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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (5 page)

BOOK: La palabra de fuego
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Sin discutir esa interpretación de «pietá magdaleniana», Johanna percibía otra cosa en aquel rostro. Ignoraba cuál era la explicación, pero tenía la impresión de conocer al personaje representado. Al principio se había dicho que su sensación de
dejá-vu
—subjetiva— emanaba del carácter objetivamente universal de la obra de la Edad Media. Después se había dado cuenta de que estaba fascinada por la escultura, como atrapada por ella, y de que la figura de madera parecía querer despertar en su alma algún recuerdo perdido. Incapaz de mantener alejada de su mente esa extraña sensación, la arqueóloga había conseguido que le permitieran llevarse a su casa, para poder estudiarla, esa estatua que había motivado las excavaciones en el claustro.

En cuanto a la vieja caja fuerte, la había visto en casa de la señora Bornel —el marido de Louise era joyero— y había decidido guardar ahí la estatua. Todas las noches la examinaba, esperando descubrir lo que la escultura intentaba despertar en ella. Pero María Magdalena se limitaba a avivar esa impresión insólita que acababa por desazonar a Johanna.

Una vez más, la guardó en la caja fuerte sin haber averiguado a quién se parecía. Comprobó que su hija dormía y bajó a la cocina. Miró su reloj: las nueve y media. Luca debía de haber salido a cenar con unos amigos. Después volvería a su casa, en la calle Séguier, en el distrito VI, para hacer el equipaje. Estaba tan acostumbrado a viajar que podía hacer la maleta en cinco minutos. De todas formas, aparte del frac para el concierto, lo demás no tenía mucha importancia: lo que contaba era el violonchelo.

Taciturna ante la idea de no ver a su compañero durante quince días, Johanna fue hasta el frigorífico y sacó una botella de Vézelay blanco. Se había aficionado a ese elixir ancestral de aromas minerales y le gustaba pensar que bebía las piedras de la abadía. Se sirvió una copa y sonrió pensando que en el pueblo el vino era más común que el agua, hasta el punto de que en ocasiones los habitantes habían apagado los incendios recurriendo más a los toneles que a los pozos. Ese pensamiento hizo desaparecer su melancolía. No esperaría a que Luca hubiera vuelto a su casa para llamarlo.

Eu el momento en que cogía el teléfono móvil, el aparato sonó. Su interlocutor tenía acento extranjero, pero no era la entonación italiana de Luca.

—¿Cómo? Se oye muy mal, no entiendo absolutamente nada de lo que dice… ¿Quién es?

De pronto, sus rasgos se distendieron.

—¿Tom? ¿Eres tú?

El acento era tan particular que debería haberlo reconocido inmediatamente. Tom era neozelandés. Johanna había conocido a ese arqueólogo apasionado por su oficio hacía tres años, en la boda de Florence, su antigua compañera en las excavaciones de Mont-Saint-Michel, y enseguida había simpatizado con él. Aquel tipo alto con aspecto de surfista era uno de los especialistas más brillantes de su generación en la Antigüedad romana. Esa noche parecía presa de un estado de pánico desacostumbrado.

—Oye, Tom, habla más despacio, no entiendo nada de lo que dices… ¿Quieres repetirlo con calma?

—Jo, es horrible! ¡Es increíble! ¡Anoche fue asesinado uno de mis arqueólogos en plena Pompeya! ¡Sí, Johanna! ¡Aquí! ¡Asesinado!

Capítulo 5

Tras las palabras apaciguadoras del Anciano, todos se despiden de Sexto Livio Elio y de su esposa Domitila Calba. Tan solo Rafael, el mensajero, se queda en casa del comerciante de vino para pasar allí la noche.

—Gracias a Dios —dice el anfitrión a su invitado—, mi familia y yo vivimos dignamente, pero no soy lo bastante rico para ofrecerte un cuarto de baño. Pese al largo viaje que has hecho, tendrás que conformarte con unas abluciones en la cocina de Magia… Mañana te acompañaré a las termas.

