La palabra de fuego (18 page)

Read La palabra de fuego Online

Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
5.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Se instaura la paz? —pregunta Isabelle.

—Provisionalmente. Diez años más tarde, el conde de Nevers, Guillermo IV, descontento de la elección del nuevo abad, Guillermo de Mello, organiza el bloqueo de la colina, penetra en la abadía por la fuerza con sus hombres en armas y conmina a los monjes a deponer a su abad. Estos últimos, una vez más, se exilian y encuentran refugio con el rey Luis VII, que hace inclinarse al conde de Nevers y va en persona a Vézelay para instalar de nuevo a los religiosos en su monasterio. El conde Guillermo IV se marcha a las cruzadas y muere poco después, en San Juan de Acre.

—Johanna, veo que la agitada historia de esta colina no tiene nada que envidiar a la de Mont-Saint-Michael. Prométeme que te estarás tranquila y dejarás a los fantasmas de este lugar donde están…

—Te lo prometo, Isabelle —contestó la arqueóloga sonriendo—. Además, por el momento no he visto ninguno.

Johanna miraba un punto preciso de la iglesia, a su izquierda, detrás de una columna. Después barrió toda la nave con una mirada ansiosa.

—Jo, ¿qué pasa? —le preguntó su amiga—. ¿Has visto un espectro? ¿Un monje benedictino quizá? ¿Con o sin cabeza?

Johanna permanecía callada.

—No es nada —respondió finalmente—. No, no es nada.

Pese a sus negativas, continuaba mirando a su alrededor con inquietud, en busca de una misteriosa silueta.

Capítulo 12

A la hora tercia, el monje Juan de Marburgo bajó de su montura, se quitó los guantes, se arrodilló, hizo la señal de la cruz y pidió perdón. A continuación volvió a montar en su caballo y prosiguió su camino hacia Vézelay recitando el oficio, unido a sus hermanos por la oración. Hizo lo mismo en todas las horas divinas, salmodiando sobre la bestia, sin romper el ayuno de la cuaresma, permitiéndose unas leguas al trote, jamás al galope, pues esa velocidad estaba proscrita salvo en caso de peligro de muerte.

Sin embargo, se sentía en peligro de muerte. Le parecía que el bosque lo espiaba, que los animales salvajes lo juzgaban. Se imaginais que hadas y criaturas fantásticas lo observaban y lo condenaban.

Justo antes de completas, llegó a Tournus y pidió hospitalidad en el monasterio benedictino de San Filiberto. Allí, entre sus hermanos negros, encontró alivio moral y físico: tomó su única comida del día, asistió al oficio y cayó extenuado sobre el camastro que le ofrecieron. Había perdido la costumbre de cabalgar y le dolía el cuerpo como si hubiera sido flagelado.

Al día siguiente, la sensación no había desaparecido; al contrario, las agujetas y los calambres lo obligaban a andar doblado, como un viejo jorobado. Reanudado el camino, se prometió ser más razonable que el día anterior y no recorrer más de diez leguas al día. Así fue como pasó la noche en una capilla aislada, en la linde de un bosque, solo con su caballo, pero protegido por un enorme crucifijo que se alzaba en el pequeño coro.

El tercer día llegó a Autun y encontró asilo en la abadía benedictina de San Martín. Antes de eso, había querido ir a la catedral de San Nazario, a fin de recogerse sobre las reliquias de san Lázaro, repatriadas de Marsella en el siglo IX para evitar que los bárbaros vikingos se apoderaran de ellas.

El cuarto día, fray Juan se encontró en el frondoso bosque del Morvan e hizo un alto en un claro. No teniendo otra posibilidad que la de pasar la noche al aire libre, se tendió bajo un roble envuelto en la capa, temblando a causa de los gritos de los animales nocturnos, y con el vientre atenazado por el miedo a las criaturas sobrenaturales y los bandidos.

