La palabra de fuego (2 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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—¿Qué hace este aquí? —dijo Gina, que se alegraba de estar con un cliente bien plantado—. ¿Cómo ha entrado? ¿Es un vagabundo que ha venido a dormir la mona?

El doctor, sin decir palabra, hacía subir la luz de la linterna pollos grandes zapatos, los vaqueros raídos y la camiseta blanca de algodón del hombre.

—No, debe de ser un arqueólogo que ha venido a echar una cabezadita, embotado por el calor o porque ha bebido un poco más de la cuenta —rectificó Gina.

El haz de la linterna llegó hasta la cabeza. Gina profirió otro grito. El cráneo estaba hundido y manchado de sangre.

—¿Está…? ¿Cree que está…? —balbució Gina, temblando de miedo.

Sin manifestar ninguna emoción, recuperada su flema y su seriedad profesional, el médico se arrodilló y con gestos precisos buscó el pulso, escuchó el corazón y examinó las heridas de la cabeza.

—Sí —respondió finalmente—. Está muerto. Y desde hace menos de una hora.

Tras haber constatado fríamente la defunción, el cardiólogo continuó examinando el cadáver, como un forense ducho en su materia.

—¡Qué horror! —exclamó Gina—. ¡Menos de una hora! Eso significa que el que lo ha matado no anda lejos. Es posible que esté escondido muy cerca de aquí, que nos vigile para liquidarnos a nosotros también. ¡Hay un loco entre estas paredes! ¡Tenemos que irnos enseguida!

Lentamente, Ziegemacher se levantó e iluminó el espacio circundante con la linterna. Gina, aterrada, lo agarró del brazo. En el lupanar no había nadie, tal como había constatado al llegar, nadie aparte de ellos dos y el cuerpo sin vida de un desconocido. El doctor no pudo evitar sentir una angustia sorda y se hizo entrar a sí mismo en razón para conservar su aire hastiado y su sangre fría. Después de todo, no tenía experiencia en ese tipo de situaciones; era cardiólogo, no forense.

—Cálmese, usted misma ve que no hay nadie —afirmó en un tono que intentaba transmitir seguridad—. Después de haber cometido el crimen, hasta los asesinos más locos huyen sin entretenerse con nada.

—¿Qué sabe usted de esas cosas? —repuso ella con una inflexión en la voz que la situación hacía agresiva—. ¡Me dijo que era médico, no policía! ¿Y qué vamos a hacer ahora? ¿Quién va a avisar a los carabineros? ¡Virgen santa, me he metido en un buen lío! Ahora que había conseguido que se olvidaran de mí…

Se tapó la cara con las manos y se puso a llorar como una niña. El doctor, incómodo, escrutaba de nuevo el cuerpo y el espacio circundante iluminándolos con la linterna.

De pronto descubrió una inscripción. En la pared, arriba del rostro ensangrentado, aparecía escrito con tiza blanca:

«
Giovanni, 8,1—11».

—Mire —le dijo en voz baja a Gina.

—¿Qué es eso? —preguntó la mujer entre sollozos—. ¿Quién es Juan? ¿Él? ¿Es su nombre? ¿O es el nombre de… de su… de su asesino, y lo ha escrito él justo antes de morir?

El médico frunció el entrecejo antes de responder:

—Creo que se trata de algo muy distinto. ¿No tendrá por casualidad una Biblia?

Gina dejó de llorar y lo miró, atónita. En veinte años de oficio, era la primera vez que un cliente le preguntaba eso.

Capítulo 2

—Estás segura de que no tienes frío, Romane? ¡Puedo volver a casa a coger tu abrigo!

—Mamá, todavía no estamos en invierno, no necesito el abrigo.

—No llega a formarse escarcha, lo reconozco, pero el aire ya es fresco.

—¿Qué es la escarcha, mamá?

—Es el nombre del rocío de la noche cuando se congela debido a la baja temperatura.

—Mamá, ¡cuántas cosas sabes! Yo nunca conseguiré tener todo eso dentro de la cabeza como tú.

