La palabra de fuego (55 page)

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Authors: Fréderic Lenoir y Violette Cabesos

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La palabra de fuego
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Sorprendido por la reacción de su amigo, el filósofo balbucea como un niño pillado en falta.

—Pero… te lo juro, jamás he pensado en nada que no sea amistad… Su presencia me proporciona una serenidad, una alegría, una dicha que no conocía… Es diferente de mi amor por Gala Minervina… No tiene nada que ver…, así que no he pensado…

—¡No me digas que esa criatura no exacerba tu virilidad y que no has probado su cuerpo!

El semblante de Javoleno se tiñe de nuevo de rojo.

—No, Valerio, he decidido manumitirla, pero no he…

—Entonces, permíteme que te diga, como auténtico amigo, que eres un idiota. ¡A tu edad, estás enamorado y no lo sabes! Yo tenía razón: ¡has rejuvenecido tanto… que te comportas como un polluelo recién salido del cascarón!

Las palabras de Valerio Popilio Grifo provocan una conmoción en Javoleno. A sus cuarenta y siete años, descubre que se ha engañado a sí mismo y que, sin olvidar a su difunta esposa, ama de nuevo a una mujer. Sí, la ama…

Esa mañana, el senador romano decide ir a ver un combate de gladiadores en el anfiteatro. Como de costumbre, Javoleno se niega a acompañarlo, pero delega en Barbidio y Escílax, expertos en juegos del circo, pues su familia tiene varios
bestiarii
aclamados por el pueblo. El aristócrata se deleita con la idea de quedarse solo con las obras que Valerio le ha llevado de Roma. Pero no consigue centrar su atención en las
Astrologien
de Calpurnio Pisón, ni en los múltiples rollos del
Hombre de letras
de Plinio el Viejo. Piensa sin parar en la agitación de su corazón y en la angustiosa pregunta: ahora que conoce sus sentimientos, ¿debe declararlos o continuar guardándolos en el secreto de su alma? ¿Cómo vivir ese amor a la luz del día? Muros infranqueables se alzan entre Livia y él: la barrera de las castas, la aversion de Saturnina por la joven, el miedo de que la muerte le arrebate, una vez más, al ser amado… Pese a las enseñanzas de sus maestros estoicos, nunca ha logrado liberarse de los remordimientos y de las inquietudes para acceder a la única dimensión soportable: el presente. ¿Debe hoy intentar de nuevo conseguirlo? Su única certeza reside en el hecho de que debe aceptar ese amor, puesto que le ha sido enviado por Dios y el destino. En todo lo demás, se siente perdido. Pedirle consejo a Epicteto… ¡Brillante idea! Se sienta detrás del atril de mármol, coge un papiro, una caña… y su gesto queda en suspenso. Sentado en el sitio de Livia, se da cuenta de que desconoce los sentimientos de la joven. Él la ama, eso es un hecho, pero ¿qué siente ella por él? Javoleno no podría soportar una simpatía amistosa o una devoción incondicional de esclava… Es preciso que lo ame como a un hombre y no como a un amo, en un afecto recíproco y de la misma naturaleza que el suyo. Perdido en la confusión de sus propios sentimientos, lo ignora todo de las emociones de la joven. Las palabras de Asellina resuenan en su cabeza, pero no les concede ningún crédito. Jamás ha observado en su escriba la menor mirada, la más ínfima señal que le permita pensar que su pasión es compartida. Ansioso y tímido como un adolescente, convoca a Livia en la biblioteca.

Cuando ella entra en la habitación, renuncia a sondear su corazón: la joven tiene los ojos hinchados, el semblante sombrío y mal color. Javoleno se alarma.

—Livia, ¿estás enferma? ¿Tienes fiebre?

—No, señor. Os pido perdón, pero, durante vuestra charla de esta mañana con vuestro amigo, me he adormilado en mi habitación…

—Deja de pedir perdón por un reposo legítimo —dice él, irritado por las maneras de esclava de Livia.

—Y he vuelto a tener ese sueño.

La contrariedad de Javoleno deja paso a la curiosidad.

—¿El sueño del incendio?

—Sí.

