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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (14 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—Está bien —concluyó el padre abad—. ¿Y qué piensa el antiguo maestro de obras de nuestros edificios?

Odilón observó la silueta alta y delgada de Juan de Marburgo. Con la edad y la oración permanente, se había encorvado ligeramente y parecía más viejo de lo que realmente era. Sin duda alguna, Juan de Marburgo no estaba en paz, sino que seguía siendo presa de tormentos interiores que catorce años de oración no habían curado. En ese instante, el fraile supo que el abad lo había intuido.

—Padre —dijo en un tono que quería que fuese sosegado y resuelto—, no hace falta ser maestro de obras para darse cuenta de que nuestros edificios conventuales se han quedado demasiado pequeños en relación con el crecimiento de la comunidad. Si me permitís utilizar las palabras del hermano Jotsaldo, él acostumbra a decir que «es tan dulce vivir bajo el yugo paterno de Odilón, que una multitud de almas cristianas vienen a pedir a Cluny la paz que les niega el siglo». Esto es tan exacto que hace catorce años éramos ochenta y actualmente somos el doble… Convendría, pues, ampliar la sala del capítulo, el dormitorio y…

—Es cierto que este siglo es cruel y que no perdona a ninguna alma, ni siquiera cristiana —le cortó Odilón—. La paz es el bien más precioso y el único refugio, puesto que permite acceder al amor divino. Desgraciadamente, los hombres se sienten más inclinados a devorarse entre sí que a buscar la paz. El demonio los guía. Nosotros, pobres monjes, debemos ser ejemplares y mostrarles la vía. Pero no olvidéis jamás, hijo mío, que nadie obtiene la paz si no la desea.

Fray Juan de Marburgo miró al abad: los ojos del anciano brillaban de inteligencia y de malicia. El monje comprendió que ese sermón iba dirigido directamente a él. En su infinita bondad, Odilón no le hacía ningún reproche. Sin embargo, fray Juan sabía que él no merecía esa indulgencia.

—Sí, padre —contestó, inclinando mucho la cabeza.

Como casi siempre, se sentía indigno de estar allí, en Cluny, la abadía más prestigiosa y poderosa de todo Occidente, él, tan culpable, tan incapaz de parecerse a esa comunidad de ángeles gobernada por un santo.

—Dejando eso a un lado —prosiguió Odilón—, tengo otra carga que confiaros. En esta ocasión, no guarda relación con las piedras. Se trata de una tarea delicada, de la máxima importancia… y precisamente es una misión de paz.

Sorprendido, Juan de Marburgo levantó la cabeza.

—¿Conocéis este pergamino? —preguntó el abad, g el documento que tenía delante y que parecía un gran rollo desplegado.

—Es un
rotulifer
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padre.

—En efecto, anuncia el fallecimiento de Erman, padre abad de Vézelay.

Fray Juan estaba perplejo. El no había visto nunca a ese abad, ni siquiera había estado en Vézelay. Sabía que era una modesta abadía benedictina encaramada en lo alto de una colina, en los confines del reino de Borgoña, en la diócesis de Autun. Eso era todo. ¿Con qué finalidad el padre abad lo había convocado?

—¿No observáis nada de particular en este
rotulifer
, hijo mío?

Cubierto de letras diferentes, el pergamino desenrollado caía desde la mesa sobre las rodillas de Odilón y se extendía por el suelo.

—Es largo…, parece medir entre diez y quince pies…

—Exacto. Quince pies justos.

El monje continuaba mirando el rollo repleto de condolencias y elogios diversos al difunto. De repente, comprendió.

—¡Padre! ¡Este pergamino ha dado la vuelta a Borgoña y al reino de Francia antes de haberos sido enviado a vos! ¡Ha pasado pollos más pequeños prioratos antes que por la gran abadía de Cluny!

Detrás de la mesa, Odilón sonreía.

