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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (4 page)

BOOK: La palabra de fuego
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Johanna se dirigió hacia el módulo prefabricado blanco. En el mismo instante, la puerta se abrió y una mujer rubia de unos veinte años apareció en el umbral con un cigarrillo en los labios.

—No me lo puedo creer, ¡todavía hay gente que fuma en este planeta! —constató Johanna en un tono teatral.

—¡Sí, unos pocos cabezotas amantes de la libertad, inconscientes o suicidas! —repuso Audrey con una amplia sonrisa—. Mañana lo dejo.

Desde que los trabajos habían empezado, hacía quince días, todas las mañanas se repetía la misma canción: la directora sermoneaba amablemente a la estudiante, la cual posponía invariablemente para el día siguiente su abandono del tabaco. La observación de Johanna, más que un reproche, era una forma de crear cierta complicidad con la chica. Mientras Audrey daba unas caladas, Johanna entró en la caseta, donde reinaba un delicioso olor a café y donde se encontraban ya los dos hombres del equipo.

—Buenos días —dijo—. ¿Una rápida reunión para ver cómo vamos? ¿Aquí o en la sala capitular?

—¡Aquí! —respondieron a coro Werner y Christophe.

—En la sala del capítulo hay tanta humedad que no nos libraríamos de pillar un resfriado o una neumonía —añadió Christophe—. Aquí, por lo menos, estamos calentitos…

Johanna se sirvió una taza de café y esperó a que Audrey volviera. Como era lunes, dedicaron un momento a repasar la división del sector y las atribuciones de cada uno para la semana.

Agachada sobre el trozo de tierra que le estaba reservado, Johanna se subió la cremallera de la chaqueta de tejido polar. Después de la pasión obsesiva por las excavaciones arqueológicas que había estado a punto de llevarla a la muerte seis años antes, después del vacío de los meses de hospital, seguido de la apatía que se había apoderado de ella en el laboratorio parisino del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, la invadió una oleada de ternura. Desde entonces ya no miraba las piedras ancestrales como cofres que había que forzar y secretos que había que penetrar, sino como viejas amigas, cómplices desde siempre. Johanna había madurado. Ya no tenía que elegir entre su amor por el arte románico y las relaciones afectivas con los vivos: gracias a su hija y tal vez gracias a su accidente, había descubierto que podía conciliar las dos cosas. El mes pasado había cumplido cuarenta años. Sin duda la edad no era ajena a este cambio.

Pero, aunque Johanna se había reconciliado con las piedras de los edificios sagrados, las tumbas y los esqueletos le daban miedo. Las osamentas medievales ya no representaban a sus ojos el rastro de una vida, el testimonio de un pasado que se podía reescribir, sino la materialidad de la muerte. La antigüedad del fallecimiento no le restaba un ápice de carga emocional. Sin embargo, Johanna sería incapaz de dejar que sus colegas inspeccionaran sin ella el antiguo cementerio de los monjes, que se encontraba en las proximidades. «Quién sabe —se decía—, quizá esos cadáveres encierren tesoros…»A las cuatro y cuarto fue a buscar a su hija al colegio. Era su momento preferido del día. No podía evitar cierto nerviosismo cuando esperaba a Romane, una mezcla de inquietud y de impaciencia que no se calmaba hasta que reconocía la querida cabeza entre las de sus compañeras.

Corriendo y gritando como los otros niños, Romane se precipitó hacia su madre con Chloé. Johanna se inclinó hacia las dos chiquillas, las besó, se colgó sus carteras del hombro y cogió a cada una de una mano.

—¿Qué, chicas? ¿Cómo ha ido hoy? —preguntó.

—¡La señorita Jaffret es mala! —exclamó Chloé, un encantador diablillo pelirrojo con coletas y ojos de color avellana, vivaracha y traviesa como una ardilla.

—Ah, ¿sí? ¿Cómo es eso?

—¡Nos ha puesto de cara a la pared a Romane y a mí!

—Vaya… ¿Y qué habíais hecho para merecer ese castigo?

