La palabra de fuego (8 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Johanna escuchaba distraídamente la conversación cuando de repente, en medio de la lechuga, apareció un rostro, o más bien la imagen de un individuo que no tenía rostro: una papilla oscura lo había cubierto por completo, un magma de huesos, sangre y carne picada, un maquillaje atroz que le había aplastado la nariz, los ojos y la boca. Precipitadamente, Johanna se levantó y fue a refugiarse en los aseos. Como tiempo atrás, sintió náuseas. Se mojó la frente, las sienes y los labios con agua helada. El mismo vértigo que seis años antes se apoderó de su cabeza, mientras veía una gran silueta gris tendida en una camilla y envuelta en una manta. Se acordó del pobre cadáver que los camilleros habían dejado caer sin querer. Recordó los miembros descoyuntados y, de nuevo, el rostro desfigurado de ese hombre al que veía todos los días y al que no reconocía. La sangre otra vez, la carne aplastada como una fruta… Se agarró al lavabo y se obligó a pensar en Luca como un asidero que le permitiera volver a la realidad.

Luca… Luca… ¿Dónde estaba en ese momento? En Oslo o en Estocolmo, no se acordaba. En cualquier caso, la gira nórdica de la filarmónica terminaba el domingo. El lunes por la noche Luca estaría de vuelta en París, y el martes o el miércoles se reuniría con ella en Vézelay. Desgraciadamente, tenía que ir el viernes a Roma por motivos familiares. Su encuentro sería breve.

La tristeza y una sensación de frustración sucedieron a la angustia. Con la edad, soportaba peor la discontinuidad de las relaciones humanas y las intermitencias de la suya, íntima, con Luca. No obstante, no contemplaba la posibilidad de vivir con él de forma permanente: eso supondría pedirle que fuera un padre para Romane, cosa que Johanna no deseaba. De hecho, hacía a veces ese papel, pero oficiosa y ocasionalmente. La madre estaba satisfecha con esa situación, pero la mujer tenía dificultades para gestionar la intermitencia de su presencia. Lo quería con dulzura y calma, no era una pasión arrolladora. Confiaba en él y no temía posibles infidelidades durante sus ausencias. Pero, por la noche, cuando Romane estaba acostada y ella tenía por única compañía el silencio, se decía que poseía un don especial para elegir hombres que no estaban casi nunca a su lado. Por culpa, sin duda, de su fobia al compromiso. Sin embargo, tenía bastantes fantasmas que poblaban su vida.

—No, no, ese plato de rabo de buey se hace con pies y oreja de cerdo. ¡Mi madre es de las Ardenas, así que lo conozco muy bien!

En la mesa de nuevo, Johanna observó a Christophe. Tenía un pelo castaño claro abundante y bonito, pero el corte que llevaba realzaba la redondez de su cara y la corpulencia de su torso. Bajo y robusto, daba la impresión de poseer una gran fuerza fisica. Ese aspecto de leñador quedaba compensado por el chisporroteo de sus ojos, de un sutil gris verdoso, que desprendían una viva inteligencia, amabilidad y un sentido del humor tan sólido como sus bíceps.

—Pues no sé cómo se llama en francés, y en italiano tampoco —repuso Werner—. Lo único que recuerdo es que lo comí en un pequeño restaurante cerca del Coliseo y que el rabo de buey iba acompañado de apio y de una salsa de tomate fabulosa… Un plato fantástico…

Físicamente, el austríaco era lo opuesto a Christophe: muy alto, tan delgado que parecía huesudo, con el pelo gris, casi blanco, y profundos ojos negros. Hablaba un francés perfecto, pero con un acento germánico desprovisto de las asperezas en las que se apoyaban habitualmente los hablantes autóctonos. Alargaba las erres y envolvía las sílabas en un deje suave: tal vez era la nata batida de los cafés vieneses. La palabra que a uno le venía a los labios al ver a Werner era «elegancia» y, fijándose bien, Johanna observó que la joven Audrey parecía sensible a su encanto.

—Coda alla vaccinara
—dijo la directora de las excavaciones—. Se trocea el rabo de buey, se sofríe, se añade vino blanco, centros de apio, tomate triturado y nuez moscada, y se cuece a fuego lento durante horas. Es un plato típico romano.

Werner no pudo evitar emitir un silbido de admiración.

—¡Vaya, no sabía que te interesaba la gastronomía, y menos aún el arte culinario italiano! —dijo—. La ensalada que has pedido no lo hacía presagiar…

Johanna sonrió.

—Es que… Luca, mi amigo, es romano. Y le encanta cocinar. Así que, cuando está aquí, me olvido de las ensaladas.

Bueno, ya lo había dicho. Después de todo, no era un asunto de Estado. Así, sus compañeros no la tomarían por una de esas madres solteras preocupadas únicamente de su progenie.

—¡Fantástico! —dijo el austríaco—. ¿Es cocinero?

—No, es violonchelista de la Orquesta Filarmónica de Radio Francia y miembro de un cuarteto de cuerda.

—¡Guau! —exclamó Christophe—. ¡Tiene que venir a tocar a la basílica!

