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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

La palabra de fuego (52 page)

BOOK: La palabra de fuego
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—Tienes razón, padre, sin duda el dinero no es el principal móvil del robo. Digamos que la ganancia principal es de otra índole…, que esta era simplemente accesoria.

Javoleno se incorpora y mira a su hija con expresión perpleja. Ella se prepara para asestarle el imparable golpe.

—Tú mismo lo has reconocido, padre, sientes cierto afecto por ella. Imagina por un instante que ese apego sea la verdadera causa de su crimen… supón que ella ha buscado y calculado hábilmente esta, llamémosla, inclinación…, que esa simpatía que sientes no sea más que el preludio de otra inclinación mucho más poderosa, mucho más… íntima, que ella alimenta y que poco a poco la convertiría, no solo en una liberta, sino en tu favorita y, sobre todo, en la verdadera señora de esta casa… y por consiguiente de tu fortuna.

—¡Saturnina, tú deliras!

—¿Acaso el mismísimo emperador Vespasiano no se casó con Domitila, una liberta de pasado dudoso? ¿Acaso, tras el fallecimiento de su mujer, no reanudó sus relaciones con una antigua amante, Cenis, una antigua esclava que, hasta su muerte, vivió con él en el palacio imperial y a la que Vespasiano había asignado un lugar oficial? Estos hechos escandalosos son conocidos de todos, padre. Pienso, incluso, que le han dado a nuestra intrigante la idea de su audaz plan.

—Mi tía debería haber manumitido a Livia en su lecho de muerte —dice Javoleno con una voz neutra—. En lugar de hacerlo, me la legó por razones que… que prefiero no desvelar.

El filósofo ignora que su hija y su intendente están perfectamente informados de las creencias religiosas de su escriba.

—Le prometí a Livia que la manumitiría si se daban ciertas condiciones.

—¿Y las cumple, tus misteriosas condiciones? —pregunta Saturnina con ironía.

—No, y ella lo sabe.

—¡Ahí lo tienes! —declara, victoriosa, su hija—. ¡Tengo razón cuando te digo que, seduciéndote, esa cortesana digna de Aspasia y de Lais cuenta con obtener la libertad a la que no puede aspirar de otro modo, la libertad y también el disfrute de todos tus bienes!

—¿Por qué iba a robar la máscara mortuoria de Gala Minervina? Ese hecho es inexplicable, incluso admitiendo tu teoría del complot sentimental.

—¡En absoluto! ¡Todo lo contrario! ¿Cuál es el único obstáculo que le impide adueñarse de tu desdichado corazón, padre? ¡El espíritu adorado de mi difunta madre! ¡Haciendo desaparecer la máscara fúnebre de tu querida esposa…, sin olvidar, de paso, apoderarse del oro…, eliminaba el símbolo de tu amor por tu mujer, aniquilaba el pasado, convertido en presente a través de ese objeto ante el que rezas todos los días con fervor, se desembarazaría del molesto fantasma!

Las palabras de su hija parecen hacer vacilar a Javoleno.

—Además de que, materialmente —considera oportuno intervenir Ostorio—, es la única que ha salido de la villa esta mañana alrededor de la segunda hora, o sea, después de vuestra oración a los ancestros y antes del descubrimiento del robo.

El filósofo se inclina y se coge la cabeza entre las manos.

—Ya no sé qué pensar —murmura, sumido en un profundo desconcierto—. No sé… Debéis de tener razón… Todo acusa a Livia… Los elementos objetivos la señalan como culpable… Pero no acabo de decidirme a creerla hipócrita y desleal…

—Porque estás bajo su abominable influencia, padre —concluye Saturnina acariciando los cabellos de Javoleno—. Acalla tu deseo de ella, recupera tu mente racional y verás, como nosotros, que es culpable y que hay que avisar inmediatamente al duunviro.

—Un momento, dadme un momento más para decidir su suerte —dice en un tono entre perentorio y suplicante—. Debo reflexionar. Sí, debo usar la razón. Dejadme solo.