Por fin, el quinto día, tras remontar el río Cure y atravesar cerros verdeantes, campos fértiles y viñas plantadas en pequeños valles, divisó la colina de Vézelay. Emergía de un mar de árboles brumosos, que se balanceaban bajo el viento como olas empujadas por la marejada. En la cima de unos collados cubiertos de viñas, al otro lado de unas gruesas murallas de piedra, se elevaba la abadía rodeada por un pueblo. Una belleza majestuosa se desprendía del contrafuerte claro que surgía de la bruma, una gran riqueza emanaba de aquella tierra húmeda, densa y fértil. Mientras se acercaba, fray Juan no pudo reprimir un reflejo de maestro de obras al comprobar que el edificio religioso, muy sencillo, era de estilo carolingio y se hallaba en un estado lamentable. «Seguramente Dios ha decidido mimar esta abadía, pero los hombres que viven en ella no le están muy agradecidos —pensó—. Esta vieja iglesia desvencijada es un estuche muy mediocre para darle gracias.»Más tarde pudo observar que los edificios conventuales, al igual que la iglesia, llevaban la huella de un incendio y no estaban mejor conservados que el santuario. Tan solo la celda del padre abad, separada del dormitorio de los hermanos, parecía haberse beneficiado de cuidados más atentos: aunque era de madera, estaba sólidamente construida, tenía unas dimensiones considerables y no presentaba marcas de fuego. Sin duda un vestigio del abad Erman…

El prior anunció a fray Juan al nuevo abad. Al entrar en la celda, el monje notó que un desagradable sudor le bajaba por la espalda y que una bola de espinos le oprimía la garganta.

Reconoció inmediatamente a Godofredo de Kerlouan. Este había engordado, sus cabellos habían encanecido, su rostro estaba enrojecido y marcado por las arrugas. Sin embargo, aunque el abad de Vézelay no hubiera levantado la cabeza de su mesa de trabajo cuando Juan de Marburgo había entrado, el monje de Cluny no pudo evitar sonreír al ver, sentado frente a él, escribiendo con una destreza de profesional, al antiguo copista de Mont-Saint-Michel.

Borró la sonrisa a fin de que Godofredo no lo tomara por una muestra de condescendencia. De pie ante el abad, que le hacía esperar deliberadamente, aguardó junto a la chimenea apagada, paciente, inmóvil, con el
rotulifer
en la mano.

—Tomad asiento, por favor —dijo Godofredo sin mirarlo y con una voz que, a diferencia de otros rasgos, no había cambiado.

En silencio, fray Juan cogió un taburete y se sentó, apoyando delicadamente el rollo de los muertos sobre sus rodillas.

—Fray Dalmacio apenas acaba de llegar, de modo que no os esperaba tan pronto —prosiguió Godofredo, lanzando una mirada intensa hacia fray Juan.

—Mi abad ha considerado que las condolencias por el abad Erman debían llegar a su destinatario sin demora —contestó el monje de Cluny.

—¿Y que, revestido con la santa escritura de Odilón, el pergamino no podía seguir siendo transportado por un modesto fraile de Vézelay?

—En absoluto. Digamos más bien que… a la ida, vuestro monje tuvo tantas dificultades para encontrar el camino de Cluny, que mi abad, por precaución, ha preferido que yo garantice al rollo el camino de regreso.

Godofredo observaba a su interlocutor con animosidad.

—¿Qué tarea tenéis encomendada en Cluny, fray Juan de Marburgo? —preguntó.

No tengo encomendadas otras tareas que las previstas por la Regla en la vida conventual. Soy un simple monje y nunca he aspirado a ninguna dignidad en el seno de la jerarquía de mi abadía.

—O sea que Odilón me envía a uno de la tropa…

—No veáis ofensa en ello. Si un modesto fraile de Vézelay es digno de llevar el rollo en un sentido, un simple fraile de Cluny bien puede llevarlo en el otro —repuso Juan, no sin ironía.

Godofredo permaneció callado un instante, miró las largas manos blancas de fray Juan y luego su rostro, que no le resultaba desconocido. Pero no, era imposible…

—¿Odilón no os ha encargado otra misión, además de escoltar sus falsas alabanzas a Erman? —preguntó.