—Siéntate y cuéntamelo.

—Siempre es igual —contesta ella, extenuada—. Llamas sin fuego…, un calor insoportable…, una atmósfera de catástrofe…, ruido de tejados que se hunden…, humo… El aire es irrespirable…, el pánico reina por doquier…, la ciudad está siendo destruida… Estoy sola y corro…

—Hummm… Tú no ignoras que los sueños son mensajes divinos. En el orden perfecto del mundo regido por el destino, los dioses benévolos, que saben lo que va a pasar, nos envían señales anunciadoras del futuro. Se manifiestan a través del canto y el vuelo de los pájaros, las entrañas de los animales, los astros, los relámpagos, los prodigios, las palabras de los que deliran y las visiones de los durmientes. En el pasado ya recibiste, según me has contado, advertencias de este tipo que, desgraciadamente, siempre se cumplieron. En consecuencia, estoy seguro de que tu sueño recurrente es un sueño premonitorio, un augurio de los dioses.

—¿Por qué vuestros dioses, en los que no creo, iban a enviarme tales señales?

—¡Quizá es tu Dios quien se dirige a ti mientras duermes!

—«Mi Dios», como vos decís, habla a través de los sueños, en efecto —contesta ella, pensativa—. Informado por unos magos caldeos de que un gran rey judío, es decir un competidor, había nacido en Belén…, se trataba de Jesús…, el soberano Merodes mandó matar a todos los niños de menos de dos años a fin de destruir a su rival, pero, gracias a un sueño enviado por Dios, José, el padre de Jesús, fue advertido de la hecatombe y huyó a tiempo a Egipto con su esposa, María, y su hijo, Jesús, que de este modo se salvó. Pero José era el padre del profeta, nuestro Salvador. Dudo que Dios se dirija a mí…

—¿Por qué no, Livia? En el fondo, esa cuestión no tiene mucha importancia, lo que cuenta es que nosotros interpretemos correctamente la advertencia divina.

—Yo no creo en los adivinos, a quienes los míos y yo misma consideramos peligrosos brujos, y no entiendo nada de la ciencia de la adivinación defendida por vuestros maestros estoicos.

Con las manos tras la espalda, Javoleno camina arriba y abajo pensando en voz alta.

—El presagio es malo, de eso no cabe duda. ¿Anuncia otro terremoto, una guerra, una invasión de la colonia, un gigantesco incendio de Pompeya, quizá un maremoto? El adivino no supo precisarlo, ni tampoco cuándo iba a producirse el desastre, pero él también vio una gran desgracia en las entrañas de la cabra.

—¿Es que habéis consultado a un adivino, señor? —pregunta, sorprendida, la joven.

—Ese hombre no es muy inteligente y, además, lleva una vida relajada, así que tengo una confianza limitada en sus palabras. Como escribió Crisipo, solo el sabio, el que posee una inteligencia superior y un conocimiento perfecto, tiene el poder de conocer y explicar los mensajes de los dioses. Sin embargo, la insistencia de tu sueño me incita a…

—Yo soy inculta y estoy desprovista de sapiencia —lo interrumpe Livia en un tono malicioso.

—Permíteme no estar de acuerdo contigo. En cualquier caso, posees otra cualidad —dice él con una sonrisa grave y ambigua—, que te han enseñado tu irritante profeta y sus discípulos y que, pese a todo, yo considero útil: la capacidad de pensar con el corazón. Esa intuición sensible, esa abertura cognitiva me convencen de hacer caso a tu persistente visión nocturna tomando precauciones contra la calamidad inminente. Mira…

Javoleno saca de un cofre una tablilla de cera de dos hojas y le enseña a Livia un extraño dibujo trazado sobre ella.