—Querido hermano —contesta Rafael—. Jamás había entrado en una morada romana y tu casa encierra para mí, pobre provenzal misionero medio vagabundo, tesoros de comodidad y de belleza que no creía concebibles.

Sexto Livio Elio sonríe antes de decir:

—Los auténticos tesoros de esta casa son estos. Ya conoces a mi esposa, Domitila Calba. Deja que te presente a mi hijo mayor, Sexto Livio, al menor, Gayo Livio, y a mi hija, Livia.

De quince, doce y nueve años respectivamente, los tres niños se acercan para saludar al extranjero. El mayor y la menor tienen la piel dorada y los cabellos negros y ondulados de su madre cretense. Domitila acaba de quitarse el pañuelo de oración y unos mechones del color del ébano, como el de sus ojos, escapan de un gran moño. Gayo Livio se parece a su padre, un hombrecillo de pelo castaño muy corto, mirada azul y barriga incipiente. Lo que más llama la atención a Rafael, al igual que a la mayoría de las personas que ven por primera vez a Livia, son los ojos de la chiquilla, de un violeta profundo y poco común.

—Hija —le dice—, tus ojos tienen el color de las lilas que crecen en las colinas de Provenza en primavera.

—¡No! —exclama la pequeña Livia—. Mamá dice que mis ojos tienen el color del vino que produce su familia en Délos…

—Aparte de los alóbroges de la Galia transalpina —añade el padre—, los únicos que saben hacer buenos vinos tintos son los griegos. Aquí, en Italia, solo se nos dan bien los blancos. Pero yo he logrado engendrar una hija cuyos ojos reflejan no solo el amor entre sus padres, sino nuestro amor común por el vino. ¡Y me siento muy orgulloso!

—Tienes razón —reconoce Rafael, sonriendo.

—¡Magia! —llama el
vinarius
—.Tráenos una jarra de cécubo, otra de falerno y otra de albano
[2]
para que nuestro hermano reponga fuerzas y duerma sin tener pesadillas.

—¿Tus negocios se han visto afectados por el incendio, Sexto Livio? —pregunta el mensajero.

—Mi almacén ha sido pasto de las llamas. Es una gran pérdida, pero no me arruinaré. La tienda, que está aquí al lado, en la prolongación de la planta baja, no ha sufrido daños, la casa tampoco, y, sobre todo, los míos están indemnes.

La esclava lleva higos, uvas, copas, el vino y agua para cortarlo, y, mientras Domitila acompaña a los tres niños a su habitación, los dos hombres se recuestan cada uno en un diván. Magia lava las manos de su señor y de Rafael con una jarra de agua perfumada y las seca con una toalla. Finalmente, los dos hombres saborean el néctar blanco. La uva albana, variedad que se cultiva en los alrededores de Roma, es muy del agrado de Rafael.

—Tal como afirma el viejo Plinio —dice el
vinarius
—, hay dos licores muy agradables para el cuerpo humano: el aceite por fuera y el vino por dentro. Además, ha sido en parte gracias al vino como he encontrado a Jesús… Sí, gracias al vino y a mi segunda pasión: los libros y la poesía.

—Cuéntame, hermano —dice Rafael.

—Verás, mi negocio me lleva a relacionarme mucho con los comerciantes judíos, peregrinos o ciudadanos, y en particular con los que ejercen la profesión de armador. Con uno de ellos, Simeón Galva Talvo, trabajo desde hace varias décadas. Hace unos diez años me interesé por los libros que marcan la vida de los que entonces yo llamaba «judíos excéntricos». Simeón Galva me prestó una Biblia traducida al griego en Alejandría.

—La Septuaginta —dice Rafael—.Yo soy judío, la conozco.

—Ese libro fue para mí una verdadera revelación, hermano. Una revolución interior. Un sentido, un camino de vida que nuestros dioses e innumerables héroes jamás han logrado dar, en sus azarosas aventuras, a los humanos, como tampoco los poetas griegos y romanos han alcanzado la sencillez intransigente del Decálogo.