—Me ha encargado también que os felicite por vuestra elección. Os tiene en alta estima, mucha más, ciertamente, que a vuestro predecesor.

Estas palabras aduladoras pero fundadas parecieron aplacar la acritud de Godofredo.

—Erman, con quien fui prior durante varios años, era un hombre bueno, pero un mal abad —convino—. Debo, sobre su tumba, concedérselo a Odilón, que desde hace más de cuarenta años preside con mano maestra los destinos de su abadía. ¡Ojalá pueda el Señor concederme una onza de su inteligencia y de su longevidad! No obstante, su talento y su propensión a gobernar no le autorizan a intervenir, sea de la manera que sea, en los asuntos de otra abadía.

—Presumo que hacéis alusión a lo que sucedió aquí hace diez años.

—¡Pienso en lo que pasa aquí desde el origen de esta casa! Nuestro fundador, el conde Girart de Rosellón, dotó tan bien este monasterio y los legados son tan numerosos que el patrimonio de Vézelay suscita la codicia…, empezando por la de la gran abadía de Cluny.

En ese instante, Juan sintió deseos de confesarle a Godofredo quién era y darle un abrazo, a fin de que cesara el conflicto. Al mismo tiempo, debía admitir que le divertía esa pequeña justa.

—Las intervenciones de Cluny en Vézelay —repuso— nunca han tenido otro fin que restaurar el orden, la disciplina y la estricta observancia de la Regla en una abadía decadente cuyo relajamiento la deshonra a sí misma, pero infecta también, como un veneno, al conjunto de la comunidad monástica.

—No puedo estar en desacuerdo con vos en este último punto —concedió el abad—. Por lo demás, desde mi elección me empleo en restablecer el orden en esta casa. Sin embargo, me parece muy ingenuo por vuestra parte creer que la ingerencia de vuestra abadía en las vicisitudes de otros monasterios solo tiene por finalidad el respeto universal de la Regla y el desarrollo de las costumbres y de la liturgia cluniacenses. Fray Juan, ¿tenéis alguna idea del número de monasterios «dependientes» de Cluny y de la manera en que estos son administrados?

—Yo soy un simple monje, ya os lo he dicho. Un monje que reza día y noche por los muertos. No me ocupo de las empresas de los vivos.

Fray Juan había dicho aquello en un tono tan sincero que Godofredo frunció el entrecejo, dubitativo respecto al propósito real de ese monje. Una vez más, posó la mirada en las manos de Juan de Marburgo y después observó el rostro de su interlocutor.

—Si sois lo que decís, ¿por qué Odilón os ha enviado aquí? ¿Piensa embaucarme con la imagen edificante de un insignificante sacerdote? No, decididamente no me quitaréis de la cabeza que ocultáis el verdadero proyecto de vuestro abad, que es someter Vézelay a Cluny, sojuzgar a mi abadía igual que a las otras sesenta y cinco que viven bajo vuestro yugo, apoderaros de las riquezas de Vézelay, que se incorporarán al imperio cuyo soberano es Odilón y «sus casas» sus vasallas, privadas de toda libertad en la elección de su abad, sometidas al juramento de obediencia, al censo y al dominio absoluto de Cluny…

—Odilón me ha mandado para hacer las paces.

—La paz de Cluny no es más que hegemonía.

Juan de Marburgo guardó silencio. Una gran lasitud se apoderó de él. Los ataques de Godofredo contra el hombre que le había salvado la vida lo mortificaban. ¿Qué habría sido de él si Odilón le hubiera negado su ayuda? Se resistía aún a darse a conocer, pero ese duelo con Godofredo le resultaba ya insoportable. Estaba impaciente por encontrar a su antiguo amigo.

—La intención solapada que me atribuís es una calumnia —dijo—. En cambio, no os equivocáis al intuir que oculto algo. Pero puedo aseguraros que no se trata de política.