Hasta el anochecer, el filósofo permanece encerrado en la biblioteca. Cansada de merodear alrededor de la sala de los libros donde su padre va de un lado a otro, y convencida de que no tardará en convocar al magistrado de la ciudad, Saturnina acaba por irse a su casa. Sin embargo, el sol se pone y el señor no envía a ningún esclavo a la calle. En lugar de eso, rechaza la cena, le pide vino a Bambala y le dice a su intendente que le lleve a la prisionera.

Cuando Livia entra en el refugio de horas pasadas lejos del mundo, a solas y de igual a igual con el hombre al que ama en secreto, encuentra a Javoleno instalado detrás del atril, en el sitio de ella. Sobre un pequeño mueble de mármol hay una bandeja. El le señala, en una esquina, un escabel. Ella se sienta torpemente y aguarda, muda, con la cabeza baja. Él no dice nada. Con los ojos clavados en el suelo, ella oye el ruido de la jarra de vino, de la de plata que contiene agua, y a su señor beber ávidamente. Transcurre un largo rato antes de que Javoleno rompa el silencio.

—Habla, te escucho —ordena con voz serena—. Pero te prevengo que es tu última oportunidad de confesarme la verdad. Si persistes en negarlo, te llevo inmediatamente y en persona a casa del duunviro.

—Entonces ya podemos ponernos en camino —contesta Livia levantándose y mirando a Javoleno a la cara—, porque yo no puedo confesar un delito que no he cometido.

—¿Continúas afirmando que eres inocente?

—Sí —dice ella con una gran firmeza—.Yo no he robado la máscara de vuestra esposa y no había visto nunca al joyero antes de que trajera el objeto, aquí mismo, a mediodía.

—¿Acusas, entonces, a Fortunato Munatio de falso testimonio y mentira?

—«Os llevarán ante los tribunales, formularán falsos testimonios contra vosotros, a causa de mi nombre», predijo Jesús. Los míos y yo estamos más que acostumbrados a las calumnias y las persecuciones —dice ella con tristeza.

—¡Pero bueno, Livia! ¡Este asunto no tiene nada que ver con tu religión, por más ilegal que sea y, por lo tanto, blanco de los perseguidores! ¡En esta ciudad nadie, aparte de mí, conoce tus creencias! ¿Por qué un orfebre próspero y reputado, que no sabe nada de tu fe, querría llevarte a la perdición?

—Creo que, efectivamente, a Fortunato Munatio le es indiferente mi suerte —admite Livia—. Sin duda le ha prestado ayuda a alguien que sí desea mi ruina.

—¿A quién? ¿Quién querría perjudicarte hasta el punto de verte condenada a los suplicios de los trabajos forzados, de la hoguera, de la cruz o de los animales del circo?

Livia calla.

—¿Y bien? —insiste el señor—. ¡Puesto que aquella a quien se acusa de haber conspirado contra mí se declara ella misma víctima de una conspiración, que vaya hasta el final de su análisis! No tienes amigos…, ¿cómo es posible que tengas enemigos?

La esclava sigue sin pronunciar palabra. Piensa en Ostorio. Sospecha que la pérfida maquinación es cosa de él. ¿Qué otra persona podría desearle algún mal, si su fe no está en el punto de mira?

—Ábreme tu corazón —ordena el señor con voz afable—. ¿Cómo puedo creerte si guardas silencio? Dime el nombre de tus supuestos adversarios.

Livia abre la boca. Está deseando desvelar las maniobras del intendente para disponer de ella y su fracaso. Desde hace tres meses, Ostorio ha permanecido tranquilo. Pero, pese a ello, ella no se sentía segura. La mirada tan pronto amenazadora como triunfal, pero siempre llena de odio, del liberto, le hacía temer otro ataque que no llegaba a producirse. No había imaginado que el siguiente movimiento diera ese giro.

