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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (7 page)

BOOK: La palabra de fuego
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Dejó las herramientas, salió del sótano y, cojeando más que de costumbre, se refugió en la caseta. Encendió el hervidor de agua. En el momento en que sacaba del sobre una bolsita de té, apareció sobre la pared una forma desnuda y horriblemente delgada, macilenta, inmóvil, flotando en medio de restos de espuma en una vieja bañera de hierro colado. Sonaron unas notas de bandoneón. Johanna cerró los ojos, pero una mirada fija y aterrada surgió en la oscuridad. Acompañada de una melodía de tango, la muerte observaba totalmente de frente a la arqueóloga.

Johanna salió precipitadamente. Con dificultades para recuperar la respiración, no le prestó atención a Werner.

—¿Te encuentras bien? No tienes buena cara —dijo este rozando el brazo de Johanna.

—Ali, eres tú… No te preocupes, no es nada, un poco de migraña…

—¿Qué te parece si hacemos un descanso? ¿Llamo a los demás y preparo café?

—Buena idea, gracias —respondió ella, obligándose a sonreír.

Esperó a sus compañeros para entrar con ellos en el refugio. Christophe se sentó suspirando y Johanna pilló al vuelo la ocasión de tener en la cabeza algo que no fuera un cadáver.

—¿Qué significa ese suspiro, Christophe? —le preguntó con una pizca de animosidad—. ¿Ya te rindes?

—No abandono, me interrogo —respondió él con firmeza—. Reflexiono, exploro, me hago preguntas y, una vez más, persisto en decir que aquí no encontraremos nada.

El efecto previsto por Johanna se produjo. Esa respuesta reavivó el sempiterno debate de los arqueólogos al mismo tiempo que el objeto de sus investigaciones: la datación del inicio del culto a María Magdalena en Vézelay.

Según la tradición, el rumor de la presencia de las reliquias de la santa en la cripta se había propagado en el siglo XI, lo que había provocado una afluencia de peregrinos, curaciones milagrosas y la súbita prosperidad de la abadía. Un tal Godofredo, el padre abad de la época, había tenido la idea de promover en Borgoña el culto a la pecadora amiga de Jesús. Una bula papal del año 1050 indicaba que el monasterio estaba consagrado fundamentalmente a la veneración de santa María Magdalena, y otra, datada en 1058, atestiguaba la existencia de los huesos sagrados en Vézelay. La naturaleza y la procedencia de esas reliquias constituían una controversia que dividía a los historiadores y a algunos miembros de la Iglesia, pero nada, hasta una fecha reciente, permitía poner en duda el hecho de que la adoración de la santa no existía en Vézelay antes del siglo XI.

Hasta que, hacía cinco años, un joven historiador que preparaba una tesis sobre Viollet-le-Duc en Vézelay se había extraviado en las salas reservadas del museo de l'Oeuvre. El material arquitectónico exhumado entre 1840 y 1859 por el arquitecto, cuidadosamente inventariado y etiquetado por el equipo de la época, estaba depositado allí. El minúsculo museo no tenía sitio para exponerlo. Varios baúles llevaban el rótulo «sótano claustro». Entre lo que quedaba de los elementos antiguos sacados a la luz por Viollet-le-Duc durante la reconstrucción del claustro, el historiador fisgón había descubierto una curiosa escultura perdida en medio de restos carentes de interés: de madera, prerrománica, puesto que estaba tallada en un capitel típicamente carolingio, representaba el busto de una mujer con una cabellera larga y abundante, los hornillos desnudos, el rostro a la vez puro y atormentado. Bajo el ábaco del viejo capitel que servía de peana, el artista había grabado una inscripción, medio borrada pero no obstante legible: «Sancta Maria Magdalena».