—Más aún, nuestro establecimiento es el último de la lista, hijo mío. Seré, pues, el último ser vivo en sentir la pérdida del querido Erman. Voy a necesitar mucha imaginación para inventar nuevos elogios…

—Sacrilegio —susurró fray Juan.

—No, maniobra estratégica…

Al padre abad parecía divertirle la ofensa.

—El mensaje está claro: el sucesor de Erman perpetúa los extravíos de su predecesor privando a su abadía de nuestra reforma y de nuestra protección. ¿Os acordáis de fray Eudes, que dirige actualmente el monasterio de Sauxillanges?

Fray Juan no podía desconocer la existencia de Sauxillanges, a la que llamaban «una de las cinco hijas de Cluny» y que se encontraba en Auvernia, tierra natal de Odilón, pero no conocía más a fray Eudes que al abad Erman.

—Hace ahora diez años —prosiguió el padre abad—, aterrado por la forma en que Erman dirigía…, o debería más bien decir no dirigía…,Vézelay, encargué a fray Eudes y a algunos monjes restablecer el orden en esa abadía. Contaba con el apoyo de Landry, conde de Nevers, indignado también él por la incuria que reinaba allí, en sus tierras. Eudes y sus hermanos acababan de tomar las riendas del claustro, y apenas habían restablecido en él disciplina y observancia, cuando el obispo de Autun, ignorando deliberadamente la autoridad de Roma y de la regla monástica, consideró que Vézelay estaba bajo su tutela y amenazó a mis monjes con la excomunión si no se retiraban de «su» abadía.

La eterna lucha de poder entre clero secular y regular, obispos y abades, curas y monjes, había encontrado, pues, un terreno de expresión en Vézelay en el siglo XI.

—Eudes consideró, de manera legítima, que no tenía por qué recibir órdenes de un obispo. Asimismo, el conde de Nevers montó en cólera y decidió atacar al obispado con su ejército. La desavenencia se envenenó. Afortunadamente, nuestro querido Guillermo de Volpiano intervino.

A este personaje, fray Juan lo había conocido quince años antes, cuando ejercía su oficio de maestro de obras. Odilón evocaba los viejos tiempos, la juventud de Juan y, sobre todo, de los seres vinculados a un pasado que el monje había destruido voluntariamente antes de retirarse a Cluny, donde el padre abad le había permitido cambiar de nombre a fin de no ser reconocido. De nuevo se preguntó, con una inquietud creciente, lo que Odilón quería encargarle. Sentía confusamente que esa tarea estaría relacionada con aquella historia de antaño que no solo no lograba olvidar, sino que día y noche le torturaba el alma.

—Guillermo era de los nuestros, pero suficientemente diplomático para apaciguar a todo el mundo —proseguía Odilón—. Sin embargo, Eudes y sus hermanos tuvieron que marcharse de Vézelay, y Erman regresó a la abadía con su banda de depravados. Yo pensaba que la paz se había restablecido entre nuestros dos establecimientos, sobre todo después de la muerte de Erman, pero este
rotulifer
demuestra que no es así.

Fray Juan esperaba, mudo, que Odilón dijera por fin lo que quería de él.

—Esta mañana he enviado de vuelta a Vézelay a fray Dalmacio, el portador del rollo —dijo tras un silencio—. Por lo tanto, si partís mañana después de prima con el
rotulifer
de Erman, solo llevaréis un día de retraso respecto a Dalmacio.

El monje se quedó pálido.

—¡Padre! ¡Yo… yo no puedo! ¡No puedo salir de Cluny, no puedo romper la clausura, lo sabéis muy bien!

—Calmaos, hijo mío. No temáis, la avanzada edad no ha acabado todavía con mi juicio, sé perfectamente lo que hago enviándoos allí. Se trata de aprovechar la muerte de Erman para reconciliar nuestras dos casas. Reconozco que hace algún tiempo no os habría elegido a vos para llevar este mensaje de paz. Incluso sois el último hijo al que habría designado para esta misión… Pero una información capital me ha hecho cambiar de opinión.