—Vamos, Livia, estoy esperando.

La esclava calla. Javoleno intenta enfocar el asunto desde otro ángulo.

—¿Por qué has salido esta mañana?

—Señor, vos lo sabéis, he ido a la tienda de Vetulano Libella porque nos estábamos quedando sin papiro y…

—Tú nunca te ocupas de las compras de la
domus
—la interrumpe Javoleno—. No te gusta salir de casa, me lo has dicho tú misma. Me has confesado tu alivio al ver que mi hija ya no te pedía que la acicalaras, me has hablado de tu gusto por el estudio de los libros. No frecuentas jamás las
tabernae
, las termas y otros lugares donde a los pompeyanos les gusta reunirse. Eres la única cristiana en esta ciudad, luego no puedes ir a realizar rituales con correligionarios. A todo ello es preciso añadir que no soportas el calor del verano y pareces encontrarte a gusto en esta casa. En conclusión, desde hace varias semanas no sales de la villa. Me gustaría entender, pues, por qué has salido esta mañana, a una hora a la que normalmente trabajamos aquí.

—¡Señor! —exclama Livia, atónita—. ¡He salido de la
domus
porque vos me lo habéis pedido! ¡Me disponía a reunirme con vos en esta habitación cuando Ostorio me ha encargado en vuestro nombre hacer ese recado! Yo me he limitado a cumplir… ¡Os he obedecido!

Javoleno se queda paralizado. Esa mañana él no le ha ordenado a su intendente que enviara a Livia a casa de Vetulano Libella. Mientras esperaba en vano a su escriba, poco después del alba, el liberto ha ido a decirle que la había mandado a casa del comerciante de papiro. Una vaga sospecha surge en su mente, pero la descarta pensando que el intendente se ha limitado a hacer su trabajo: es a él a quien corresponde comprobar que no falta de nada en la casa y actuar en consecuencia. Normalmente son los otros esclavos los que efectúan el aprovisionamiento de la villa, pero seguramente esa mañana estaban todos ocupados y Ostorio no ha tenido más remedio que enviar a Livia. El filósofo se promete verificar ese punto.

—Señor, ¿vais a entregarme a la justicia? —pregunta Livia con una voz que desea que suene digna pese al miedo que la atenaza—. ¿Creéis que soy culpable?

Javoleno observa a la joven. Le cuesta dominar el temblor de las manos y las piernas, pero su mirada es franca. Piensa en sus conversaciones profundas sobre la sabiduría, el orden del mundo, la fe, en el sosiego de su alma durante las jornadas pasadas con ella en la biblioteca… Sí, debe reconocer el bienestar que invade su espíritu cuando se halla en presencia de esa mujer, incluso esa noche, cuando Livia es acusada de la más infame traición. Es la primera vez que se lo confiesa. Pero esa revelación topa de inmediato con las palabras de Saturnina. ¿Está siendo objeto de las maniobras de Livia? ¿Oculta su apariencia íntegra y delicada una naturaleza cínica y viciosa? Si su hija supiera cuáles son sus pensamientos, lo encontraría ingenuo, crédulo… y viejo.

Su experiencia con mujeres de vida alegre es tan lejana… Era joven, no sabía nada de la sabiduría estoica ni tampoco del verdadero amor entre dos seres, que solo conoció con su esposa. Entre Gala Minervina y él no hubo nunca doble juego, intenciones secretas, manipulación del otro… Desde la desaparición de su mujer, envejece solo, alejado de las intrigas e indiferente a las viles intenciones humanas…,solo con sus
volumina
pero rodeado de riquezas… Aunque se siente herido en su orgullo, debe rendirse a la evidencia: para una joven ambiciosa, inteligente y codiciosa, es el blanco ideal.

—No puedo responder a tu pregunta, Livia, porque ni yo mismo lo sé —dice secamente, sirviéndose una copa de vino—. Déjame.