En realidad, esa era una de las fantasías de Luca. Cuando Johanna le había anunciado su nombramiento para dirigir las excavaciones en Vézelay, él no había hablado de arte románico, benedictinos, camino de Santiago o patrimonio de la humanidad declarado por la Unesco, como habría hecho un arqueólogo. No había pensado ni en María Magdalena ni en san Luis, ardiente defensor de la abadía, y todavía menos en Bernardo de Claraval, que había ido a preconizar allí la segunda cruzada en 1146, o en las incesantes luchas por el poder entre la abadía, los burgueses del pueblo, los obispos de Autun y los condes de Nevers, antes que los protestantes y los revolucionarios. El no era historiador. Para Luca, Vézelay evocaba a un solo hombre: Mstislav Rostropóvich, quien, después de haber buscado durante diez años el lugar ideal para tocar la integral de las
Suites para violonchelo
de Bach, finalmente lo había encontrado, el invierno de 1990—1991, en la basílica. Reproducir la proeza del maestro era una tentación. Pero Luca se conformaba con tararear las notas mirando extasiado el sitio, dentro de la iglesia, donde el violonchelista se había sentado todas las noches a lo largo de seis semanas para grabar las suites.

—Ahora entiendo por qué tu hija se llama Romane —murmuró Audrey.

—¡Eso no tiene nada que ver! ¡Luca no es su padre! —replicó Johanna con una vehemencia que no había sentido desde hacía mucho tiempo.

Inmediatamente, rogó a la chica que la disculpara por su brusquedad y lamentó haber hablado de Luca. Por lo menos su reacción había saciado la curiosidad de sus colegas, aunque aún tenía que hacer progresos en la comunicación no violenta. Se vengó con una
mousse
de chocolate gigante y unas tejas de almendra. Audrey, nada rencorosa y sin problemas de peso, la acompañó. Luego el pequeño equipo volvió al trabajo.

A medida que la tarde avanzaba, Johanna estaba cada vez más nerviosa. A esas horas, Tom debía de haber llegado a París. Tenía previsto alquilar un coche en el aeropuerto e ir directamente a Vézelay. Miró otra vez el reloj: si el avión no se había retrasado, probablemente estaba ya en la carretera…

Capítulo 7

Pese a la exhortación hecha por Rafael de que no buscara refugio entre los discípulos de Jesús, al amanecer Livia se dirige a casa de Simeón Galva Talvo, el mejor amigo de su padre. A falta de un lugar seguro a donde ir, la necesidad de ver una cara familiar, de encontrar un poco de calor, es más fuerte que el peligro. Nada más salir el sol, los comerciantes abren sus puestos, los romanos se dedican a sus ocupaciones y las calles se pueblan de su estrépito habitual, peatones, muías, literas transportadas por esclavos, carretones, sillas de porteadores, jinetes, toda una vida pululante y ajetreada que la chiquilla conoce. Le parece que ese caos desbordante de energía aleja su terror y los muertos de la noche. Los tenderetes se extienden sobre la calzada. Un
tonsor
afeita a sus clientes fuera, delante de su puerta, y les aplica sobre la piel sangrante, para cortar la hemorragia, un puñado de telarañas empapadas en aceite y vinagre. En la esquina, un encantador de serpientes atrae a los curiosos. Los maestros y sus alumnos salmodian la lección bajo un colgadizo de lona. Livia se detiene, pensando que a esas horas ella también debería estar contando con los dedos junto a sus compañeros, bajo la mirada del pedagogo. Siente confusamente que nunca más volverá al colegio. Ensimismada en sus pensamientos, tiene el tiempo justo de apartarse ante una cohorte a caballo que pasa al galope sin preocuparse de los de a pie. La niña se pega a una pared antes de reanudar su camino hasta los almacenes de la ciudad. Los martillos de los caldereros desgranan el tiempo que la separa del momento en que verá el rostro amigo de Simeón. El murmullo suplicante de los mendigos le hace apretar el paso, mientras intenta hacer caso omiso de la voz ronca de los figoneros atrayendo a los transeúntes con panes calientes y salchichas humeantes que le hacen pensar que tiene hambre y sed.

Una vez en las inmediaciones del Tíber y el Aventino, Livia se pierde en la masa laboriosa de los estibadores y los mozos de cuerda, que descargan y depositan en almacenes las mercancías procedentes de todo el Imperio: frutas, verduras y vinos de Italia, trigo de Egipto y África, aceite de Hispania, vinos griegos, tejidos de lana, madera y carne de caza de la Galia, dátiles de los oasis, mármol de Toscana y Grecia, pórfido de Arabia, plomo, plata y cobre de la península Ibérica, marfil de Mauritania, oro de Dalmacia, ámbar del Báltico, rollos de papiro del valle del Nilo, cristalería de Siria, telas de Oriente, incienso de Arabia, especias, coral y gemas de la India, sedas de Extremo Oriente. Junto a los almacenes, algunos comerciantes venden pescado, objetos de cuero, salazones, frutas y verduras, esencias perfumadas… Los olores que emanan de las mercancías se mezclan en el aire y se le suben a Livia a la cabeza. Mareada, se abre paso entre la muchedumbre y llega, sin saber cómo, ante la casa del armador, contigua a sus almacenes.