La madre sonrió.

—¡Pues claro que sí! ¡E incluso mucho más! Pero, para conseguirlo, ¿sabes lo que hay que hacer?

—Sí, no hablar en clase con Chloé, escuchar atentamente lo que dice la maestra y obedecer.

Madre e hija avanzaban cogidas de la mano por las callejas del pueblo. Solo se parecían en el color del pelo —un castaño oscuro tirando a negro—, que la madre llevaba en melena corta, con la nuca al aire, y la hija en largas trenzas enrolladas y sujetas por encima de las orejas. Romane tenía la piel mate, casi aceitunada, de los mediterráneos, mientras que Johanna era de tez clara, con pecas. Los ojos de la chiquilla eran verde oscuro, de un bonito color esmeralda salpicado de motitas doradas, y estaban enmarcados por unas gafas redondas de montura roja, mientras que la madre tenía una mirada azul nórdico, muy clara, con un cerco gris y, en el iris, el reflejo abombado característico de los que han cambiado las gafas por lentillas.

La silueta de la madre, alta, espigada sin estar flaca, estaba marcada por una leve cojera. A Johanna le había quedado esta secuela casi imperceptible del accidente de coche que la había tenido varios meses postrada en la cama de un hospital seis años antes, cuando estaba embarazada de Romane sin saberlo todavía.

—Mamá, ¿vendrás a buscarme esta tarde?

—¿Se me ha olvidado alguna vez venir, cariño?

—No.

Johanna se arrodilló delante de su hija y la estrechó entre sus brazos.

—Romane —le susurró al oído—, te quiero, ¿sabes?, te quiero muchísimo.

—¿Más que a la abuelita y al abuelito? ¿Más que a Hildeberto? ¿Más que a Isabelle? ¿Más que a Luca?

—Más que a nadie, más que a mí misma. Hasta luego. Pórtate bien y trabaja mucho.

Johanna besó con ternura a la niña, le acarició otra vez la mejilla y los cabellos, se levantó y la miró entrar en el patio del colegio con una mezcla de orgullo y de temor. Romane le recordaba su infancia. Johanna se negaba a que su hija sufriera las mismas angustias que ella, tanto más cuanto que Romane no tenía padre. Para Johanna, eso no era un problema, desde el primer momento se había sentido capaz de asumir el papel del padre y de la madre. Pero esa ausencia podía tener desagradables consecuencias en el desarrollo de Romane. Por eso su madre la rodeaba del doble de atenciones, atenta al mismo tiempo a no convertirla en una niña demasiado mimada, maleducada y refractaria a la autoridad.

En realidad, su hija era como una parte de sí misma, su mejor parte, sin duda alguna. Esa hija no deseada, inesperada, se había convertido en el centro de su existencia, en el sentido de una vida que había estado a punto de perder hacía seis años. Había pasado el embarazo en cama y había tenido que someterse a una cesárea, a causa de los clavos que llevaba en las caderas.

El 31 de diciembre, Romane cumpliría seis años. Mientras recorría la calle Ecoles hacia el antiguo convento de las Ursulinas, Johanna admiró la niebla otoñal que inundaba el valle, más abajo: vapores blancos envolvían los caminos de creta y el sonido de las campanas de la iglesia de Asquins, a las que respondían las de Saint-Pére, al otro lado de la colina, a cuya cúspide anclada en las cimas, claro pináculo flotando sobre la bruma, estaba llegando. Se felicitó por haber obtenido un puesto allí. Indudablemente, en París habrían dejado a Romane en lista de espera por haber nacido a final de año y probablemente habría tenido que hacer un año más de preescolar antes de empezar la enseñanza primaria. Por lo menos aquí no perdía ningún curso, las clases no estaban abarrotadas y en un pueblo de apenas quinientos habitantes su hija estaba a salvo de la violencia inherente a las metrópolis. «Mi hija está segura —se decía Johanna mientras llegaba al nártex—. Se la ve contenta, aunque no vea casi nunca a sus antiguas amiguitas. De hecho, desde que ha hecho migas con la pequeña Chloé, ya no habla de París. Y además ahora tiene espacio y oxígeno, ¡y un jardín para ella sola! Sí, es feliz… Hice bien en aceptar este puesto. De todas formas, solo es para un año…»Se detuvo, escuchó el canto de los grajos y las golondrinas y, tras contemplar sus evoluciones, posó los ojos en la basílica.