—¿Cuál, padre?

—El nombre del nuevo abad de Vézelay.

Fray Juan cerró los ojos para encajar el golpe.

—Se llama Godofredo —dijo Odilón en un tono flemático—. Godofredo de Kerlouan.

El monje abrió los párpados. ¡Godofredo de Kerlouan! No había oído ese nombre desde hacía catorce años, desde que había dejado el mundo de los vivos para enterrarse en Cluny, entre las sombras susurrantes de los frailes que rezaban por los muertos. De pronto vio un cielo negro, un mar agitado, una isla bajo la tormenta con una pequeña iglesia de granito que se alzaba en la cima de la montaña y de la que salían cantos. Sobre las lápidas sepulcrales del coro brillaban ramas de retama. La capilla de San Martín desapareció en una bruma opaca y vio el rostro de Godofredo tal como era cuando el joven bretón había ido a Normandia a fin de iniciarse en el arte de la copia de manuscritos: de cabellos rubios y ojos de color castaño claro, era un hombre achaparrado sin que ello restara agilidad a sus movimientos. De hecho, una gran vivacidad se desprendía de fray Godofredo, con quien Juan de Marburgo se había relacionado bastante sin que llegaran a hacerse amigos íntimos. Era natural, puesto que en aquella época fray Juan, demasiado ocupado en edificar, con su maestro Pedro de Nevers, la gran iglesia abacial de Mont-Saint-Michael, no mostraba ningún interés por el
scriptorium.

—Contrariamente a Erman —explicaba Odilón—, Godofredo tiene fama de ser un hombre recto, humilde, consagrado a Dios, de costumbres irreprochables e insignes virtudes. ¿Es así como vos lo conocisteis?

—En la medida que recuerdo, era obediente, voluntarioso y enérgico.

—Mmm… Con el tiempo se ha vuelto ambicioso. Querrá convertir Vézelay en una gran abadía —susurró Odilón.

—Padre, Godofredo es inteligente. Pese a mi cambio de nombre, es posible que me reconozca…

—Pero ¿no os habéis dado cuenta de que quiero que os reconozca? ¡Os envío a vos precisamente porque verá en vuestra persona a un amigo! ¿No comprendéis que es más fácil pactar con un viejo conocido que con un perfecto desconocido? Le emocionará volver a veros, confiará en vos, olvidará sus injustos prejuicios contra nuestra casa, se avergonzará de sus perfidias, como por ejemplo este asunto del
rotulifer
, y se dignará, finalmente, a estrechar la mano que nosotros tendemos desde hace tanto tiempo… Vamos, hijo mío, id a descansar. Mañana, después de prima, vendréis a buscar el rollo y mi bendición.

Al día siguiente, poco después del amanecer, fray Juan de Marburgo salía a caballo del recinto de Cluny por primera vez desde hacía catorce años. Fuera del regazo de Odilón y de su abadía, se sentía vulnerable. Peor aún, pese al tiempo seco y sereno, le parecía que un fenómeno celeste iba a abatirse sobre su cabeza: lluvia de fuego, rayo fulminante, granizada de hielos del tamaño de coles, cosas todas ellas enviadas por Dios o el Diablo a guisa de mal presagio.

Sobre su cogulla de corte típico de Cluny, se había puesto la capa, prenda de viaje forrada, y había ceñido sus piernas con las calzas reglamentarias, los femorales. Pese a lo abrigado de la vestimenta, pese al cálido trasudor del caballo, tenía frío. La noche anterior había sido incapaz de pegar ojo. Vézelay estaba a una distancia de más de cincuenta leguas de Cluny
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y había calculado que necesitaría alrededor de cinco días para llegar a su destino. Iba al paso, dividido entre dos sentimientos contradictorios: llegar cuanto antes a fin de encontrar un refugio seguro, lejos de los peligros que lo acechaban en la naturaleza y entre los laicos, o avanzar lo más lentamente posible y retrasar la confrontación con ese ser surgido de un pasado doloroso. Debía confesar que estaba aterrorizado ante la idea de volver a ver a Godofredo; temía a los vivos mucho más que a los difuntos.