Llama a la puerta. No hay respuesta. Insiste.

—Es inútil, doncella desharrapada —dice una voz a su espalda.

La chiquilla se vuelve y se encuentra frente a un gigante negro que va descalzo, como ella. Se trata, sin duda, de un etíope, que lleva sobre la cabeza un enorme cesto repleto de telas de algodón de color blanco y azul.

—Se marcharon ayer, a la caída de la noche —explica el coloso de ébano.

—¿Se marcharon? —pregunta Livia.

—Bueno, se marcharon… entre los guardias del emperador.

—¿Simeón Galva ha sido arrestado?

—Sí, mi señor y su familia. No sé por qué. No sé dónde están…

Al oír estas palabras, los ojos de color vino de la pequeña se empañan. El gigante da un paso hacia ella, pero Livia, asustada, se marcha apresuradamente.

Se pierde de nuevo entre la multitud de cargadores y comerciantes, y el fuerte olor que despiden sus cuerpos le oprime el pecho. Simeón Galva arrestado… ¿Qué va a hacer? ¿Adónde va a ir? Nadie se fija en ella y, cuando llega otra vez al centro, apretando maquinalmente la hoja que ha escondido bajo la túnica, sus pies doloridos toman el camino del Argiletum. Ese trayecto lo ha hecho a menudo con su padre y, a medida que avanza, la esperanza ilumina sus ojos malva.

«A Numerio Popidio Sabino no han podido arrestarlo —se dice—. Es un ciudadano romano conocido, respetado e influyente, no es judío como Simeón Galva y, sobre todo, es muy prudente, demasiado quizá, el Anciano Antonio le reprocha con frecuencia que quiera guardarse la palabra de Jesús para sí mismo y se muestre reacio a difundir el espíritu santo entre los paganos… Sí, seguro que Numerio Popidio está sano y salvo. El me protegerá.»La chiquilla llega a las inmediaciones de la
taberna
del
librarius
, en la planta baja de un inmueble de tres pisos. Es la tienda preferida de su padre: ¡cuántos libros ha comprado ahí, copiados por los esclavos que Numerio Popidio Sabino ha formado especialmente para esta tarea y que han asegurado la fama del librero-editor no solo en la Urbe, sino en todas las provincias del Imperio, adonde el librero envía sus obras! Sexto Livio Elio le ha contado a su hija en repetidas ocasiones que, gracias a su amigo Numerio Popidio y a sus colegas, los centuriones enviados a los confines de la Galia o de Asia podían sumergirse en su tierra natal recitando los versos de Horacio, Estacio, Ovidio y Virgilio… Llevado por su pasión por los libros, Sexto Livio ha pasado por alto explicarle a Livia que esas copias son muy caras, que los autores nunca son retribuidos por los editores y que, lejos de las bibliotecas municipales y de las lecturas públicas de Roma, los militares sin graduación y sin dinero no tienen muchas posibilidades de acceder a la poesía grecolatina. Pero, qué le importa eso a Livia. Ella, pensando en la página de
La Encida
que estrecha contra su corazón, en su padre y en su amigo librero, llega ante la tienda con una sonrisa en los labios.

Inmediatamente borra la sonrisa y se muerde los labios. Los canastos llenos de libros que invaden la calzada no están y la
taberna
de Numerio Popidio parece cerrada. Livia se queda petrificada. «Es imposible —piensa—, a él, a Numerio Popidio, no han podido arrestarlo. Debe de estar enfermo, sí, seguro que es eso. O está indispuesto o, gracias a sus poderosas relaciones, ha huido lejos de aquí.» Cegada por esa loca esperanza, la chiquilla olvida que la noche anterior —hace una eternidad—, en la reunión clandestina en su casa, el librero se encontraba perfectamente y era de los más pesimistas, pues estaba convencido de que el emperador no iba a seguir tolerando la presencia de cristianos en la Urbe.

Desamparada, la pequeña mira a derecha e izquierda y ve a uno de los vecinos del
librarius
, un cambista, el cual, encaramado en un alto escabel, hace sonar sobre una mesa mugrienta sus monedas con la efigie de Nerón. Livia respira hondo y se acerca al corpulento hombre.

—Perdón, ciudadano —murmura con una voz apenas audible—, busco a Numerio Popidio Sabino.

—¿Para qué quieres ver al librero? —masculla el cambista.

—Por… un libro, vengo a buscar un
volumen
—miente.

El hombre suelta los denarios que tiene en la mano y examina a la chiquilla de arriba abajo. En ese instante, Livia se da cuenta de que su atuendo parece más el de una esclava o una niña de la calle que el de una hija de buena familia: sus largos cabellos negros sin cepillar caen en una masa informe sobre los hombros, lleva la túnica y el
subligaculum
manchados de sudor, sus piernas y sus pies sin sandalias están embarrados.

—En realidad, se trata de un libro de poesía que mi señor encargó y que me ha ordenado que venga a recoger… —rectifica, bajando los ojos.

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