Se levantó y depositó despacio sobre el escritorio, delante del abad, el
rotulifer
de Erman.

—Soy un humilde monje de Cluny —prosiguió—, que rompió con el mundo de los vivos hace catorce años, en el año de la Encarnación 1023…

Se quedó de pie frente a Godofredo y se atrevió, por primera vez, a mirarlo a la cara. Tenía la sensación de que su cuerpo temblaba, de que sus ojos se llenaban de lágrimas y de que de un momento a otro iba a desplomarse. En cuanto a Godofredo, no se movía ni un milímetro. Con los ojos fruncidos, escrutaba a Juan como se examina a un caballo en la feria, aunque, eso sí, sin tocarlo.

—Confieso que, desde el instante en que habéis entrado en esta celda —dijo el abad—, me siento incómodo. Me recordáis confusamente a alguien, pero no consigo saber a quién… Vuestros rasgos, vuestra silueta…, vuestras manos sobre todo, me resultan vagamente familiares. Esas manos tan largas y finas, manos de copista, yo las he visto en alguna parte, estoy seguro. Sin embargo, vuestro nombre es totalmente desconocido para mí. Antes de que mi prior lo pronunciara hace un momento, no lo había oído nunca.

Fray Juan se lanzó al agua.

—Mi padre era un gran señor bávaro, se llamaba Sigfrido de Marburgo. Juan de Marburgo es el nombre que adopté hace catorce años, de acuerdo con Odilón, cuando me integré en Cluny. Pero cuando pronuncié mis votos en el monasterio benedictino de Colonia, a la edad de diecinueve años, había escogido otro nombre. Ese es el que vos conocéis. Ese es el nombre que desaparecería, como yo mismo había desaparecido.

Godofredo abrió desmesuradamente los ojos como si hubiera visto una horrible aparición. Se levantó de un salto y se alejó de la mesa para apoyarse en la pared de la celda.

—No —susurró con espanto—. Os lo ruego…, dejadme…

¡Sois un fantasma! ¡Un espectro que ha venido a atormentarme! Pero ¿por qué? ¿Por qué después de tantos años? ¡Yo no soy responsable de lo que sucedió!

Fray Juan habló tranquilamente.

—Godofredo, no tengas miedo. Dejé el mundo de los vivos, pero no estoy muerto. No soy un espectro. Compruébalo tú mismo.

Lo más despacio que pudo, se acercó a Godofredo. Tímidamente, el abad rozó la oscura manga del hábito, puso un dedo sobre la mano de Juan y comprobó que aquel monje era de carne y hueso.

—¡Es imposible! —susurró—. ¡Yo asistí a tu muerte!

—Godofredo, tú no viste mi cadáver. Os relataron mi fallecimiento, pero nadie vio mis restos mortales. Voy a explicarte lo que pasó, voy a explicártelo todo, amigo mío…

Godofredo lo miró con una ternura teñida de reproche.

—¡Nos engañaste bien, bribón, mentiroso, felón! ¡Exijo saberlo todo, hasta el más mínimo detalle, e inmediatamente! Espera…

El abad se dirigió hacia la puerta, la abrió con ímpetu y gritó:

—¡Béraud! ¡Béraud! ¡Vino! ¡Traed mi vino, el de la colina, que quiero agasajar a mi amigo! ¡Deprisa!

Y cerró la puerta.

—Vas a probar el Vézelay, un néctar blanco que Odilón no tendrá jamás. ¡Ah, qué poco me lo esperaba…! Román, hermano… ¡Fray Román!

Capítulo 13

—¡Sempronia Orbiana! ¡No esperaba encontrarte aquí, en las termas de Agripa!

Other books

Love Is Blind by Kathy Lette
Heart of a Dragon by David Niall Wilson
Trouble Walks In by Sara Humphreys
Un día perfecto by Ira Levin
Lady of Wolves (Evalyce Worldshaper Book 2) by J. Aislynn D' Merricksson
The Baker Street Letters by Michael Robertson