—No era más que una divagación de mi mente una noche de luna llena —explica—. Acababa de releer lo que Séneca había escrito en sus
Cuestiones naturales
sobre el seísmo de hace diecisiete años. Al final de su vida, se interesó mucho por el conocimiento de los fenómenos de la naturaleza y de los medios para protegerse de ellos. Una vaga idea germinó en mi cabeza, aunque dudaba… Pero ahora estoy decidido a llevarla a cabo. Mira, se trata de una cavidad que voy a hacer excavar bajo los sótanos actuales de la casa. Será suficientemente grande para contener a todos los que pertenecen a la
domus
, además de a mi hija, mi yerno y mis nietos. Estaremos apretados, pero sanos y salvos, y no tendríamos que pasar allí más que unos días. La entrada del refugio estará tapada…

Una losa de mármol conducirá a una escalera y a ese subterráneo, de alrededor de una pertica de profundidad. Así, en caso de conflicto, escaparemos de los invasores. La cavidad será hermética y estanca…, si se trata de un incendio, no tendremos nada que temer. Por último, en caso de terremoto, que es la hipótesis más probable, en las profundidades estaremos protegidos: durante el anterior cataclismo, los que se habían metido instintivamente en las bodegas salvaron la vida. Aunque la casa se derrumbe sobre nuestras cabezas, estaremos seguros. Después, será fácil retirar la losa de mármol para acceder a las bodegas y desde allí al exterior. Además de comida, en nuestro refugio meteremos las herramientas indispensables.

—Señor, vuestro plan es brillante, pero ¿cómo vamos a respirar ahí abajo?

—¡Buena pregunta! Ese es el problema que más me preocupaba. Pero he encontrado la solución: los ingenieros de Pompeya dominan el arte de las canalizaciones. ¡Basta con reemplazar el agua por aire!

—No os sigo.

—Voy a hacer instalar un estrecho conducto subterráneo de plomo, que partirá de ese sótano secreto y desembocará en una de las paredes del pozo del huerto, por encima del agua, naturalmente. De esa forma, estaremos abastecidos de aire, aun en el caso de que un diluvio de lluvia o de fuego se abata sobre la ciudad, y aunque el pozo sea obstruido o destruido por un terremoto.

—Muy ingenioso. Solo tendremos que rezar a Dios a fin de disponer de tiempo para meternos en vuestro refugio y, después, tener fuerzas para salir de él…

—Exacto. Si las sacudidas duran demasiado, pereceremos como ratas atrapadas en una trampa. Pero al menos habremos intentado sobrevivir como hombres, no como animales.

En compañía de su escolta, Valerio Popilio Grifo ha regresado satisfecho de su jornada en el circo. En ese mes de marzo del décimo año del reinado de Vespasiano
[16]
, los combates se reanudan tras el descanso invernal y, en plena campaña electoral, los candidatos al duunvirato y a la municipalidad más ricos ofrecen juegos a los pompeyanos a fin de asegurarse su popularidad y, en consecuencia, su elección. El ciudadano de Roma ha disfrutado hoy con la visión de toros, toreros y cuadrillas, de combates de gladiadores por parejas, de pugilatos, de espectáculos de payasos y bufones, sin contar la lucha de los
bestiarii
contra los osos, jabalíes, elefantes, rinocerontes, búfalos y otras fieras, en el transcurso de una cacería para la que el anfiteatro ha sido transformado en bosque. Valerio se ha apresurado a volver a la villa, extenuado de haber aclamado a Celadon y los dioses del circo, aplaudido el desfile final de los luchadores ensangrentados que han regresado a su cuartel por el
decumanus maximus
, la vía principal de la ciudad. Los dos amigos se solazan ahora en las termas del Foro, que se encuentran lejos de la casa de Javoleno y cuyas obras de restauración no están acabadas; pero son los únicos baños que funcionan desde el terremoto de hace diecisiete años. Debido a su desconfianza de la gente, exacerbada por el asunto del robo de la máscara, el pompeyano habría preferido que el romano se conformara con su cuarto de baño privado, pero no se ha atrevido a hacerle ese feo a su amigo.

Valerio se estira lánguidamente en el
caldarium
, donde la temperatura alcanza cuarenta grados centígrados, apreciando la elegancia de las paredes amarillo dorado y de las pilastras de porfirio rojo.