Una escultura de la santa en el sótano de una iglesia que le estaba dedicada podía parecer normal. Salvo por el detalle de que la estatua era anterior a la aparición del culto magdaleniano en Vézelay. A juzgar por la factura característica del capitel y el estilo de la propia imagen, el objeto databa del siglo IX, es decir, doscientos años antes de la aparición oficial de María Magdalena en Borgoña. Los expertos habían encontrado rastros de calcinación en la madera; podía tratarse del primer incendio de la abadía, que había tenido lugar en el primer tercio del siglo X y que había devastado una parte de la iglesia.

Como de costumbre, había seguido una disputa entre especialistas tan virulenta como seria: para algunos, esa escultura era una falsificación, tallada en el siglo XIII en un roble del siglo IX y en cierta forma imitando el estilo carolingio, para hacer creer que la santa era venerada en Vézelay antes que en Verdun, Bayeux, Reims, Le Mans y Besançon, primeros santuarios franceses consagrados a María Magdalena y aparecidos a principios del siglo XI.

Según esta tesis, se trataba de una mistificación de los monjes benedictinos, que tenían la costumbre de modificar la realidad a su conveniencia y perseguían el objetivo de reactivar un peregrinaje que sufría la competencia del santuario magdaleniano de Saint-Maximin-la-Sainte-Baume, en Provenza, donde pretendían poseer las únicas reliquias verdaderas de la santa.

Para otros, la enigmática escultura era auténtica y situaba a Vézelay como el primer lugar de culto magdaleniano de Occidente. La única cuestión era saber por qué los inestimables huesos no habían sido expuestos al fervor de los fieles hasta dos siglos más tarde.

—Yo no tengo ni vuestra experiencia ni vuestros conocimientos —dijo Audrey—, pero no consigo entender por qué la famosa escultura no podría datar del siglo IX y venir de otro sitio, de un lugar donde ya adoraban a la santa, o sea, no en Occidente, sino en Oriente. Es posible que un peregrino o un cruzado la hubiera traído y se la hubiera regalado al padre abad Godofredo en el siglo XI, lo que le habría dado la idea de inventarse el culto para atraer clientes.

—Es una tercera hipótesis —admitió Johanna sonriendo—.

Quizá un peregrino de regreso de Tierra Santa, pero no un cruzado, puesto que la primera cruzada data de 1096, mientras que «la llegada oficial» de María Magdalena a Vézelay se sitúa alrededor de 1037—1040. Sea como sea, la única certeza que tenemos es que el objeto fue descubierto aquí y que había una razón para que estuviera, porque en la Edad Media nada era fruto del azar. Todo tenía una lógica espiritual, un sentido simbólico, un vínculo con Dios. Hay que encontrar ese sentido, remontarse en el tiempo con los estratos de tierra hasta el claustro románico, luego hasta la primera iglesia del siglo IX, y después ya veremos lo que cuentan las piedras sobre los hombres, las mujeres y sus creencias…

—¡Sabes perfectamente que no queda nada de la iglesia carolingia, salvo una ínfima parte de la cripta! —intervino Christophe.

—Encontraremos forzosamente huellas… y quizá algo más —repuso la directora de las excavaciones—. Sí, quizá algo más…, otras esculturas, o escritos, ¿por qué no?

—Estás soñando, Johanna —objetó Christophe—. Yo creo que lo que había que descubrir, en este caso la famosa escultura que plantea más interrogantes de los que resuelve, Viollet-le-Duc lo encontró.

—Con vuestro permiso —intervino Werner—, sin ser ni un soñador ni un pesimista, yo me inclino por la existencia de huesos… Si bien es históricamente innegable que las reliquias atribuidas, acertada o equivocadamente, a María Magdalena fueron destruidas por los protestantes en 1569, nunca se ha sabido qué había sido de los huesos sagrados vinculados a la fundación del monasterio por Girart de Rosellón en el siglo IX, y cuya presencia en Vézelay en esa época se encuentra atestiguada por varios documentos: ¿dónde están las reliquias de san Eusebio, san Ponciano, san Andéolo y san Ostiano? ¿Quizá ahí abajo? Olvidamos esos huesos originales, y sin embargo sería fantástico encontrarlos, ¡eso demostraría que María Magdalena llegó después!