—Comprender y respetar los diez mandamientos dados por Dios a Moisés en el monte Sinai no es una tarea sencilla, hermano —señala Rafael—. Ni siquiera para los judíos, aun cuando para ellos constituyen el corazón de la Ley.

—Desde luego. Pero calaron en mí. Era como si el rayo divino hubiera caído sobre mi dura cabeza de pagano… ¡Eso hacía reír a Simeón! Con el paso del tiempo, dejé de contentarme con mantener relaciones comerciales con él y sus correligionarios, nació una amistad entre nosotros y tuve acceso a otros libros. Me convertí en lo que nosotros, los romanos, llamamos un «temeroso de Dios», es decir un no circunciso que comparte ciertas ideas religiosas con los judíos sin llegar a la conversión. Hace seis años, Simeón Galva Talvo puso en mis manos la copia de un texto todavía más singular que la Septuaginta. Se trataba de una carta dirigida al pueblo de Roma, escrita por un judío ciudadano romano residente en el extranjero, que se llamaba a sí mismo «Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar el Evangelio de Dios».

—La Epístola a los romanos…

—Exacto. Esa carta me impresionó mucho, pero de un modo diferente. En el Decálogo, Dios solo se dirige a Moisés y a su pueblo. Aunque yo estaba de acuerdo con esos preceptos, permanecía, como incircunciso, al margen de los mandatos divinos. Pablo, en cambio, dice que todos están sometidos al pecado y a la posible salvación, los judíos por descontado, pero también los griegos, los romanos y los bárbaros.

—Imagino tu estupor de pagano —dijo sonriendo Rafael—. Ahí reside la fuerza de Pablo: en haberse atrevido a afirmar que la Ley de Dios y la palabra de Jesús no están reservadas al pueblo elegido, que Dios no es solo el Dios de los judíos, sino el Dios de todas las naciones«…

—«De la Ley solo nos viene el conocimiento del pecado» —cita Sexto Livio—. Esta frase me impidió dormir durante varias noches… Después me hice muchas preguntas sobre ese Jesús, un profeta del que Pablo decía que había resucitado de entre los muertos. ¡Volver del Hades! Una cosa así era inconcebible. Para mí, como para todos los romanos, aparte de los héroes y los fantasmas, nadie sale del mundo subterráneo…

—Solo la fe, la percepción de la luz, permite creer en la vida eterna, la vida del espíritu… «Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros», dice también el apóstol.

—Leí y releí ese pasaje —confiesa el comerciante llenando de nuevo las copas de vino y agua—, ese y toda la carta miles de veces. Después empecé a esperar a Pablo, puesto que al final de su misiva decía que vendría pronto a Roma, cuando fuera a Híspanla… Quería hablar con ese hombre, cuyas copias de escritos dirigidos a otros pueblos Simeón me prestaba. El autor me fascinaba tanto como sus palabras. Simeón me hablaba de fraternidad, de caridad, de perdón, de los milagros obrados por Cristo y más tarde por Pedro y los otros apóstoles, curando a enfermos, resucitando a muertos… Yo no lo sabía, pero estaba instruyéndome, preparándome poco a poco para el bautismo… En cuanto a Pablo, yo seguía esperándolo. Pero los años pasaban y su misión siempre lo alejaba de Roma. Hasta que un día, hace cuatro años, Simeónvino a avisarme de que Pablo por fin venía. Pero llegaba a la capital del Imperio preso, a fin de ser juzgado por el emperador en persona…

—¿Por qué razón? —pregunta Rafael.