El centro gótico de la fachada, chocante en medio del conjunto románico, atrajo su mirada. En el arco apuntado del monumento, en el que se abría una enorme ventana, se alzaban esculturas de santos, ángeles, la Virgen, María Magdalena y Jesucristo. A ambos lados de este coro del siglo XIII, los elementos románicos eran disimétricos y estaban mutilados. A la izquierda, un rayo había amputado la torre norte, que en el siglo XIX Eugéne Viollet-le-Duc había coronado con un tejado piramidal. En el lado sur, la torre de San Miguel culminaba a 38 metros de altura, alternando ventanas de arco de medio punto y arcos ciegos hasta la balaustrada final que el arquitecto había puesto en la cima del campanario para sustituir la aguja octogonal de madera destruida por el gran incendio de 1819.

Johanna observó el gran tímpano exterior con una mezcla de tristeza, admiración y resignación. Las esculturas románicas habían sido destrozadas primero por los hugonotes, en la época de las guerras de religión, y después por los revolucionarios, en el siglo XVIII. En lugar de reconstruirlas, Viollet-le-Duc, cuyo primer trabajo fue este, había optado por inventar unas nuevas imitando el estilo medieval. El resultado era un dintel que representaba episodios de la vida de María Magdalena y una escena del Juicio Final. Los réprobos caían en la boca del Infierno a la izquierda, los buenos se encaminaban hacia el Paraíso a la derecha. En el centro, un Cristo glorioso, de una blancura que contrastaba con los tonos verduscos de la vieja caliza que constituía el resto de la fachada.

Una vez más, Johanna suspiró ante ese escaparate falsificado y se dejó atrapar por el encanto que, pese a todo, se desprendía de la iglesia borgoñona.

¿Era a causa de la historia tormentosa de esa antigua abadía, antaño gobernada por los benedictinos? ¿Al hecho de que estuviera encaramada en una colina atravesada por corrientes telúricas, expuesta a las tormentas, los rayos y las grandes pasiones humanas, y que los romanos llamaban monte Escorpión? Quizá era simplemente que la magia de las piedras actuaba de nuevo, ese hechizo que había forjado el alma de la joven y que hacía seis años se había callado.

Johanna había despertado después de una semana en coma, cuando sus padres acababan de disponer que fuera trasladada del hospital de Avranches a Cochin para que la operaran. Todavía le costaba recordar qué la había sorprendido más: el hecho de estar viva o el de llevar un hijo en el vientre. Pero, a partir de aquel instante, las piedras antiguas habían pasado a un segundo plano. Había decidido luchar por el bebé. Inmediatamente supo cuál iba a ser su nombre. Inmediatamente después había tomado conciencia de que, en lo sucesivo, ese ser que crecía en su seno lo sería todo para ella, al igual que ella lo era ya todo para él.

Como todos los días, Johanna escuchó la alegre música de las campanas de la Magdalena que replicaban a las del valle, y le hizo una seña a un personaje de piedra caliza y liquen empotrado allá arriba, en el lateral de la torre de San Miguel.

—¡Gloria al protector de las almas! —dijo una voz justo detrás de ella.

La joven sonrió, se volvió y se encontró frente a un sayal marrón, gastado, con capucha redonda y sujeto en la cintura con una cuerda, del cual sobresalían unas toscas sandalias que cubrían unos pies desnudos, unas manos apergaminadas y sembradas de pecas y una cabeza calva, de semblante lampiño y arrugado, nariz aguileña, frente ancha, mejillas hundidas y unos ojos grises sorprendentemente dulces, vivos y profundos pese a la avanzada edad del monje franciscano. El anciano iba encorvado bajo el peso de un gran saco de yute.