—¡Nada! —respondió, ofendida, la pelirroja—. ¡Nada de nada!

Johanna se volvió discretamente hacia Romane. Su hija se sonrojó, se tapó la boca con la mano, dirigió una mirada a Chloé por detrás de la espalda de su madre y se echó a reír. Su amiga la imitó y un momento después las dos chiquillas se tronchaban de risa.

—¡Pobre señorita Jaffret! —dijo Johanna—. ¡Con unas arpías como vosotras, va a acabar el curso con el pelo blanco!

En una callejuela perpendicular a la calle Saint-Étienne, el trío entró en una panadería-pastelería decorada en amarillo y rosa, impregnada del olor empalagoso de la mantequilla fundida. Johanna dejó a Chloé en manos de su madre, que estaba detrás del mostrador. A cambio, la panadera le dio a Romane un enorme bollo de chocolate. A veces también le daba a la arqueóloga algunos pasteles sobrantes del día anterior para su equipo.

Las dos crías se despidieron desconsoladas, y Johanna y Romane regresaron a la calle principal para subir hasta la cima de la colina.

—¡Hola, preciosa! ¡Ven a darme un beso chocolateado!

Romane se echó en brazos de Christophe. Desde el inicio de los trabajos, era su preferido del equipo. Cuando lo veía, se ponía a hacer carantoñas y montaba un número de seducción que dejaba a Johanna estupefacta. Fiel a su costumbre; la niña se quedó al lado de él. Christophe le había comprado una silla de cámping de su tamaño y la instaló en ella, tapada con una manta de viaje. Después reanudó su trabajo, conversando alegremente con Romane, quien de cuando en cuando se levantaba de su sillón para apoyar su minúscula mano sobre el enorme hombro del arqueólogo y pedirle explicaciones sobre su trabajo. Desde lejos, Johanna observaba la escena. Se decía que, pese a sus esfuerzos, no conseguiría paliar la ausencia de un padre y que, aunque su hija respiraba alegría de vivir, en el fondo sin duda sufría. Entonces, Johanna se sentía culpable de no saber o no poder darle un padre a su hija.

A las seis de la tarde, todo el mundo guardó sus útiles en la caseta.

Romane y Johanna bordearon la iglesia, pasaron por delante de la torre de San Miguel y giraron a la izquierda por la calle Chevalier-Guérin, una calleja medieval estrecha y encantadora que las condujo a la calle Hôpital. Johanna habría preferido vivir en un lugar que llevara otro nombre, pero se había enamorado de la casa.

—¡Aquí están mis princesas! —exclamó una voz clara y femenina.

La arqueóloga saludó a la propietaria de su vivienda, que estaba trasplantando unos geranios en la pequeña terraza de su casa con cortinas de cretona. Romane se escapó para ir a darle un beso a la mujer.

La señora Bornel tenía tres casas contiguas. Alquilaba la del centro, por una suma irrisoria, a una fundación de ayuda a los artistas; en ese momento estaba ocupada por un viejo poeta, un escultor en madera y un joven acuarelista. Louise Bornel decía que así perpetuaba la vocación artística de Vézelay a la vez que realizaba un acto de caridad cristiana. La vivienda de la derecha se la había alquilado a Johanna por un precio normal, aunque ínfimo en relación con los alquileres de la capital. En cuanto a la casa de la izquierda, engalanada con ajimeces, esas ventanas arqueadas y divididas en el centro por una columna, la había vendido a la muerte de su marido, veinte años antes, a cambio de una renta vitalicia y con derecho a ocuparla mientras viviera. Como era una excéntrica un poco alcohólica, había pedido que le pagaran la renta en orujo. Los compradores debían suministrarle cien botellas al año del mejor aguardiente de Borgoña, cuya marca precisaba ella misma. Veinte años después, ellos estaban al borde de un ataque de nervios y la señora Bornel, a sus noventa años, fresca como una rosa.

—¿Una copita, hija?

—No, gracias, Louise, es demasiado pronto.