—Es una larga historia, que Simeón me ha contado más de una vez… Pablo había sido arrestado en Jerusalén, en la explanada del Templo, donde unos judíos intentaban matarlo. Lo acusaban de haber profanado el lugar santo por haber introducido en él a un pagano. La guardia romana lo detuvo. Para librarse del látigo del centurión, Pablo alegó que era ciudadano romano y el tribuno le permitió explicarse ante sus hermanos judíos. Pero estos últimos lo acusaron de violar la Ley y quisieron lincharlo. Informado de una conspiración que algunos de ellos habían tramado para matarlo, el tribuno lo envió, convenientemente custodiado, a Cesárea Marítima, a fin de que compareciera allí ante el tribunal del procurador. Pablo apeló al César y reclamó ser juzgado por Nerón en persona, en Roma. Dos años más tarde, el gobernador Festo accedió a su petición y Pablo embarcó para la Urbe. Pero se desencadenó una tormenta en alta mar y el barco naufragó en la isla de Malta. Pablo, los otros prisioneros y la guardia romana pasaron allí varios meses antes de poder reanudar su viaje. En la isla, Pablo había cuidado y sanado a numerosos enfermos… Cuando llegó aquí, le permitieron alquilar una casa adecuada, donde lo custodiaba un soldado.

—¿Lo visitaste a menudo? —preguntó Rafael.

—Todos los días durante los dos años que duró su estancia entre nosotros. Su puerta estaba abierta para todos. Desde el alba hasta el crepúsculo, recibía a judíos, paganos, hombres y mujeres de toda condición y de diferentes religiones. A todos les hablaba de Jesús y del reino de Dios. Lo vi con mis propios ojos curar en un instante las heridas de un niño condenado a morir… Aplicó sobre el pequeño agonizante un pañuelo que había tocado su cuerpo, y los malos espíritus, y el óbito, se alejaron del niño. Unos se marchaban transformados, otros se mantenían incrédulos. Pero no se ejerció ningún tipo de violencia contra él en Roma.

—¿Y el juicio ante el emperador?

—Nerón lo declaró inocente y sobreseyó el caso. Antes de marcharse de Roma, hace de eso ya un año, Pablo nos bautizó a mi mujer, a mis hijos, a mi esclava y a mí mismo, en una fuente que alimenta el Tíber. Ese hombre es un santo y ha cambiado mi vida. No sé dónde está ahora, tal vez en Hispania, o en sus comunidades ile Grecia, de Macedonia o de Misia, a las que tanto quería…

Un silencio recogido invade la estancia. Dos jarras están vacías, de la tercera queda la mitad. Sexto Livio le sirve a su invitado.

—¿Y cuál es el mensaje que debes transmitirle a Pedro?

—Perdona, hermano, pero he prometido revelarlo únicamente al primero de los apóstoles. Se lo he jurado a María de Betania, la autora del mensaje.

—¿María de Betania? —repite el mercader de vino, atónito al oír ese nombre—. ¿María de Betania, la hermana de Lázaro? ¿La mujer que ungió a Jesús con perfume?

—La misma. Se ha negado a escribir la misiva, he tenido que aprendérmela de memoria. Y va a conmover a todas nuestras comunidades…

—Es absolutamente preciso que lleguemos hasta Pedro… Mañana iré a la prisión. No me dejarán verlo, pero intentaré obtener información. Tú te quedarás aquí, es más prudente.

—¿Qué piensas de estas detenciones, Sexto Livio? ¡Si Nerón absolvió y soltó a Pablo, me cuesta creer que ahora decida castigarnos!

—No olvides lo que Nerón ha sido capaz de hacer a los suyos. Envenenó a su hermano Británico, hizo coser a puñaladas el vientre de su propia madre, Agripinila, repudió a Octavia, su mujer, quien acabó con las venas cortadas y escaldada por sus esbirros. Vive en la lujuria y el desenfreno, y Popea, su antigua amante y nueva esposa, es una criatura diabólica que ejerce sobre él una influencia muy nefasta… Como ciudadano, respeto al César y le obedezco, pero… ¿cómo no temer lo peor de un asesino, de alguien que ha matado a su propia familia? ¿Crees que un hombre semejante puede tener algún escrúpulo en desembarazarse de los miembros sin influencia de una secta ilegal, aborrecida por toda la ciudad y acusada de haber incendiado la capital del Imperio?

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