—No lo creo —dijo Johanna—. Hay que separar el culto y los huesos…

—¡Fero el culto más ferviente nace de la presencia física de los huesos! —insistió Werner—. ¡Esa es, además, la razón de que en la Edad Media el comercio y el robo de reliquias fueran tan florecientes!

Johanna reflexionó unos instantes.

—Sí, por supuesto —acabó por admitir—. Tienes razón… Sin embargo…, debes reconocer que el culto magdaleniano en Europa occidental es puramente medieval. Que nosotros sepamos, María Magdalena no era venerada durante la Antigüedad. El personaje apareció primero en los libros de liturgia, antes de nacer materialmente en santuarios dedicados en los que afirmaban poseer trozos de su cuerpo.

—De acuerdo —aprobó Werner—. ¡Eso no lo discuto!

—Bien —prosiguió Johanna—, ¿y si sus restos físicos hubieran nacido de los pensamientos, de las oraciones y de la fe?

Pese al apasionamiento de la discusión, Johanna no abandonaba su calma. Ni renunciaba tampoco a su hipótesis. La veinteañera Audrey acabó por concluir que su historia de culto y huesos se parecía a la del huevo y la gallina, y que jamás sabrían cuál de los dos había precedido al otro. Los arqueólogos se adhirieron a esta manifestación de sentido común y de este modo quedó provisionalmente zanjado el debate.

Como ya era mediodía y empezaba a llover, decidieron no volver a ponerse a excavar hasta después de comer. El más experimentado de los cuatro, Werner, había logrado imponer que, salvo en caso de un descubrimiento excepcional, la arqueología se quedaba en la puerta del restaurante cuando comían juntos.

La primera vez, un mes antes, Johanna se había sentido aterrorizada por esa regla, aunque la había aceptado. ¿De qué iban a hablar, si no era de su profesión? ¿De su vida privada? A eso, la arqueóloga se negaba. Todos conocían y apreciaban a Romane, pero ella no tenía ninguna gana de ser interrogada sobre la ausencia del padre de la pequeña, sobre la existencia o no de un hombre en su vida o, peor aún, sobre su accidente. Para su gran sorpresa, sus colegas habían hecho gala de una discreción y una delicadeza que no había conocido en los anteriores yacimientos donde había trabajado.

A partir de la segunda semana, Johanna había constatado un peligroso deslizamiento hacia los temas que temía. Werner se había puesto a hablar de su mujer y sus hijos, que se habían quedado en Viena; Christophe, de su compañera médico de urgencias atrapada en París, y Audrey, del peso de su celibato. Sin soltar una palabra acerca de su vida, había atribuido esa intimidad a la pequeña comunidad que formaban sus tres colegas de lunes a jueves, pues, sin vivir juntos, ocupaban la misma casa cuatro días a la semana.

En esta cuarta semana de trabajo, Johanna entró en el pequeño hostal de la calle Saint Etienne con una ligera aprensión.

Al fondo de la sala, un hombre cuyo rostro quedaba oculto por un gran sombrero negro comía solo. Precisamente por el sombrero, Johanna reconoció a uno de sus vecinos, el escultor que se alojaba en la casa contigua con otros dos artistas. Acostumbraba a ir a ese restaurante, donde comía todos los días. Pero nunca había mostrado su rostro a los arqueólogos ni cruzado una sola palabra con ellos.

—Johanna…, entonces, ¿qué? ¿Ternera en salsa o salchichas? —preguntaba Christophe.

—Ni lo uno ni lo otro, yo con una ensalada tengo bastante.

—¿Una ensalada? ¿Quiere ponerse enferma? —dijo la hostelera, ofendida—. ¡Cuando se trabaja a la intemperie, hay que comer, y caliente!

—Una ensalada mixta, por favor —insistió Johanna—. Después tomaré queso fresco, gracias.