Johanna detestaba ese brebaje a la vez fuerte y dulzón, a base de orujo y ratafía, que te embriagaba con la misma rapidez que una ráfaga de viento en la cima de la colina. Pero adoraba a la señora Bornel. La anciana nunca parecía ebria, ni un solo cabello blanco escapaba jamás de su moño, y su mirada era invariablemente de un azul franco y puro.

Su vivienda no era inmensa, pero, comparada con el apartamento de la calle Henri-Barbusse, era un palacio: una gran cocina-comedor abierta a un salón, y en el piso de arriba un cuarto de baño y tres habitaciones abuhardilladas. Los muebles eran rústicos y generosos, y se respiraba la atmósfera sana de las viejas casas de campo.

—¡Hildeberto! ¿Dónde estás? ¡Hildeberto! —gritó Romane mientras iba a lavarse las manos en el fregadero de la cocina, después de haber dejado la cazadora en la entrada.

—Debe de andar merodeando por ahí, no te preocupes, no tardará en volver a casa para comer…

Hildeberto era un gato sin raza del que se había encaprichado la pequeña en la Sociedad Protectora de Animales de Seine-et-Marne, cuando sus abuelos la habían llevado para que eligiera un cachorro. La cría —que entonces tenía cuatro años— se había enamorado de ese viejo bastardo. Su pelaje negro, su mirada clara y sagaz de patriarca y su volumen habían hecho pensar a Johanna en un abad benedictino del siglo XI llamado Hildeberto. Altivo, independiente y poco amante de las caricias, el gato, sin embargo, hacía una excepción con Romane, llegando incluso a dormir todas las noches en su cama, pegado a ella.

Pero, desde que vivían en el campo, Hildeberto había cambiado de comportamiento: clavado normalmente a un sillón o un radiador en una postura majestuosa, había descubierto la naturaleza y se consagraba a ella por entero. Desaparecía por la mañana, regresaba a última hora del día, a veces cubierto de hojas o de tierra, devoraba unas cuantas croquetas y volvía a marcharse no se sabía adonde para reaparecer al amanecer. La más afligida por la conducta de Hildeberto era Romane, que había perdido a su compañero de juegos favorito y peluche nocturno.

Contrariada una vez más por la ausencia del gato, la pequeña subió a su habitación. Dejó la cartera sobre el viejo pupitre de madera que sus abuelos le habían regalado: la mesa de estudio de Johanna cuando era pequeña. Se sentó en el banco cubierto de cojines, mientras que su madre lo hacía en un sillón de jardín de mimbre. Empezó entonces la ceremonia de los deberes, a la que siguió el ritual del baño.

A Romane, ese momento le gustaba todavía más desde que vivían allí, pues, tanto para ahorrar como para librarse lo antes posible de la humedad que se te metía hasta en los huesos tras una jornada de trabajo en contacto con la tierra, Johanna compartía la bañera con su hija. Después de la seriedad del estudio teñido de leyendas y mitos, el intermedio acuático era el momento en que Romane exteriorizaba sus problemas, sus entusiasmos y sus pesares. Esa noche tenía algo que preguntarle a su madre:

—Mamá, mi amiga Agathe celebra su cumpleaños el sábado. ¿Podré ir con Chloé?

—¿Dónde vive Agathe? —preguntó Johanna, frotando con champú los largos cabellos de su hija.

—Por el bosque de la Madeleine, en el campo. Sus padres hacen vino.

—Supongo que tendré que llevaros a Chloé y a ti en coche e ir a recogeros, ¿no?

—Es que la mamá de Chloé dice que no puede cerrar la tienda un sábado.

—De acuerdo. Piensa entonces en lo que te gustaría regalarle a tu amiga.

—¡Ya lo sé: un ojo de murciélago! Agathe se lo guardará en el bolsillo y, gracias a su poder mágico, se volverá invisible. Así, en el colegio los chicos ya no podrán meterse con ella.

