamos, te escucho. ¡Te advierto que te zurraré hasta que sueltes prenda!
Para ilustrar sus palabras, el romano se quita el cinturón que le ciñe la túnica y lo hace restallar como un látigo a unos centímetros de Livia. Asustada, la chiquilla hace gestos en todos los sentidos para significar que no tiene dinero y que está muerta de hambre. El gigante ríe sin comprender y levanta de nuevo el cinturón. Livia se protege la cabeza con los brazos e intenta levantarse para tratar de huir. Pero sufre un mareo debido a la inanición y cae, inconsciente, a los pies del coloso.
Cuando vuelve en sí, encuentra al soldado tuerto ingiriendo una gallina hervida. Sobre la mesita destacan también unos huevos duros, fruta, pan y vino mezclado con agua.
—¡Toma, come! —le ordena, tendiéndole un pedazo de carne.
Livia no se hace de rogar y engulle todo lo que puede. Una vez saciada, tiende las manos hacia su anfitrión y le da las gracias por señas.
—Ya —muge—. He hecho un mal negocio contigo. ¡Tenías que darme tu peculio y soy yo quien te ofrece la pitanza! En fin, te he examinado de cerca mientras estabas sin sentido…
Livia se queda pálida y se toca inmediatamente el pecho con una mano para comprobar que el papiro sigue allí. El soldado interpreta mal su gesto.
—¡No te preocupes, no he mirado tu intimidad, ni siquiera eres una mujer! Pero, al ver tus manos, tu piel, me he dado cuenta de que me había equivocado respecto a ti. No eres una verdadera vagabunda, ¿verdad?
Livia dice «no» con la cabeza y se queda inmóvil frente al soldado.
—¿No pertenecerás a una buena y honrada familia, por casualidad? ¡En tal caso, tu captura podría reportarme mucho más que el botín de una ladronzuela! ¡Podría encontrar a tu padre y entregarte por una recompensa adecuada!
El ojo sano del hombre brilla, su cara está enrojecida por el vino y Livia siente de pronto mucho miedo. ¿Cómo librarse de las garras de ese hombre? ¡Si averigua su nombre, no cabe duda de que la denunciará a sus tíos… o peor, a las autoridades, y será detenida! Tiene que persuadir a toda costa al gigante de que no tiene familia y no sacará nada de ella. Livia intenta de nuevo hablar con las manos y hace unos gestos frenéticos en el aire viciado de la estancia.
—¡Eh, calma, empecemos por el principio! —dice el soldado—. ¿Dónde está tu familia, pequeña?
Livia se echa a llorar y, mediante un signo, indica que los suyos están muertos. El coloso no la cree, se ausenta un instante y regresa con una tablilla de cera y un estilete. La niña escribe: «Familia en Creta. Enfermos. Epidemia. Todos muertos».
Durante una hora, mediante gestos y palabras de cera, la chiquilla intenta convencer al gigante de que nadie pagará por ella. Es la primera vez que hace entrar a los suyos en el reino de los difuntos, pero, como miente sobre sus orígenes y sobre la causa de su muerte, no le da importancia. El soldado sin dinero insiste en su idea de pedir un rescate, pero, finalmente, cansado de la obstinación de Livia, se da por vencido.
—De acuerdo —dice—.Te creo. Ven conmigo, nos vamos.
El gigante agarra del brazo a Livia, quien no tiene más remedio que acompañarlo. Completamente desnuda, Livia está de pie sobre una tarima. El cartel que lleva colgado al cuello indica su precio. Es módico. Una muda, y encima escuchimizada, no vale mucho. Hace varios días que Calpurnio Tadio Paulo intenta en vano venderla. Hace varios días que el soldado tuerto, considerando el cuerpo de Livia demasiado infantil para ofrecerlo a un proxeneta, la vendió al mercader de esclavos por una suma ridícula. Livia tiene frío, pero Calpurnio Tadio la alimenta bien. Incluso la anima a engordar, pues piensa que de ese modo obtendrá un beneficio mayor. Sin embargo, mientras que los otros especímenes de ganado humano son objeto de una reñida negociación, nadie presta atención, pese a los esfuerzos del mercader, a esa chiquilla de manos demasiado finas y apariencia demasiado delicada para que le sea confiada la ejecución de las pesadas cargas domésticas de una casa romana.
Una mañana, antes de subir al escenario de su última degradación, Livia quemó discretamente en la estufa del mercader el mensaje que le había dado Rafael. La noche anterior se lo había aprendido de memoria, todos los signos, todos los ideogramas arameos de la frase. Obsesionada por la suerte de su familia, casi había olvidado que llevaba esa carta. Pero el registro del gigante mientras ella estaba inconsciente y la obligación de desnudarse todos los días y dejar su ropa sin vigilancia mientras está expuesta al público le han hecho temer que la preciosa misiva pueda extraviarse o ser robada. De pronto, se ha dado cuenta de que esas palabras secretas de Jesús, recogidas por María de Betania, son ahora su único vínculo con su familia, con su pasado, con la fe que Pablo y sus padres le han dado y por la cual tantos miembros delCamino han desaparecido. Esa noche comprendió que su familia había muerto y que el barco navegando por el Mediterráneo con sus padres y sus hermanos no era más que un espejismo. Debe preservar y transmitir a toda costa ese mensaje, por fidelidad a su fe, pero sobre todo a los suyos. El lugar más seguro para esconderlo es su propia memoria. Así pues, lo ha enterrado dentro de ella, despacio, obstinadamente, como un sepulturero cava una tumba en una tierra blanda y protectora.