—Buenos días, padre. ¿Qué lleva ahí? ¡Pesa demasiado para usted, démelo!

—¡Ni hablar, hija mía! ¡No pienso dejar que me prive de este ejercicio físico, el único que me queda! Es leña menuda para la estufa, y no pesa tanto. Venga conmigo al presbiterio, la invito a un café.

Johanna no pudo por más de obedecer.

Había conocido al monje unos días después de haberse instalado en Vézelay, mientras visitaba la cripta de la basílica. En la oscuridad de la capilla, la medievalista había confundido el sayal del religioso prosternado con el hábito benedictino y, por un instante, había creído que se trataba de un espejismo de la Historia. Había simpatizado con el clérigo, quien, aun no perteneciendo a la orden de San Benito, no era menos abierto que sus miembros y muy erudito. En honor al primer monje mendicante que, exhortado por Francisco de Asís, había establecido una misión de franciscanos en Vézelay, en 1217, el anciano se había puesto el nombre de fray Pacifique. Además de la poesía desfasada de ese nombre, que tranquilizaba a Johanna, esta percibía una semejanza de carácter con otro viejo monje que había conocido, el padre Placide, fallecido hacía más de cinco años. Apreciaba la mansedumbre plácida, la jovialidad sencilla y la inmensa cultura de fray Pacifique.

El religioso entró delante de ella en una habitación polvorienta y parcamente amueblada, con las paredes cubiertas de libros. Dejó caer el fardo al suelo y puso la cafetera de cinc sobre la estufa, que servía también de fogón. A sus ochenta y cinco años, el fraile menor vivía en unas condiciones de privación propias del voto de pobreza absoluta de los miembros de su orden, pero que apenaba a Johanna. Siempre que lo visitaba, intentaba ayudarlo, le llevaba utensilios y vituallas que pudieran mejorar su alimentación, pero el anciano prefería preguntarle a la especialista en la Edad Media sobre su trabajo y sus estudios, o hablarle del pasado de Vézelay: las relaciones de los habitantes de La Cordelle, el pequeño convento fundado en el siglo XIII al pie de la colina, fuera de las murallas, con los benedictinos de la abadía de la Magdalena habían sido tumultuosas y en ocasiones violentas, pues el ascetismo de los franciscanos se llevaba mal con la opulencia y el gusto por el poder de los monjes negros. Fray Pacifique y Johanna se lo pasaban en grande reproduciendo esos episodios medievales.

—¿Todo bien en La Cordelle? —preguntó.

—Siguen resistiendo —respondió él, sacando las tazas y el azucarero—. Acaban de llegar dos jovencitos de cincuenta años, no está mal.

Fray Pacifique se había instalado en La Cordelle en 1950, a los veinticinco años. Durante cuatro años, los franciscanos habían administrado doce parroquias en el valle de la Cure y, sobre todo, la gran iglesia. Al viejo monje le encantaba narrar ese período, el más fasto de su vida, junto a hermanos de mente privilegiada, encantadoramente excéntricos y enamorados de las piedras del edificio, que mimaban como a una santa o una amante.

Echaba de menos a su compañero de entonces, un mainá negro, al que no solo había enseñado a hablar, sino a recitar el padrenuestro en latín. El pájaro había muerto súbitamente en 1993, cuando los franciscanos habían dejado la basílica a una orden más joven. Los supervivientes se habían marchado o habían regresado a La Cordelle. Fray Pacifique había enterrado al pájaro sabio junto al presbiterio, bajo un gran árbol. Incapaz de dejar María Magdalena y la cima de la colina, había conseguido autorización para ocupar una habitación de la gigantesca casa rectoral, al lado de la iglesia, donde se alojaban también los nuevos señores de la basílica. Todos los días iba a La Cordelle, pero siempre volvía para rezar en la cripta y retirarse en la Magdalena.

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