En Cluny había aprendido a vivir con los fantasmas, aunque los espectros lo devoraran, poco a poco, en un sufrimiento que no le daba ninguna tregua. Pero nadie le había enseñado cómo presentarse ante un hombre que lo creía muerto.

Capítulo 10

Despavorida, incapaz de pronunciar la menor palabra, Livia ha seguido a la multitud, que se ha marchado de los jardines de Nerón entrada ya la noche. Las antorchas humanas se han apagado por sí solas y han dejado a la vista los huesos negros de los miles de cuerpos carbonizados. Ajena al mundo y a sus propios pensamientos, la chiquilla ha echado a andar en medio de las tinieblas romanas, sin miedo, sin voluntad, sin rumbo.

Al amanecer, mientras los habitantes de la Urbe, con la mente todavía agitada por el vino de falerno y el espectáculo ofrecido por el emperador, se despiertan e inician sus actividades cotidianas, Livia se cuela en el patio trasero de una confitería y se esconde entre los sacos de diferentes frutas, birlando al pasar un puñado de dátiles y de almendras. El olor que sale de la tienda, un delicioso aroma de miel caliente en la que el artesano confita bergamotas y cítricos, no logra borrar el atroz hedor de la sangre y la carne humana chamuscándose. Tendida de costado, con las piernas dobladas entre los grandes sacos de yute, Livia mantiene los ojos abiertos y la cabeza y el alma vacías. Finalmente, cae en el sueño como en un precipicio, un abismo oscuro, frío y seco como la nada.

—¡Te digo que despiertes!

Una mano de hombre la zarandea brutalmente. Livia abre los ojos y oye al confitero preguntarle quién es y qué hace allí, pero no puede responder. Trabajosamente, sin decir palabra, levanta su cuerpo entumecido como el de un viejo, se libera de la garra del comerciante y escapa.

Durante días y noches vaga por lo que fue su ciudad, callejea silenciosa e indiferente, pequeño espectro casi invisible, insensible a la gente y a la vida trepidante de la ciudad. De noche, encuentra refugio en algún rincón de una
insula
o entre las ruinas de los inmuebles destruidos por el incendio que por el momento han escapado de los maestros de obras de Nerón. Todas las mañanas va al puerto y observa las naves dispuestas para partir, fijándose en los posibles pasajeros. Luego, contrariada, recoge un pescado ahumado caído del cesto de un porteador o roba una naranja en el puesto de un vendedor. Una vez la pilló un panadero al que le había robado una hogaza y recibió diez varazos antes de conseguir escapar. Su espalda lleva la huella sangrienta de aquel castigo, pero las varas no han logrado hacerla gritar, ni siquiera gemir. Desde el altercado con su tío Tiberio, ningún sonido ha salido de su boca.

Pero a Livia no le preocupa haberse quedado muda. Su suerte le tiene sin cuidado. No hace caso de la mugre de su cuerpo y su ropa, del desorden piojoso de su cabellera, de la mirada huidiza o apenada de los transeúntes. No siente casi el hambre y la sed. Si la imagen del apóstol Pedro, crucificado cabeza abajo antes de ser quemado, no se le apareciera regularmente, al doblar una esquina o durante una pesadilla nocturna, incluso habría olvidado el mensaje que lleva contra el pecho: su única obsesión sigue siendo encontrar a sus padres y sus hermanos. Al día siguiente de la ejecución de los cristianos, volvió a los jardines de Nerón para buscar algún rastro de los suyos. Pero los guardias le impidieron entrar. En el interior estaban retirando los infames restos, cenizas, osamentas y cuerpos destrozados por las fieras.

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