—Comprendo tu atracción por esta ciudad —le dice a su amigo—. ¡Esta voluntad de disfrutar de la vida, de acoger todos los placeres con sencillez, alegría y entusiasmo! ¡Qué maravilla estar lejos de los complots y de los tejemanejes hipócritas!… ¡Pese al agotamiento, me siento en plena forma! ¿Sabes?, me han entrado ganas de comprar una casa aquí para pasar el tiempo libre y la vejez… ¡Estoy seguro de que en Pompeya moriría con mejor salud que en Roma!

—Sería un placer para mí que te instalaras en esta ciudad —contesta Javoleno sonriendo—. ¡Te animo a hacerlo! No obstante, debo advertirte que Campania no se salva del gusto por las conjuras y las acciones viles.

—¡No estropees mi sueño de paraíso! Y hablando de euforia deliciosa, ¿cuándo vas a presentarme a la responsable de tu casta voluptuosidad?

—Cuando volvamos a casa. He estado pensando mucho en nuestra conversación de esta mañana y reconozco que tienes razón. Me he comportado como un niño. Ya es hora de que vuelva a convertirme en un hombre.

—¡Más vale tarde que nunca! ¡Por fin unas palabras dignas de un filósofo! ¡Tu abstinencia malsana ha durado demasiado! Esta noche, tumbas a la joven en tu cama y…

—Esta noche debo encontrar valor para preguntarle por sus sentimientos hacia mí —lo corta bruscamente Javoleno—, y no permitirme la debilidad de abusar de ella como lo haría un amo con una esclava.

—Esos escrupulosos miramientos con una criada que te pertenece son incomprensibles, pero, sea, accedo a cargarlos en la cuenta de tu escuela del Pórtico. ¿Y luego qué?

—Luego, si su inclinación coincide con la mía…

—¿Qué, Javoleno? No hay muchas vueltas que darle, la conviertes en tu amante y recuperas los sanos placeres de la carne, ¿no te parece?

—Si me ama como yo a ella, ¡nos casamos!

Valerio está tan estupefacto que poco le falta para perder pie y hundirse en el agua.

—Has perdido el juicio, amigo mío —murmura—. ¡Eso es de todo punto imposible!

—Y bien, Livia, ¿qué opinión te merece mi amigo Valerio Popilio Grifo?

La noche ha caído hace rato. Javoleno y Livia deambulan por el peristilo, bajo las estrellas, en una semioscuridad que esculpe los contornos de sus rostros, pero extiende un velo púdico sobre la expresión de sus facciones. Livia está incómoda, hace varias horas que se siente cohibida, desde que el señor, al volver de las termas con su amigo, le ha ordenado compartir con ellos la cena y tenderse en un
lectus
del
triclinium
, la cama de honor, situada delante de la mesa. La esclava ya ha comido o cenado en otras ocasiones con el señor, pero era en la biblioteca, donde solo Javoleno estaba recostado y era debidamente servido por los criados; Livia iba cogiendo fruta y queso dispuestos sobre el pequeño aparador, sin dejar de escribir al dictado del patricio. Esa noche, por primera vez en su existencia —en casa de sus padres era demasiado pequeña para que le correspondiera un
lectus
y comía en un escabel, como todos los niños—, Livia se ha recostado en el comedor. Su tosca túnica de sirvienta ha tocado la fina tela de lino, se ha descalzado y ha tenido que dejar que Asellina le lavara los pies y las manos. Después, Helvia y la ayudante de cocina, su amiga, le han servido vino, aceitunas, ostras, trufas, espárragos, pescado fresco, un cabrito asado, huevos rellenos, ensaladas del huerto, una pularda con champiñones, pichones y, para terminar, fruta de toda clase y pasteles que, como lo demás, no ha tocado. Durante la cena, en el transcurso de la cual ha permanecido callada o ha respondido lacónicamente a las preguntas del senador romano, se ha sentido espiada por Valerio Popilio Grifo, observada por Javoleno, y en ningún momento ha podido dejar de tener la sensación de no estar en su lugar. ¿Por qué su señor no se ha conformado con las sesiones en la biblioteca y le ha infligido semejante suplicio ante su amigo? ¿Por qué, ahora que Valerio se ha retirado a su habitación, le pide que se quede con él y le pregunta su opinión sobre su invitatio, apreciación que Livia es incapaz, no solo de emitir, sino sobre todo de concebir?

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