Después de cumplir los cuarenta, ya no tenía el alma de una división acorazada, pero seguía siendo testaruda. Su embarazo y los meses de inmovilidad forzada la habían lastrado con unos kilos que nunca había conseguido perder. Al contrario, con los años su cuerpo tenía tendencia a almacenar lo que ingería, como si se preparara para una hambruna. Cuando recordaba que antes de su accidente podía comer cualquier cosa sin engordar un gramo, tomaba conciencia de que estaba envejeciendo y de que a su amiga Isabelle, antes tan celosa de su figura, le había llegado por fin la hora de la venganza.

—No tengo ganas de ir a Lyon esta noche o mañana por la mañana —le decía Audrey a Christophe—. Estoy harta de vivir todavía en casa de mis padres con veinte años cumplidos. Son encantadores, me dan dinero, me dejan hacer lo que quiero, pero…

—Es curioso —la cortó Werner con una sonrisa de soslayo—, yo creía que los jóvenes de ahora se quedaban pegados a su familia el mayor tiempo posible. Por lo menos en Austria es así…

—Pues ya ves —repuso Audrey—, hay excepciones. Chicas que aspiran a salir del capullo y vivir sus propias experiencias…

—¡No te defiendes mal! Trabajar aquí es un principio —dijo Werner, metiendo la nariz en la copa de tinto.

Estudiante en la facultad de Lyon, Audrey había pospuesto un año su ingreso en los cursos de licenciatura en Historia del Arte y Arqueología para iniciarse en las excavaciones sobre el terreno. En la biblioteca universitaria, había visto un cartel donde pedían voluntarios para diversos yacimientos. Entusiasmada, se había presentado para Italia y Grecia, pues la Antigüedad era su período favorito. Le habían concedido Vézelay y la Edad Media. A tan solo doscientos setenta y dos kilómetros y una decena de siglos de su casa. Decepcionada, había hecho un intento para que la mandaran al Egipto de los faraones, pero esas plazas estaban muy solicitadas. «Pues nada, que sea una antigua abadía y las tinieblas de los tiempos feudales —cedió finalmente—. Eso también me permitirá hacerme una idea de la arqueología, para saber si tengo realmente ganas de sumergirme en ella. Y quedará bien en mi currículo, haga lo que haga más tarde. Aunque esté demasiado cerca de Lyon, estaré fuera de mi casa cuatro días a la semana. Además, quién sabe, quizá la Edad Media atraiga a solteros guapos y jóvenes.»Desde el primer momento, la decepción se había leído en sus ojos oscuros. Con veinte años, se había enterrado sin recibir un céntimo lejos de sus padres, lejos de sus amigos, con tres viejos completamente chiflados, en un clima más propicio a los caracoles que al aceite de oliva, a fin de averiguar si una escultura era verdadera o falsa, y desde cuándo se adoraba en ese montículo a una santa que se la traía al fresco como todo lo que guardaba relación con la religión católica.

Eso es lo que había pensado al principio.

Pero enseguida, escuchando a los tres vejestorios —de treinta y siete años Christophe, cuarenta Johanna y cuarenta y ocho Werner—, había comprendido que la Edad Media no tenía nada que ver con el cliché forjado por la ignorancia y que la arqueología era una verdadera ciencia que exigía a la vez conocimientos teóricos, método empírico e intuición. Además de una buena forma fisica y una pizca de locura que se llamaba pasión y permitía soportar la indigencia material de la investigación y el lado ingrato del oficio. Poco a poco, Audrey había comprendido que aquellas personas tejían un vínculo vital entre pasado y presente, una suerte de cordón umbilical entre las generaciones. Se había dado cuenta de hasta qué punto la búsqueda de las huellas de una fortaleza o la datación del culto de una santa podía no solo llenar una existencia sino hacerla feliz. Dos semanas después de su llegada a Vézelay, el virus de las excavaciones se había introducido en su organismo. Y sus compañeros ya no le parecían tan viejos.

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