Con lágrimas en los ojos, la esclava sale de la biblioteca. En el exterior, Ostorio la espera. Sin dirigirle una mirada, con una vaga sonrisa en los labios, la agarra firmemente de un brazo y la conduce a su celda, ante la cual, un criado vigila.

Javoleno se dirige al larario, donde la máscara de su mujer ha vuelto a ocupar su lugar. Quema incienso, echa sal y vino, y deposita comida en el altar.

—Manes virtuosos —murmura—, venid en mi ayuda. Gloriosas almas de mis ancestros, iluminadme, penetrad mis sueños y mostradme la verdad. Gala Minervina, mi tierna y querida esposa, imploro tu auxilio. Apodérate de mi espíritu esta noche, durante mi sueño, muéstrame los sombríos designios de esa mujer o la pureza de su corazón.

Javoleno se va a su dormitorio de verano, lindante con el peristilo. Contempla los frescos bucólicos que adornan el
cubiculum
. Después se tumba, escucha la noche calurosa, el murmullo del agua, pide al soplo divino que penetra todas las cosas que lo guíe por la vía de la razón. Bebe otro cáliz de vino del Vesubio, que ayuda a dormir y propicia los sueños premonitorios enviados por Dios y los difuntos. Finalmente, se duerme.

Al día siguiente, en cuanto amanece, Javoleno convoca uno a uno a todos sus criados en la tibieza de la biblioteca. Los interroga sobre los sucesos del día anterior. Con calma y amabilidad, intenta averiguar lo que ha hecho cada uno de ellos y la naturaleza de las relaciones que mantienen con Livia.

La jerarquía habría exigido que empezara por Ostorio, pero decide deliberadamente sondear a su intendente en último lugar. Entra el palafrenero, que no le dice nada nuevo. Sus tareas, circunscritas a la cuadra, lo alejan de lo que sucede dentro de la casa y, desde el amanecer, estaba ocupándose de los animales. Lo mismo en lo que se refiere al jardinero, que aprovechaba el relativo fresco del sol naciente para trabajar en el huerto. Las dos mujeres encargadas de limpiar estaban en la zona señorial de la villa y no observaron nada, aparte de ver al señor ir a recogerse ante el altarde los lares. El factotum no estaba en casa: a la hora aproximada del robo, estaba ocupado transportando
dolía
y ánforas de vino de las bodegas a la
taberna
de la planta baja. El portero confirma que nadie, aparte de Livia, entró o salió esa mañana antes de la llegada del joyero. Bambala estaba metida en la cocina. No fue al mercado porque, en esa época, el jardín ofrece suficientes frutas y verduras para alimentar a todos. Le quedaba carne, queso y pescado del día anterior; en cuanto al pan, es entregado a domicilio todas las mañanas, todavía caliente, como en todas las honradas villas pompeyanas.

—Entonces, ¿el panadero entró aquí ayer, alrededor de la segunda hora? —pregunta Javoleno con la mirada brillante.

—No, señor —responde Bambala—. Segundo o sus ayudantes no cruzan nunca el umbral. Le dejan el cesto al portero, que controla la mercancía y me la trae a la
culina.

Decepcionado, Javoleno despide a Bambala y se dispone a hacer entrar a Asellina, la ayudante de cocina, la última antes de Ostorio. Hasta el momento no ha averiguado nada que pueda perjudicar a Livia, pero tampoco nada que abogue en su favor: su secretaria no mantiene amistad con los demás esclavos. Cortés pero distante, no interviene en sus disputas y no intenta atraerse su simpatía. Para ellos, sigue siendo una extraña a la que el destino ha catapultado a su casa, una desconocida discreta, incluso secreta, que quizá se considera superior porque es de Roma, la capital, porque sabe leer y escribir y porque tiene el privilegio de estar todo el día con el señor. En Bambala en particular, Javoleno percibe unos celos mal disimulados, que atribuye primero a la belleza de su escriba antes de preguntarse si, instintivamente, la cocinera no habrá adivinado la duplicidad de Livia.

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