—Creo que tu amiga tendrá que defenderse de otra forma, Romane. Piensa en el pobre murciélago. En la Edad Media, creían que sus ojos hacían invisibles a los humanos, pero te recuerdo que los mataban para conseguir ese poder.

—¡Ah, entonces no! ¡Los murciélagos son buenos, no quiero que les hagan daño! Vale, pues cambio de regalo: un unicornio.

Johanna sonrió y continuó frotando la cabeza de su hija.

—Estupendo, vas a hacerle un bonito dibujo de un unicornio, ¿no es así?

—¡Un dibujo no, mamá! ¡Voy a llevarle un unicornio de verdad, y vivo! Ya sé que el unicornio es salvaje y solo puede vivir en libertad en el bosque, pero me dijiste que había una excepción y que las niñas buenas podían domarlo, así que voy a ir al bosque con Hildeberto y traeré para Agathe, que es buenísima, un precioso unicornio vivo.

En momentos como ese, Johanna lamentaba no ser tendera.

Después del baño, Johanna dio de cenar a su hija. A las nueve menos cuarto, Romane constató con tristeza que Hildeberto aún no había vuelto y subió a acostarse. Johanna le leyó unas páginas del
Roman de Renart
, la pequeña rió de la jugarreta que el zorro le gasta al lobo Ysengrin y después se abandonó a sus sueños.

La arqueóloga empujó despacio la puerta de la tercera habitación, la más pequeña, que servía a la vez de habitación de invitados y de despacho. Sin encender la luz, se dirigió hacia lo que parecía una gran caja oscura. Se arrodilló, apenas iluminada por un rayo de luna creciente, hizo girar varias veces un gran botón y la caja se abrió.

Johanna sacó de la caja fuerte un objeto del tamaño de un bebé. Lo dejó con delicadeza sobre la mesa, delante de la ventana. En ese instante dio un respingo. Dos ojos fosforescentes la espiaban.

Encendió la lámpara de la mesilla de noche. Encaramado en el escritorio, Hildeberto la observaba como un padre abad mira a sus monjes durante la reunión del capítulo.

—¿Cuándo y cómo has entrado tú aquí? —le preguntó—. En fin, qué más da, pero te advierto que Romane ha estado buscándote hace un rato… Le cuesta dormirse sin ti. Sí, lo sé… A tu edad, has descubierto por fin las delicias del campo, pero ya veremos si cuando hiele no prefieres la estufa. Eres un ingrato. Cuando pienso que te puse el nombre de uno de los abades más santos de Occidente, el constructor de la abadía románica de Mont-Saint-Michel…

El gato, disgustado, emitió un maullido agudo y salió disparado. Johanna sonrió y acercó la lámpara al objeto extraído de su estuche de acero. De unos cincuenta centímetros de alto, era de roble oscuro con una pátina dada por los siglos y ennegrecido en algunas partes por el humo. Johanna lo contempló detenidamente. El astrágalo del viejo capitel de iglesia a duras penas resultaba visible, borrado por el rostro que el artista anónimo había tallado en la madera: en el centro de una efigie medieval de pureza virginal irradiaban unos ojos rasgados, ciegos como en un cuadro de Modigliani y, sin embargo, dotados de una extraña tristeza. Los labios y el cuello eran finos, los hombros estaban desnudos, los motivos del capitel carolingio hacían las veces de túnica o de estola silvestre: hojas, ramas y extraños pájaros, cabeza abajo y con las garras afiladas, que hacían pensar en búhos o aves de presa. Lo que chocaba de la escultura, nada más verla, eran los cabellos: se apartaban del rostro como antorchas, para caer sobre los hombros en ondas agitadas. La «Sancta Maria Magdalena» conmovía por su expresión de claridad atormentada, de resplandor contrarrestado por un drama íntimo y absoluto. Los especialistas veían en ella a la María Magdalena marcada por la tragedia de la crucifixión de Jesús, una figura de la santa, abatida antes de descubrir que su maestro había resucitado. Ese era el único punto en el que estaban de acuerdo.

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